Quien trabaje en cualquier disciplina con un interés tal que a menudo le haga perder la noción del tiempo —o percibir fenómenos como la impresión de que, cuanto más investiga, menos conoce sobre lo que hace (el síndrome del impostor, o emular a Sócrates sin ser consciente de ello)—, reconoce los síntomas del agotamiento de una vía de exploración.
Sin embargo, intuir las vías muertas con visceralidad no implica tener el mismo don para reconocer las jugadas maestras, las grandes oportunidades, el Eldorado personal.
Un escritor, incluso un escritor de segunda, o de tercera (o de campo de tierra pelado en segunda regional, a mucha honra), reconocerá con instinto qué vías se agotarán en una historia sin perder más tiempo del necesario. Algo análogo ocurrirá a un periodista.
Un experto en arte que ama lo que hace no sabrá describir «lo que es bueno», pero tendrá un instinto implacable para detectar lo que definirá como algo quizá interesante, pero ajeno a su campo de interés.
Hay expertos en arte (no confundir con el contenido pagado a peso) que reconocerán la mediocridad de una escultura realista y, sin pestañear, podrán a la vez loar el hiperrealismo de Gustave Courbet, o el de Antonio López.
La fuerza de la expresión
Los que trabajan con pasión en algo comparten un instinto, un olfato que no les abre las puertas del cielo, puesto que no tienen ni idea de cómo hacer una obra maestra (si lo supieran, las harían como churros), sino que les invade la cruel impresión de que son las grandes obras —un vestido bien tallado, una ortodoncia dental digna de Miguel Ángel, una insolencia interpretativa a la altura del videoclip This Is America de Childish Gambino—, las que eligen a sus huéspedes para transmitirse al mundo.
Esta última idea, según la cual serían los grandes y pequeños mensajes, interpretados con la gracia de las musas por alguien en un momento determinado (de manera efímera o en formato duradero, en el campo de las artes o en cualquier otro ámbito), no es descabellada, si analizamos las tesis evolucionistas de Richard Dawkins y aplicamos, como él mismo ha sugerido, el comportamiento «egoísta» de las unidades de replicación que nos conforman, los genes, a las unidades de «cultura» con un mínimo significado viable.
La obra maestra, quizá, forma parte de una época y, como entidad potencial a la espera de ser creada, flota en el aire como una melodía sugerida en un sueño, como la hebra invisible que atrapará un artista dotado que esté lo suficientemente hambriento, que no tema ni el vértigo ni la desdicha cotidiana, ni acaso el peor frío que cala los huesos: la sensación de haber tenido la hebra entre los dientes y haberla soltado por flaqueza… o por comodidad.
El mejor Balzac: reflexionando sobre las elecciones de juventud
Honoré de Balzac no hablaba de otra cosa que de una reflexión similar a este desvarío artístico-memético, cuando, en la que —junto a Papá Goriot— la mejor novela de La comedia humana, Las ilusiones perdidas (obra que dedica, como signo de apreciación y como estocada entre gigantes, a Víctor Hugo), contrapone a sus dos personajes esenciales: el arribista Lucien de Rubempré y el escritor maldito Daniel D’Arthez.
El primero es el protagonista: Lucien Chardon (luego «de Rubempré») elige —para decepción de los miembros del «Cénacle», sus amigos bohemios y empobrecidos, que cuando se reúnen en la casa de alguno deben llevar un leño bajo el brazo para contribuir a calentar la habitación durante la velada literaria— el éxito rápido y notorio como periodista de conveniencias para lograr estatus en París y pasar de pequeñoburgués de pueblo, un Chardon a secas, a gentilhombre de altos vuelos, un «de Rubempré». Un hombre de acción y de negocios. El lado empresarial, en definitiva, del autor, un tal «de Balzac» con un recorrido similar.
El segundo, Daniel d’Arthez, es el delicioso arquetipo de autor maldito. El creador en estado puro. El solitario que, trabajando al final de la biblioteca pública —a la que acude para poder escribir sin congelarse, al no poder acondicionar su habitación ni pagarse un espacio equivalente en un café—, irradia la energía del que está haciendo algo en lo que le va la vida, le sea o no reconocido.
El encuentro de Lucien de Rubempré y Daniel d’Arthez
El olfato de Lucien queda patente cuando, recién llegado a París, echará un primer vistazo sobre aquella gran sala de estudiantes empobrecidos y gente de sopa boba, en la biblioteca de Sainte-Geneviève, y presentirá que D’Arthez es un escritor dispuesto a dar la vida y evitar la buena vida por la exigencia de su trabajo y la ausencia de cualquier resquicio capaz de acortar su poco probable ascensión al reconocimiento. Es el año 1821.
Lucien Chardon acabará convirtiéndose en Lucien de Rubempré, y sus errores y atajos para comprar su ascensión al estatuto de notable en París no acabarán por frenar del todo sus pinitos literarios gracias a la generosidad de D’Arthez, el único que no se olvidará de él cuando su nombre quede vedado de publicaciones de distinto signo político, tal ha sido su impostura, veletismo y falta de convicciones profundas.
En todos esos años, mientras Lucien de Rubempré trata de lograr la notoriedad como hombre de negocios y periodista a sueldo de quien mejor pague, Daniel d’Arthez ha seguido en su rincón, trabajando incansable. Allí, hambriento y alejado de la fama, D’Arthez, seguirá incansable en sus labores de hormiga. Y la hormiga dará voz a una obra maestra.
Hay muchas sombras, guiños y juegos de espejos en la dinámica de estos dos jóvenes por el París de la Restauración que sigue al empacho de las guerras napoleónicas, donde el dinero y las relaciones tienen un poder social sólo comparable a los apellidos nobles de familias ilustres, supervivientes de la aniquilación de clase durante los años de Robespierre.
El contrapunto al arribista y al artista total: el inventor
La idea que quizá brilla con más intensidad en la obra, el rescoldo que sigue emanando calor y se resiste a toda lógica y entropía, manteniendo su radiación, es el hambre que el autor parece sentir por escribir el que percibe que puede ser un capítulo crucial de su obra «imposible»: el retazo total del París de inicios del XIX en un proyecto que comprendía, en los planes originales, 137 novelas, abarcando desde la caída del Imperio (1815) hasta la Monarquía de Julio (1830, o inicio del período de inestabilidad que desembocará en la Primavera de los Pueblos de 1848)…
Hay un contrapunto a ambos arquetipos de jóvenes ambiciosos en el París de la Restauración, el escritor total que sigue pasando hambre hasta alcanzar la gloria o morir olvidado (D’Arthez), y el joven arribista faustiano que pone su pluma al servicio del mejor postor y sustituye su inocencia y ambiciones artísticas por el cinismo de propios del «hombre moderno».
Este contrapunto a Rubempré y D’Arthez es el propio cuñado del primero, David Séchard, atrapado en el negocio familiar en los arrabales de la ciudad de provincias de donde proceden ambos, Angoulême. Séchard se hace cargo de la imprenta que su padre ha vendido cara y sin contratos útiles, que a duras penas puede mantener a flote debido al egoísmo del viejo Séchard, el cual enriquece en paralelo los terrenos y edificios de su próspera finca rural.
David Séchard sabe que no es un aventurero que pueda abrirse camino en París, ni lo desea: su matrimonio con Esther Chardon, tan comprometida con David como con su propio hermano, confirmará el objetivo en apariencia humilde del joven matrimonio de provincias: David Séchard es otro de los arquetipos de la Ilustración, al ocultar bajo su aparente fatalismo católico la garra del hombre de negocios que pretende llegar a la fortuna combinando perseverancia y talento científico, y no volcado en el todo o nada de las musas (D’Arthez) o del donjuanismo (Rubempré).
Cuántos Balzac caben en La comedia humana
En secreto, David Séchard experimenta con la manera de crear una nueva técnica de impresión que, una vez patentada, asegurarán su autonomía con respecto a su padre y su fortuna… Y quizá un nuevo estatuto ante los notables de la zona, del país y del mundo.
Las ilusiones perdidas trata sobre el arribismo, el hambre (física y espiritual), el olfato para el arte y el espíritu, la confianza en el porvenir de los jóvenes que tratan de abrirse paso en la vida, en un nuevo siglo, en un nuevo régimen.
Son los personajes que podrían haber inspirado a Friedrich Nietzsche cuando el filósofo, medio recuperado de sus problemas de salud más apremiantes, anuncia el inicio del deshielo espiritual, el resquicio de luz al final del túnel, el inicio de un nuevo día: Aurora será la base de los trabajos más importantes de Nietzsche, su particular pacto faustiano para ofrecerlo todo antes de que la entropía, cuyas leyes son entonces desconocidas, siga su curso.
Estos tres personajes arquetípicos, Lucien, Daniel y David, jóvenes en el instante decisivo de la vida, prestos a elegir su camino (la torre de marfil hasta la obra maestra; el comercio del encanto a cambio de posición social; el sacrificio para dar con la invención definitiva antes de que lo hagan otros), tienen cada uno —faltaría más— un poco del propio autor: Honoré de Balzac fue estos tres jóvenes… y algunos más.
Cada uno a su manera, desconocen cómo lograr lo que buscan, si bien intuyen —mediante una clarividencia instintiva sobre lo que no quieren— hacia dónde les acerca la corriente de sus periplos respectivos, independientes y a la vez entrelazados.
De la filosofía del hombre al pensamiento de sistemas
Hoy, dos siglos después, los jóvenes ambiciosos siguen compartiendo los mismos instintos descritos por Balzac: presienten el camino trillado, las fórmulas agotadas, los mensajes vacuos cuyo reluciente envoltorio no es más que una adivinanza de relaciones públicas que no lleva a ninguna parte.
Podemos imaginar a estos solitarios, tan próximos a los protagonistas de Illusions perdues, plantados ante sus dudas corrosivas en la actualidad: incapaces de conocer el camino hacia sus sueños y, a la vez, demasiado lúcidos como para dormitar en el conformismo narcotizante de la conveniencia material y psicológica contemporánea, erigida a base de estructuras-estanco que aplican algodones postmodernos al post-hedonismo, un tiempo de algoritmos para gestionar el agotamiento de nihilistas como los personajes de Houellebecq.
¿Qué fronteras explorar? ¿En qué rincón ponerse a buscar la obra definitiva quemando los últimos barcos? ¿Haciendo qué para sentir de nuevo el miedo en los huesos? Los personajes de Balzac, como los desorientados con suficiente lucidez y hambre de la actualidad, sabrían que estas fronteras ya no se encuentran en el individualismo ilustrado.
Los fenomenólogos existencialistas, última generación de «filósofos del hombre» (que trataban de desentrañar el misterio humano desde la idea de individuo-estanco), anunciaron que el post-estructuralismo (o la cibernética, o el pensamiento de sistemas para cínicos, como quiera llamarse a la postmodernidad) sería una filosofía de estructuras burocráticas, grupos y efectos de red.
Así, hemos pasado de la biopolítica y la gubernamentalidad, conceptos de Michel Foucault sobre sutil el control burocrático e identitario sobre la población (a través de una vigilancia panóptica que ejerce una coerción sutil, «orientativa» o «prescriptiva», siempre que no nos separemos demasiado del redil de lo que es menester hacer en cada momento), a lo que Byung-Hul Chan (experto en Martin Heidegger y en Michel Foucault) llama psicopolítica. O biopolítica para la mente. Vamos «avanzando». Quizá fuera este el progreso.
Qué hacer
Establecido el contexto, retornemos a la encrucijada de los jóvenes de hoy, que siguen detectando —como los arribistas hambrientos de La comedia humana— lo que ya está agotado o lo que ya no merece la pena (o nunca lo hizo), pero que presienten una incertidumbre insondable ante ellos, incapaces de desentrañar fronteras de experiencias, artes, elevación intelectual y oficios manuales.
¿Construir un kayak con la maestría de los mejores artesanos nativos de todos los tiempos o alistarse como peón de quien quiere llevar a la humanidad a otros astros? ¿Tratar de descifrar el «orden del tiempo» —como evoca Carlo Rovelli— o conformarse con tocar sus melodías más exquisitas, expresando nuevas maneras y emociones en algún arte?
¿Ir al todo o nada de Roberto Bolaño, a quien la sociedad que debería haberlo acogido como el gigante que era lo hizo trabajar de basurero, o conformarse con el fuego postizo de los que comercian con el estómago contento? ¿Conformarse con la gloria personal de la belleza cristalizada en obra para compartir, o inventar algo nuevo que resuelva retos como acceso a la vivienda, desigualdad o adaptación al cambio climático inevitable?
¿Es posible el arquetipo del héroe maldito solitario en una sociedad que ha entrado en una postmodernidad en la que burocracia y efecto de red son parte de un contexto tan ineludible como la necesidad de un pasaporte y un número de seguridad social, si no queremos caer en el Cuarto Mundo o en el estatuto de parias que afecta como apestados a los refugiados del mundo, sean económicos o políticos?
El hambre y la intención siguen intactas; la dedicación también. Pero, para que la labor cuente, es necesario concebir un contexto cuya influencia —sutil o radical— se propague con el mismo efecto de red que propaga los problemas de hoy.
Quizá fuera más prudente situar el punto final de esta reflexión aquí, pero la reflexión misma no se merece un cierre prudente. Ya habrá tiempo de prudencias, pragmatismos y maquinaciones en otros artículos.
Hay batallas perdidas de antemano donde elegir
Si la pregunta es: ¿a qué dedicar los mejores momentos y reflexiones, si lo que se quiere es perseguir una labor personal que tenga una incidencia ineludible sobre alguien (empecemos por, al menos, una persona: si volvemos a Nietzsche, recordaremos que afirmar un solo instante de la existencia no es poco; yo lo adapto a «influir para bien a al menos una sola persona»)?
La respuesta debe ser obligatoriamente abierta. A cualquier cosa en la que estemos bien situados, en ánimo y capacidades. Olvidando cálculos cínicos y maquinaciones utilitaristas (cuánto ganaré, cuál será mi fama, qué dirán de mí, imagínate qué entierro —posterior a la medalla de honor—, etc.), hay bastante donde elegir.
Nous sommes pour nous-mêmes dans une large mesure ce que nous voyons et avons vu de nous dans le miroir que nous tendent nos amis, nos amours, nos ennemis. – Carlo Rovelli, L’Ordre du temps
— Nicolás Boullosa (@faircompanies) February 9, 2019
Recordemos: los sabios con mejor sueldo de hoy en el mundo de estructuras agotadas, como los Pinker et al., han hecho bien en recordarnos que, abriendo el foco de las preocupaciones y fijando el punto de vista en el promedio, las cosas no han ido tan mal en las últimas dos décadas.
Este conformismo no sirve. Acerquemos de nuevo el objetivo a los problemas ineludibles y afrontémoslos sin prestar atención a quienes se pierden entre los desvaríos de siempre de acción-reacción (esa AgitProp pseudo-marxista y pseudo-fascista que repite viejas fórmulas sin abrir un sólo palmo la fiesta de papás y abuelos durante sus años de desmelene).
Descartando quemar buenas energías en la hoguera low-cost de las protestas gregarias organizadas en redes sociales, situemos la brújula en lo que de verdad nos importa y se podría beneficiar de nuestra aportación.
Tiempo de quijotismo
Surgen entonces los grandes temas de hoy, algunos de ellos apartados de la popularidad, o ninguneados, «not cool», sin interés aparente porque no hay gente repitiendo lo que otros dijeron antes (conducidos por un interés a menudo pecuniario). Son cuestiones que no deberían llevar etiquetas ni signo político, y su definición es siempre parcial e interesada, de manera que quienes sientan atraídos por el reto de hacer algo al respecto, deberán —citando a Thoreau— caminar al son de su propio tambor. En las cumbres no hay camino ya trillado.
Como si escribiera pensando en el tesón de Daniel d’Arthez, Friedrich Nietzsche pone en la boca de Zaratustra la siguiente reflexión sobre del leer y el escribir (I):
«De todo lo escrito yo amo sólo aquello que alguien escribe con su sangre. Escribe tú con sangre: y te darás cuenta de que la sangre es espíritu.
(…)
«Quien escribe con sangre y en forma de sentencias, ése no quiere ser leído, sino aprendido de memoria.
«En las montañas el camino más corto es el que va de cumbre a cumbre: pero para ello tienes que tener piernas largas. Cumbres deben ser las sentencias: y aquellos a quienes se habla, hombres altos y robustos.»
¿En qué ámbitos permanecen poco explorados, debido a la dificultad del reto, o a la imposibilidad de concebir respuestas a retos y problemas con la misma mentalidad que los creó?
Afrontamos un nuevo momento histórico, en el cual es más difícil encontrar empleos estables y bien definidos, capaz de aportar una seguridad económica y anímica. Hay mucho espacio para encontrar modos de ofrecer un marco de orientación y guía a personas en dificultades. ¿Cómo poner puertas al campo con proyectos que ayuden a combatir el efecto invernadero?
La hormiguita David Séchard
Hay empresas que creen que pueden hacer algo al respecto (más allá de lanzar notas de prensa con tipografía verde e imágenes de naturaleza, energías renovables, animales y gente sonriendo, evocando el tríptico de alguna que otra secta religiosa pescando en el revuelto río de la alienación postmoderna), explorando el terreno de la bioingeniería.
El New York Times se hace eco del trabajo de la pequeña firma suiza Climeworks, que diseña «captadores de CO2». La firma, situada a las afueras de Zurich, va tan en serio como los químicos suizos que lograron un método para producir amoníaco en cantidades industriales a principios del siglo XX. En ocasiones, cuando las soluciones no existen hay que inventarlas. Actuar más como David Séchard y olvidarse del arribismo social en la gran capital.
Las montañas suizas, tan inspiradoras para Nietzsche, parecen ser un buen escenario para semejantes retos. No lejos de Zurich, en el diminuto cantón de Zug, la industria en torno a blockchain se ocupa de retos igualmente elusivos, pero cuyo resultado potencial aceleraría viejos modelos de creación y transmisión de valor por medios digitales.
Hay más retos. El problema de acceso a la vivienda es tan complejo como las transformaciones sociales y laborales en las sociedades avanzadas y en desarrollo: se trata de cuestiones transversales, asociadas a infinidad de variables: ni siquiera quienes mantienen la convicción de que existe un determinismo social que puede ser «corregido» con regulaciones, disponen de respuestas viables al encarecimiento de la primera vivienda en relación con los salarios, ajustando ingresos a coste de la vida y tipos de interés (mucho más bajos en la actualidad que hace una o dos generaciones).
Trabajo en solitario o asociativo
Sin embargo, no todas las consideraciones relacionadas con la vivienda tienen por qué basarse en el modelo establecido desde la Ilustración, según el cual el acceso a la propiedad individual y al crédito son inseparables a la posesión de un solar. Existen métodos alternativos de concebir lo que hoy llamamos vivienda: sistemas de producción modulares como los imaginados por Jean Prouvé en los años 40 podrían funcionar hoy; asimismo, hay métodos que explorar en la adquisición temporal de solares (obtener derechos por 100 o 200 años, en lugar de hacerlo a perpetuidad).
Apenas se ha explorado la posibilidad de adquirir el «derecho a uso» de una vivienda y espacio de trabajo de determinadas características en instalaciones que se encontrarían en distintos puntos del mundo; este concepto de «propiedad en usufructo» no tiene por qué adquirir las características distópicas de WeWork, y podría estar promovido por una cooperativa de arquitectos, constructores, promotores y clientes interesados, partiendo de experiencias multisector como la que puede aportar Corporación Mondragón.
Otra causa perdida: el llamado «cuarto mundo», conformado por personas que han traspasado la barrera de la exclusión en países desarrollados, y malviven en las calles de las grandes ciudades, a menudo encerrados en biografías complejas, problemas de salud, dolencias psiquiátricas sin tratar y la vida en un limbo en el que se topan con la intolerancia de sus conciudadanos, para los cuales el único objetivo es en ocasiones sacarse «el inconveniente» de la puerta de casa. Nada más.
Otros dos grandes retos que nadie ha querido, de momento, convertir en proyectos o —por qué no— parte de un negocio, una pasión, una historia documental en forma de un canal de Internet, una serie de reportajes independientes, etc.: la ausencia de una gestión coherente de materiales de uso masivo que no son biodegradables y permanecen en el medio durante decenas (cuando no centenares) de años, como el plástico y la chatarra electrónica.
Los grandes berenjenales
Hasta limitar de manera efectiva su consumo cuando existan alternativas biodegradables en casos no esenciales, el tratamiento de plástico se convierte en un reto para empresarios y organizaciones quijotescas, pues países como China dejan de aceptar el plástico «reciclable» de otros países y éste acaba enterrándose, incinerándose o, peor aún, acaba en los océanos (sobre todo siguiendo el curso de los principales ríos y estuarios asiáticos, de donde procede su mayor parte). Hay sopa de plástico para todos.
En cuanto a la basura electrónica, o «e-waste», las regulaciones en los países que obligan a responsabilizarse de la organización del reciclado obligatorio de los dispositivos desechados no se cumplen, y los distribuidores europeos, norteamericanos o japoneses envían su chatarra electrónica a vertederos gigantescos en China (Guiyu, Taizhou) y África (el mayor vertedero del mundo de chatarra electrónica en el mundo, Agbogbloshie —Ghana—, acumula miles de toneladas de aparatos que los fabricantes están obligados a reciclar).
La chatarra electrónica es el tipo de desecho electrónico que crece con mayor rapidez en el mundo, alcanzando 48,5 millones de toneladas en 2018.
Nuevos Eldorados
Otra modo de considerar este problema, con consecuencias para la salud de las poblaciones que reciben la chatarra electrónica consiste en otorgar valor a sus materiales y regular para que los dispositivos se compongan de partes reutilizables sin necesidad de gastar más energía, o puedan degradarse sin contaminar.
Según un estudio sobre «e-waste»:
«El valor material de sólo la chatarra electrónica es de 62.500 millones de dólares, 3 veces más que la producción anual de todas las minas de plata del mundo y superior al PIB de muchos países.»
Pero el que quizá constituya el dato más chocante del estudio:
«Cada año, cerca de 50 millones de desechos electrónicos y eléctricos (“e-waste”) son producidos, que equivalen en peso a todos los aviones comerciales jamás producidos; sólo el 20% se recicla formalmente (…). Ese mismo “e-waste” representa una enorme oportunidad (…). Hay 100 veces más oro en una tonelada de teléfonos móviles que en una tonelada de oro.»
Es irónico que el Eldorado de nuestro tiempo haya dejado de consistir en acudir desde el Viejo Mundo a imponer mentalidad y modelo económico (con la excusa evangelizadora y civilizadora, esto tampoco cambió tanto), para convertirse en un viaje no menos remoto y apasionante: un periplo hacia las tripas electrónicas de la economía mundial, que albergan oro suficiente para despertar la ancestral atracción humana por lo escaso, bello, fácilmente almacenable e intercambiable.
Proudhon y los sentineleses
Para finalizar, y volviendo a la nota reflexiva sobre el momento en que nos encontramos, a inicios de un nuevo siglo con retos que nos recuerdan que, a menudo, tendremos que asumir el coste de llegar a acuerdos con otros para solventar problemas a escala global que, por tanto, atañen a todos: desde las administraciones de Estados Unidos y China, enrocadas en el onanismo que otorga la prepotencia de su escala y posición, a la tribu sin contactar de los sentineleses, enrocada a su manera en un remoto risco del archipiélago de las Islas Andamán.
Empezábamos con los jóvenes hambrientos de Balzac y hay que acabar con la necesidad de mejorar las herramientas de gobernanza en un momento histórico en que las tensiones que se suponía que podían regular el libre mercado (el interés personal tiene límites materiales y éticos, como apunta la tesis de Garret Hardin sobre la «tragedia de los comunes») y las democracias representativas, aumentan sus estridencias.
Quizá la nueva frontera, la más vasta y plagada de incertidumbre, estriba en convertir la idea de Internet, que pasó en 3 décadas de experimento descentralizado universalista a oligopolio comercial de facto en sus principales servicios, en una red descentralizada que haga realidad el mutualismo: métodos de voto e intercambio de bienes y servicios entre personas sin necesidad de intermediación coercitiva y respetando las libertades fundamentales.
¿Blockchain?
Quizá, aparezcan protocolos similares a blockchain (tecnología prometedora con incongruencias que solventar, desde el consumo energético a la exuberancia técnica y especulativa) que permitan revivir métodos olvidados de mutualismo económico, similares a los propuestos por Pierre-Joseph Proudhon.
Conservar la voluntad y libertades personales, elegir de qué modo y manera intercambiar bienes y servicios, con herramientas que permitan asignar un valor justo relacionado con parámetros como la escasez, la demanda y las horas de trabajo requeridas.
Hoy, ya es posible tecnológicamente establecer superestructuras de acceso libre que funcionarían como una evolución natural de las viejas cooperativas de trabajo y consumo. Existen tantos modelos como voluntades, pero ya no hay excusa tecnológica para no intentarlo.
Desde su rincón de la biblioteca de Sainte-Geneviève, Daniel d’Arthez (¿O es el joven Balzac?) levanta la mirada de sus papeles y nos dirige la mirada por un instante.