Creemos que la situación que afrontamos hoy es tan cruda y falta de esperanza que hemos olvidado la sana lucidez de reconocer nuestra relativa insignificancia en el gran esquema de las cosas.
No hace falta invocar a Marco Aurelio para convencernos de que, en efecto, apenas participamos en el rumor de un momento concreto. Y el clima intelectual y cultural que nos ha tocado como adultos, el «zeitgeist» con el que se ha obsesionado el historicismo, va sobrado de ruido.
I can handle the German pandemic response being better than ours, but I don’t think I can handle it being funnier https://t.co/PbcjKKzxSs
— Henry Mance (@henrymance) November 14, 2020
El fatalismo con que afrontamos el presente y leemos la realidad política y social no remite; a estas alturas, deberíamos tener claro que no se trata de una macabra aceleración hacia la entropía lo que nos da esa sensación, sino la manera de presentar hechos, grandes y pequeños.
La guasa que llegó del frío
Un anuncio institucional en la televisión pública alemana jugaba magistralmente hace unas semanas con los sacrificios supuestamente intolerables que se demanda a la población menos vulnerable ante la pandemia para evitar el colapso sanitario antes de que las campañas de vacunación estén plenamente implantadas.
El anuncio se sirve del cliché cinematográfico asociado a la épica (música clásica con halo romántico, narración a cargo de una voz grave y masculina) para apelar a la comunión con el imaginario colectivo, un recurso propagandístico que los alemanes han estudiado desde sus consecuencias desastrosas de su instrumentalización en la primera mitad del siglo XX.
La voz en off empieza con el texto, irónicamente emocional:
«Corría el invierno de 2020 y todas las miradas estaban puestas en nosotros. Un peligro inminente amenazaba todo en lo que habíamos creído hasta entonces».
A medida que avanza el anuncio, nos damos cuenta de que se trata del testimonio de un superviviente, que evoca su papel durante la segunda ola de la pandemia de coronavirus. Un momento en que «había que estar a la altura».
Cómo mantener la concienciación
Él también fue un héroe, al afrontar con responsabilidad el sacrificio que el deber demandaba de él… Es entonces cuando empieza la segunda parte del anuncio, donde vemos al Yo del maduro narrador a los 22 años haciendo el héroe en 2020. Ocurre que esta misión, la misión de su generación, aparece ante nosotros con toda su ridiculez: consiste en holgazanear en casa y practicar el distanciamiento social hasta que las vacunas concedan la anhelada inmunidad de grupo, que todos percibimos, algún día que otro, desesperadamente lejos.
Así fue cómo, en el invierno de 2020, muchos jóvenes se convirtieron en héroes a su pesar, en tanto que «holgazanes de campeonato».
Nada mejor que un clip con narrativa sencilla y elocuente para captar la atención en nuestros días y alimentar la maquinaria memética: el anuncio traspasó las fronteras de habla alemana y se difundió profusamente en redes sociales con subtítulos en otros idiomas.
La reacción ante el anuncio de algunos usuarios es tierna o incluso melancólica, en ocasiones comprensivamente autoflagelante: en efecto, muchos de nosotros (no todos, pues también hay muchas situaciones tensas o incluso desesperadas que deberíamos ayudar, dentro de nuestras posibilidades, a desencallar) hemos crecido en un contexto de exigencia propio de generaciones y lugares mimados por la historia; sin conflictos ni grandes dramas cercanos, ni sufrimiento patente entre los nuestros durante una cotidianeidad que puede blindarse ante la injusticia real.
El contenido paródico del anuncio institucional alemán para mantener el clima de corresponsabilidad en el difícil invierno de 2020-2021 nos arrastra ante el espejo como supo hacerlo el humor inglés en las comedias televisivas de décadas pretéritas que, entonces, permeaban fácilmente el continente a través de reemisiones en otros países.
Respuestas y respuestas
En esta ocasión, sin embargo, tanto el sentido de la responsabilidad como el anuncio con el humor que necesitan la opinión pública europea y mundial no proceden del mundo anglosajón, cuyo soft power ha dominado la cultura popular desde finales de la II Guerra Mundial, sino de una Alemania reunificada y más segura de su rol democrático en Europa y el mundo.
O, explicado por el periodista del Financial Times Henry Mance al compartir el mencionado anuncio institucional:
«Puedo tolerar que la gestión de Alemania ante la pandemia esté siendo mejor que la nuestra [en alusión a la respuesta británica], pero no creo que pueda aguantar que la suya sea más divertida».
Todos conocemos los estereotipos que británicos y otros europeos han cultivado del espíritu teutón a lo largo del tiempo, y ni el humor ni la fina y cáustica autoparodia se encontraban entre los clichés más compartidos sobre los alemanes. Cada día se aprende algo más.
De vuelta a nuestra escasa tolerancia por las grandes dificultades y una aversión colectiva por cualquier interrupción de la compleja inercia que propulsa nuestra vida cotidiana. Las generaciones pretéritas no tuvieron la fortuna de habitar un mundo donde las pequeñas preocupaciones parecen conducir al nihilismo de masas (así lo demuestran fenómenos como la epidemia de adicción a opiáceos en los suburbios estadounidenses), y cohabitaron con traumas individuales y colectivos de gran calado, a menudo multigeneracionales.
Los que no se dejan llevar por la consigna del momento
Tras haber asistido a las dificultades del Reino Unido y Estados Unidos para articular (por el momento) una reacción de país madura y a la altura de las expectativas —en función de su papel histórico e influencia cultural en Europa, América Latina y el resto del mundo—, basta con acudir a referentes que murieron hace apenas unas décadas para constatar el contraste con los líderes de opinión, intelectuales y mandatarios actuales.
Tomemos, por ejemplo, al galés Bertrand Russell, un académico entre el siglo XIX y el siglo XX, con vocación de intelectual «comprometido» —en el sentido que Jean-Paul Sartre concedió al término—, además de matemático, filósofo analítico (compañero de Srinivasa Ramanujan, a quien conoció en el Trinity College, en la primera disciplina; y mentor filosófico de Ludwig Wittgenstein, en la segunda), militante pacifista y (a pesar de los pesares) político.
Consciente de los retos colosales de cada uno de los momentos históricos delicados a los que asistió, Russell no se conformó con lanzar sus preceptos, a modo de bulas papales, desde la torre de marfil de su posición universitaria, sino que consideró una obligación preocuparse (y, en ocasiones, desvivirse) por los retos de su tiempo.
Russell eludió el cinismo y el dogmatismo. En cuanto a la Historia que le tocó vivir, a Russell le tocó asistir al auge de ideologías como el darwinismo social y la eugenesia en el mundo anglosajón, así como la radicalización de los movimientos obreros, la Gran Guerra y la Revolución Bolchevique, el auge de los totalitarismos y el horror de la II Guerra Mundial, cuyo colofón acabó para siempre, diría Albert Camus, con cualquier posibilidad de ingenuidad humana: las cámaras de gas, Hiroshima y Nagasaki representaban la lógica de anteponer del fin a los medios llevada hasta sus últimas consecuencias por sociedades autoproclamadas humanistas.
Esa construcción manida llamada historicismo
En cuanto al marco de pensamiento que había posibilitado los horrores del siglo XX, la visión hegeliana de la historia (la instrumentalización del historicismo de un modo esencialista —nacionalismo, fascismo— o materialista —marxismo-leninismo—), Russell recurriría al pragmatismo británico para aseverar que la historia del mundo es la suma de aquello que hubiera sido evitable.
El largo período de estabilidad y prosperidad generalizada (en efecto, a veces relativa… hasta que se compara con los estándares de lo que implica ser próspero en zonas menos favorecidas del planeta o en el pasado) contribuye al entumecimiento y sitúa nuevos listones de lo tolerable y lo que no debe permitirse por considerarse un precio demasiado elevado, lo que acaba por generar una cierta aversión al riesgo o a las condiciones de inestabilidad que causan grandes transformaciones en la composición de quienes ostentan la riqueza.
El comienzo de lo infinito (2011) es un ensayo especulativo y provocador del físico británico David Deutsch, asistimos al nacimiento del método que, mejorado, sentó las bases del progreso científico acelerado desde la Ilustración: la mejora de conjeturas que son superadas por mejores modelos.
Este modelo, argumenta Deutsch, si bien se aceleró desde la Ilustración, tiene su origen en la Atenas de Pericles, donde los maestros animaron a sus discípulos a cuestionar sus hipótesis de manera razonada; pero el avance a partir de la refutación de conjeturas anteriores (el ensayo y error, la experimentación, el cacharreo), o veneración ateniense por la mejoría, lo habría tenido más difícil en otra sociedad del mundo griego clásico, la espartana, donde el ideal de sociedad buscaba el equilibrio de recursos y la virtud, la «stasis».
Progreso y stasis
Los conceptos epistemológicos de las sociedades modernas dependen más que nunca de los consensos de una época, y los retos de nuestros días vuelven a situarnos ante el espejo: de nuevo, los modelos de confianza en el progreso tecnológico —que podríamos trazar hasta los ideales atenienses— compiten con la tentación de la «stasis» de la Esparta virtuosa, guerrera, autosuficiente, aislacionista (lo observamos en lecturas derrotistas sobre el progreso, como el milenarismo, el malthusianismo, el declinismo, la colapsología, etc.).
David Deutsch argumenta en su ensayo que somos herederos del modelo ateniense, así como de su humilde mecanismo de mejoría constante a través de una simple constatación: si bien no podemos confirmar totalmente una hipótesis —por definición, siempre provisional—, sí podemos refutarla, tal y como expone Karl Popper en su modelo falsacionista.
Para saber si la proposición «todos los cisnes son blancos» no podemos contar todos los cisnes que han existido jamás, pero nos bastaría encontrar un cisne que no fuera blanco para refutar como un castillo de naipes lo que hasta entonces había parecido una verdad incontestable. Sobre esta premisa de ensayo y error se sustenta nuestra civilización, dice Deutsch.
Cuando una sociedad ha encontrado una posición acomodaticia durante generaciones, las viejas ideas contestatarias se convierten en ideas asumidas. Llegan el conformismo, la perpetuación de viejos vigores que se hacen rutinarios y pierden su sentido original. El derrotismo y el agotamiento conducen entonces a la «stasis» (o a un escenario, en términos filosóficos, similar a una sociedad habitada por el «último hombre» de Nietzsche, un ser agotado moralmente e incapaz de tomar riesgos, de afrontar con valentía el vértigo del precipicio ante él, que simboliza los grandes retos y dificultades de cualquier recorrido).
No adaptarse a tiempo origina grandes trasvases
Cuando una civilización entra en inercias que conducen a un punto muerto eventual, aumenta el riesgo de que quienes han sido marginados en el reparto económico y de poder se sientan excluidos y favorezcan procesos de transformación muchas veces traumáticos.
Los sociólogos Jack A. Goldstone y Peter Turchin han argumentado que es el comportamiento de las élites el que acaba por decantar guerras y revoluciones, pues éstas cometen —siempre que pueden— el error estratégico de impedir el reparto de riqueza y la movilidad social.
Casi siempre, este endurecimiento de las condiciones de vida y aumento de la desigualdad, producidas históricamente por grandes cambios como transformaciones demográficas, guerras, catástrofes o una combinación de estos factores, acelera la desconexión de quienes ostentan el poder con la mayoría de la sociedad, que percibe una pérdida patente de la legitimidad del sistema.
Golstone y Turchin sugieren que, sin la amenaza de desestabilización social producida por la crisis económica después del Crac del 29 y la presidencia contestada de Hebert Hoover, Franklin D. Roosevelt quizá no hubiera ganado las elecciones en 1933 e iniciado un amplio programa estatista que produciría millones de empleos y reduciría la exclusión social.
Ucronismo: ¿qué habría ocurrido si Roosevelt hubiera perdido?
¿Cuál sería nuestro mundo si Roosevelt hubiera perdido las elecciones de 1933? Dos novelas nos ofrecen una deriva plausible de la derrota, con un país que habría proseguido con su aislacionismo y trifulcas sociales constantes, que habrían impedido la participación decisiva del país en la victoria aliada de la II Guerra Mundial.
Es el argumento de El hombre en el castillo (1962), relato de un mundo dividido por la geopolítica que marcan las potencias del Eje: después de la guerra, Alemania ocupa Europa y el Este de Estados Unidos, mientras Japón domina el Pacífico y la Costa Oeste de Estados Unidos (un territorio del interior en torno a las Rocosas sirve de zona neutra entre ambas potencias.
Philip Roth elaboró su propia hipótesis a partir de la derrota de Franklin Delano Roosevelt en la novela de 2004 La conjura contra América, en la que el aviador Charles Lindbergh, notorio filofascista con posiciones abiertamente antisemitas, se convierte en presidente (en esta ocasión, en 1940). La doctrina del America First se instaura, la intolerancia racial se institucionaliza y el país entra en una guerra civil encubierta entre quienes protestan la deriva autoritaria del país y quienes optan por seguir con su vida cotidiana.
Figuras comprometidas como Bertrand Russell y Antonio Gramsci se esforzaron por estar a la altura de sus convicciones en situaciones que a menudo parecen acercarse más a la ficción que las mencionadas novelas ucrónicas.
Pesimistas, optimistas… y Gramsci
El propio concepto de hegemonía, desarrollado por Antonio Gramsci en su filosofía de la acción, fue fruto de un momento histórico convulso y traumático.
A menudo, sociedades que se habían asomado a precipicios similares a los imaginados por Philip K. Dick y Philip Roth, sucumbieron ante derivas de consecuencias traumáticas, como el ascenso de Mussolini con la connivencia de industriales, terratenientes y la débil monarquía italiana, la victoria electoral de Adolf Hitler en 1933, la Guerra Civil Española o el colaboracionismo francés (más generalizado de lo que reconocen relato oficial e imaginario popular, armados de amnesia selectiva).
¿Hemos sucumbido a la inercia técnica descrita por filósofos como Martin Heidegger, la cual se autopropulsa pero a la vez desprovee al individuo de su capacidad para tolerar los retos de la existencia? ¿Nos conformamos con una situación de «stasis» edulcorada de prosperidad material, como demostrarían los síntomas que Goldstone y Turchin asocian con el fin de una era y el principio de otra?
¿Cómo asegurarnos de que, en el intervalo entre el viejo y el nuevo mundo, no surjan los monstruos, tal y como reflexionaba Antonio Gramsci? En Cartas desde la cárcel, Gramsci cita al escritor francés Romain Rolland a propósito de su necesidad de creer en la idea de progreso y no conformarse con la injusticia estructural:
«Soy un pesimista debido a mi juicio, pero un optimista debido a mi voluntad».
Qué hacer con un puente en tiempos revueltos
Partir de dos personajes aparentemente tan dispares como Bertrand Russell y Antonio Gramsci nos permite asomarnos a épocas con otras dificultades e incomodidades que las que afrontamos en la actualidad.
Bertrand Russell nació en el seno de la aristocracia británica y su recorrido hacia el pensamiento de izquierdas procede del extremo opuesto a los orígenes humildes de Gramsci, nacido en Cerdeña en una familia humilde y con una salud delicada desde la infancia que impediría su crecimiento y complicaría su lesión vertebral.
Salud, lecturas, relaciones, educación y proyección social no permiten establecer falsas equivalencias entre ambos personajes, que sí compartieron el celo por la indagación racional, el inconformismo y la convicción de que había que apoyar en la práctica las convicciones mantenidas.
El matemático británico constataría:
«Lo más difícil de aprender en la vida es qué puente hay que cruzar y qué puente hay que quemar».
Tanto Russell como Gramsci aborrecieron el dogma, si bien Gramsci siguió un recorrido asociado al marxismo-leninismo desde su visita a Moscú y experiencia en la autogestión obrera en Turín, posición que conduciría posteriormente a su encarcelamiento por el régimen fascista (Mussolini lo quiso en la cárcel, pero cedería a que se le permitiera el acceso a la biblioteca y a material básico de trabajo, pese a las recomendaciones iniciales: «debemos impedir que ese cerebro funcione durante veinte años»).
Russell simpatizaría con una visión socialista de raigambre británica y asociada a la temprana industrialización del país, que pretendía compatibilizar la producción moderna con una estructura gremial en cuya propiedad participaran también los obreros. Asimismo, el matemático, filósofo y activista luchó desde los años universitarios por la libertad de expresión y contra el formalismo dogmático vestido de racionalismo:
«En todos los tiempos modernos, prácticamente, cada avance de la ciencia, en lógica o en filosofía, ha tenido que hacerse contra la encarnizada oposición de los discípulos de Aristóteles».
Conocer lo posible: idealismo e ingenuidad
El ser humano no podía progresar a partir de la intransigencia y la imposición y, cada uno a su manera, asumieron un papel público que acabó causándoles graves quebraderos de cabeza personales. Conocemos las consecuencias que Gramsci pagó por su actividad periodística y política. Apoyado por un grupúsculo variopinto de poderes fácticos con el objetivo de frenar el ascenso de los movimientos obreros, Benito Mussolini ascendía al poder en 1922 y lo reafirmaba en 1924, elecciones en las que Gramsci accedía al Parlamento como diputado.
En 1926, Mussolini aprovechaba un atentado sobre él sin consecuencias para iniciar el desmantelamiento del sistema parlamentario italiano, empezando por la detención del propio Gramsci en 1926, a quien no se respetó su inmunidad parlamentaria.
Gramsci no podrá trabajar desde su traslado a la cárcel de San Vittore en febrero de 1927 hasta febrero de 1929, cuando el reo al fin obtiene permiso y material para escribir y acceder a mayor variedad de lectura. Mientras su salud se deteriora con rapidez, Gramsci escribe sus Quaderni del carcere, más asociados con una elevación intelectual que con la queja ante una injusticia.
En sus cartas, no descubrimos las penurias del deterioro físico, el confinamiento forzoso o la penuria material, sino el agradecimiento por poder seguir con su propósito a través de la escritura. En una carta a su hermana, Gramsci explicaba su determinación a vivir una existencia en base a sus propios términos, y no en función de los términos impuestos por sus captores:
«Mi pragmatismo consiste en saber que si golpeas tu cabeza contra la pared, es tu cabeza la que se rompe y no la pared… esa es mi fuerza, mi única fuerza».
Cotidianidad de un confinamiento forzoso
Consciente del deterioro de su salud y el desgaste que habría supuesto dedicar todo su esfuerzo a implorar un indulto, Gramsci se volcó en la actividad intelectual. En una carta a su cuñada y colaboradora Tatiana «Tania» Schucht fechada el 4 de abril de 1927, Gramsci describe su universo físico circunscrito:
«Otra cosa: esta celda se encuentra sobre la sala mecánica de la cárcel y se oye el runrún de las máquinas; pero me voy a acostumbrar. La celda es a la vez muy simple y compleja a la vez. Tengo un catre pegado a la pared con dos colchones (uno de lana). Las sábanas se cambian cada 15 días más o menos. Hay una mesita y una especia de mesa de noche con armario incluido, un espejo, una palangana y una jarra de hierro esmaltado. Hay algunos libros míos y una vez por semana la biblioteca de aquí me da 8 libros (doble abono). Para que te hagas una idea, te doy la lista de esta semana, pero es excepcional por la relativa calidad de los libros que me tocaron (…).
«Me levanto a las seis y media de la mañana; a las siete hacen sonar el despertador: café, aseo, limpieza de la celda, me tomo medio litro de leche y me como un pan entero; a las ocho más o menos toca tomar el aire fresco por dos horas. Paseo, estudio gramática alemana, leo La señorita campesina de Pushkin y me aprendo unas veinte líneas de memoria del texto. Compro Il Sole, periódico comercial-industrial, y leo alguna noticia económica (me leí todos los informes anuales de las Sociedades por acciones); los martes compro el Corriere dei Piccoli, que me divierte; los miércoles, la Domenica del Corriere; los viernes, el Guerin Meschino de humor.
«Después del aire fresco y un café, me dan tres diarios: Corriere, Popolo d’Italia, Secolo (ahora el Secolo sale en la tarde y ya no lo voy a comprar, porque ya no vale nada); llega la comida, siempre a horas diferentes, entre las doce y las tres; entonces recaliento la sola (seca o con caldo); me como un pedacito de carne (si no es carne de vacuno, pues no logro comerla); un pan, un trozo de queso, la fruta no me gusta y un cuarto de vino. Leo un libro, paseo y pienso en muchas cosas. A las cuatro o cuatro y media me llegan los diarios La Stampa y el Giornale d’Italia. A las siete y media ceno (la cena llega a las seis); sopa, dos huevos crudos y vino, sin queso, A las siete y media suena la señal de silencio, entonces me meto en la cama y leo libros hasta las once-doce. Desde hace dos días, a las nueve me tomo una taza de manzanilla».
La rebeldía de un sabio
Las elecciones de Bertrand Russell no fueron tan fáciles como podría sugerirlo su origen acomodado (su abuelo paterno había sido primer ministro en dos ocasiones) y su educación en Cambridge. Había sido emplazado para engrosar la vanguardia que debía renovar el liderazgo mundial británico de la época victoriana. Russell aprovechó cualquier oportunidad posible para denunciar el cinismo y las contradicciones del rígido clasismo británico, en el fondo no tan alejado del sistema de castas indio.
En cuanto a su relación con las élites que controlaban el Imperio Británico, Bertrand Russell fue uno de los impulsores del anticolonialismo y tuvo que aguantar más de una agresión debido a un vocal pacifismo durante la Gran Guerra. En los años treinta, mientras los intelectuales de la Europa continental empezaban a alinearse con Stalin (cuando éste iniciaba sus purgas masivas), Russell denunciará el totalitarismo y el ataque propagandístico (y epistemológico, al difuminar la diferencia entre hechos y realidad oficial) tanto del fascismo y el nazismo como del régimen bolchevique.
Como para Albert Camus, la bomba atómica representará un choque brutal para el filósofo analítico británico (Camus se había referido a este punto de inflexión en su editorial para Combat —8 de agosto de 1945—). Su antibelicismo se orientará a partir de entonces a denunciar el uso bélico de la tecnología nuclear.
Pese a haber superado los 70 años al final de la segunda contienda mundial, Bertrand Russell redoblará su activismo y sus convicciones en torno a la acción política, con vistas a influir sobre una necesaria «hegemonía» cultural (nótese la contribución de Gramsci a la acción política del siglo XX) de la buena epistemología (el racionalismo crítico, esencial en una sociedad abierta).
Con su sorna habitual, Russell declararía:
«Al contrario del esquema habitual me he hecho gradualmente más rebelde a medida que envejezco».
Cuando los gestos importan
Sus actos de intelectual comprometido con Albert Einstein (1955) y con el propio Jean-Paul Sartre (1966 y 1967) no pueden considerarse meros brindis al sol desde una acomodaticia torre de marfil: en septiembre de 1961, a los 89 años, Russell fue encarcelado siete días en la prisión de Brixton por el delito de escándalo público a raíz de una manifestación contra las armas nucleares.
A buen seguro que el filósofo saborearía en su mente la apología de Sócrates (contada por Platón y Jenofonte), a quien se le perdonaba la vida si decidía abandonar Atenas. Sócrates había decidido permanecer, pese a que su postura significaba la muerte.
Russell no se enfrentaba a la muerte en el altercado público, pero sí se jugaba el honor. Así que, haciendo gala de sus principios (a mayor madurez, mayor convicción y determinación para enfrentarse la injusticia y el dogma), Bertrand Russell no pasó por el aro: el magistrado le había ofrecido ahorrarse el aprieto de varios días en prisión si se comprometía a un «buen comportamiento» a partir de entonces:
-¿Se compromete usted a mantener un buen comportamiento en adelante?
-No, no lo haré.
Aunque en versión comprimida, las jornadas del anciano lúcido Russell en prisión pueden compararse a la estancia de Gramsci en un aspecto: la afirmación de mantenerse fiel a las propias convicciones y dictar uno mismo su actitud y actividad ante el confinamiento forzoso. Así que Russell no paró de escribir cartas.
De un padre a su hijo
Quizá pasaran por la mente del filósofo analítico experiencias similares pretéritas, como la de Henry David Thoreau, que aprovechó sus días en el calabozo de Concord, Massachusetts, para expandir sus reflexiones acerca de un concepto que alcanzaría su madurez en el convulso siglo XX, medio siglo más tarde: la desobediencia civil. Son 105 cartas escritas de manera impecable en forma y fondo, en una bella y regular caligrafía.
La radicalidad humanista y el quijotismo de Gramsci y Russell nos pueden servir de bálsamo en el invierno de un año marcado por una pandemia, que ha obligado a muchos a mantener un difícil distanciamiento con compañeros, relaciones y seres queridos.
Cuando llegaba el final, Gramsci redobló sus esfuerzos paternos. El dolor impedía su concentración, pero ni siquiera la neblina mental que a veces acompaña el sufrimiento evitó que escribiera esta nota a su hijo Delio:
«Carissimo Delio,
Me siento algo cansado y no puedo escribirte mucho. Tú escríbeme siempre y acerca de todo lo que te interese en la escuela. Yo creo que te gusta la historia, como me gustaba a mí cuando tenía tu edad, porque se refiere a los hombres vivos, y todo lo que se refiere a los hombres, a cuantos más hombres sea posible, a todos los hombres del mundo en cuanto se unen entre ellos en sociedad y trabajan y luchan y se mejoran a sí mismos, no puede no gustarte más que cualquier otra cosa. Pero ¿es así?
Un abrazo».