El mundo moderno aparece con la propiedad como derecho inalienable, la cuantificación del mundo, su clasificación taxonómica e imitación. Los ilustrados empiezan a documentar un proceso de copia y sustitución de un mundo sin taimar por otro ordenado y mecanizado.
En paralelo, se generaliza entre la clase burguesa la aspiración a crear un mundo artificial cercano al ideal, representado por maquinaria de trabajo, nuevos medios de locomoción, juguetes autónomos, arte reproducible (realismo pictórico, primeros daguerrotipos, panoramas y dioramas) y bienes de consumo (ropa manufacturada con origen en el Mediterráneo —”jeans” de Génova, “denim” de Nîmes—, menajes del hogar de la época victoriana).
Michel Houellebecq : " Des semaines entières à lire m'ont complètement mis hors de la dépression " https://t.co/Sg5MQfpL2z pic.twitter.com/9H7iB3j1Ko
— France Culture (@franceculture) November 16, 2020
La reacción al intento de crear un mundo materialmente próspero y espiritualmente racional (en torno a la razón y el resultado material: el positivismo y el utilitarismo) llegará desde quienes claman la pérdida de la belleza, de los misterios del mundo, de lo vital, de todo aquello que denota unas cualidades que impiden cualquier posibilidad de imitación o cálculo, tal es su grandeza.
Cuando el mundo avanza y rompe cosas
Asociada al romanticismo, la estética de lo sublime surge cuando el transporte, el comercio y las manufacturas empiezan a beneficiarse de la mecanización a gran escala. De repente, lo olvidado por la historia, lo misterioso y refinado, lo exótico o lo decadente entretienen el imaginario de quienes se declaran perdedores de un mundo tan próspero y abundante como burdo.
Muchos de quienes se benefician de la nueva prosperidad, educación y prestigio social, como la burguesía urbana, se sienten también atraídos por la estética y los postulados del romanticismo. Las historias de misterio de autores como Edgar Allan Poe aparecen serializadas en la prensa y logran gran popularidad.
Washington Irving viaja por una —entonces exótica— Andalucía, los jóvenes adinerados del norte europeo realizan su Grand Tour por el Mediterráneo siguiendo los pasos de pioneros como Goethe o Alexander Boswell (biógrafo del escritor británico Samuel Johnson), entre otros, y los simbolistas franceses lloran la desaparición de la sutil sabiduría del Antiguo Régimen, reflejada en oficios artesanales, paisajes y también costumbres.
Charles Baudelaire —que aprenderá inglés para poder traducir a un entonces desconocido en Europa Edgar Allan Poe— se quejará de la desaparición del París canalla de barrios insalubres y callejones irregulares, desmantelado con rimbombancia racionalista por un Georges-Eugène Haussmann más preocupado por un progreso de tradición napoleónica que por los placeres azarosos de la flânerie, tan necesarios para el autor de Las flores del mal.
El día en que los flâneurs se quedaron sin paseo
El artista-poeta que deambula por las calles a medida que éstas se hacen rectilíneas y que las delicias tanto menestrales como de la mala vida dan paso a la producción seriada y el higienismo (cuando no la eugenesia, la frenología y el panoptismo carcelario para luchar contra lo «degenerado» y «decadente»), se convierte en especie en extinción, en criatura maldita.
Su «desencanto» con el mundo contrasta con su determinación por evocar los tiempos míticos de un «encantamiento» residente a menudo en su imaginación, o acaso en un pasado idealizado. El escritor francés Joris-Karl Huysmans, explorador de un flemático espiritualismo incapaz de renacer en un mundo dominado por el avance industrial y positivista, nos legará al noble desencantado de Jean des Esseintes, protagonista de su novela A contrapelo (À rebours, 1884).
Ante el avance mediocre del mundo burgués, Des Esseintes se recluye en una casa de las afueras de París suficientemente alejada de la ciudad como para huir de la llamada urbanita. Allí, acompañado únicamente de sirvientes a los que hace llevar pantuflas para evitar cualquier sonido no deseado, Des Esseintes tratará de reproducir la belleza encantada de un mundo imaginario donde merecería la pena vivir (y morir), un mundo de materiales nobles y raros, plantas exóticas, cuadros de Gustave Moreau y literatura latina tardía.
Otro de los pasatiempos de Des Esseintes, repasar estampas deslucidas con el tiempo de viejas reproducciones de los Caprichos de Goya por las que ha pagado una fortuna en los anticuarios, nos evoca la propia trayectoria pictórica del pintor aragonés, cuando, recluido en su vivienda madrileña de la Quinta del Sordo, decoró con murales las distintas estancias.
Entre el salvador de las Pinturas negras y «Los miserables»
Este trabajo, conocido posteriormente como Pinturas negras, en realidad murales sobre yeso, no habría sobrevivido sin la actuación decisiva de un banquero francés de origen alemán, el barón Émile d’Erlanger, que costeó su traslado a lienzo y, tras mostrarlas en la Exposición Universal de París de 1878, las donó al Museo del Prado en 1881.
Unos años más tarde, Oscar Wilde publicará El retrato de Dorian Gray (1890), un alegato contra el higienismo positivista de pretende sepultar para siempre los sutiles claroscuros del alma humana y su gusto por el «encantamiento», el gusto romántico por lo sublime. Wilde se había inspirado, cómo no, en Jean des Esseintes, el personaje de À rebours (el propio Wilde había residido unos meses en París, agobiado por la persecución de los rotativos londinenses a su regreso de Estados Unidos).
No sorprende que, en nuestros días, un enfant terrible con una biografía y carrera literaria que pretenden ir a contrapelo, el francés Michel Houellebecq, reivindique a Huysmans e imagine a François, el profesor universitario que protagoniza su polémica novela de ficción política Sumisión, como experto literario en —cómo no— el escritor decadentista Huysmans.
Aprisionada entre la idea de progreso y solidaridad universalista de la Revolución y el impacto de un romanticismo que no renuncia a la belleza (ni al misterio religioso), desde Chateaubriand y Victor Hugo a los simbolistas y sus vástagos malditos, Francia alumbrará una tipología propia de gran industrialista filántropo, tan atento a la obra social interesada —para evitar el estallido obrero tras los conatos revolucionarios de las barricadas parisinas durante la revuelta contra la restauración monárquica en 1832, descrita por Victor Hugo en Los Miserables y la Comuna, en 1871— como a la belleza de un viejo mundo que desaparece bajo la modernidad industrial y tecnológica.
Las aventuras de Albert Kahn
La biografía del otro gran financiero y filántropo francés asociado a la cultura alemana, el alsaciano Albert Kahn (1860-1940), es remarcable. Nacido en el seno de una familia rural de origen judío dedicada a la pequeña ganadería, Kahn emigrará al noreste de Francia con su familia tras la anexión alemana de Alsacia y Lorena como consecuencia de la guerra franco-prusiana.
Kahn es un personaje extraordinario, que no debemos confundir tanto con el barón de Nucingen, el personaje de La comedia humana de Balzac (también banquero alsaciano de origen humilde y de origen judío), como con los grandes filántropos anglosajones de finales del XIX, prestos a dejar su huella en la historia con grandes proyectos culturales.
En su etapa de estudiante de liceo, recibirá la ayuda académica de un todavía estudiante universitario Henri Bergson. Ambos mantendrán su amistad y una relación epistolar durante el resto de sus vidas. Como mozo en prácticas, Kahn recibirá el encargo de una banca parisina de hacerse cargo de un pequeño capital, que logrará multiplicar.
En poco tiempo, el joven financiero amasará su propia fortuna con un negocio arriesgado con un retorno de la inversión incalculable: la compra de acciones de compañías mineras de oro y diamantes en la colonia de Transvaal, en el África austral.
En 1898, con 48 años, Albert Kahn funda su propio banco y decide diversificar sus inversiones con intereses en Extremo Oriente, desde las colonias francesas en Indochina a la nueva pujanza modernizadora de un país asiático que se pliega a la idea occidental de progreso para evitar ser colonizado tras el avance de la agresividad estadounidense y su «diplomacia de cañonero»: Japón.
Objetivo: documentar un mundo en retroceso
Su periplo oriental inspiró en Kahn una admiración por mundos y usos tradicionales que desaparecían con la colonización (Indochina) y la rápida modernización (Japón). Décadas antes de que Junichiro Tanizaki escribiera su alegato contra la incalculable pérdida estética y cultural que el mundo moderno había infligido en la cultura japonesa (en forma de tratado estético: El elogio de la sombra, 1933), un banquero francés, Albert Kahn, lloraba los estragos del mundo que desaparecía.
De vuelta en Europa, Kahn inició la segunda etapa de su vida, tan célebre como la primera, aunque de un signo muy distinto: a partir de 1893, Albert Kahn usará la mejor tecnología informativa de la época para interesarse por el mundo que venía… y el que desaparecía. En una suntuosa propiedad adquirida en Boulogne-Billancourt, Kahn diseñó varios jardines de distintas tradiciones, acaso pensando en luchar por el desencantamiento del mundo.
Cada mañana, Kahn despachaba en una sala junto a su dormitorio con un equipo de profesores y periodistas políglotas (condición indispensable para el puesto), que le asistían, con prensa de todo el mundo, en la elaboración de una revista de prensa.
Además de las labores filantrópicas asociadas al campesinado más desfavorecido y a los obreros fabriles de la época, Kahn tuvo tiempo para asistir a artistas como el escultor Auguste Rodin, y creó en 1898 una suculenta beca de viaje para que jóvenes franceses se formen «alrededor del mundo» (a partir de 1906, también podrán optar a la beca estudiantes formados en Japón, Alemania, Reino Unido, Estados Unidos o Rusia).
Pero su mente estaba ya en otra cosa. Consciente de que el acceso a información rápida y fehaciente había asistido las decisiones que lo habían hecho rico, Albert Kahn confió en una tecnología novedosa para documentar la belleza que desaparecía en los usos y costumbres sepultados por el avance técnico.
La huella de la Gran Guerra
Es así como nacía un colosal proyecto denominado Archivos del planeta, destinado a tomar fotografías y rodar películas (una técnica novedosa en 1908) sobre la vida cotidiana de miles de personas en todo el mundo, desde las propias metrópolis europeas a los confines de un mundo por el que viajar todavía era una aventura.
Aventureros, documentalistas, operadores de los nuevos equipos de vídeo y fotografía (como la placa autocroma de 9 por 12 centímetros, más fácil y ligera de manipular, mantener y transportar que las grandes cámaras), le asistieron en la tarea de documentar lo sublime del mundo entre 1909 y 1931. Una labor quimérica que se enmarcaba en otra misión todavía más quimérica, que Kahn deberá enmendar tras la barbarie de la Gran Guerra: un pacifismo universal capaz de lograr un mundo próspero para el mayor número de personas y pueblos.
La labor filantrópica del banquero recibirá un golpe inesperado en la Belle Époque, cuando inversiones fallidas y, sobre todo, el crac del 29, obliguen a Kahn a arriesgar su estrategia a un peligroso todo o nada: confiado en que la crisis bursátil del 29 sería una reproducción de las cortas crisis cíclicas que el capitalismo triunfante había experimentado desde finales del XIX hasta ese momento, el banquero e inversor decidió redoblar su apuesta en la compra de valores.
La duración de la crisis propició la caída de Albert Kahn, que se vio primero obligado a firmar préstamos de elevado interés para cumplir con sus periódicas obligaciones crediticias, hasta verse obligado a capitular ante sus acreedores. Mientras muebles, colección de arte y otros bienes de valor abandonaban la propiedad de varias hectáreas de Boulogne-Billancourt, el financiero pudo, no obstante, continuar en sus estancias en usufructo.
Jardines del mundo y Archivos del planeta
La idea quijotesca de documentar las maravillas de la vida cotidiana sepultadas por el avance de la modernidad fue uno de los muchos proyectos en los que Albert Kahn dedicó la mayor parte de su fortuna. Al fallecer en 1940, antes de la ocupación de París por las tropas nazis y la persecución de los judíos franceses, Kahn pudo al menos asegurar que sus Jardines del mundo y los Archivos del planeta estaban en buen recaudo y serían conservados.
Otros románticos con una fortuna más modesta persiguieron por iniciativa propia iniciativas de documentación de lo sublime en desaparición, pese a las dudosas probabilidades de éxito o reconocimiento público en tales empresas. Es el caso del fotógrafo y aventurero del Oeste americano Edward S. Curtis, un Indiana Jones en la vida real, que reconoció la velocidad fulgurante con que la cultura tradicional de los nativos americanos (y, a menudo, la propia población) desaparecían con el avance y las amenidades de la vida moderna.
Así que Curtis emprendió en 1906 un viaje por Estados Unidos para fotografiar a los pueblos nativos de Norteamérica. No son imágenes de extrema fragilidad, pobreza extrema o exóticos mundos dantescos, tan propios del ojo del fotógrafo occidental al enfrentarse a realidades ajenas, sino una mirada respetuosa a individuos bellos y orgullosos, a menudo acompañados de objetos y utensilios preciados, desde ropaje ceremonial a armas tradicionales y otros instrumentos.
El cine hollywoodiense, que apenas empezaba, tardaría décadas en enterrar el estereotipo de «los indios» atacando caravanas y cortando cabelleras en bandas despiadadas, como si surgieran del propio infierno, cuando en realidad se encontraban en casa. En el mundo que habían habitado y referenciado, unido a su acervo. La lengua, manera de ser, costumbres o ropaje de gentes condenadas a la reclusión en reservas.
La responsabilidad con la belleza de lo cotidiano
En ocasiones, el mundo que desaparece no está asociado a episodios dramáticos de dominadores y dominados, ni a grandes injusticias. A menudo, es la propia inercia de la modernización, el proceso que el filósofo Martin Heidegger describió como «tecnicidad», la que condena las sutilidades de otros mundos y realidades, otras velocidades y maneras de comprender las cosas, a la extinción.
Quizá el papel de la documentación, de la literatura, la música y el arte, sea también el de recordarnos esos mundos «encantados» que desaparecen. Y, en su evocación, podemos contribuir a enriquecer realidades empobrecidas, o a crear nuevas originalidades.
Hay distintos modos de crear o contribuir en un proyecto que salvaguarde la belleza de un mundo que retrocede.
Es quizá lo que trata la arquitectura al permitirse caprichos —follies— más o menos contemporáneos, tales como pequeñas casas capaces de rotar sobre su propio eje como un girasol; o concebidas en el desierto con un dormitorio a la intemperie para observar las estrellas.
Hay quienes dedican su afición a compartir imágenes de lugares que están cambiando con rapidez; lo hace, por ejemplo, el ensayista y cofundador de Wired, Kevin Kelly, con su serie de fotografías Vanishing Asia.
Otros entusiastas de lo que nos deparan las viejas fotografías y documentos olvidados se dedican a vocaciones como la restauración digital o el coloreo de viejas fotografías. Es el caso de Olga, entusiasta rusa de fotografías de época, en la que personajes célebres de un mundo olvidado aparecen junto a personas desconocidas. Visitar su perfil en Flickr es una experiencia que no deja indolente.
Lo sublime y personal
La prensa se hace eco —recordemos, en un contexto de pandemia y de restricción severa de desplazamientos incluso locales— de lugares que visitar con el encanto de lo sublime. El New York Times pide a varios de sus colaboradores que describan 11 alojamientos hoteleros que visitar «en sueños», capaces de inspirar a los lectores.
En el listado, acompañado de una fotografía genérica por establecimientos y textos personales con pretendido tono onírico, aparecen establecimientos minoritarios y algún que otro sospechoso habitual. Un extracto (a propósito de una escapada en un hotel sin pretensiones de la costa del norte de California, The Brewery Gulch Inn en Mendocino (pueblo con viviendas de madera envejecidas por la niebla del Pacífico, frecuente en la zona):
«Por las tardes, volvíamos un poco alterados por el viento y la cena nos esperaba en el comedor del hotel. Elegíamos una mesa junto a las grandes puertas dobles de vidrio para ver el reflejo de la luna sobre el océano. Los días pasaron de esta guisa, encantados y fuera del tiempo. El viaje de regreso a casa fue como despertar de un sueño que no quería que acabara.
«Ahora, todos estamos atrapados en otro tipo de sueño».