“[Alimento X] de la mejor calidad; puede contener trazas de [otros alimentos de la misma categoría]”.
“Mezcla de mieles procedentes de la UE y de fuera de la UE” (interpretación: miel procedente de cualquier rincón del mundo, preferentemente del mercado de commodities que la vendiera más barata en la última ocasión).
Otro clásico del etiquetado de alimentos precocinados:
“Ingredientes: [incluir aquí un listado inacabable de compuestos ininteligibles, a menudo derivados del maíz y la soja, entre los que se incluyen varios tipos de azúcar refinada rica en fructosa, aceites hidrogenados o fraccionados, glutamato monosódico, benzoato de sodio y potasio, sucralosa, leticina de soja, sorbato de potasio, cloruro de sodio, aspartamo, acesulfamo-k, polisorbato 80, aceite de colza -canola-, y conservantes como galato de propilo, butilhidroxianisol y butil hidroxitolueno, así como reguladores de espesor y textura como el xantano, etc.], además de [incluir aquí el producto que se supone que lleva el alimento elegido]”.
Estos tres ejemplos de contenido de un alimento son legales en los mercados del Espacio Económico Europeo (UE, además de Islandia, Liechtenstein y Noruega), Norteamérica, Japón y Oceanía, donde la distribución alimentaria se somete a controles más exigentes.
Cuando los alimentos se convierten en mercancía global
Los productos menos procesados -sean semillas, granos, legumbres o miel- proceden de cualquier rincón y carecen de manipulado homogéneo, lo que repercute en su calidad (cuando no se limita explícitamente su tipo y procedencia), mientras que los procesados y precocinados combinan materias primas económicas (debido al subsidio de monocultivos como el maíz o la soja) con compuestos químicos diseñados en el laboratorio.
Pero estas etiquetas muestran también otros fenómenos perfectamente legales que se han infiltrado en nuestra cotidianidad:
- los alimentos no procesados a menudo incluyen “trazas” de otros alimentos que el consumidor no desea (al comprar “almendras”, esperamos “almendras”, y no trazas de cacahuetes producidos en otro rincón del mundo, pero almacenados en el mismo contenedor);
- y, en los alimentos procesados y precocinados, nuestro nivel de desconocimiento de los ingredientes -su origen, función, efectos- y de la cantidad de aditivos con consecuencias para la salud como el exceso de azúcares refinadas y sal, alcanza nuevas cotas.
Nos interese o no saberlo, el tipo y cantidad de condimentos en los productos precocinados de consumo cotidiano, en bebidas y alimentos a menudo etiquetados con eufemismos legales pero vacíos de contenido semántico real (como “ligero”, “natural”, “saludable”, etc.), o incluso certificados como ecológicos (orgánico o bio, según la región), repercuten sobre nuestra salud.
La era de los condimentos de laboratorio
Ensayos como Salt Sugar Fat, del colaborador de The New York Times Michael Moss, exponen los efectos del consumo excesivo de ácidos grasos trans (TFA), granos refinados, sal y fructosa.
La relación entre tipo y nivel de condimentos y diabetes, enfermedades cardiovasculares, sobrepeso y obesidad, ha estado clara desde hace décadas para científicos a sueldo de la industria del azúcar y los edulcorantes, tal y como ha demostrado el último escándalo destapado en Estados Unidos, que ya ha sido comparado con la ocultación fraudulenta de los efectos para la salud del tabaco por esta industria.
El etiquetado adaptado a las necesidades logísticas y objetivos de las grandes compañías (que avisan de “trazas” de otros alimentos, describiendo con creatividad la procedencia de la mercancía, o añadiendo ingredientes que garantizan sabor, textura y conservación), forma parte de la normalidad en cualquier supermercado y despensa doméstica.
El papel de la alimentación menos alterada
Evitar estos fenómenos supondría para muchas familias una transformación de su cesta de la compra, que reduciría su contenido de alimentos precocinados y de dudosa procedencia, aumentando los productos no procesados con certificación, alimentos frescos y productos de temporada con cierta proximidad geográfica.
Los platos reducirían la intensidad en sus sabores, ya que -como recuerda el ensayista alimentario Michael Pollan-, por mucho azúcar, sal o cualquier otro condimento que añadamos a los alimentos no procesados que cocinemos, nuestro aliño no se acercará a los niveles usados por la industria en sus bebidas y platos preparados.
El deseo de garantizar condiciones de producción y procedencia, así como la ausencia de sustancias potencialmente nocivas, ha propulsado el interés en la alimentación local, con denominación de origen y con etiquetado ecológico, pero la alimentación local y de temporada es todavía minoritaria (pese al esfuerzo de las grandes cadenas de distribución por incluir este tipo de alimentos, así como productores locales, en su cadena de distribución, desde Costco en Estados Unidos a Carrefour en Europa).
Comer comida, en porciones moderadas, sobre todo del mundo vegetal
No obstante, prescindir de ingredientes tan presentes en la producción alimentaria global requiere mayor inversión y disciplina que optar por los productos más habituales, más anunciados y mejor posicionados en los supermercados.
Entre los consejos que Michael Pollan ofrece a quienes han decidido comer de manera más saludable por un presupuesto ajustado, destaca la máxima de su ensayo In Defense of Food: An Eater’s Manifesto (2008): basta con optar por “comida” (alimentos no procesados), en cantidades moderadas, y sobre todo procedente del mundo animal.
Otros consejos del mismo libro: “Si es una planta, cómelo. Si está hecho en una planta, no lo comas”; “No comas cereales para el desayuno capaces de cambiar el color de la leche”; o también: “No es comida si llegó a través de la ventana de tu coche”.
La competición comercial -y cultural- entre sabores logrados con precisa ingeniería alimentaria (como, por ejemplo, el queso cheddar estadounidense, con su característico colorante artificial y sus inconfundibles aroma y sabor), y la heterogeneidad de sabores, aromas y texturas de la miríada de quesos producidos en infinidad de regiones productoras, es una faceta más de la dialéctica actual de lo global y ubicuo con lo local y personalizado.
Alimentación deconstruida
Una nueva tendencia, que combina el pragmatismo con aspiraciones científicas de Silicon Valley con la información nutricional, trata ahora de “deconstruir” la alimentación, ofreciendo compuestos que combinan todas las sustancias nutritivas que necesitamos en una dieta saludable en forma de batidos o compuestos en polvo a mezclar con bebida u otros alimentos.
Soylent trata de convertir esta “alimentación de laboratorio” en una suscripción para quienes optan por alimentarse como un astronauta, renunciando a la cocina o la gastronomía, víctimas del pragmatismo llevado hasta sus últimas consecuencias.
A la laxitud en el etiquetado ni el fracaso por limitar el exceso de condimentos como el azúcar con alto contenido en fructosa en refrescos y alimentos preparados hay que añadir el auge en el fraude alimentario organizado, con incursiones de grupos organizados detectadas en distintos puntos.
Nuevo interés del crimen organizado en los alimentos
Un informe (PDF) de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito destaca tres tipologías de productos falsificados con mayor potencial dañino: medicamentos fraudulentos, bienes eléctricos falsificados y alimentos alterados.
Según el informe:
“Una de las estratagemas preferidas de los delincuentes es la de etiquetar los productos erróneamente a propósito y falsear la información para hacerlos pasar por artículos de lujo u originarios de determinados países y así poder aumentar su precio.”
“Pero no se trata simplemente de embaucar al público haciéndole creer que está comiendo alimentos de calidad superior. (…) cabe mencionar el caso de los miles de bebés que enfermaron en China en 2008 tras haber ingerido leche artificial contaminada con melamina, producto químico que suele utilizarse en el material plástico. Si bien está prohibido usar ese producto en alimentos, se agrega a la leche diluida con el fin de que, al analizarla, parezca contener más cantidad de proteína.”
Adulteraciones ilegales en carne, mozzarella o café
En 2013, un escándalo en la cadena de suministro mayorista de carne en Europa -que involucraba a productores y mataderos de Rumanía y las islas británicas- puso en evidencia la efectividad de las normas de trazabilidad alimentaria: varias pruebas detectaron carne de caballo y de cerdo en paquetes de carne de ternera (y, con la carne de caballo, la sospecha de que medicamentos deportivos como el antiinflamatorio fenilbutazona, prohibido en alimentos, acabó en el mercado).
El crimen organizado se ha involucrado en la producción de mozzarella (que anteriormente había sufrido el descrédito de producir su queso en explotaciones usadas por la camorra como vertederos ilegales de sustancias peligrosas).
En una fábrica de Abruzzo, Italia, cuajada procedente del Este europeo era tratada con sustancias químicas y vendida como mozzarella fresca.
Cuando, a principios de la década, el café indonesio kopi luwak se convirtió en el más caro y apreciado del mundo, algunos de sus productores quisieron aumentar una producción muy limitada, falsificando el curioso proceso mediante el que se obtienen los preciados granos de la variedad: la civeta, un pequeño mamímero carnívoro, se atiborra de granos de café maduros, que luego defeca sin haber digerido; este proceso añade al grano unas enzimas del estómago de la civeta que, según los expertos, añaden sabor y restan amargor a la variedad.
Producción, almacenamiento masivo, transporte en contenedores
En 2013, The Economist explicaba las alegaciones de fraude masivo en el café de civeta, que se vendía por hasta 80 dólares la taza (y entre 200 y 400 dólares el kilo). Un test químico desarrollado por Eiichiro Fukusaki de la Universidad de Osaka ha demostrado la adulteración de esta preciada variedad de café, mientras otras investigaciones han denunciado el deplorable estado de los animales en estas explotaciones.
A juzgar por las intoxicaciones alimentarias y los distintos casos de fraude que se filtran a la prensa, así como a la actividad de los escasos cuerpos de policía con unidades especializadas contra el fraude alimentario -como la holandesa, informa el Financial Times– y organismos como el Instituto para la Seguridad Alimentaria Global, con sede en Belfast, Irlanda del Norte (Reino Unido), hay un riesgo para la salud aún mayor que el exceso de condimentos en los alimentos procesados: el fraude alimentario a escala industrial y global.
Porque, al hablar del mercado alimentario, y pese al florecimiento de la industria agropecuaria con certificación ecológica (orgánica en Estados Unidos y mercados de influencia, mientras en Europa se ha impuesto la nomenclatura “bio”), hay que hacerlo en términos globales, ya que las principales materias primas del sector se producen, almacenan, distribuyen y venden como cualquier otra mercancía global, desde los mismos chips de trazabilidad a los mismos contenedores logísticos.
La necesidad de análisis independientes
Estos contenedores son a menudo rociados de sustancias químicas plaguicidas y conservantes cuya toxicidad se añade a los niveles derivados de la producción del alimento, lo que ha llevado a organizaciones como el Environmental Working Group (Estados Unidos), a publicar una lista anual con el nivel de pesticidas en 48 frutas y vegetales analizados.
Asimismo, EWG analiza los niveles de otras sustancias con efectos potenciales sobre la salud humana como el bisfenol A, el perclorato, el mercurio, los compuestos retardantes (PBDE), y el arsénico.
Pero la labor del Environmental Working Group no es la norma entre las organizaciones cuya misión es, según sus estatutos, salvaguardar la salud alimentaria.
Fraude en la producción, la distribución, el procesado y el envasado/etiquetado
La mayoría de estos supuestos vigilantes del mercado alimentario global persevera en el viejo mensaje sobre la supuesta maldad de los transgénicos (como si el ser humano no hubiera hecho durante su historia otra cosa que cribar linajes de plantas y animales), aumenta el auténtico riesgo del sector agropecuario, el fraude alimentario:
- en la producción de la materia prima (usando tipos de cultivo distintos a los especificados, sirviéndose de plaguicidas y fertilizantes no permitidos o, en el caso de la industria agropecuaria, usando medicamentos y hormonas prohibidas o alimentando al ganado con derivados de su propia carne, origen de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, o mal de las vacas locas);
- en la distribución de materia prima o “commodity” (alimentos importados secretamente que se venden como propios de una región, tipos o especies sustituidas, pescado criado de piscifactoría vendido como capturado, etc.);
- en su manipulado (donde existen métodos fraudulentos para adulterar un alimento, a menudo añadiendo una calidad inferior de la mercancía, pero en ocasiones sustituyéndola sin control, lo que aumenta la posibilidad de contaminación bacteriológica por la convivencia entre humanos y animales de cría -origen de las epidemias de gripe porcina o aviar- y, en casos extremos, envenenamiento -como el caso del aceite de colza en España en 1981, con 60.000 envenenamientos, 25.000 personas con secuelas irreversibles y 1.100 fallecimientos-); también se ha denunciado tanto el trato de animales desde su cría industrial -CAFO- a su manipulación en mataderos con condiciones higiénicas y laborales deficientes -denuncia Eric Schlosser en Fast Food Nation-;
- o en la elaboración, etiquetado y distribución del producto elaborado (a causa de estudios amañados, regulaciones a medida de las empresas que controlan el mercado o uso de alimentos no permitidos por su origen, caducidad, relación con alguna epidemia bacteriológica (por E.coli, etc.).
De alcohol de marca a líquido limpiaparabrisas
Siguen emergiendo con cierta periodicidad escándalos que recuerdan al del aceite de colza en la España de inicios de los años 80. En 2012, fallecieron en la República Checa al menos 38 personas (4 más en Polonia) y otras tantas decenas sufrieron secuelas como la ceguera, tras ingerir alcohol adulterado.
La bebida, embotellada y etiquetada para imitar marcas genuinas, se había preparado con metanol industrial: líquido limpiaparabrisas.
Si hay un sector que demanda el etiquetado digital para seguir a una mercancía desde su producción hasta su consumo, es el mercado alimentario, donde productores, mayoristas, firmas alimentarias y distribuidores pueden encontrarse en distintos puntos del planeta.
Hay semillas, granos, cereales, frutas, carnes o pescado (natural o de piscifactoría), que se producen distintos puntos, en ocasiones en localizaciones que ostentan la mayoría de la producción, pero se manipulan y venden en otras localizaciones.
Promesas y limitaciones de la tecnología de trazabilidad
La llamada “trazabilidad” de estos alimentos permitiría conocer su recorrido desde el origen hasta el destino en la mesa, así como su estado de conservación, tipo y supuesta calidad, pero la tecnología existente para garantizar este control entre el origen y el destino no se aplica en todo el mundo, es difícil de controlar en mercancías transnacionales.
Además, expone el Financial Times en un extenso reportaje sobre seguridad alimentaria (Natalie Whittle, 24 de marzo de 2016), la tecnología para adulterar o sustituir mercancías o productos ya modificados se sofistica tanto como la lucha global contra el fraude alimentario.
A excepción de una minoría de productores en diversos países (relacionados con el turismo agropecuario; con la protección de tipos de cultivo o cría; o con políticas de control de determinadas mercancías con denominación que impedirían tanto la volatilidad del precio como el fraude: es el caso del mercado del café en Etiopía, que controla toda la producción y venta al exterior), las principales mercancías agroalimentarias acaban en grandes almacenes centralizados a la espera de que se formalice su transacción.
A menudo, este comercio se lleva a cabo en centrales de compra que alteran la economía de los países productores y el precio de algunos alimentos básicos en países que, pese a albergar buena parte de su cultivo, tienen dificultades para proporcionarlos a su población.
Cuando los esbirros se interesan por productos “commodity”
Si bien la trazabilidad se ha instalado en proveedores de todo el mundo que comercian con las principales multinacionales alimentarias con sede en los países desarrollados, la complejidad de un sistema que abarca distintos mercados y normativas permite fraudes con un nivel de sofisticación propio de otras actividades ilícitas, como el mercado global de la droga.
Una visita del Financial Times a la sede en Belfast del Instituto para la Seguridad Alimentaria Global muestra hasta qué punto la lucha contra el fraude está en desventaja: es imposible analizar todos los alimentos que afirman limitarse a los ingredientes y cantidades que se especifican en el anverso de cada producto.
Lo que realmente preocupa a este instituto surgido al abrigo de la Queen’s University de Belfast y especializado en tecnología forense alimentaria, es la tendencia de los últimos años, al observarse mayor interés del crimen organizado por ampliar sus actividades a mercancías hasta ahora ajenas -por su estrecho margen económico y su condición de “commodity”- a la falsificación o adulteración.
Del whisky de marca al jugo de tomate
Chris Vansteenkiste, directivo del equipo de Europol encargado de investigar falsificaciones, coincide con los profesionales del Instituto de Belfast:
“En los viejos tiempos, nos encontrábamos con champán falso, vodka, whisky Johnnie Walker. Lo que vemos ahora son productos de consumo del día a día, [cosas como] jugo de tomate y zumo de naranja. Uno no se lo esperaría en artículos de bajo precio como jugo de tomate -por el amor de Dios, ¿por qué lo falsificarán?-. La respuesta es que la gente no espera ser engañada, y el beneficio es muy bajo, pero la gente bebe más jugo de tomate que champán.”
La adulteración del zumo de tomate o el zumo de frutas no son casos aislados: estudios periódicos de organizaciones de consumidores de varios países denuncian la venta de aceite de oliva virgen con una calidad superior a la que le corresponde: como aceite de oliva virgen extra.
Cambiando la prueba precintada para vender un aceite por otro
El gobierno español informó en la primavera de 2016 sobre varios análisis de aceites de oliva para acabar con una práctica que concierne a varios productores y marcas. En este caso, no se trataría de adulteración, sino de venta de un producto de una categoría media como producto de una calidad superior.
La calidad del aceite está determinada por análisis precintados que realizan inspectores que dependen de la Subdirección General de Control y de Laboratorios Alimentarios: una vez se ha realizado, el análisis se envía al Ministerio, pero se reconocen casos de manipulación de muestras.
Basta con cambiar el aceite de la muestra precintada que debe ser analizada por un aceite de mayor calidad.
Cuando no hay fraude… sólo alimentos poco saludables
Trazabilidad, análisis sanitarios y de calidad, métodos de control local y regional para garantizar la procedencia de variedades con denominación de origen, estudio de la red de proveedores… Se multiplican y automatizan los métodos para combatir el fraude y la adulteración de los alimentos.
No obstante, muchos riesgos alimentarios parten del contenido, perfectamente legal, de alimentos cotidianos como bebidas azucaradas (se asocia el consumo de soda con el aumento de varias dolencias), alimentos procesados (desde la panificación industrial a los cereales azucarados), y platos precocinados.
Así lo atestigua el último escándalo alimentario en Estados Unidos, que involucra a la industria del azúcar y a sus supuestos procedimientos de cartel, velando por la producción, el precio y la imagen del azúcar y los edulcorantes entre la opinión pública estadounidense, lo que llevó al sector a ocultar estudios que relacionaban el consumo excesivo de azúcar con peligros para la salud.
El cartel del azúcar
Cristin Kearns, investigadora californiana, publica un artículo (Sugar Industry and Coronary Heart Disease Research) en una revista científica estadounidense exponiendo documentos de la Sugar Association en los años 60, que ocultaron el daño potencial del azúcar y amplificaron los riesgos del consumo de grasa, lo que llevó al gobierno estadounidense a lanzar directivas para aumentar el consumo de azúcares (e hidratos de carbono en general) y reducir el consumo de grasa.
En un artículo sobre el escándalo del azúcar para la revista New Yorker, James Surowiecki compara la ocultación de la Sugar Association a otros casos de ocultación de estudios científicos a la opinión pública, como los esfuerzos de las industrias del tabaco y petrolera por negar -primero- y relativizar -después- los efectos de su actividad sobre el cambio climático y la salud humana, respectivamente.
Pero, en su intención de ocultar a reguladores y a opinión pública estudios contrarios a sus intereses, la industria del azúcar fue más allá que las del tabaco y el petróleo, dice James Surowiecki:
“La industria del azúcar, por el contrario, no estaba interesada en crear incertidumbre. Ésta buscó explícitamente desacreditar la grasa, y depositar sobre ésta toda la culpa de las enfermedades coronarias. Mediante ello, [la industria del azúcar] trataba de alterar la discusión científica, pero también intentaba, en última instancia, involucrar al gobierno para que realizara esta tarea, transformando la dieta de los estadounidenses.”
“El resultado fue la proliferación de dietas bajas en grasa y altas en hidratos de carbono, que muchos investigadores sostienen que ha contribuido a la reciente epidemia de obesidad. La campaña de Big Sugar quizá empezara en los sesenta, pero todavía pagamos por ella hoy”,
concluye James Surowiecki.
Lo que podemos hacer
Si bien el papel de reguladores, gobiernos, individuos y organizaciones vigilantes, y periodistas de investigación, consiste en garantizar la salud pública y denunciar tanto procedimientos fraudulentos como actuaciones legales con efectos igualmente perniciosos, el papel del consumidor no debería limitarse a una pasividad fatalista.
Del mismo modo que nos informamos e investigamos acerca de ofertas sobre otros bienes (tecnología, ropa, automóviles, servicios de ocio), la alimentación debería convertirse en una disciplina capaz de combinar pragmatismo, gastronomía y espíritu crítico.
Por ejemplo, el sentido común nos llevará a concluir que las bebidas y alimentos menos procesados cuentan con una ventaja con respecto a los más modificados: mantenemos el control sobre el tipo y la cantidad de aliños por ración, se trate de sal, azúcares, salsa, etc.
La producción alimentaria global ha contribuido a eliminar la malnutrición mundial, así como a reducir la mortalidad y aumentar el bienestar en todo el planeta.
Pero los logros de la revolución verde no deberían anular nuestra capacidad de discernir alimentos saludables de auténticas bombas condimentadas.