Hace veinte años, con el precio del barril de crudo en aumento y cierta ansiedad en torno a alcanzar un posible pico petrolero de yacimientos convencionales, un antiguo ministro de energía de Arabia Saudí auguró que el sector afrontaba el inicio de su ocaso.
Más que un aumento sostenido de los precios, la geopolítica y nuevas técnicas de fracking para explotar el gas de esquisto —abundante en Norteamérica— inundarían el mercado mundial y complicarían, todavía más, las credenciales medioambientales de la explotación petrolera.
Kim Stanley Robinson with *the best* take on direct air capture: The solution here is simply to consider this technology a public utility creating a public good, like roads, national defense, fresh water, or sewage disposal—and pay for it as such.https://t.co/Cq1bubZny3
— Jane Flegal (@JaneAFlegal) December 14, 2020
Las mayores petroleras perderían su atractivo bursátil como inversión institucional a largo plazo, y el sector podía entrar en una lenta decadencia. Ahmed Zaki «Jeque» Yamani, ex ministro de Energía del gobierno de Arabia Saudí entre 1962 y 1986, trabajaba en su propia firma de consultoría energética cuando declaró en la misma entrevista de junio de 2000:
«Dentro de treinta años, habrá una inmensa cantidad de petróleo, pero no compradores. El petróleo se dejará en los yacimientos. Del mismo modo que Edad de Piedra no llegó a su fin porque nos hubiéramos quedado sin piedras, la edad del petróleo no llegará a su fin porque nos hayamos quedado sin petróleo».
Con piedras, con petróleo y con mucho, mucho CO2
Yamani conocía de primera mano los planes agresivos de explotación de gas de esquisto en varias zonas del planeta, lo que diluía todavía más el peso geopolítico de los yacimientos del Golfo Pérsico y aumentaba la importancia relativa de la explotación en Asia Central y —gracias al controvertido «fracking»— en suelo canadiense y estadounidense.
Hizo falta una pandemia para que la economía mundial asistiera a un acontecimiento que habría parecido irrisorio unos años atrás, cuando el barril de crudo había superado los 100 dólares y las petroleras invertían en sofisticadas plataformas en alta mar para llegar a remotos yacimientos: el 20 de abril de 2020, y debido al inaudito parón de la actividad en las zonas más pobladas del hemisferio norte, entonces bajo algún tipo de confinamiento, el barril de petróleo registraba un precio negativo por primera vez, -37,63 dólares.
Se trataba, no obstante, de un caso especial que requiere contexto: el precio negativo procedía el crudo estadounidense West Texas Intermediate (WTI), sometido a la demanda a corto plazo en el mercado de futuros, debido a la falta de interés de las comandas que debían entregarse en mayo.
Las existencias, que deberían haberse agotado en un año normal, permanecían casi llenas en los almacenes de Norteamérica debido a los confinamientos, y los compradores temían no poder almacenar más petróleo. La ansiedad de tener que invertir más dinero en almacenar que el propio valor del crudo acabó por trasladarse a su precio negativo momentáneo.
Por qué es difícil prescindir del petróleo
El fenómeno, no obstante, es un aviso para navegantes y muestra la correlación entre una caída repentina de la demanda local y el descenso del precio del crudo por debajo de su rentabilidad de explotación, o el umbral a partir del cual deja de tener sentido explotar el combustible, al costar más producirlo que el precio momentáneo obtenido durante la venta.
En este escenario, el petróleo es una mercancía de valor marginal («commodity») y su importancia geopolítica se traslada a otros sectores asociados a la energía, tales como el control de yacimientos de tierras raras y otros materiales esenciales para producir baterías eléctricas.
Mientras nuevos oleoductos en Asia Central y Norteamérica confirmaban su trazado, las economías petroleras del Golfo Pérsico iniciaban su propia carrera hacia la diversificación económica e inversora, temerosas de perder su poder adquisitivo en una generación.
Falta saber si en 2030, tal y como especulaba el exministro saudí, el petróleo ha entrado en la fase de irrelevancia energética, si bien la desinversión institucional en valores petrolíferos ya se está produciendo y, hoy, las mayores compañías del mundo no explotan yacimientos de energías fósiles, sino la atención y la información de la población mundial adulta, conectada mayoritariamente de un modo u otro a Internet.
Sin embargo, el declive del petróleo no implicará la eliminación de su uso: por su facilidad de transporte y almacenamiento, así como elevada intensidad calórica, el petróleo y sus derivados (como el diésel —logística terrestre y marítima— y el keroseno —aeronáutica—) mantendrán un uso intensivo durante décadas, pero éste pasará a ser marginal en sectores como el energético y el automovilístico, mientras los polímeros plásticos de altas prestaciones (elaborados con crudo) deberán evolucionar para garantizar su reutilización sin aumentar las emisiones durante la transformación de un ciclo de vida a otro.
El carbón y las potencias asiáticas
Mientras el precio de la generación eléctrica con energías renovables sigue su proceso de abaratamiento y el 90% de la nueva electricidad generada en el mundo procede de instalaciones renovables, el carbón —combustible fósil todavía más contaminante que el crudo— mantiene su importancia en el mix energético de varios países, desde Alemania a las potencias industriales asiáticas: China, Japón y Corea del Sur mantienen su dependencia con respecto al carbón para producir electricidad (dos tercios del carbón extraído se destinan a esta actividad).
En noviembre de 2021, en un contexto de remisión de la pandemia gracias al programa masivo de vacunación que ya ha empezado o lo hará en breve, los líderes mundiales tienen previsto reunirse en Glasgow para formalizar la urgencia de varias medidas si se quiere mitigar el seguro aumento de las emisiones y temperaturas por debajo del límite establecido en el acuerdo de París de 2016 (entre 1,5 y 2 grados Celsius de aumento durante el siglo).
La meta sigue siendo muy difícil pese a un contexto relativamente más favorable en Estados Unidos para ratificar de nuevo los objetivos que todavía suscriben 188 países. Quizá la vuelta de Estados Unidos anime a otros dos emisores relevantes, Turquía y a Irán (cuya administración se muestra deseosa de que desaparezcan las sanciones impuestas por la Administración Trump), a entrar también en un acuerdo en el que sí está China (las emisiones globales de CO2 se concentran en China —28% del total—, Estados Unidos —14%—, La UE y su área de influencia —10%— e India —7%—).
Mantener el aumento de las temperaturas por debajo de 2 grados Celsius no será fácil, pues habrá que hacer frente tanto a las emisiones antropogénicas (causadas por nuestra actividad) y nuevas simas de emisiones producidas, por ejemplo, con la liberación de metano en el Ártico a medida que se debilita el permafrost, un fenómeno tan preocupante como la acidificación de los océanos (o tasa de saturación que impediría su efecto equilibrante de absorción de de parte del CO2 emitido).
Derechos de emisiones: las indulgencias de nuestro tiempo
Una vez más, los acuerdos pertenecerán a una esfera regulatoria alejada de decisiones concretas y comprensibles por la opinión pública que permitan realizar un seguimiento inequívoco en el tiempo de un problema acuciante y decisivo, pero difuso y con efectos tan diferidos que las ya populares teorías conspirativas de quienes niegan el fenómeno podrían extenderse incluso entre los grupos demográficos más concienciados (tal y como lo han hecho las leyendas urbanas infundadas sobre las vacunas).
Un problema tan complejo, difuso e indiscriminado, al afectar el futuro de las condiciones de estabilidad climática que han permitido la vida en las vastas zonas templadas del planeta debido a patrones estables y previsibles, debe afrontarse con acciones coordinadas a una escala sin precedentes, si bien las decisiones difíciles son postergadas constantemente en favor de compromisos para limitar o, en el mejor de los casos, reducir las emisiones relativas de un sector, país o región.
It’s the “need” to travel part I take some offense with. Most people and companies simply classify their “want” with a “need” so they can feel better about themselves. Which is exactly where the feel-good indulgences come in.
— DHH (@dhh) January 13, 2020
El mercado sobre derechos de emisiones se ha convertido en poco más que en el equivalente contemporáneo al mercado de indulgencias del catolicismo medieval que propulsó el cisma protestante, apenas un reclamo de marketing sobre la supuesta virtud de un organismo, empresa o individuo que, en lugar de transformar un comportamiento contaminante, lo efectúa a cambio de la compra de derechos en una equivalencia tan difícil de comprobar como la promesa del paraíso de las indulgencias concedidas a pecadores adinerados.
Este mercado funcionaba a buen ritmo entre pasajeros aéreos suficientemente concienciados para pagar derechos sobre emisiones, pero no lo suficiente para evitar los vuelos innecesarios.
El realismo de la (buena) ciencia ficción
A estas alturas, parece más realista contar con la opinión de quienes han dedicado su carrera a imaginar escenarios de futuro plausibles, como los autores de ciencia ficción. Es el caso del estadounidense Kim Stanley Robinson.
El autor de la Trilogía de Marte, que reside alejado del ruido en la pequeña y apacible ciudad universitaria californiana de Davis, expone en Bloomberg una hipótesis plausible que podría funcionar, dado el incentivo económico que produciría un mercado capaz de cuantificar su actividad de manera precisa: crear el equivalente a un sistema de tratamiento de residuos (como el alcantarillado) para la atmósfera, a partir de plantas que absorban CO2 de la atmósfera y puedan almacenarlo de manera efectiva, o transformarlo en energía.
Robinson reconoce que la tecnología DAC (siglas en inglés del proceso de Captura Directa de Aire) mantiene un coste prohibitivo que podría reducirse con la adopción de este tipo de procesos.
A diferencia de la captura de emisiones concentradas en una planta de cemento, biomasa, etc., la captura directa de aire implica absorber el aire ambiental (con menor concentración de CO2) y retener partículas con efecto invernadero. Las técnicas actuales son capaces de realizar la tarea a un coste de 1.000 dólares por tonelada capturada, si bien Robinson cita cómo este coste podría reducirse hasta 100 dólares por tonelada de CO2.
¿Ventaja de las petroleras en captura directa de aire?
La maquinaria necesaria para efectuar todos los procesos de un sistema de recogida de residuos del aire —desde la captura al transporte y almacenamiento— proceden de actividades ya existentes y podrían adaptarse con rapidez a mayor escala, argumenta el escritor, que ha tratado en sus libros escenarios de mitigación como el que debe emprender la tierra en las próximas décadas:
«Irónicamente, son las propias empresas petroleras las que tienen ya algunas de las habilidades técnicas e infraestructuras que podrían adaptarse a la nueva tarea».
Las principales empresas energéticas podrían adoptar dos estrategias en las próximas décadas con resultados diametralmente opuestos para el planeta: o bien negar los efectos que la explotación de su actividad y la combustión de petróleo tienen sobre el aumento de temperaturas y condicionar gobiernos para alargar al máximo la inercia actual; o combinar el descenso de sus actividades más contaminantes con inversiones en mercados tan prometedores como el como la absorción de CO2 atmosférico para su reutilización o incluso para producir energía (según algunos prototipos).
Kim Stanley Robinson expone que, en el nuevo sector de absorción de CO2, convivirían dos escenarios con un coste prohibitivo al inicio, lo que requeriría instaurar modelos híbridos de inversión estatal y privada para garantizar una viabilidad a largo plazo.
Las dos modalidades posibles (almacenar CO2 de manera segura o atraparlo en nuevos materiales) tendrían un atractivo muy distinto como modelo de negocio privado: en sistemas de captura sin reutilización del CO2 capturado, la actividad carecería de más incentivos que los regulatorios, mientras sistemas de absorción de CO2 que crearan combustible o nuevos materiales podrían convertir una externalidad en una ventaja.
Tragedia de los comunes
La paradoja de los prototipos de captura de CO2 capaces de crear combustible líquido a partir de la recolección de aire estriba en su eventual combustión (el líquido obtenido a partir de la captura contaría con emisiones —que existirían, aunque fueran menores que el CO2 capturado—), sin contar con la energía necesaria para mantener la maquinaria de sistemas DAC en funcionamiento. Sin embargo, dice el escritor, si el mundo puede permitirse el lujo de usar el 2% de su energía para minar criptomonedas, también podría permitirse un pequeño porcentaje para mantener en funcionamiento complejos destinados a salvaguardar la viabilidad de nuestra civilización).
Debido al carácter contaminante del combustible creado con sistemas de captura de aire, los prototipos de absorción de CO2 para crear fibras de carbono han recibido el interés de investigadores e inversores.
Robinson no cree, no obstante, que un modelo puro de libre mercado pueda instaurar semejante modelo a gran escala:
«Todo el mundo se beneficiaría de un clima estabilizado, pero si el mercado permanece como el único ámbito en el que calcular valor, no habría modo de cobrar a la gente debidamente por mantener la viabilidad de la biosfera. La solución aquí sería simplemente considerar esta tecnología una infraestructura pública que crea un beneficio público —como carreteras, la seguridad nacional, el agua corriente, o los sistemas de alcantarillado— y pagar por ello en consecuencia».
Quienes abogan por crear un sistema de tratamiento de residuos para el aire que respiramos con sistemas DAC (captura de aire directo), creen que sería necesario combinar un esquema público-privado como el eléctrico, en el que la infraestructura permanece financiada por la ciudadanía, que además accede a un servicio personalizado si es necesario.
Empezar con William Gibson, acabar con Kim Stanley Robinson
Si una red de instalaciones DAC se concibe como un bien público (como las carreteras, defensa, agua potable, tratamiento de residuos urbanos), la necesidad de lograr beneficios inmediatos se relativiza.
Ya hay críticos que apuntan a la importancia de atajar el problema de raíz: emitir cada vez menos gases con efecto invernadero y, eventualmente, no emitir. Pero la tesis de Robinson es realista y considera acertadamente que nos quedan décadas difíciles y las emisiones se extenderán en el tiempo.
Cerramos el año adecuado para que sean escritores de ciencia ficción veteranos (el propio Kim Stanley Robinson, así como William Gibson, que estrenaba el año con libro y entrevista de calado —de enero de 2020, así que carece del aura Covid que lo ha cubierto todo—) y una nueva hornada que alcanza cierta notoriedad, como el autor de Infinite Detail, Tim Maughan.
Merece la pena acabar los apuntes con el inicio del artículo de Robinson, que preferimos arrinconar en los recovecos de la conciencia por su crudeza y carácter difuso, diferido, intangible, concerniente a todos y, por tanto, a nadie:
«La humanidad puede emitir 1.000 gigatones más de dióxido de carbono antes de superar el aumento global de temperaturas de más de 2 grados Celsius desde inicios de la Revolución Industrial, el umbral a partir del cual los científicos auguran cambios peligrosos para el clima. Un planeta con una media de temperatura dos grados superior podría desatar efectos en cascada que acelerarían el empeoramiento».
¿Turbulentos, o esperanzadores años 20?
Cerramos 2020 con un aumento de la temperatura con respecto a inicios de la Revolución Industrial que se sitúa ya en 1,2 grados Celsius, lo que supera con creces la mitad de lo que debería aumentar la temperatura en este siglo; además, seguimos emitiendo 35 gigatones de CO2 anuales.
Y la pandemia nos ha enseñado hasta qué punto un crecimiento exponencial puede inducir al error: lo que creemos que no llegará en nuestra generación o incluso en la siguiente, se encuentra en realidad a años de distancia. De momento, empresas como Climeworks ya han puesto en marcha sistemas de captación de aire de la atmósfera —a través de un «proceso cíclico de absorción-desorción»— que podrían lograr una escala mucho mayor en poco tiempo.
Cada colector de Climeworks, del tamaño de un pequeño vehículo, puede absorber hasta 50 toneladas de CO2 por año, si bien la tecnología podría evolucionar en eficiencia y precio de manera similar a microprocesadores y células fotovoltaicas.
Cualquier estrategia para evitar una deriva con las peores consecuencias requerirá inversiones, coordinación a escala planetaria y sacrificios. Algo que nos hemos acostumbrado a hacer (a pesar de los pesares) en 2020, que empezó con una pandemia y acaba con dos vacunas (con efectividad del 95%) aprobadas en tiempo récord.
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