¿Por qué es tan difícil identificar a intelectuales que se comprometan a discutir los problemas de nuestra época desde una postura formada y respetuosa, pero sanamente incómoda? Los retos de nuestro tiempo no pueden aislarse de un recorrido, un bagaje, unas perspectivas de futuro, un punto de vista.
Sin embargo, ganan el grito vacío de quienes pescan con polémicas artificiales y el discurso anodino de quienes confunden la máxima periodística de aprender a nadar y guardar la ropa con no decir nada para no enfadar a nadie.
La ambigüedad y complejidad de un mundo que combina a menudo distintos círculos concéntricos de opiniones públicas. Ello es debido a la emergencia de realidades interdependientes como comunidades regionales o globales interesadas en asuntos concretos, o pertenecientes a realidades culturales o lingüísticas que no pueden circunscribirse a un estricto localismo. Como consecuencia, el análisis no puede simplificarse ni adaptarse a formatos que priorizan lo que retiene a la audiencia: la rencilla sensacionalista.
La discusión en la plaza pública, siguiendo los preceptos filosóficos de la profundidad, el diálogo retador y el espíritu crítico, no puede llevarse a cabo con la participación efectiva de millones de personas y se requieren modelos representativos que garanticen la presencia de distintos intereses y realidades propias de sociedades complejas (que aspiran, para sobrevivir y prosperar, a mantener una cierta cohesión).
Alergia contemporánea a la autorreflexión
Al intentar eludir los grandes problemas, las tensiones asociadas a la condición humana o a procesos que dependen de la formación, el pensamiento crítico y un punto de vista fundamentado, estaríamos diluyendo la calidad del discurso académico, político, periodístico. El discurso público, en definitiva.
La alergia contemporánea a la inquietud o a la incomodidad se está convirtiendo en un equipaje demasiado pesado, y tendencias en el mundo asociacionista y académico como la obsesión por el respeto escrupuloso de la supuesta identidad-estanco de los estudiantes llega hasta niveles que, en ocasiones, meten a profesores y a alumnos en aprietos, o conducen obras esenciales de la literatura y el pensamiento al ostracismo por considerarse demasiado osadas o hirientes.
El historiador estadounidense Adam Garfinkle va más allá en un artículo publicado en National Affairs, en el que lamenta el discurso superficial que se ha impuesto no sólo en la información que llega al gran público, sino entre quienes participan en el discurso académico, político y mediático.
En La erosión de la alfabetización profunda, Garfinkle expone por qué cree que no se trata de la sensación subjetiva de un académico en la edad de asumir el rol de cascarrabias taciturno, sino que se trataría de los frutos de un largo proceso de eliminación de complejidades y conflictos potenciales en el discurso público, a menudo por miedo a crear polémicas o a ser descalificados en la plaza pública digital (que no tienen nada de público, al tratarse de plataformas digitales optimizadas para lograr beneficios, y no para rendir un servicio a la sociedad).
Inquirir
El artículo de Garfinkle es prolífico en referencias, si bien circunscribe a la opinión pública estadounidense una tendencia que puede observarse en otros ámbitos. Nuestro proyecto, que nos ofrece la posibilidad de mantener estrecho contacto con participantes en distintos ámbitos culturales y sociales de distintos países, nos sitúa en una posición privilegiada para apreciar reflexiones como las del historiador.
Parece que Adam Garfinkle haga suya la reflexión de Friedrich Nietzsche acerca del riesgo de una esclerosis en el discurso académico y público, pues el agua estancada conduce a problemáticas como el arrinconamiento de conversaciones necesarias (aunque difíciles e impopulares, dada su complejidad) en favor de una cacofonía de superficialidades.
La intención de Nietzsche de contarse fuera del canon del idealismo alemán era más que una pose: los pensadores sistemáticos del siglo XIX, con Hegel y sus seguidores por encima del resto, habían sobredimensionado el músculo de la ontología y confundido sus tesis historicistas con la realidad.
Como consecuencia, cualquier desviación era percibida como una apostasía, y Nietzsche interpretó que alguien debía asumir la responsabilidad de llevar la contraria a la gran corriente imperante, aunque fuera únicamente para obligar al mundo académico a ventilar un poco un edificio sobredimensionado con cimientos siempre más débiles de lo que se cree en el último piso.
En nuestro tiempo, como en el de Nietzsche, parecemos haber olvidado que el pensador problemático que polemiza (con una estatura suficiente, se entiende), no irrumpe en la plaza pública para ofrecer soluciones falsas, sino para «dar que pensar», para enriquecer el debate con un punto de vista sólido ajeno al camino trillado por los que confunden pensamiento con repetir lo que viene de las grandes tradiciones.
Los estragos de la titulitis y el utilitarismo
Enriquecer el debate, polemizar con fundamento, dar motivo para pensar y reflexionar: cuando aparecen a nuestro alrededor opiniones fundamentadas con originalidad y estatura suficiente, nos vemos obligados a dar lo mejor de nosotros mismos y abandonamos un duermevela que en ocasiones puede durar años. Otras veces, generaciones o siglos.
Gracias a una precocidad intelectual que pudo cultivar y a la mentoría de amigos bien situados, Nietzsche se convirtió en profesor de filología clásica de la Universidad de Basilea a los 25 años (tras obtener un doctorado con honores en la Universidad de Leipzig); menos de una década después, el todavía joven Friedrich había perdido buena parte de su confianza en el mundo académico del momento… y en la pedagogía de su tiempo. En 1878, dejaba su puesto e iniciaba el recorrido filosófico provocador que hoy nos ocupa.
La correspondencia de Nietzsche incluye referencias abundantes a su desprecio por el mundo académico, sus inercias y sus formalidades. Los gestos burocráticos se han sofisticado y requieren cada vez más dedicación, al conceder un prestigio social superior a la propia actividad de enseñar y pensar. ¿Suena familiar? Quizá podríamos debatir si el joven Nietzsche obtendría hoy, pese a su precoz brillantez en la interpretación del mundo clásico, una plaza de profesor a los 25 años en una universidad mínimamente prestigiosa.
Más allá de este hecho, que tiene una respuesta bastante clara, los problemas de base detectados por el joven Nietzsche en el mundo académico superior de hace más de un siglo no distan tanto de problemas todavía presentes, tales como la obsesión por los formalismos, la pleitesía incondicional rendida a los cánones de cada disciplina y la superficialidad administrativa.
Un joven profesor en Basilea
Nietzsche no es precisamente el filósofo más utilitarista de la corriente que llamamos filosofía continental (al oponerla a la filosofía analítica y lingüística anglosajona, heredera del positivismo). Las propuestas de Nietzsche se expresan como parábolas o preguntas destinadas a provocar una acción, una reflexión. El objetivo es enriquecer el discurso y, recurriendo a la manida cita atribuida a Sócrates, la educación tendría más que ver con encender una llama que con llenar un recipiente.
Nietzsche creyó que debía dejar la comodidad de su posición en el mundo académico formal para hablar de los temas que «importarían» en el futuro. No al día o al curso siguiente, sino a una sociedad que todavía no había llegado, pero que lo haría, dada la inercia que observaba y sus posibles derivadas.
Quedaba claro que el pensamiento hegeliano explicaba, por ejemplo, la tendencia de todos los movimientos inicialmente reformistas a crear sistemas dogmáticos y cerrados, pensados para automatizar una supuesta manera superior de ser, pensar o hacer las cosas: para él, nacionalismo y marxismo eran dos caras de una misma moneda y no habían abandonado el contexto idealista fundado por Platón, erigido por el cristianismo y apuntalado (una vez había empezado a hacer aguas) por el idealismo alemán.
Pero Nietzsche pronto aprendería que el problema de delimitar un campo de pensamiento que pueda acoger una filosofía renovada era que los caminos no trillados demandan a lunáticos, profetas, evangelistas. Sin camino, hay que echarse al monte como Zaratustra y bajar de vez en cuando para mantener un mínimo diálogo abierto con «el mercado» (la plaza pública, la sociedad de su tiempo).
Una vez aparecido un herético de estatura, ignorado y apedreado en vida (como lo había sido Schopenhauer), otros pensadores se podrían agarrar a él para sentar unas bases mínimamente respetables de líneas filosóficas más osadas que las que seguían todavía el camino heredado.
Sin embargo, el daño hecho a la obra del filósofo por la edición de su hermana (y la asociación de ésta con el nazismo) ocultó el esfuerzo genuino del pensador por prepararnos para situaciones como la actual (esta erosión de la «alfabetización profunda» de la que habla Garfinkle y que está presente en la idiotez del debate público y la popularidad de personajes de telerrealidad).
El problema de orientar la formación a la pura utilidad
Los esnobs reaccionarios que reivindican a Nietzsche olvidan que éste abandonó el mundo académico porque el mundo académico que conoció se recreaba mirándose el ombligo, y no por creer que el ser humano deba ser más pragmático, utilitarista y alérgico a la erudición (el perfil que parece triunfar en la actualidad).
Para el pensador alemán, la cultura de una época y su educación van de la mano y tienen vasos comunicantes; la esclerosis de una indica los problemas de la otra. Él creía que el problema era que la cultura de su tiempo estaba «desvitalizada», se había convertido en un «servicio» con objetivos «concretos», lo que conduce a que quienes se educan en esta mentalidad confundan sus deseos y sesgo con la realidad, y renuncien a mejorar su pensamiento a través del reconocimiento de mejores conjeturas, aunque éstas provengan de terceros.
A su juicio, la única manera de acabar con el círculo vicioso de las factorías de pseudo-pensadores dogmáticos pasaba por arrimar a las personas en formación a precipicios intelectuales adecuados que cultivaran la duda, la fascinación, el interés por indagar, poner en entredicho, mejorar. Para ello, el individuo debía crear. Y crear pasaba por aprender a pensar por uno mismo, y no confundir este proceso con la terquedad de quien renuncia a la duda y acaba pasto de un dogma u otro.
Pero ¿cómo resolver el problema de la educación? Incapaz de responder a la pregunta, Nietzsche se conformó con afrontar los retos del pensamiento de su tiempo desde distintas obras, registros, puntos de vista. Un artículo académico tiene poco que ver con la carta a un amigo, una reflexión en pequeño comité, un aforismo, un ensayo o una obra con formato evangélico (repleto, por tanto, de parábolas de interpretación caleidoscópica) como Así habló Zaratustra.
El mecano del hijo de Antonio Gramsci
El utilitarismo de la sociedad moderna empujaba al mundo educativo a crear «siervos» de actividades de poco valor humanista. Las «tareas de servicio» (la sociedad de valores burgueses: interesada en la ganancia material y el cultivo mediocre de un determinado gusto, siempre superficial y alérgico a conflictos profundos) se imponían en todos los ámbitos y era hora de oponerse a esta inercia imparable.
Gobernantes, propietarios, «formalistas» (quienes hacen de un formalismo superficial u otro su razón de ser y estilo de vida), y guardianes de etiquetas cientificistas (como quienes trataban de aplicar las tesis de Darwin a cualquier ámbito imaginable), tenían el interés de que la sociedad avanzara hacia una formación orientada a una organización y prosperidad en serie.
La tendencia a la burocratización (Max Weber) y a la técnica (especialización, «tecnicidad», conceptos explorados en el siglo XX por Ortega y Gasset y Heidegger, respectivamente), conducían, en última instancia, a un entumecimiento de la sociedad, del discurso público. A la decadencia expresada por él con la metáfora del «último hombre». La mediocridad segura de sí misma. La celebración de la utilidad.
En Cartas de la cárcel, compilación de cartas escritas en la cárcel por el activista, filósofo y político italiano Antonio Gramsci (encarcelado por Mussolini pese a ser diputado italiano y, por tanto, gozar de inmunidad parlamentaria), reflexiona con su mujer acerca del nuevo tipo de juego que se impone entre los niños y que, según él, deja entrever el avance imparable hacia una modernidad que orienta mecánicamente la actuación del individuo desde la infancia:
«Catorce de enero de 1929. Queridísima Giulia, todavía espero tu respuesta a mi última carta. Cuando hayamos retomado una conversación regular, aunque con largos intervalos, te escribiré muchas sobre mi vida aquí y mis impresiones, etc. Restando a la espera, me gustaría que me explicaras cómo Delio usa el mecano. Es algo que me interesa mucho, pues nunca he podido dilucidar si el mecano, al quitarle al niño su espíritu inventivo, es el juguete moderno más recomendable… ¿Qué piensas tú al respecto? ¿Y qué piensa tu padre? A grandes rasgos, creo que la cultura moderna (tipo americano) cuya expresión es el mecano, vuelve al hombre un poco seco, maquinal, burocrático y engendra una mentalidad abstracta.
«Ha habido una abstracción inducida por la intoxicación metafísica, y también existe la abstracción provocada por una intoxicación matemática. Tiene que ser interesante observar esos principios pedagógicos en el cerebro de un niño que es el nuestro y al cual estamos ligados por un sentimiento bien distinto del simple “interés científico”».
Carta a Erwin Rodhe
Al abandonar el mundo académico, Nietzsche mencionó la necesidad de reencontrarse, de indagar en una posible manera de «ser verdadero» (lo que la filosofía del siglo XX llamaría «autenticidad»). En una carta a su amigo Erwin Rodhe (15 de diciembre de 1870):
«Con el tiempo, comprendo lo que enseña Schopenhauer sobre la sabiduría universitaria. Aquí no es posible que se dé una esencia de la verdad completamente radical. Sobre todo, no podrá salir de ahí nada completamente revolucionario.
«Acto seguido sólo podremos llegar a ser “verdaderos” maestros si podemos elevarnos cueste lo que cueste por encima del clima de esta época y seamos no sólo hombres sabios sino, sobre todo, mejores.
«También aquí siento ante todo la necesidad de ser “verdadero”. Y es por este motivo por lo que no puedo soportar la atmósfera de la academia por mucho tiempo más. En consecuencia, antes o después nos liberaremos de este yugo, esto es “para mí” algo completamente firme.
«Y luego fundamos una nueva Academia griega».
Nietzsche temía que la educación superior derivara en un proceso de formación técnica de personajes doctos y de carácter funcionarial, precedente del tecnócrata especializado en un ámbito mezquino del universo técnico e ignorante en el resto (temática también abordada por José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas).
Mantener viva la llama del aprendizaje
Existen paralelismos entre el proceso de especialización que represente el desprecio a cualquier intento profundo de creación y de cuestionamiento, y la deriva actual hacia la superficialidad de instituciones educativas, medios, clase política y representantes destacados de la sociedad civil. No obstante, buena parte del debilitamiento de la curiosidad y la «alfabetización profunda» de la que habla Adam Garfinkle para su artículo en National Affairs tiene que ver con la naturaleza de los medios que usamos hoy y su tendencia a fragmentar el mensaje en su mínimo común denominador (memética).
Nietzsche habría estado de acuerdo en afirmar que somos en buena parte nuestros hábitos, pues la desconexión entre un cerebro hiperactivo y sobreexcitado y un cuerpo inmóvil debido al sedentarismo forman parte del problema descrito.
Muchas de las herramientas a nuestro alcance a través de las pantallas conectadas que compiten por nuestra atención han sido diseñadas para aumentar su rendimiento económico, y no para estimular nuestra curiosidad intelectual a través de mensajes complejos y bien elaborados.
Los hábitos de la mente acortan tiempo de lectura entre distracciones y hace falta cierta fuerza de voluntad para aparcar las distracciones (en forma de alertas que iluminan la pantalla en la penumbra) para adentrarse en momentos de mayor concentración.
Existe el argumento plausible de considerar el argumento de Adam Garfinkle como poco menos que una queja elitista: la visión del académico maduro que, desde su posición, observa con desprecio cómo la plebe se regodea en fragmentos meméticos con cantidades nocivas de sacarosa.
Encontrar sentido en el cajón de sastre
Es lo que parecen creer quienes apuntan al hecho incontestable de que la Red ha multiplicado de manera exponencial el acceso a todo tipo de documentación, desde raros incunables que pueden consultarse en su original gracias a versiones digitales en alta resolución a pinacotecas con todo su fondo debidamente digitalizado y comentado, etc. Sin ir más lejos, el sitio web del Museo del Prado es envidiable, como lo es la de otras instituciones de valía y prestigio similares.
Internet no sólo permite consultar documentación de valía, sino que ha estimulado en torno a su acceso universal (a través de la combinación de protocolos como TCP/IP y WWW) herramientas que facilitan hallazgos con los que sería muy difícil toparse en un mundo limitado a buscadores booleanos, redes informáticas fragmentadas y viejas taxonomías.
Un contraargumento a esta constatación estriba en que no se trata únicamente de digitalizar abundante documentación y ponerla al alcance de quien tenga un dispositivo conectado y (sobre todo) criterio para otorgar sentido epistemológico a su búsqueda: en una ciudad con débil alfabetización, una tasa baja de ciudadanos con educación superior y amplias capas dedicando buena parte de su tiempo a la subsistencia, una biblioteca con un enorme fondo al alcance de cualquiera no tendrá el mismo impacto y utilidad que el mismo equipamiento en un lugar donde abundan los profesionales y las clases creativas con educación superior, una situación económica holgada y una tradición intergeneracional que fomenta el debate público, la lectura, etc.
Para crédito de Adam Garfinkle, su artículo no estipula que la erosión de la «alfabetización profunda» se debe a una regresión en la que juegan varios factores de manera simultánea. Una mayor oferta informativa y herramientas que fomentan la promiscuidad y remezcla de contenidos que demandan escasa atención puede tender, a la larga, a reducir la capacidad de concentración de un individuo que haya adaptado sus patrones de consumo desde una información más lenta, reflexiva y extensa a otra más reactiva y escueta.
Nadie quiere ser el último hombre de Nietzsche (¿o sí?)
La transformación intergeneracional también está presente en muchos hogares. Quienes tenemos hijos adolescentes podemos observar con qué naturalidad los púberes contemporáneos son capaces de relacionar su mundo físico con referencias digitales que a menudo funcionan como meros signos distintivos o marcadores de pertenencia. A menudo, las conversaciones y memes en redes sociales se imponen a contenidos más tradicionales y que, en esencia, ya habían irrumpido a finales de los noventa y a inicios de este siglo.
Hay ensayistas que retroceden más en el tiempo para analizar el inicio de la tendencia. Quizá eviten remontarse a la generalización de los medios de masas y el acceso ubicuo de la prensa sensacionalista desde finales de la II Guerra Mundial, o al origen mismo de los cambios profundos en las sociedades modernas indicados ya por Nietzsche (educación), Max Weber (burocracia), o José Ortega y Gasset (especialización), pero las reflexiones son igualmente consistentes con esta hipotética senda hacia un mínimo común denominador que evita el riesgo y se regodea en información de escasa calidad.
Es el caso de, por ejemplo, The Closing of the American Mind (1987), un ensayo del filósofo estadounidense Allan Bloom en el que argumenta cómo una educación superior utilitaria y orientada a superficialidades administrativas como el prestigio de profesores y títulos (y su valor relativo en el «mercado»), conduce a un descenso del contenido real de la educación, así como al empobrecimiento del pensamiento crítico.
El libro se centra en la crítica a lo que identifica como un «relativismo moral» que evita la confrontación dialéctica con otros puntos de vista en temas candentes. La deriva de esta tendencia, analizada por Bloom en 1987 pero que puede retroceder hasta Nietzsche (para quien este empobrecimiento era una receta para el nihilismo en el futuro), ha sido tratada más recientemente desde el punto de vista de la psicología social por Jonathan Haidt (La mente de los justos, 2012).
A hombros de gigantes
Relativismo moral, miedo a tratar temáticas complejas o polémicas, superficialidad en el contenido de gran difusión, tendencias escleróticas en la educación superior… Si tomáramos una máquina del tiempo y trajéramos al presente al Nietzsche previo a su «crisis», quizá la constatación de la valía de sus hipótesis a 140 años vista habrían acelerado el patatús.
Para contrarrestar esta tendencia hacia discursos y ocio informativo que a menudo favorecen la superficialidad, en sensacionalismo o la desinformación, no se trataría únicamente de constatar que Internet permite a cualquiera acceder a información de calidad, sino de establecer mecanismos que garanticen el contacto cotidiano con estímulos que favorezcan un debate profundo y analítico cuando sea necesario.
La transformación del debate público en una especie de feria de disparates disparados sin ton ni son no debería hacernos olvidar que, entre las supuestas clases educadas, predominan los gestos de los medios populares de nuestro tiempo: mucha reacción y superficialidad, poca lectura y escritura reflexivas, ausencia de originalidad y de capacidad para tratar sobre la condición humana a la manera de los personajes públicos de otros momentos.
No todos podemos alcanzar la estatura de un André Malraux partiendo de la nada (como, por otra parte, hizo este hombre de Estado francés), pero sí deberíamos al menos autoexigirnos la decencia de no irnos pavoneando por la calle como el nuevo Foucault después de haber colgado un hilo en Twitter sobre nuestras reflexiones desde la montaña de Caspar David Friedrich acerca del onanismo de avatares que caracteriza a nuestra época.
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