Cuando un niño sigue por propia iniciativa el hilo de un libro de cierta extensión y complejidad, descubre por cuenta propia una recompensa que enriquecerá su experiencia de un modo similar a como lo hace lo que ha vivido uno mismo. Vivimos lo que leemos.
Desde su Biblioteca de Babel fantaseada, el anciano Borges, transubstanciado de nuevo en niño (“Siempre imaginé que el paraíso como una especie de biblioteca”), preparaba su mortaja simbólica, humilde y quijotesca, evocando la importancia de la lectura en la aventura humana: la mortalidad quizá impidiera que él, Borges, siguiera leyendo versos y párrafos enteros retenidos por la memoria, o recuperados y adquiridos con la ayuda de otros.
Pero la mortalidad y nuestro atracón metafísico desde los inicios, al reconocer —y, cada uno a su manera, tratar de mitigar o enmendar— el papel fundacional de esta transitoriedad (tanto para nuestros antepasados remotos como para cualquier niño curioso, o para Nietzsche, la Aurora es un fin que incluye un inicio, ¿o es a la inversa?), no pudo con un lector como Borges: él había mantenido la llama de viejas lecturas y autores, y supo celebrar a poetas y rapsodas olvidados de la manera que los devuelve a la vida, recitándolos de memoria.
La emergencia de los versos redescubiertos
Cuando recordaba de repente un verso en alguna lengua lejana y olvidada (algún romance olvidado, nórdico antiguo, bajo alemán, sajón antiguo…), el rostro del anciano medio ciego se iluminaba, como ocurre con el ánimo de quienes dedican hoy un instante a revivir algún pensamiento de Borges, siempre vibrante como una fractal a las lecturas insondables que llevaron a su destilación.
Y, si los rapsodas que durante generaciones repitieron versos y fragmentos de La Ilíada y La Odisea hasta que un individuo o grupo fijara las historias y se convirtiera, en nuestro imaginario, en un viejo ciego parecido a Borges, quienes hoy bregan por leer al argentino mantienen viva una llama que quizá no deba llevar el nombre de “inmortalidad”, pero tampoco el de finitud incontestable.
Adolescent exposure to books boosts cognitive, numerical, and problem-solving skills in the long term. https://t.co/ne4AzDZdME pic.twitter.com/qgXj12A0fF
— Rolf Degen (@DegenRolf) October 4, 2018
De niño, perdido en la biblioteca de su padre, el futuro escritor argentino se había beneficiado del fondo de literatura castellana e inglesa de la familia, así como de un bilingüismo que le había abierto el mundo. Ser niño y descubrir la lectura es prepararse para vivir varias vidas, si bien no hay un canon obligatorio y, en ocasiones, la trayectoria familiar no es tan propicia para el descubrimiento de los héroes de Troya y las sagas nórdicas, Cervantes y Quevedo, Chaucer y Las mil y una noches.
El vértigo de elegir
La trayectoria por los primeros “senderos que se bifurcan” de la literatura puede resultar un pedregal para los más pequeños, y los padres y adultos deberíamos tomar prestada la perspectiva de un niño para evitar tentaciones que podrían causar más rechazo que lograr lo deseado: si hay lecturas con las que no podemos, nos aconseja Borges, no deberíamos tomarlo como algo traumático, sino como señal de que alguien no ha escrito todavía para nosotros.
Así, obligar a un niño o adolescente a tomar El Quijote en sus manos es, quizá, iniciar una relación con esta obra que irá en detrimento de su futura lectura y disfrute, que ocurrirá —si lo hace– cuando lector preparado y obra se encuentren, fruto de una búsqueda consciente, de la recomendación (humana o digital) o del azar.
La relación entre la lectura y su origen oral alcanza un extraño onirismo en la biografía de Borges: su miopía degenerativa se convierte en ceguera funcional cuando cumple 55 años, coincidiendo con su puesto en la dirección de la Biblioteca Nacional argentina y su puesto de profesor de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires (el programa de 1966, por ejemplo, se extiende desde la genealogía de los reyes germánicos y Beowulf a Wilde y Stevenson, antesala de la modernidad).
Se había definido como lector, y no como escritor; la ceguera sólo podía ser una paradoja matemática, una contradicción del destino en ese universo que él veía a ojos de los rapsodas de epopeyas, los textos clásicos, juglares de cantares de gesta, el Renacimiento, la Ilustración, el positivismo inglés del XIX y el caos expuesto tanto por la vieja mitología como por la física moderna… Todo cabía en la biblioteca infinita descrita por Borges, a la que su ánimo emergente había aspirado como la idea más cercana a la dicha universal, quizá el equivalente a esa ventana de conocimiento concentrado, ese “punto que contiene todos los puntos del universo” llamado Aleph.
Leyendo en la oscuridad
Su propia madre y distintos ayudantes mantendrían viva su lectura, y la docencia, a la que acude por necesidad, será una oportunidad para recordar y releer textos ya conocidos, añadir nuevos textos y asociar nuevas referencias de la experiencia a estas nuevas invocaciones. Durante una entrevista, Borges invitará a la audiencia a no leer aquello que no despierte su interés genuino, evocando su época de docente:
“Yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un libro los aburre, déjenlo, no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo… ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una forma de la felicidad.
“No hay que caer en la tristeza de las bibliografías, de las citas de Fulano y luego un paréntesis, luego dos fechas separadas por un guión, y luego una lista de libros críticos que han escrito sobre ese autor. Todo eso es una desdicha. Yo nunca les di una bibliografía a mis alumnos. Les dije que no lean nada de lo que se ha escrito sobre Fulano de Tal (…)
“Si Shakespeare les interesa, está bien. Si les resulta tedioso, déjenlo. Shakespeare no ha escrito aún para ustedes. Llegará un día que Shakespeare será digno de ustedes y ustedes serán dignos de Shakespeare, pero mientras tanto no hay que apresurar las cosas.”
Durante la misma entrevista, Borges sonreirá mientras sus ojos escrutan las palabras adecuadas en la oscuridad, al evocar sus dos décadas como docente. De la época, dice, le queda un orgullo: nunca formuló una sola pregunta a sus alumnos:
“Yo solía decirle a mis estudiantes: háblenos, por ejemplo, del doctor Samuel Johnson, háblenos de la poesía anglosajona, háblenos de Shakespeare, háblenos de Oscar Wilde, háblenos de Shaw, y hablen. Ustedes digan lo que piensan, yo prometo no interrumpirlos, prometo no preguntarles ni una sola fecha, pues yo mismo no las sé… De modo que ustedes hablen si es que les interesa el tema. Y dieron excelentes exámenes así.”
Lectura y encantamiento
Y lo que sirve para alumnos universitarios, es todavía más obvio cuando se trata de acompañar a los niños en su propio descubrimiento de las pequeñas victorias y derrotas de la que debería ser una larga y fructífera relación con la lectura, un acceso que será diáfano o borroso, noble o pedregoso, enriquecedor o repleto de fórmulas, pero en cualquier caso un inicio personal e intransferible, conquistado por el propio individuo en el que será su primer acto de reafirmación vital. Y toda reafirmación es un voto de autonomía y contestación, una valiosa coordenada de arena en el espacio-tiempo.
Los inicios de la alfabetización universal coinciden con el éxito de la literatura popular, hasta entonces depositada en una minoría instruida y urbana. La literatura de cordel ibérica (exportada a América Latina), la novela folletinesca francesa durante el XIX (extendida al resto de Europa), y las novelas por entregas anglosajonas, convertirán la lectura de ficción en un pasatiempo de sobremesa que estimulará la imaginación de una incipiente clase media instruida.
Coincidiendo con este “encantamiento” literario, auténtico fenómeno de masas antes de la llegada de los medios de comunicación modernos, los gustos literarios se sofistican y personalizan: el canon promovido por las instituciones de alfabetización (escuela, Iglesia, empresa) competirá con folletines menos “recomendables” con ideas subversivas, tanto literarias como ideológicas.
En contadas excepciones, la nueva literatura por entregas logrará captar la atención de comunidades enteras reunidas en torno al fuego y al lector del folletín, convertido en rapsoda local de alguna obra de Edgar Allan Poe, Alexandre Dumas o Charles Dickens; otras veces, la fórmula llevará el coste de una era donde no sólo se acelera la alfabetización, sino el espíritu homogeneizador de la norma burocrática: en “encantamiento” literario, al alcance de cada vez más personas, se torna también punta de lanza de un proceso de “desencantamiento” con respecto a los valores de la sociedad tradicional.
Aprendiendo a explorar entre el ruido
Inspirado en estas tensiones y en la dialéctica entre el historicismo propuesto por Marx y la reacción romántica a la modernidad, el sociólogo alemán Max Weber usará el término “desencantamiento“, propuesto por el filósofo idealista Schiller, para describir una modernización social que conduce en última instancia a percibir el mundo como un sistema de procesos racionales, en el que los animales son máquinas (tal y como ya había propuesto Descartes) y las máquinas expresan su fuerza en número de “caballos”.
El mundo de la sociedad tradicional había permanecido como un “jardín encantado”, pese a que el Renacimiento había empezado a descorrer el velo de misterio del mundo: esta tensión entre los valores y creencias del Antiguo Régimen, que residen en la nobleza y el alto clero, y el mundo que se avecina –controlado por mercaderes y técnicos urbanos–, está ya presente en El Quijote, uno de los libros a los que se entregará el niño Borges.
Como este niño argentino, descendiente de viejas personalidades de la colonia por la vía materna y de comerciantes de origen español, portugués e inglés por la vía paterna, muchos lectores con una buena biblioteca doméstica establecida en el siglo XIX, descubrieron un romanticismo enriquecedor y universal en la lectura. Hasta ese momento, sólo los varones de la nobleza y realeza habían aspirado a semejante aventura potencial: una puerta franca al autodidactismo.
En Estados Unidos, ese mundo ecualizador en el que, según el visitante francés Alexis de Tocqueville, cualquier familia contaba con una pequeña biblioteca de uso diario que no sólo incluía la Biblia, sino también –al menos– las obras de Shakespeare, otro niño que había tenido una suerte similar a la de Borges (la ventaja del autodidactismo a través del autodescubrimiento del valor incalculable de la lectura), había querido compartir el fruto de su hallazgo: a finales del siglo XVIII, Benjamin Franklin escribía en su Autobiografía cómo había logrado convencer a algunos vecinos para instalar la primera biblioteca moderna de acceso público.
Con este nuevo artilugio del conocimiento, pensó Franklin, cualquier niño sin recursos como había sido él mismo podría beneficiarse de las aventuras y conocimientos de viejas sagas, obras filosóficas, teatro clásico e isabelino, y ese género de clásicos “mundanos” que empezaba a crecer desde los renacentistas y las traducciones de ese anacrónico caballero andante español, auténtico Prometeo de la postmodernidad.
Una institución subversiva: la biblioteca pública
A diferencia de las fórmulas folletinescas de los diarios por entregas del XIX, producidas en cadena para lograr el mismo efecto y atención sobre el mayor número posible de personas, el acceso a una biblioteca bien dotada para alguien que logra cultivar el hábito de lectura es una puerta hacia el enriquecimiento personal del que, afortunadamente, no hay vuelta atrás: Franklin, Borges y quienes se han beneficiado de una buena biblioteca –pública o privada–, aprovechando la oportunidad de acceso, empezaron con este proceso introspectivo a una edad muy temprana.
Para éstos, el “desencantamiento” homogeneizador que exponen Max Weber y los pensadores existencialistas no existe, en tanto que pueden acudir siempre que lo desean a su librería de Babel particular, donde el mundo permanece como el jardín encantado de épocas pretéritas más brumosas. Sin saberlo, serán pioneros del “reencantamiento” del mundo, pues a menudo devolverán a la sociedad este esfuerzo individual e intransferible, la lectura fructífera iniciada en la infancia y proseguida durante el resto de la vida. Lo harán eligiendo oficios creativos y técnicos.
Los medios de masas transformarán nuestra cultura. Tras los grandes eventos radiofónicos de gran audiencia –primero, en obligado directo y, más tarde, editados–, la llegada del hombre a la luna será el primer acontecimiento televisivo a gran escala, mientras la caída del Muro de Berlín representa el inicio de la fragmentación de la oferta mediática, gracias a la televisión por cable en Estados Unidos y al fin de los monopolios públicos en Europa Occidental.
En paralelo, en California, se consolidan los intentos serios de convertir un dispositivo técnico, costoso y difícil de usar en un medio doméstico más: el ordenador personal. El Minitel francés, el teletexto y, sobre todo, el inicio de la oferta de Internet a través de las líneas de teléfono, facilitarán el terreno para que los primeros servicios electrónicos –rudimentarios y casi siempre en inglés– saquen al nuevo medio de universidades e instituciones educativas y militares.
Vigencia del (buen) relato en texto
De repente, la oferta mediática se ha multiplicado y el escenario mediático se fragmenta: revistas, fanzines, cómics y libros se integran en la nueva cultura audiovisual y la enriquecen, abonando el terreno para los primeros éxitos multimedia: los videojuegos de estrategia y “shooter” en primera persona pasan de la pixelación bidimensional y el texto a jugarse la supervivencia en entornos tridimensionales extremadamente complejos… y los grandes grupos musicales tildados de “alternativos” (pese a formar parte de la misma maquinaria comercial) compiten por conformar la “banda sonora” de los últimos videojuegos (será el caso de Nine Inch Nails en Quake, por ejemplo).
En esa época –inicios de la segunda mitad de los 90–, quien os escribe empieza la carrera de Periodismo a las afueras de Barcelona. Recuerdo jugar a Caesar II –estrategia–, Civilization II –estrategia– y a Quake -shooter– a la vez que intercambio fanzines y leo títulos como El nombre de la rosa (y su biblioteca con diseño inspirado en la descrita por Borges en La biblioteca de Babel).
Recuerdo, eso sí, que el efecto de El nombre de la rosa será más potente y diverso, extendiéndose por mi conciencia como lo hacen los buenos nutrientes: poco a poco y siguiendo una lenta absorción. La carrera de fondo del intelecto necesita un artilugio tan bien urdido como una buena novela.
En segundo de carrera, apenas tendré tiempo para dedicarlo a videojuegos (que, reconozco, no serán lo mío), si bien empezaré a “navegar” (empezará a conformarse la nueva semántica del término) durante esos años, convenciéndome de la necesidad de mejorar un inglés entonces rudimentario.
Hoy, casi un cuarto de siglo (!) después, la fragmentación mediática y el advenimiento de maneras cada vez más sofisticadas y diseñadas para hacernos perder el tiempo del modo comercialmente más atractivo para quienes nos ofrecen “gratuitamente” sus servicios (si no pagas por aplicaciones sofisticadas, útiles y bien mantenidas, tu actividad en la plataforma es el producto), dificultan la única actividad imprescindible que se requiere para fomentar la lectura en un niño: la capacidad de atención para realizar una tarea conceptualmente tan exigente como la lectura.
Almacenar vs. leer
La revista The Lancet publica un estudio que sostiene la tesis de que limitar el tiempo en que los niños usan una pantalla digital favorece su cognición. La limitación del tiempo con estos dispositivos parece permisiva (2 horas diarias). Por debajo de este límite diario, los niños mostraron una cognición mejorada; una mayor actividad física parece estar más asociada con la salud general que con la cognición.
Más que lanzarnos de repente a una caza de brujas para acabar con la supuesta “epidemia de zombies tecnológicos”, deberíamos centrar nuestra atención en el tiempo y el tipo de actividad que los niños realizarían frente a la pantalla: editar vídeos, escribir texto, leer o realizar una combinación creativa de estas actividades tendrá un efecto distinto que el visionado pasivo de contenidos inadecuados o las aplicaciones que refuercen el mismo sistema de recompensa neuronal observado en otras adicciones.
La conducta adictiva puede manifestarse de distintas maneras, y el acceso a medios digitales no tiene por qué ser el origen, que debe establecerse en el contexto en que cualquier niño (o adulto) aprende y se relaciona.
La lectura reflexiva es, por el contrario, una actividad solitaria que demanda varias cualidades: durante este proceso cognitivo, decodificamos símbolos a los que otorgamos un significado “emergente“, en una compleja interacción en tiempo real entre el texto y la propia pericia y experiencia del lector, que “mejora” su experiencia a medida que lee. La lectura de cada libro enriquece el conocimiento preliminar, ofreciendo pistas para confirmar o refutar perspectivas, actitudes, hipótesis, etc.
Como recordaba el autor de ciencia ficción Ray Bradbury, autor de la fábula Fahrenheit 451,
“No hay que quemar libros para destruir una cultura; basta con lograr que la gente deje de leerlos.”
Medios cuyo objetivo es interrumpir
El ciclo de adopción de una nueva tecnología se divide en distintas fases: al inicio, sólo los usuarios pioneros están dispuestos a dedicar el tiempo y los recursos necesarios para superar el esfuerzo requerido (curva de aprendizaje) y seguir de cerca los pasos de los innovadores; a continuación, se produce el crecimiento exponencial, con una primer gran número de usuarios activando, en el caso de los servicios digitales, el efecto de red, según el cual el uso que alguien realiza de un servicio repercute sobre el valor relativo que otros usuarios perciben del mismo servicio.
Luego, se producen la “invasión” y el empacho: una vez los nuevos medios y servicios pasan a integrar la cultura popular, su avance y efectos se hacen sistémicos, y los abusos del servicio marcan el inicio de la partida: los primeros en salir suelen ser los mejor informados, mientras los últimos en reajustar su uso –y volver a niveles de consumo tolerables– son los usuarios más sensibles a conductas adictivas.
Al surgir un nuevo medio, el efecto de su difusión y su estatuto de novedad repercuten sobre otras actividades.
Más que competir con el uso de redes sociales, la lectura concienzuda compite con la propia capacidad para observar y otorgar sentido al mundo: leer textos extensos y complejos desde la infancia asiste en el desarrollo de nuestra capacidad lingüística, ligada íntimamente con el mundo tal y como lo percibimos, además de convertirse en el mejor entrenamiento para articular el pensamiento complejo.
Explorando meandros
Otras actividades complementarias, como aprender un instrumento a corta edad, cambiarán para siempre nuestra filosofía de vida, o modo de ser (y estar) en el mundo. Identificar patrones, variaciones, “melodías de pensamiento”. Al abrir un libro y descubrir que ha llegado el momento de desentrañar sus misterios, un niño empieza su recorrido por el jardín de los senderos que se bifurcan.
Borges imagina con este nombre, El jardín de los senderos que se bifurcan, un cuento sobre el tiempo de un escritor chino, Ts’ui Pên. Los meandros de esta compleja historia, dice Borges, inclinaron al oscuro autor chino a evitar la palabra “tiempo”. La explicación es obvia, dice Borges:
“El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades.”