Hace algún tiempo, durante nuestra visita a Japón, pudimos experimentar en primera persona modelos de urbanismo, arquitectura residencial, crianza infantil, gestión forestal, reciclaje o movilidad que podrían inspirar soluciones a problemas cotidianos.
Comprendimos hasta qué punto el legendario gregarismo japonés (en el sentido peyorativo del término) puede ser malinterpretado por un visitante desconocedor de los matices de la sociedad japonesa: constreñida por un medio limitado, los japoneses aprendieron a recuperar sus bosques, a repeler a invasores y a modernizarse siguiendo un modelo propio de equilibrio de recursos.
Este modelo está presente en la recuperación de unos bosques que una vez habían desaparecido, así como sistemas estéticos y de organización social y de recursos con equilibrios que evitaran la sobreexplotación o el conflicto a gran escala.
Nuestra percepción y nuestro lugar en el mundo
Siglos antes de que existiera el concepto de ecología profunda, los japoneses creaban bosques donde antes no habían existido para mejorar su clima y proveerse de la mejor materia prima para crear bienes e infraestructuras.
Esta mentalidad, que también explicaría por qué los niños de educación infantil vuelven solos de la escuela incluso en pleno centro de Tokio, por qué un taxista que el visitante ha rechazado un día de lluvia parará su coche y correrá para ofrecer un paraguas, o por qué uno hará en función del contexto lo que se espera de él, no equivale a “gregarismo”.
También puede observarse en un fenómeno cuya observación cotidiana en medio del Tokio por el que me desplazaba en plena flânerie sensorial me mantuvo tan interesado como lo están un niño o un anciano delante de una obra de cierta envergadura en cualquier ciudad occidental: el impoluto reciclaje de residuos en medio de una de las ciudades más densas y pobladas del mundo.
En los callejones de Tokio, las pequeñas camionetas del servicio de limpieza y reciclaje de la ciudad, cuyo silencioso motor y diseño recuerdan la silueta de los vehículos en series de animación japonesa como Dr. Slump, de Akira Toriyama, se desplazan recogiendo al vuelo bolsas transparentes repletas de todo tipo de envases y recipientes plásticos y de latón, mientras otras contienen botellas y recipientes de cristal.
La “tragedia de los comunes” desde distintos lugares
El sistema funciona con una eficiencia que parte de lo que una ciudad occidental, incluso las de mayor tradición en reciclaje de residuos, considerarían imposible: la colaboración prácticamente integral de toda la población con los trabajadores municipales, que no se entiende únicamente por el riesgo de penalización, sino teniendo en cuenta un comportamiento que el foráneo considerará “gregarismo”, y el japonés de a pie considerará “la manera de hacer esta vida hacinada y con recursos finitos no sólo posible, sino incluso próspera”.
Porque hablamos de una prosperidad que no parte de la explotación de recursos hasta agotarlos, sino de la creencia de que no es posible prosperar sin comprender la interrelación entre acciones individuales y consecuencias colectivas.
De ahí que, desde la mentalidad oriental, el concepto de “tragedia de los comunes” (el interés individual racional de explotación de un recurso se hace insostenible cuando todos hacen valer sus derechos sobre un recurso finito, como la pesca o el bosque común), acuñado por Garrett Hardin en 1968, carezca del mismo sentido que éste tiene en Europa o las Américas.
Lo insoportable para el europeo, el estadounidense o el latinoamericano equivale a garantía de supervivencia a largo plazo en otras culturas… un concepto, el de relativismo cultural, que hemos olvidado desde la poltrona del eurocentrismo y el complejo de superioridad cultural que no ha hecho más que exacerbarse a medida que se ha acelerado lo que Martin Heidegger llamó “tecnicidad”, que ha interconectado y empequeñecido nuestro mundo más que nunca.
Para lo bueno y para lo malo.
La tristeza de los trópicos
En Tristes tropiques, ensayo antropológico que se puede leer como tratado filosófico, novela o, quizá más adecuadamente, compendio ecléctico cargado de una sabiduría que combina con maestría el conocimiento de campo, el bagaje cultural y la intuición bergsoniana, Claude Lévi-Strauss reflexiona sobre las diferencias fundamentales de los asentamientos en las Américas, Europa y las culturas milenarias de Asia (sus ejemplos se refieren específicamente al subcontinente indio, pero la reflexión es extensible a toda la región).
Según Lévi-Strauss, la mentalidad racional y euclídea de los europeos se puso a prueba en sus colonias de Norteamérica y América del Sur, dominadas por una mentalidad de asentamiento básico, extracción y agotamiento de recursos y expansión hacia tierras vírgenes todavía no exploradas: la promesa del Oeste en la mentalidad de Frontera, con una línea que se desplaza a medida que aumenta la presión sobre el territorio esquilmado.
No es casual, reflexiona el antropólogo francés en Tristes tropiques, que la mentalidad de frontera fructificara en la cosmogonía de los asentamientos europeos en el Nuevo Mundo: al fin y al cabo, el movimiento de este a oeste sigue la trayectoria de nuestro astro y nos acerca, sin que lo hayamos reflexionado de manera consciente, con nuestros antepasados remotos.
El preludio de las viejas óperas
Asimismo, explica Lévi-Strauss, el inicio de esta trayectoria desde el este -en el caso de América, el desembarco, la colonización, la urbanización y explotación de la costa y los territorios aledaños del interior, aniquilando a las poblaciones nativas e importando esclavos del otro lado del Atlántico- es un comienzo, y actúa “como el preludio de las viejas óperas”: hay esperanza, promesa de aventura, espacio para labrarse el propio porvenir (a expensas de la explotación del territorio reclamado).
Cuando fue posible por la baja densidad de población (en todo el territorio americano con excepción de Mesoamérica y el altiplano andino), los colonos europeos diluyeron lo autóctono hasta lo residual.
Enfermedades importadas, políticas de desarraigo cultural y aniquilamiento sistemático en Norteamérica, y algo similar en la América española, acaso con el excepcionalismo de la doctrina católica de Bartolomé de las Casas, capaz de otorgar a los nativos americanos lo que ya les pertenecía, el reconocimiento como seres humanos de pleno derecho, mucho antes de los movimientos de emancipación ilustrada del siglo XIX.
Hay que reconocer las cosas como son, y no como las explican desde la órbita dominante (con epicentro, de momento, anglosajón).
Un preadolescente se topa con una película en la tele
Me cuento (y así lo he explicado en este sitio hace ya unos años) entre quienes vieron en la infancia La selva esmeralda (John Boorman, 1985), la película en la que los nativos del Amazonas son los “salvajes”, mientras los esbirros de las ciudades colindantes, especímenes de la peor calaña de la mentalidad extractiva europea, avanzan hacia Occidente arrasando recursos.
El filme británico, si bien de calidad testimonial, puede despertar en la mirada inocente del niño -que mantiene intactos sus ideales de justicia universal- una indignación pura, tan primigenia como el mundo que acaba en la película, dando lugar a una versión tropical y viciada de un Occidente con más sombras que luces. En algunos lugares del planeta, la Ilustración cayó con la contundencia de una roca etrusca sobre la cabeza, aplastándolo todo.
Luego, claro, nace algo nuevo. Pero esa parte, tan de “eterno retorno”, no la comprenderá el niño, que termina el visionado de la película con un dolor en la sien y en la nuca, tal es la injusticia acumulada en su pequeño corazón bombeante. Es mi experiencia particular y de andar por casa de las andaduras de Claude Lévi-Strauss. Calculo haber visto por primera vez esa película a los diez u once años, a edad que ahora tiene mi hija mayor.
El continente que sobrevivió al hacinamiento y la pobreza
Volviendo a la imagen de Lévi-Strauss sobre la trayectoria del sol y su influencia sobre las culturas humanas: el ocaso, en cambio, es el fin del sueño, del viaje, cuando la línea imaginaria que impulsa la Frontera hacia el Oeste no ha cumplido con sus expectativas, lo ha dado todo de sí, o ambas cosas.
Detrás de esta línea, el territorio conserva su reciente memoria inocente, y las generaciones de colonos, esclavos y nativos que viven en él son todavía demasiado poco numerosos como para presionar el medio y las organizaciones humanas hasta sus últimas consecuencias.
En India o China, dice Lévi-Strauss, esta trayectoria desde la inocencia al desarrollo de culturas poco masificadas en relación con la extensión y los recursos que ha tenido lugar en América durante los últimos cinco siglos no ha sido posible, pues a diferencia del Nuevo Hemisferio -sin civilizaciones densas y con tradiciones de explotación de la tierra, a excepción de Mesoamérica y los Andes-, Asia alcanzó límites en su relación con el medio ocupado y su sostenibilidad hace milenios.
Desde antes de nuestra era, vastas áreas de la India o China idearon métodos de organización del territorio, los recursos y la sociedad para evitar que la elevada densidad de población y la relativa miseria no condujeran a la aniquilación.
Lévi-Strauss sugiere que no hay nada mejor como viajar al subcontinente indio (él se refiere en el ensayo a un mismo territorio cuando visita Pakistán, India o Bangladesh, al referirse a experiencias que datan de la I mitad del siglo XX) para comprender cómo surgió y se perpetuó por, ejemplo, el sistema de castas.
La pesadilla en una cosmogonía puede ser una bendición en otra
En los grandes mercados y aglomeraciones, en el hacinamiento insalubre que impide conceptos occidentales como el de espacio personal, tan sólo divisiones humanas dentro de territorios muy densos habría perpetuado un relativo equilibrio que minimizara las constantes hambrunas y luchas encarnizadas por los recursos a lo largo de milenios.
Esta realidad explicaría por qué, para la mentalidad ancestral de las grandes civilizaciones asiáticas, el concepto occidental de libertad personal y futuro abierto a nuevas oportunidades es lo más parecido a una maldición, ya que implicaba estar a expensas de la incertidumbre que conducía, según la experiencia de generaciones, a lucha por los recursos, hambruna y muerte.
Lo que para nosotros es libertad, para otros es una incertidumbre que históricamente atizaba pequeños desastres en los territorios más poblados. En Oriente,
“no interpretarían que se están convirtiendo en esclavos, sino más bien al contrario, liberados, de acceder al trabajo forzado, a la alimentación racionada y al pensamiento dirigido, porque esto sería para ellos el medio histórico de obtener trabajo, poder comer y disfrutar de una vida intelectual.”
Inocencia, competencia, hacinamiento
El sistema de castas o la mentalidad confucianista no pueden ser analizados del mismo modo desde poblaciones con culturas masificadas desde hace milenios que en civilizaciones menos pobladas (como la europea) y, sobre todo, desde tierras hasta hace poco “de oportunidad”, o continentes prácticamente despoblados sobre los que cayó la civilización europea sin pedir más permiso que el de su propio dios y rey importados.
La concepción cíclica de la existencia y la metafísica, próxima al concepto filosófico del eterno retorno que tanto interesó a Nietzsche, tiene que situarse en este contexto para comprenderlo en toda su extensión.
Según Lévi-Strauss:
“Hace falta mucha inocencia o mucha mala fe para pensar que los hombres eligen sus creencias con independencia de su condición.”
Una alusión clara a lo de “el hombre es bueno por naturaleza, es la sociedad la que lo corrompe” de Rousseau.
Europa se encuentra a medio camino entre:
- la inocente América, transformada (por inoculación, polinización, esquilmación explotación o como uno lo vea según su experiencia y lugar en el mundo) en los últimos siglos por la mentalidad europea de Frontera y el Eldorado particular de cada potencia, cacique y buscavidas;
- y el doloroso equilibrio entre superpoblación y recursos que ha marcado desde hace uno o dos milenios a las grandes civilizaciones orientales, donde la mentalidad de cowboy/gaucho no tiene sentido.
Frutos tardíos del neolítico japonés
Quizá por ello, dice Lévi-Strauss, Europa sea densa y caótica en comparación con la explotación reticular del territorio y las poblaciones con diseño euclidiano de las Américas; pero, a su vez, si Europa es comparada con Oriente, lo que destaca es su menor densidad y mentalidad racional y rectilínea, que responde a una cosmogonía particular.
No es causalidad del ideal estético griego sea geométrico y quiera llegar a una verdad “acabada” y de perfección matemática, mientras que los sistemas estéticos orientales son orgánicos y se aproximan más a los diseños de la naturaleza. La entropía, por tanto, tiene su interés en el estudio de las sociedades humanas y su trayectoria.
América, encontrada en su inocencia por una de las viejas civilizaciones incumbentes, es desde hace medio milenio un experimento con un modelo trasplantado, lo que ha creado un tercer modelo amplificado de las tendencias frenadas en Europa por la costumbre y los límites de un territorio agresivamente explotado durante dos milenios.
A diferencia de India o China, Japón es un caso especial entre las grandes civilizaciones asiáticas, dada su insularidad, su relativo hermetismo histórico y la ausencia de colonizadores europeos.
La cultura del neolítico japonesa, el extenso período Jōmon hasta casi inicios de nuestra era: el budismo no empezó su lenta sustitución sincretista del sintoísmo japonés hasta el siglo IV dC, y su sistema feudal sobreviviría hasta la modernización del país (a partir de 1868, cuando Meiji asciende al trono).
La gran invención japonesa: recuperar bosques… y crearlos ex novo
Debido a su insularidad y excepcionalismo entre las grandes civilizaciones asiáticas, la población del archipiélago creó sus propios métodos de equilibrio entre población y recursos, logrando unos resultados diametralmente opuestos no sólo a los chinos o los indios, con enormes poblaciones a expensas del ciclo climático, la fertilidad de la tierra, las epidemias y las hambrunas, sino también con respecto al modelo europeo.
Con el aumento de la población emigrada desde la actual península coreana, el Japón ancestral empezó a padecer las consecuencias de la explotación no sostenible de recursos, agotando las tierras agrarias y talando bosques milenarios.
Con un sistema político descentralizado y dependiente de señoríos asentados en tradiciones que se perdían en el neolítico, la población japonesa se enfrentó a una crisis difícil de resolver, al basarse en una gestión de recursos que, aplicada en el territorio finito de un archipiélago, conducía al aniquilamiento de las generaciones futuras.
Antes del período Edo, el Japón ancestral hizo algo que las civilizaciones asiáticas sin restricciones de territorio ni la cultura abrahámica europea (centrada en los derechos sobre la explotación de la tierra y la “propiedad”, que incluyó a personas equivalentes a “bien mueble” hasta el siglo XIX en territorios como el sur de Estados Unidos), no se habían siquiera atrevido a soñar: un cambio profundo de mentalidad, o cosmogonía.
Todavía dentro del manido relato abrahámico
Así pues, desde finales del siglo XVI, y coincidiendo con la colonización europea del territorio virgen de las Américas (según la mentalidad europea de la época -aunque, reconozcámoslo, ésta nunca ha desaparecido del todo-), Japón aplicó un plan a gran escala para crear una sociedad sostenible con el medio que habitaba.
El Japón preindustrial lo logró aplicando las primeras técnicas forestales avanzadas a gran escala, basadas en la profunda comprensión del medio, incluyendo el suelo, el ciclo climático, las especies arborícolas y métodos para su explotación sostenible.
Es difícil referirse a este profundo conocimiento del medio ambiente como “científico”, pues este concepto parte de la mentalidad socrática occidental, que explicaría también su tendencia (o “error de diseño”) al reduccionismo y la simplificación, al ver al hombre como un ser dual (cuerpo y mente separados), el medio como algo dispuesto para su explotación y “civilización” con plantas y ganado adecuados, etc.
A diferencia del cientificismo occidental que explica la difícil relación entre Europa, las Américas y su territorio respectivo (así como los habitantes previamente “no civilizados” según la concepción abrahámica importada), las “artes” forestales japonesas del período Edo son un precedente de las teorías de sistemas modernas, al tener en cuenta distintos indicadores para establecer un equilibrio entre bosque, explotaciones agrarias y población humana.
Un vivero y un bosque no son lo mismo
Gracias a siglos de experiencia, los japoneses lograron no sólo recuperar la masa forestal que había perdido el archipiélago debido a la mentalidad “civilizadora” que había llegado (en forma de migraciones desde Indochina y de cosmogonía, a través del budismo), sino que concibieron algo todavía más ambicioso: el Japón preindustrial realizó una transición desde la reforestación (recuperar el bosque perdido) a la forestación, o crear ricos bosques con aspiración de ecosistema en territorios donde no habían existido en épocas pretéritas.
Poco después, mientras Napoleón elevaba el ideal racional europeo a una nueva potencia mecanicista (y reduccionista), convirtiendo las Landas en una gigantesca explotación de silvicultura racional, que transformó un territorio despreciado en paradigma de la “ciencia” de la silvicultura, la sociedad japonesa se dedicó a crear bosques cada vez más complejos y ricos.
Europa ideó las explotaciones de silvicultura, viveros o, dicho con más crudeza, “fábricas de árboles” (descartando el estudio del impacto de especies no autóctonas sobre el medio, los riesgos del monocultivo de las especies más rentables, etc.); Japón miró la naturaleza con la sensibilidad, simple y a la vez extremadamente capilar y compleja, de su cultura milenaria de uso y contemplación de recursos (no “explotación”), creando bosques: en toda su extensión, con toda su complejidad.
Intuición para interpretar sistemas emergentes
Los japoneses comprendieron que podían desencadenar un proceso, acompañarlo, estimularlo de la manera más adecuada para los intereses del suelo, las personas, el microclima de cada zona.
Localizar esa intersección entre distintos intereses, con coordenadas distintas en cada lugar, en perpetuo movimiento y sujetas a interpretaciones subjetivas, podía ser sólo un “arte”, lo que en occidente llamaríamos “intuición” (Bergson), o acaso “potencial” (Nietzsche): un convertirse a lo largo del tiempo, un acompañamiento de un proceso que nunca acaba ni tiene una parte culminante que equivalga a medidas humanas, sean económicas, estéticas, simbólicas, etc.
Los japoneses parecen acercarse a otros problemas complejos sin haber perdido del todo su predilección por la comprensión holística de complejidades, conservando una humildad alimentada en el sustrato budista-sintoísta (el budismo japonés no se entiende sin su convivencia y retroalimentación con el sintoísmo, que ha fagocitado).
Un ejemplo es el reciclaje de plástico, una de mis actividades preferidas durante nuestra estancia en Tokio, Osaka o Kioto (entre otras localidades) en 2015.
Pasear por los tranquilos callejones traseros de las grandes avenidas, cuyo ambiente hacen a uno pensar que, de repente, ha sido teletransportado a una tranquila aldea remota, y observar con qué diligencia se realizan tareas en otros lugares imposibles, al requerir la responsabilidad individual de todos y cada uno de los hogares de una ciudad hacinada.
El reciclaje en Tokio
Las bolsas transparentes de envases y objetos reciclados, separados con la meticulosidad de un artesano, aparecen por igual en las casas y edificios de apartamento más humildes y en las viviendas y locales comerciales de los barrios más caros.
Un completo artículo (en inglés) sobre reciclaje en Tokio me ha recordado nuestra estancia allí, así como inspirado este artículo.
Casas por dentro y por fuera, estética “jutaku”, microcoches “kei”, originalidad de las viviendas…
Las mejores evocaciones parten a veces de un pequeño recuerdo con la carga suficiente de elocuencia. Mientras paseamos y observamos realidades urbanas ajenas, carecemos de la perspectiva del tiempo, que nos dará llegado el momento los marcadores para apreciar lo que nuestra intuición no dirigida ya ha anotado por su cuenta.
El último bosque virgen de Europa
Quienes creen que su visión de la realidad no está condicionada por un sistema de valores y una cosmogonía que no son “la” realidad, sino una visión sesgada de la realidad, apenas una interpretación útil en un contexto social e histórico, deberían observar con atención.
Todos cometemos el error de confundir nuestra mirada con la versión objetiva de las cosas. Un ejemplo de la todavía preeminente mentalidad extractiva de Europa es el cariz que la lucha histórica por los recursos ha tomado en el último bosque de de Białowieża, el último bosque virgen de Europa (similar al que cubría todo el continente y que empezaron a condicionar nuestros ancestros de finales del paleolítico).
El bosque de Białowieża, declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco debido a su importancia ecológica y simbólica, se extiende a ambos lados de la frontera entre Polonia y Bielorrusia, y acoge a los supervivientes de la megafauna del continente, tales como el bisonte europeo, en peligro de extinción.
Pese a su protección especial, el gobierno polaco pretende explotar este ecosistema con una política de talas que pone en peligro su compleja riqueza.
Un vivero no es un bosque
El gobierno polaco insiste en que se replantarán tantos árboles como se talen, cayendo en el mismo reduccionismo que condujo a los ilustrados a crear “viveros de árboles”, o explotaciones de silvicultura, en sustitución de bosques.
“We want a forest, not an oak farm.” https://t.co/rC2xeb6NTw
— Nicolás Boullosa (@faircompanies) May 23, 2017
Quienes comprenden toda la complejidad del bosque de Białowieża, el último remanente de un pasado de inocencia nativa y hablantes lenguas quizá emparentadas con el vasco que se dedicaron a pintar las primeras obras de arte en cuevas del Golfo de Vizcaya, son conscientes de que el bosque que se quiere talar no puede ser sustituido por el mismo número de árboles.
Los sistemas complejos nos recuerdan que la riqueza y los matices del resultado conjunto (el todo) es superior a la suma de las partes.
Como dicen quienes quieren proteger Białowieża con conocimiento de causa,
“Queremos un bosque, no un vivero de robles.”
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