En Alta fidelidad, película en la que John Cusack hace de John Cusack, muchos nos sumergimos en una versión arquetípica y con una puesta en escena canónica de lo que para muchos adolescentes que crecieron en entornos urbanos en los 80 y 90 significaba navegar en el mundo de la cultura «indie» o alternativa.
Por supuesto, la cultura «indie» tenía poco de independiente y jugaba, como el mito de la Caverna de Platón, a hacer creíble la falacia de que aquella cultura pop eminentemente anglosajona, acompañada de cine y cómics y —en los casos más sibaríticos— novelas y compendios de poemas, manaba de algún manantial alquímico al que sólo los elegidos tenían acceso.
No vayamos a caer en otro cliché procedente de Norteamérica, según el cual el artículo más resultón será el que venga envuelto en una biografía personal con reconocimiento de culpa y expiación, tal y como demanda el ecléctico materialismo protestante, pero recurriremos en cualquier caso a una evocación real, para así armar el artículo.
Una pequeña historia de adolescentes
Así que nos retrotraemos a principios de los años 90, zona metropolitana de Barcelona. En los diarios y entre los adultos, se hablaba del golpe de autoestima a raíz de la reapertura de la ciudad al mar y a las mejoras de los Juegos. Eran años en que la tensión independentista era marginal y los telediarios del puñado de canales estatales abrían con un logotipo de apoyo a los Juegos y a la Expo.
En paralelo, los adolescentes suburbanos más enterados se reconocían entre ellos y creaban complejas redes de intercambio de toscos videojuegos informáticos, casetes de cromo con alguna grabación antológica, cómics y alguna revista musical (en la Barcelona metropolitana: Popular 1 —«el Popu», Rock de Lux, Ruta 66; luego, con Mondo Sonoro, llegaría la competencia gratuita). Las publicaciones de entonces trataban de estar a la última y masacraban lo que se tocaba en sus equivalentes de Londres y Estados Unidos.
El fenómeno se repetiría de un modo similar entre jóvenes de otras ciudades, capaces de alabar el rock alternativo universitario más mediocre de Estados Unidos y, a la vez, incapaces de rendirse a la maestría del talento cercano. Así, los amantes de los Pixies y Pavement despreciaban a Héroes del Silencio y, sobre todo, el éxito del grupo entre círculos alternativos de Alemania.
Sobre poses, gustos y tiendas de discos de segunda mano
Que Enrique Bunbury pudiera llenar una sala en Múnich a principios de los 90 y moldearla a su antojo era una sospechosa consecuencia de unos tiempos revueltos de colapso de ideologías y convergencia europea. En 1992 faltaban, al fin y al cabo, tres años para que Enrique Morente rompiera las barreras de la música ibérica y se aliara con Lagartija Nick para confeccionar Omega, obra maestra odiada a partes iguales por los los enterados alternativos que repudiaban lo patrio (sobre todo, si se entendía: había que cantar con la boca pequeña del J de Los Planetas, que manaban de Granada como Morente), y por los puristas del flamenco (para los cuales, al fin y al cabo, hasta Camarón y Paco de Lucía eran más new age que flamenco).
El muro de Berlín había caído y ya pocos escuchaban los buenos vinilos de Pink Floyd. Entre ellos, los idealizados gurús de barrio, esos melómanos contrabandistas de cintas de cromo que acudían una vez por semana, acicalados y con el alma en el puño, a «cubetear» discos usados en las últimas tiendas de la calle Tallers, junto a la Rambla.
El mundo cambiaba y, para las pandillas de adolescentes en busca de lo que ellos consideraban la única buena música posible, esta transformación no era siempre a mejor: el vinilo entraba en retirada y tanto las cadenas como las grandes superficies atraían a la clientela.
Eran ya tiempos de programas musicales autonómicos que masacraban el contenido de MTV, el gran canalizador de esta última versión «alternativa» de la cultura juvenil todavía de masas.
El cambio no empezó ayer (y no se viene del paraíso)
Los medios controlaban todavía el mensaje y, en un mundo que parecía haber superado la Historia (inocente, inocente), el canal musical juvenil de la televisión por cable estadounidense irradiaba su contenido a todo el mundo, para beneficio de David Geffen y sus competidores en las «majors» (lo minoritario era, en realidad, muy mayoritario); los países europeos más atentos al fenómeno trataban de «proteger» la creación artística patria, y el cliché dice que sólo Francia se ha tomado en serio este cometido desde finales de la II Guerra Mundial.
Sea como fuere, a inicios de los 90 la transmisión cultural, hoy a expensas del evolucionismo informativo (la supervivencia de lo más chocante, según dicta la memética de Richard Dawkins), dependía de esas sutiles relaciones e interacciones humanas, tan importantes para el desarrollo de gustos, personalidad, empatía. La buena música, tanto la más oscura del pasado como la que acababa de publicarse en algún sello independiente o pseudo-independiente, se transmitía a través de complejas constelaciones de amigos, conocidos y conocidos de conocidos.
Siempre había un amigo, o un hermano mayor, o el padre joven y connaisseur de algún amigo, que aportaba lo más oscuro, o lo último, o lo inesperado, o lo raro. Entonces, era tarea de los nodos de la red que actuaban como auténticos líderes de opinión, de apostar su reputación o tratar de ganarse el favor de alguna chica con una recopilación en cinta de cromo.
Altermundismo como un fenómeno enlatado más de la mundialización
Como había ocurrido antes con la psicodelia, el rock sinfónico y tantas otras corrientes, una vez surgido el fenómeno grunge, las redes informales de adolescentes enterados se hacían aconsejar con el buen olfato de los camellos y corredores de apuestas de Harlem que describe Malcolm X en su autobiografía (Malcolm X, Alex Haley, 1965). Este juego de transmisión cultural y relaciones sociales se extendía por institutos, universidades, bares de moda, salas de ensayo, cines en versión original, teatros, casales.
En este esquema, el rol de los medios —escasos canales televisivos, algún programa radiofónico sostenido por el boca a oreja, revistas, fanzines universitarios cuando los había— era pasivo y todo dependía del arte de la intermediación. La música conservaba un rol social y en ocasiones se escuchaba en grupo. Contar con un buen Walkman, un buen Discman o —más raro— un MiniDisc era una ventaja durante las largas horas de biblioteca o para aislarse debidamente en la habitación de casa, en el transporte público, etc.
Sin embargo, todos aquellos pequeños momentos conducían a una cultura compartida que enriquecía a todos los participantes de una red informal de amigos, conocidos y relaciones: la necesidad humana de establecer lazos, incluso en contextos dominados por adolescentes melómanos que se vanaglorian de un cierto gusto por la introspección y las actividades solitarias.
Esas americanas ochenteras de David Byrne
David Byrne, que muchos asocian únicamente a su trayectoria musical como frontman de los Talking Heads (1975-1991), en esos años en que la estética entre new wave y yuppie que cultivaba con su grupo causaba una profunda urticaria entre quienes habíamos preferido la evolución un poco menos Park Avenue que la cultivada por el escocés-americano (y un tanto más británica à la Joy Division-New Order o, en su defecto, à la Stone Roses), ha aparecido entre mis lecturas de la semana de manera imprevista, evocando lejanas tardes de lluvia escuchando un recopilatorio en casete de un grupo de su hornada, Tears for Fears.
Pero Byrne no se inmiscuye en mi dieta informativa hablando de música, sino más bien evocando las conversaciones entre amiguetes y enterados junto al mostrador de la tienda de música que encontramos en la novela de Nick Hornby (1995) y la adaptación al cine de Stephen Frears (2000), protagonizada, recordábamos al inicio, por John Cusack.
David Byrne cuelga su traje brillante de corte new wave y nos acerca la silla para que nos sentemos un rato junto a él, compartiendo una visión sobre la condición humana cercana a la suya y nutrida en esos años de postmodernismo en que todavía no habíamos asistido a la atomización de las audiencias y al colapso de la distribución tradicional de productos culturales y de entretenimiento.
La época de las cadenas de distribución
No hablamos de la pérdida del paraíso y la llegada a Mordor, estamos de acuerdo; antes de Spotify, los equivalentes a Virgin Store, a Fnac, a Blockbuster habían ya borrado del mapa esas tiendas de barrio algo polvorientas y curadas con la mirada del entendido que sabe lo que tiene, dónde lo tiene y por qué.
Hablamos de uno de esos melómanos de media melena rala y gafas de culo de vaso que preferían no vender un disco de segunda mano a quien mostrara una falta de tacto por la hermandad de las relaciones humanas entre amantes de alguna afición. La venta anterior al utilitarismo. No es para ponerse, quizá, a reivindicar a todos los pequeños negocios dedicados a su labor con cierto esmero y visión personal, pues su papel no fue el de Shakespeare and Company, esa librería de viejo de París que prestaba dinero a los escritores de la Lost Generation y publicó lo entonces impublicable, la primera edición del Ulysses de Joyce (en el inglés de Joyce en el original). Ni falta que hacía.
Entonces, existía una manera analógica y enriquecedora de entender las relaciones que —nos dice el ex-frontman de los Talking Heads— está en riesgo en una era de interacción virtual. Nunca antes hemos estado más y mejor conectados, nos dicen quienes han diseñado las nuevas herramientas; ¿qué hemos sacrificado por el camino?
La carrera por eliminar el factor humano: ¿qué puede ir mal?
Byrne argumenta su sólido punto de vista en Eliminating the Human, un pequeño ensayo que ha captado mi atención en las páginas de Technology Review. A medida que avanza la tendencia hacia sistemas más eficientes y con menor «fricción» humana para lograr el máximo rendimiento con un mínimo de eventos impredecibles, se reducen tanto la cantidad como, sobre todo, la calidad de interacciones humanas.
David Byrne se cuida bien de distinguir entre los que él considera encuentros con «significado», sobre todo presenciales y relacionados tanto con un contexto compartido como con otras personas, y lo que el entorno que ha crecido en torno a nosotros en los últimos años considera «actividad» en torno a redes sociales virtuales.
«Tengo la teoría —abre diciendo— de que la mayor parte del desarrollo tecnológico a lo largo de más o menos la última década tiene un objetivo más amplio no mencionado. Se ha tratado de crear la posibilidad de un mundo con menos interacción humana. La tendencia es, sospecho, no un fallo, sino una función premeditada. Podríamos pensar que Amazon consistía en poner a nuestra disposición los libros que éramos incapaces de conseguir localmente —y lo era, y qué idea más brillante—, pero quizá también se trató de eliminar el contacto humano.»
Alta fidelidad (1995), la novela de Nick Hornby, tomaría hoy una forma y argumento muy distintos, considerando quizá la interacción virtual menos automatizada y que todavía demanda una cierta reflexión: conversaciones con cierta profundidad a través del correo y la mensajería, videollamadas a través de aplicaciones que permiten a la vez registrar texto y documento sobre estas interacciones, mensajes y participación en foros especializados, etc.
La queja legítima del flanêur y la masa
Las tendencias introspectivas y el interés obsesivo se comportan de un modo distinto en un medio ilimitado que ha instituido la cultura del consumo bulímico de información y entretenimiento: cuando millones de canciones y un catálogo audiovisual inabarcable, desde el más amateur y concreto a las últimas grandes producciones para la televisión o Hollywood, se encuentran al alcance del espectador, no hay sibaritismo posible, sino la frustración del bufé libre, algo así como lo que Charles Baudelaire consideraba el paseo por la ciudad misteriosa y llena de rincones y posibilidades, que facilitaba el sueño y el encantamiento del «flaneûr», y la función meramente utilitaria de desplazarse desde un punto a otro sin prestar atención a lo que nos rodea.
La «flânerie» del paseante bohemio frente al desfile de la masa. Leamos lo que leamos en los prefacios de la edición que poseamos de Las flores del mal, este compendio de poemas es, ante todo, una despedida melancólica de todas las miserias, relaciones, misterios y rincones sublimes del París hacinado y su urdimbre medieval, que desaparecían a fuerza de demoliciones para abrir paso al París racional y oxigenado de Haussmann, cuyos edificios homogéneos y regulares avenidas conformarían el París que conocemos (y admiramos).
Nuestra «flânerie» de bajo coste y bistros diseñados a partir de plantillas reproducidas en otras ciudades conforma una evolución paralela a lo que David Byrne considera la estocada definitiva al «flâneur» cultural, ese adolescente huraño e interesado en lo que le rodea que antes se veía obligado a abrirse al mundo, aunque fuera sólo para encontrar lo que percibiría como una suerte de hermandad de almas gemelas.
Hoy día, Internet ofrecerá a ese adolescente «flanêur» el espejismo algorítmico de las interacciones supuestamente diseñadas para su perfil psicográfico… condicionando, de paso, sus preferencias de compra y su voto.
El digitalizador que prefería el sonido analógico
Cuando este mismo adolescente se acerque a la estantería —física o virtual— de clásicos de ciencia ficción distópica, confundirá algunos de los títulos con una crónica periodística que da pistas sobre el único presente que conoce… Eso sí, con una profundidad psicológica y argumental que difícilmente encontrará en esas series literarias para adolescentes que aplican las hechuras de la horma de nuestro tiempo.
David Byrne lanza la reflexión de un humano que se resiste con la tozudez de Neil Young (recordemos: Young se había negado tajantemente hasta hace poco, para frustración de propios y extraños, a ofrecer su música en los servicios en la nube, por el temor de que las versiones comprimidas y reproducidas en dispositivos como teléfonos y otros aparatos de dudosa calidad sonora, acabaran ofreciendo una deprimente experiencia «a la baja» un común denominador de lo posible).
Nos dice que la mayoría de los avances que nos tratan de vender ahora tienen que ver con algoritmos: inteligencia artificial, robótica, conducción autónoma, etc. Un patrón. Esta es una deriva, recuerda el antiguo cantante de Talking Heads, que han elegido un grupo de personas en un grupo de empresas e instituciones influyentes, pero no se trata de la única deriva o evolución posible. No todo es «inevitable», como nos han intentado explicar desde Silicon Valley.
El Steve Jobs de los años del Macintosh, uno de los responsables de la transición de nuestra experiencia cultural y de entretenimiento al soporte digital, no se conformaba con cualquier cosa cuando se trataba de escuchar vinilos de Bob Dylan y rarezas de la ex de ambos (¿versiones inéditas de Boots of Spanish Leather?), o cualquier otra cosa de su amplia colección: él mismo usaba un aparato de alta fidelidad totalmente analógico: un plato Linn Sondek, amplificador de 200 vatios Spectral Stasis-1, preamplificador FET-One, y sintonizador Denon Tu-750, todo regado con unos altavoces electrostáticos Acoustat Monitor 3 (actualizados después a unos Wilson Audio Grand Slamm). Como Neil Young, Steve Jobs detestaba los discos compactos y el sonido enlatado de la codificación digital.
No todo es inevitable en el ritmo de los tiempos
Esta constatación de los hábitos de Jobs, tan bien documentada como su imposibilidad para amueblar a la altura la casa que había comprado por entonces en las colinas de Woodside, evoca las dificultades actuales que los mayores promotores del culto actual a la transparencia enfermiza y al desprecio por mantener un mínimo decoro y sentido de la privacidad, no tienen reparo en defender a capa y espada su propia vida privada (a excepción, claro, de lo que el equipo de relaciones públicas elija para impostar una versión pública de un día a día prefabricado).
Mark Zuckerberg acabó comprando las casas en torno a su vivienda de San Francisco por mantener el decoro privado que ha contribuido a suprimir entre la porción de la humanidad que todavía usa su servicio sin reparo.
Volviendo al artículo de David Byrne en Technology Review: la interacción humana (la real, se entiende, no la que consiste en «coleccionar avatares» y trabajar en la puesta de sol definitiva para Instagram, aunque ello arruine cualquier oportunidad de disfrute y sentido de la trascendencia en el momento en que esta puesta de sol se produzca) es percibida a menudo como algo innecesariamente complicado que merece ser suprimido. Las relaciones entre personas son ineficientes, ruidosas, y lentas.
Reducir el nivel de fricción y el factor impredecible de la condición humana (Byrne evoca las teorías de economía conductual que demuestran la irracionalidad de muchas de nuestras decisiones) forma parte del objetivo no declarado de un sector tecnológico predominantemente joven y masculino. La combinación de testosterona y el deseo de eliminar la complejidad de las relaciones humanas: ¿qué puede ir mal?
Eliminar la bodega, traer una máquina expendedora último modelo
Y así, hemos creado, prosigue Byrne en su ensayo, una serie de tecnologías que han evolucionado según estos objetivos: venta en línea, música digital, alquiler de vehículos con chófer (aunque el objetivo declarado es eliminar el «factor humano»), vehículos autónomos, cajeros automatizados en tiendas y supermercados, inteligencia artificial, asistentes digitales personales, big data, «medios sociales» que se alimentan de la confrontación y de la interacción artificiosa entre desconocidos, etc. El patrón, comenta Byrne, es claro.
El ensayo de Byrne (que también se ha prodigado en teatro, cine y literatura) no comenta, eso sí, la toma de conciencia de muchos usuarios ante la actitud de muchos de estos servicios: cuando en 2017 dos ex trabajadores de Google presentaron Bodega como una máquina expendedora de alta gama con intención de reemplazar las tiendas de barrio, las mofas y protestas no se hicieron esperar.
¿Qué tiene de malo —se preguntaban unos— la labor social que hacen las bodegas de barrio, a menudo el último recurso de interacción que mantiene a personas con riesgo de aislamiento o exclusión conectadas a una comunidad? Otros destacaban la falta de tacto del artículo de Fast Company que presentaba la idea en exclusiva.
El fiasco de Bodega demuestra que existen límites a una mentalidad dominante, por mucho que ésta se haya impuesto en tanto que fenómeno inevitable, y por muy preponderante que ésta sea.
Riesgos de la mentalidad neoludita
La preocupación de esta figura destacada de la cultura pop durante los prolegómenos del cambio técnico y cultural que culminó con la digitalización y fragmentación de medios y formatos (lo que llamábamos, acaso excesivamente y de manera algo propagandística, «Sociedad del conocimiento», como si lo anterior hubiera formado parte de un peldaño inferior de la cultura humana y aceptando, por tanto, la lectura historicista de la condición humana de Vico), va acompañada de una llamada al mea culpa colectivo: no todo lo experimentado en las tres últimas décadas es un desastre y, separando el uso del abuso, Internet ha democratizado el acceso al conocimiento hasta niveles nunca alcanzados:
«No trato de decir que muchas de estas herramientas, aplicaciones y otras tecnologías no sean enormemente convenientes, ingeniosas y eficientes. Yo mismo uso muchas de ellas. Pero de algún modo, éstas funcionan de manera contraria a lo que somos en tanto que seres humanos.
«Hemos evolucionado como criaturas sociales, y nuestra habilidad para cooperar es uno de los grandes factores de nuestro éxito. Me atrevería a decir que la interacción social y la cooperación, del tipo que nos hace lo que somos, es algo que nuestras herramientas pueden aumentar pero no reemplazar.»
Descartado el neoludismo y sus lecturas más autodestructivas (¿alguien se acuerda de Ted Kaczynski, alias «Unabomber», y de su manifiesto?), quizá merezca la pena recuperar las mejores críticas de la deriva técnico-utilitarista en la que estamos inmersos en las dos últimas décadas y el riesgo que supone el hecho de que la información del mundo, incluido el contenido de los usuarios y su actividad, esté concentrada en repositorios privados con fines publicitarios y fácil acceso para actores ilegítimos (agitación propagandística, macrodatos geopolíticos, control y persecución de minorías, crimen organizado, etc.).
Humanos, demasiado humanos
Y claro, el riesgo llega hasta el núcleo del sistema de valores que permitió el florecimiento de Internet:
«Yo diría que también hay un peligro para la democracia. Menos interacción, incluso interacción casual, implica que uno puede vivir en una burbuja tribal: y sabemos a qué conduce esto.»
Se aproxima uno de esos momentos del año en que la discordancia entre la publicidad y las imágenes aspiracionales de las Fiestas y lo que uno experimenta en realidad pueden constituir una falla. Aprovechar unos días para «reencantarse» con hábitos y relaciones analógicas ofrecerá los únicos réditos de momentos que surgieron como relaciones humanas y situaciones de introspección y se convirtieron, sin que supiéramos cómo, en carreras competitivas por el intercambio de la foto perfecta o la compra del producto que supuestamente «arreglará» el mundo.
«’Nosotros’ no existimos como individuos aislados. Nosotros, como individuos, somos habitantes de redes; somos relaciones. Es ésta la manera en que prosperamos y florecemos.».
Interesante reflexión la de Byrne, al cual he concedido en este artículo la oportunidad para explayarse, algo que no conseguí con su música durante los años de adolescente melómano y aprendiz de personaje de Alta fidelidad.
Y, como Jobs, Neil Young y otros, reconozco mi predilección por la belleza estética y acústica de los viejos equipos analógicos de alta fidelidad. Un amago de nostalgia que, en mi caso, no llega ni a «nagori». Pero de ahí a renunciar a la bandera pirata va un trecho.