En 1912, Antonio Machado publicaba Campos de Castilla, que incluía unos poemas bajo el epígrafe de Parábolas; la tercera parábola habla de un marinero que se hace un jardín junto al mar y, cuando el jardín, debidamente mantenido, está en flor, el marinero se va «por esos mares de Dios».
Esta parábola, que muchos oímos primero en forma de canción y luego encontramos en ese compendio de poemas que solía aparecer en la enseñanza reglada, puede interpretarse de diversas maneras. La interpretación literal es sencilla y bella, pero también habla de un espíritu aventurero, que puede ser individual y colectivo.
Érase de un marinero
que hizo un jardín junto al mar,
y se metió a jardinero.
Estaba el jardín en flor,
y el jardinero se fue
por esos mares de Dios.
Puestos a especular con una parábola, podemos evocar la relación establecida por el psicólogo Carl Jung entre el inconsciente individual y lo que él denominó «inconsciente colectivo», esas estructuras inconscientes y recargadas que simbología que comparte un grupo de personas.
De jardineros que se hacen marineros
Esta simbología supuestamente compartida puede asociarse con el pensamiento idealista (desde los universales «a priori» de Kant —o esas grandes cuestiones que existirían en abstracto— a una subjetividad compartida, o «intersubjetividad» propuesta en el siglo XX por la fenomenología).
A mí me gusta interpretar esos seis versos como una metáfora del carácter ibérico, que combina el atavismo romano de la regularidad y el trabajo planificado a largo plazo (el jardinero del poema logra cierta prosperidad con la tríada mediterránea: trigo, vid, olivo), con una versión más aventurera, impredecible y atlántica, la del marinero que se va por esos mares (ajenos al «nostrum», claro) justo cuando su jardín está a punto de dar sus frutos.
Machado ofrece también el contraste entre lo apolíneo y lo dionisíaco, esa tensión que ha abandonado el mundo moderno y que Nietzsche reivindica en su primer ensayo.
En la Era de los descubrimientos, la salida en tromba hacia tierras lejanas coincidirá con la expulsión de minorías religiosas y un cerrajón a cualquier idea sospechosa de alterar el orden eterno de las cosas; por eso Joan Lluís Vives y Miguel Servet, dos polímatas de talla universal, fueron perseguidos y no celebrados.
Canciones con viejos ecos
Así que el «jardín» intelectual que había labrado Iberia queda desatendido, primero, con la desbandada hacia lugares desconocidos para encontrar una ruta a las Indias alternativa al Mediterráneo oriental bloqueado por los otomanos; y a continuación por la persecución de personas e ideas a partir de Felipe II.
El jardín había estado en flor, pero la marcha por esos mares de Dios concedió a España un carácter tan mesiánico y de tierra quemada (de «conquistadores») como alérgico al mantenimiento y mejora de sistemas complejos (el «jardín» es la propia población, condenado a un mundo predefinido, estático, devoto y sospechoso de ideas problemáticas que no lleven la patente de la iglesia o la monarquía).
Muchas familias expulsadas por sospechas de la Inquisición o por su negativa a convertirse al cristianismo se asentaron, primero, en territorio otomano; desde allí, algunos de ellos establecieron lazos comerciales (primero) y académicos (cuando algunos países europeos empezaron a permitir a candidatos judíos el ejercicio de oficios administrativos, liberales y intelectuales) en lugares que habían tolerado o impulsado el protestantismo, como Países Bajos (tierra de Baruch Spinoza) y Reino Unido (tierra de David Ricardo).
Y si habíamos empezado con la parábola del jardinero de Antonio Machado, que a muchos —reitero— nos entró primero por el oído que por los ojos gracias a Joan Manuel Serrat, es curioso que el jardinero, que elevamos en este artículo al estatuto e arquetipo junguiano (como la vocación al mantenimiento correcto de sistemas complejos, que puede aplicarse a la administración de la vida personal o de infraestructuras, Estados, sistemas productivos y educativos, etc.), seguimos con la metáfora del jardinero de Zygmunt Bauman.
Reaprender la importancia del mantenimiento de sistemas
Para el sociólogo y filósofo polaco fallecido en 2017, habíamos entrado en una modernidad líquida, y por tanto tan deshilachada y maleable como nuestro consumo digital nos ha hecho al fin comprender. La desatención por viejos relatos comunes se transmite también en un debilitamiento de mecanismos de cohesión, ya sean intangibles (conceptos que creíamos conocer y que considerábamos consolidados: la verdad, la opinión pública, los valores universales de la Ilustración, etc.) o físicos (mantenimiento de instituciones, infraestructuras, etc.).
Bauman explicaba la metáfora del jardinero como la oposición entre dos tipos de cultura humana: una diseñada, codificada y promovida en el seno de una sociedad; y otra que emergía de manera espontánea. La necesidad de promover y estructurar la primera la hacía dependiente de un poder administrativo, mientras que la organicidad de las culturas silvestres se reproduce a través de procesos interiorizados y lazos comunitarios.
¿Pueden las sociedades autogestionadas representar el arquetipo del jardinero, con su vocación de mantenimiento intuitivo de un sistema tan complejo como un jardín? Zygmunt Bauman exponía que una comprensión de grupo sobre la propia interdependencia de sus integrantes, y de éstos con el mundo que los rodea, permiten la emergencia de modelos de gestión y autorreproducción que se ocupan de la salud del conjunto.
Quizá la autogestión fuera para Bauman el único camino posible en las sociedades modernas para evitar una deriva hacia lo que Michel Foucault denominó «biopoder», o vocación de las sociedades burocráticas de estructura piramidal para controlar sus «malas hierbas» o «clases peligrosas»: en su última extensión, el Estado jardinero es el régimen totalitario de corte estatista.
Meterse en un jardín
Pero el mantenimiento de un jardín —ya sea en sentido figurado o en sentido literal— es una tarea dinámica que aspira a mantener unos lazos siempre frágiles entre teoría y práctica: recordemos la significación del jardín zen —o jardín seco— en culturas como la japonesa.
En Europa, el Renacimiento se abre a regularidades y perspectivas, interiorizadas por administraciones como la española a partir de Carlos III y su política italianizante de establecimiento de alamedas, o paseos arbolados, en las ciudades importantes de la metrópolis y las colonias.
Durante la Ilustración, con tradiciones como la inglesa —más romántica y orgánica— y la francesa —geométrica, planificada—, los jardines dejarán de ser una mera muestra de sofisticación real o estatal, para convertirse en parte de un lazo entre el individuo moderno y una naturaleza dominada según los preceptos de la religión, el arte y la medicina de la época.
Al otro lado del Atlántico, los parques naturales tratarán de salvaguardar lugares remarcables del avance a toda máquina hacia la modernidad: en el siglo XIX, los parisinos se prodigan en excursiones por zonas arboladas suburbanas (de Versalles al Bois de Boulogne, pasando por el bosque de Fontainebleau), tal y como quedará reflejado en la literatura de la época, mientras Estados Unidos firma la primera ley sistemática de protección del territorio a través de la primera red de parques naturales (1972).
Cuando el mantenimiento da y quita la vida
La necesidad de garantizar el funcionamiento de sistemas cada vez más complejos e interdependientes queda claro en el mundo contemporáneo, cuando la cultura de la eficiencia había hecho olvidar a empresas y administraciones la ventaja de reducir la dependencia con respecto a materias primas, productos o conocimiento de manos de terceros, lo que obliga a crear sistemas redundantes que permitirían una mejor adaptación ante retos imprevistos a gran escala.
Ahora todo son prisas y gobiernos, grandes empresas y aseguradoras se apresuran a loar los ensayos que, a contracorriente, habían alertado en las últimas décadas sobre el riesgo presentado por cualquier contingencia a suficiente escala en cadenas de suministro e interdependencias que cubren todo el planeta. El recrudecimiento de eventos de clima extremo, incendios o la actual pandemia se trasladará a la deuda soberana y a las primas de las aseguradoras.
En el mundo contemporáneo, el mantenimiento se convierte en un sector primordial después de décadas de negligencia y desprestigio: mantener software y comunicaciones, pero también infraestructuras, tal y como han puesto de manifiesto las dificultades de California, el Estado más poblado y rico de Estados Unidos, para tener al día una red eléctrica trufada de generadores en mal estado que acrecientan un ya de por sí elevado (y en aumento) riesgo de incendios.
En Europa, ni siquiera los Países Bajos, paradigma a gran escala de los frutos de un diseño a gran escala mantenido con éxito remarcable en los últimos siglos (que ha permitido —a partir de barreras mecánicas, bombas de agua, canales y drenajes para crear islas artificiales—, mantener bajo control la amenaza de crecidas del mar del Norte), se salvan de la complejidad y sobrecoste de mantenimiento que implica reparar viejas infraestructuras con deterioro avanzado.
Antes de la tensión de rotura
Thomas Erdbrink dedica un artículo a la infinidad de reparaciones en canales, vías y edificios del casco antiguo que la ciudad de Ámsterdam ha emprendido para reducir la proliferación de los percances propios de un trazado medieval construido sobre pilones y terreno siempre amenazado por las filtraciones de agua.
Estructuras de edificios históricos que ceden desde los cimientos, enormes socavones que aparecen en calles junto a canales, muros de contención que amenazan con ceder: la lista es larga y la reputada capacidad expeditiva de la obra civil neerlandesa tendrá que aplicarse con celeridad para tomar la delantera en una cadena de eventos que algunos periodistas están interesados en tratar como una epidemia de degradación urbana en toda regla.
Puestos a citar figuras arquetípicas, la autora estadounidense del XIX Mary Mapes Dodge dio con una figura emblemática del carácter holandés y su loada capacidad para diseñar sistemas redundantes que eviten el avance del mar sobre un territorio en riesgo permanente, de producirse una rutura en cadena de modernos sistemas de diques que, a mediados del siglo XX, modernizaron y a veces sustituyeron sistemas obsoletos. Mantenimiento coordinado a gran escala, en definitiva.
Mapes Dodge imaginó a Hans Brinker, un adolescente entusiasta del patinaje de velocidad que evita una gran inundación cuando localiza la fuga que amenaza con fracturar un dique y la tapona con su dedo.
En los Países Bajos, el «jardinero», o figura arquetípica del mantenimiento de sistemas, bien podría haber mutado en un personaje atento a los posibles puntos que soportan la mayor tensión de rotura, como el propio Hans Brinker y su actuación providencial en ese dique presente en el imaginario colectivo de los holandeses y sus descendientes asentados en otros lugares, como el Medio Oeste de Estados Unidos.
Una empresa 1.400 años en activo
Nos acercamos, por último, al lugar donde el jardín seco, o jardín zen, dio lugar a una genealogía propia de la relación fluida e interdependencia entre persona y entorno: Japón. El jardinero arquetípico japonés convirtió su dependencia del entorno en un arte que requiere intuición, flexibilidad y disciplina: para él, el mantenimiento es intrínseco a la propia existencia de su cosmogonía.
Conceptos como el de simplicidad elegante («Yugen») o belleza del vacío («Yohaku no bi») pretenden evocar que la existencia está en la acción, en la sutilidad de los procesos que nos rodean. Mientras la percepción occidental de la realidad trata los objetos como fines en sí mismos (el «A es A» de la percepción aristotélica), los japoneses —como la China tradicional— celebran la transitoriedad de las cosas.
Así, mientras para Occidente un vaso vacío es el continente de cristal (el objeto «vaso»), la tradición japonesa se interesa por el vacío en su interior, la potencialidad, lo que podría contener.
Del mismo modo, la filosofía occidental se interesó por estados físicos delimitados, perfectamente definidos y surgidos de ideales platónicos: hay hielo o agua, pero no se presta atención a la acción «derretirse», que es lo que interesa a la cultura oriental ancestral.
La correlación entre fenómenos no implica una relación de causalidad entre éstos (uno no tiene por qué ocurrir a causa del otro y viceversa), pero la ventaja perceptiva de los arquetipos orientales quizá tenga que ver con una curiosidad que merece la pena evocar en el artículo: la empresa en activo más antigua del mundo (hasta convertirse en 2006 en una filial), era un negocio familiar japonés, Kongō Gumi, que había sobrevivido 1.400 años, al ofrecer sus servicios artesanales de (cómo no) «mantenimiento» de templos y otros edificios japoneses en necesidad de técnicas de construcción tradicionales.
Punto de vista
Hablamos de una empresa fundada un siglo después de la caída del Imperio Romano. Irene Herrera dedica un artículo a Kongō Gumi cuyas primeras líneas testimonian un punto de vista que necesitaremos en el futuro:
«En el año 578 d.C., las tribus germánicas se disputaban los restos del Imperio Romano, un niño de ocho años llamado Mahoma crecía en La Meca, el Imperio Maya florecía en América Central y la empresa más antigua del mundo en funcionamiento continuo se fundaba en Japón.
«Cuando el príncipe Shōtoku Taishi (572-622) encargó la construcción del primer templo budista de Japón, Shitennō-ji, Japón era predominantemente sintoísta y no tenía “miyadaiku” (carpinteros entrenados en el arte de construir templos budistas), por lo que el príncipe contrató a tres hombres capacitados de Baekje, un estado budista en lo que hoy es Corea. Entre ellos, se encontraba Shigetsu Kongō, cuyo trabajo se convertiría en la base de la empresa constructora Kongō Gumi».
En los siglos siguientes, explica Herrera, «el mantenimiento, reparación y construcción» de edificios tradicionales proporcionó la principal fuente de ingresos a Kongō Gumi, empresa que se diversificaría para adaptarse a una mayor demanda propulsada por la expansión del budismo en Japón.
La empresa sobrevivió los años de favorecimiento estatal del shintoísmo durante el período Meiji (1868-1912), así como la crisis financiera Shōwa de 1927.
Para mantener un jardín en flor como el evocado por Machado, es necesario integrar dentro del acervo de nuestra civilización la importancia del mantenimiento. Reconocer un recipiente en función de lo que pueda albergar y no limitarse a describir el material del que está hecho.