En 1941, Erich Fromm, refugiado ya en Estados Unidos por el ascenso del nazismo, la posterior persecución de judíos y el inicio de la guerra, publicaba su ensayo El miedo a la libertad.
Fromm, asociado a la Escuela de Fráncfort, iniciaba así su propia trayectoria de investigación social con una intención: ayudar a reconstruir la debacle moral que se avecinaba. El libro era una declaración de principios en la que nada era casual, empezando por el inglés de la versión original, y no el alemán (la versión en alemán, su lengua materna, aparecería a continuación).
En Escape from Freedom, Fromm argumenta que la sociedad humana, desprovista desde los avances de la Ilustración y la Revolución Industrial de un marco de vida y conducta moral como el existente en la Edad Media, tuvo que enfrentarse por primera vez al vértigo de la libertad individual, lo que inició un largo periplo entre avances y desajustes debido a la angustia que causaría la existencia de un «plan maestro» capaz de orientar la condición humana de manera inequívoca.
Entre los avances, las sociedades liberales promovieron un clima de libertades y prosperidad sin parangón, si bien los perdedores de la nueva sociedad establecieron nuevas tesis para explicar desventajas reales y percibidas, así como posibles reajustes, transformaciones y venganzas con respecto a un sistema percibido como fuente de ansiedad, desigualdades y nihilismo.
Miedo atávico a la libertad
Fromm inicia el ensayo —que, recordemos, data de 1941— constatando que el miedo de parte de la sociedad a un sistema de libertades iba asociado a la pérdida de viejos valores con largas genealogías y raigambre, a cambio de métodos que obligaban a los trabajadores a comportarse como autómatas de un engranaje sin cabeza pensante. El «miedo a la libertad» constituye más bien un miedo a lo que se percibe como un sinsentido, una nueva inercia empobrecedora del espíritu y la experiencia humana.
Pero estos temores comprensibles (en un prefacio posterior, el psicólogo, psicoanalista y humanista mencionaría que las armas nucleares y la cibernética no habían hecho más que acelerar todavía más un proceso irreversible) no partían únicamente de defectos en las sociedades surgidas con la Ilustración y la Revolución Industrial, sino de la incapacidad para asumir de manera ventajosa procesos que podían ser también beneficiosos:
«El cerebro humano vive en el siglo XX, pero su corazón sigue viviendo en gran parte en la Edad de Piedra. La mayoría de la gente todavía no ha adquirido la madurez para ser independiente, racional, objetiva.
«[La gente] Necesita mitos e ídolos para superar el hecho de que el hombre se encuentra a su aire, de que no hay otra autoridad que él mismo para otorgar un sentido a la existencia que el propio ser humano».
Condenados a ser libres
En esta reflexión de Fromm resuenan reflexiones de Schopenhauer y, sobre todo, Nietzsche, para quien las tensiones de su tiempo y las que nos ocuparían durante las décadas venideras (y todavía lo siguen haciendo, más de 120 años después de su muerte), iban asociadas a la decadencia de las convicciones religiosas en nuestra civilización, una vez quedaba claro que el humanismo no estaba construido sobre la infalibilidad divina, sino sobre un edificio de convicciones surgidas de la polinización cruzada entre el pensamiento de Atenas y las creencias de Jerusalén.
A Fromm le preocupaba tanto lo «macro» como sus consecuencias cotidianas, lo «micro». Estructura y coyuntura coincidirían en varias ocasiones en el siglo XX y la irresponsabilidad colectiva en sociedades burocráticas cada vez más técnicas podía conducir a catástrofes a una escala sin parangón, como ya tenía lugar en Europa con sus familiares y amigos de origen judío que habían decidido permanecer en el Viejo Continente pese a la desaparición de una realidad tolerante y alegre que Stefan Zweig evocaría en El mundo de ayer.
«¿Cómo puede la humanidad evitar su autodestrucción [se preguntaba Fromm en pleno avance nazi en la II Guerra Mundial y lejos todavía de las fotografías de los campos de exterminio, las bombas de Hiroshima y Nagasaki, o el inicio de la escalada de la Guerra Fría entre las dos superpotencias vencedoras de la contienda] a partir de esta discrepancia entre un exceso de madurez intelectual y técnica, y su atraso emocional?»
Genealogía de la ansiedad moderna
Por atraso emocional, Erich Fromm se refería a un fenómeno pavoroso al que él mismo había asistido en primera persona en la Europa Central de entreguerras: la ansiedad colectiva generada por el retroceso de un mundo medieval (de creencias, planes divinos, vidas con sentido, etc.) que había descrito un estado de cosas estable, a cambio de una carrera por acumular riqueza material y tratar de dar sentido a una existencia autónoma, la cual nos condena —explicará Jean-Paul Sartre— a ser libres (El ser y la nada, obra capital del filósofo existencialista francés, se publicará dos años más tarde, en 1943).
Como consecuencia del vértigo de esta «condena» a afrontar las consecuencias de ser libre sin un «maestro» omnipotente e infalible, el hombre moderno encontrará a menudo un lugar para expiar esta angustia de manera momentánea:
«(…) El hombre moderno se encuentra ansioso y es tentado de sacrificar su libertad a dictadores de todo tipo, o de perderla transformándose a sí mismo en un pequeño engranaje en la máquina, bien nutrido, y bien vestido, aunque no ya un hombre libre sino un autómata».
En este comentario de Erich Fromm leemos ya entre líneas la difícil relación de muchos habitantes de países socialistas con la llamada Dictadura del Proletariado, así como la obsesiva persecución por personajes como Stalin de todo intento por crear sociedades justas capaces de mantener una libertad individual efectiva.
Las purgas de socialdemócratas, liberales, mencheviques y trotskistas, entre otros, fueron el intento de Stalin por «extirpar» cualquier intento autónomo ajeno a una total supeditación al único fin supremo percibido.
Los matices entre verdad, sinceridad, factualidad y mala fe
Los funcionarios nazis responderían posteriormente ante la opinión pública y, en ocasiones, ante los tribunales por su responsabilidad en la barbarie del Tercer Reich; Adolf Eichmann trataría de eludir su responsabilidad moral en el exterminio judío al declarar en Israel en 1960 que él había cumplido órdenes «por imperativo categórico» (en efecto, el funcionario Eichmann trató de tergiversar a Kant para argumentar que un buen funcionario se debía a la labor de cumplir con las tareas del sistema burocrático al que se debía).
Eichmann demostraba, en palabras de la filósofa Hannah Arendt, hasta qué nivel de perversión puede llegar la mediocridad de un individuo que se limita a hacer su trabajo sin creer en su propia libertad individual. El criminal de guerra austriaco-alemán era el paradigma de lo que Arendt llamó, no sin polémica, «banalidad del mal», que emergía precisamente de la tentación del hombre moderno por acomodarse, de manera acrítica, como una pieza más del engranaje técnico.
Precisamente para desarmar coartadas como la del imperativo categórico en personalidades subalternas de una maquinaria burocrática que renunciaban a cualquier autonomía o brújula moral, el filósofo francés Vladimir Jankélévitch dedicó un apartado a los matices de la verdad en su Tratado de las virtudes.
Para Jankélévitch, de padres rusos de origen judío asquenazí, en contextos extremos como el de la persecución de judíos, si alguien que estuviera ocultado a un escapado recibiera la visita sorpresa de un comando de las SS, responder «No» a la respuesta de si esconde a alguien en su casa no es mentir, sino decir una «verdad» a efectos morales que no se manifiesta a la vez como verdad factual.
De hecho, para Jankélévitch decir la verdad factual no es siempre lo más adecuado ni lo más «veraz» o moralmente correcto según qué contextos, pues esta verdad factual puede aliarse a menudo con la mala fe de un médico que, por ejemplo, se dedicara a ofrecer la información más cruel y sin matices (aunque factual) sobre una enfermedad terminal, sin comprender la necesidad de transmitir esa información en un contexto adecuado.
Antídotos contra el gregarismo
Los matices entre verdad y factualidad también interesarán a Sartre, quien tratará de reaccionar ante el riesgo del abismo abierto por la guerra industrial, el nacionalismo y el fascismo, con dos afirmaciones difíciles que suponen una toma de conciencia del hombre moderno, una acción que precede a cualquier otra y que evita la parálisis:
- ejercer nuestra libertad con autenticidad y madurez (eludiendo lo que él llamará «mala fe», o un dejarse llevar mezquino y gregario);
- y comprender que el existencialismo (esa corriente filosófica asociada a la angustia de una época tan próxima al precipicio y a las situaciones deshumanizadoras) es, en efecto, «un humanismo».
La transcripción taquigráfica de Sartre bajo este mismo título, El existencialismo es un humanismo, surge como declaración de principios de esta corriente filosófica en 1945. Hay que pensar en reconstruir un mundo material hecho añicos, pero la auténtica tarea es reconstruir el individuo que debe vivir con lo ocurrido y tratar de no caer en el cinismo, la narcosis o la autodestrucción. El hombre no nacía, sino que debía «hacerse».
¿Hasta qué punto son las reflexiones de Fromm y Sartre válidas en 2021? Ambos parten de una reflexión básica que hoy queda más de manifiesto que nunca: de nuestras inseguridades y percepción de nuestra propia debilidad surge no sólo el incentivo para crear una cultura humana, sino para que ésta sea constructiva o, potencialmente autodestructiva.
Cuando los mezquinos acumulan poder
La sociedad cibernética que aventuraba Erich Fromm está plenamente establecida, como también sus consecuencias. En el mundo mediático posterior al desarrollo de las relaciones públicas y los medios de masas, el uso de herramientas transformadoras acaba transformando a sus usuarios, y la cibernética no hará más que acelerar procesos ya presentes.
En los últimos años, hemos podido constatar hasta qué punto las plataformas de contenido autorregulado no tienen por qué aportar mayor transparencia u objetividad al discurso público, sobre todo cuando estas plataformas priman el impacto («engagement») por encima de un interés general con normas básicas de respeto mutuo y civilidad discursiva.
Al otorgar poderosos altavoces a personajes que obran a partir de codicias mezquinas, corremos el riesgo —elabora Fromm— de caer en manos del mayor peligro, que consistiría en crear hombres ordinarios «con poder extraordinario», o funcionarios sin brújula moral ni principios como el Eichmann descrito o teorizado por Hannah Arendt.
Arendt coincide con Fromm en la peligrosidad de lo ordinario. Demonizar al criminal nazi era caer en los esquemas maniqueos de figuras demoníacas con maldad sobrenatural, cuando lo verdaderamente aterrador es constatar que, tras esos personajes, hay personas mediocres que carecen de escrúpulos o una mínima valentía para afrontar su individualidad.
Desde la Gran Recesión de 2008, el caldo de cultivo no ha hecho más que profundizar en su sofisticación. Hay dificultades económicas entre una parte de la población, un sentimiento de injusticia que puede nutrirse y exagerarse en las redes sociales (la propaganda personalizada de nuestro tiempo, algo así como el «soma» imaginado por Aldous Huxley en Un mundo feliz), y la necesidad psicológica de seguir alimentando un apetito material que no puede ser saciado porque, entre otros motivos, existe un vacío espiritual, pues la ausencia generalizada de certidumbre se traduce en una mayor popularidad de fenómenos de nihilismo, fundamentalismo religioso y pseudo-cultos.
Definir «libertad» por lo que no es
Como hemos constatado desde 2016, nos encontramos ante un escenario de auge de los populismos. Es una nueva prueba de fuego en torno al fenómeno de la ansiedad y dificultades que alimentan el victimismo en torno al calor y el sentimiento de pertenencia que lograrían irradiar los nuevos cultos de pertenencia como las teorías conspirativas o los movimientos sociales organizados a través de mensajería y eslóganes en redes sociales.
Nuestra ansiedad, reflexionaba Fromm, puede llevar a muchos a sentirse atraídos por figuras que prometen defenestrar el poder establecido.
La pandemia vuelve a radicalizar discursos y espolear teorías conspirativas, dada la imposibilidad de mantener una vida colectiva con total normalidad.
Y, si debemos considerar el nivel de ansiedad como indicador de incremento potencial de apoyos a soluciones populistas o revulsivos colectivos que prometan soluciones radicales a problemas complejos, quizá sea un buen momento para releer las reflexiones de Erich Fromm sobre el concepto de libertad surgido en el contexto de las democracias liberales, que definen nuestra libertad:
- como aquello que surge de la falta de opresión (libertad que se define negando la existencia de coacciones, de ahí su denominación: libertad negativa);
- o bien la libertad positiva, que ha surgido de ideales basados en la creación de nuevos escenarios (tales como emancipaciones y revoluciones).
El historicismo, alimentado por la filosofía idealista y el sentimiento de predestinación de corrientes religiosas y relatos colectivos promovidos por el romanticismo, influyó decisivamente en los movimientos de acción y reacción de la segunda mitad del XIX y la primera mitad del XX. Un siglo más tarde, el historicismo parece haber alumbrado una versión deshilachada y fragmentaria que, sin embargo, conserva ecos del pasado.
Trastornos durante una pandemia
La supuesta libertad y autonomía individuales que tendrían los ciudadanos en las sociedades liberales no sólo no inspiran simpatía, sino que suscitan una cierta apatía entre una población con un porcentaje cada vez menos deleznable de quienes se sienten atraídos por la llegada de personajes fuertes y revulsivos a los que seguir.
Actitudes como el autoritarismo, la destructividad o la apatía (de la conformidad a la abulia o el nihilismo) vuelven a ganar enteros y, de momento, los grandes retos colectivos de nuestra época, tales como la modernización de la representatividad democrática y la lucha contra eventos sistémicos (pandemias como la actual, cambio climático y sus efectos, etc.), no suscitan grandes entusiasmos.
La salida sanitaria, social y económica de la pandemia actual, así como la capacidad de la sociedad contemporánea para superarla con mayor o menor facilidad, son la gran prueba de fuego coyuntural, pero no la única. De momento, los sondeos delatan una elevada ansiedad entre la población.
El impacto del coronavirus sobre la estabilidad familiar, psicológica y laboral de la población, sobre todo los más vulnerables por su situación económica y laboral, empieza a notarse en el estado anímico de la mayoría tras las restricciones invernales. Esta ansiedad es constatable tanto en Norteamérica como en Europa, constata Pew Research.
Hacerse dueño de uno mismo
Una encuesta en 14 países recién publicada por YouGov muestra cómo la pandemia ha afectado profundamente la vida personal de la mayoría de la población, lo que ha tenido consecuencias en relaciones, percepción del mundo y salud mental.
Emma Jacobs y Lucy Warwick-Ching se basan en este mismo estudio para analizar en un artículo para el Financial Times el peso de la pandemia entre trabajadores de distintos países, con datos especialmente preocupantes en Reino Unido, Hong Kong, Italia, o España (países en los que el 60% o más de los encuestados declaró que la emergencia sanitaria había provocado efectos negativos en su salud mental.
En momentos de incertidumbre, condiciones materiales, percepción de seguridad y visión del mundo sufren trasvases para muchos y el conjunto de la sociedad se resiente.
Quienes experimentaron períodos todavía más traumáticos y convulsos supieron a menudo elevarse por encima del ruido de una época y plasmar sus reflexiones en ensayos que hoy cobran toda su importancia y nos sirven de utilidad.
Erich Fromm argumenta:
«Cuando un individuo toma conciencia de sí mismo por generación espontánea y sale a relacionarse con el mundo, deja de ser un átomo aislado; él y el mundo acaban conformando un todo estructurado; cuenta con el lugar que le corresponde y, por tanto, sus dudas sobre sí mismo y sobre el sentido de la existencia desaparecen.
«Estas dudas habían surgido de su aislamiento y de su frustración con la vida; cuando puede vivir, no ya de manera compulsiva o automática sino espontáneamente, la incertidumbre desaparece. Es consciente de sí mismo como individuo activo y creativo y reconoce que hay un significado primordial de la vida: el propio acto de vivir en sí mismo».
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