En nuestra voluntad por medir el mundo, una obsesión que a partir de Sócrates aspira a la exactitud lógico-matemática, hemos situado al ser humano como entidad esencial e indivisible, contabilizada como objeto desarraigado de su contexto.
En el mundo clásico, el potencial biológico de una persona aparecía ya en el origen: el semen inoculaba en la mujer una versión minúscula del futuro individuo, y la filosofía trató de aclarar, nombrar y definir el proceso con una aspiración matemática y formal euclidiana.
Anaxágoras, Hipócrates y Aristóteles concebirán una biología de generación espontánea, en la que el carácter hereditario parte de una simiente conformada por la unión de los entes de ambos sextos, o intercambio de partículas esenciales: el atomista Demócrito lo llamará pangénesis. Para Aristóteles, alumno de Platón, la esencia de cada individuo estará localizada en su alma, ente independiente del cuerpo.
La teoría del atomismo, que Lucrecio explicará luego con simplicidad poética en De la naturaleza de las cosas, añadirá el papel compartido en animales “superiores” o “de sangre” de ambos sexos en el tejido hereditario de la cría y sus características.
La influencia de las ideas de Aristóteles no cedió hasta la Ilustración, cuando una aspiración cuantificadora similar a la clásica, aunque con mejores herramientas, derivó en la taxonomía linneana, los experimentos en hibridación de plantas y, a partir de éstos, la confluencia en el siglo XIX de los hallazgos genéticos de Gregor Mendel.
Ingeniería social y otros excesos
El trabajo de Mendel y Darwin originará, a su vez, una rama de pseudociencia protagonizada por Francis Galton y sus discípulos eugenistas, que tratarán de asociar inteligencia, superioridad racial, propensión al crimen (como tratará de probar Cesare Lombroso) o tendencia a la depravación a partir de las leyes evolutivas y genéticas de la época.
Habrá que esperar más de un siglo para que el evolucionismo se deshaga del todo del pesado equipaje de la eugenesia, el racialismo y el darwinismo social, que inspirará leyes y prácticas en el mundo anglosajón, Europa Central y las colonias europeas tales como la esterilización de “no aptos” y poblaciones autóctonas no europeas, culminando en la aberración nazi.
Pero la pseudociencia en torno a la teoría evolutiva no refuta el trabajo evolutivo y genético de Darwin, Mendel y quienes han completado su trabajo. Un ejemplo ilustre: el biólogo evolutivo Richard Dawkins ha dedicado su carrera a correr el grueso y soporífero velo académico de conceptos sobre la vida y el universo que, explicados con la debida claridad, sorprenden por la belleza de su simplicidad.
La delgada frontera entre teoría evolutiva e interpretaciones pseudocientíficas tiene su paralelo en el interés de Silicon Valley por confundir el potencial de la bioinformática —y su objetivo de emulación de cadenas de proteínas y ADN para mejorar el almacenamiento de datos— con la aspiración creacionista que apoya un cierto fundamentalismo cristiano protestante en Estados Unidos.
El “egoísmo” de las unidades informativas heredables
La aparición de El gen egoísta (1976), complementa el trabajo de Charles Darwin, teorizando que son los genes, y no el individuo, quienes activan y aceleran los procesos de selección natural: en su calidad de mínima unidad heredable viable, el gen no necesita una “conciencia” para actualizar constantemente su adecuación al medio.
Esta característica de la vida, en la que los entes replicadores compiten entre sí para propagar sus características a expensas de sus competidores, parece haber inspirado otros sistemas complejos erigidos sobre ella, como la difusión de la información en organizaciones humanas: vista desde el punto de vista del evolucionismo, la difusión cultural es progratonizada por “memes“, o unidades mínimas viables de información, cuyo éxito depende de su grado de “viralidad”, o de transmisión de una mente a otra.
El “egoísmo” de genes y memes para imponer sus unidades informativas heredables en grupos, o su capacidad para prosperar, depende de su atractivo en el entorno, y esta relación entre unidad y entorno propulsa el cambio en lo tangible (organismos) e intangible (información, ya sea oral o registrada en algún formato).
Esta pujanza o “egoísmo” de unidades inferiores al individuo o la pieza de información para imponer sus características en entidades superiores, tiene ecos filosóficos en la fuerza irracional y vitalista que, según Arthur Schopenhauer, mueve a organismos e incluso entidades inanimadas como minerales a perseguir eternamente una reconfiguración.
Schopenhauer, precursor filosófico del “egoísmo” de genes y memes
La “voluntad de vivir” a la que se refiere Schopenhauer está presente en el esfuerzo sordo y constante del mineral y la nieve por escapar de la entropía conformando estructuras ordenadas en forma de fractal, como las que originan el vidrio y el hielo.
La pujanza por mejorar el estado de las cosas lleva a esta pelea sorda contra la entropía al siguiente nivel de la lucha en la voluntad universal de las cosas según Schopenhauer: las organizaciones o bloques esenciales de la naturaleza para transmitir información de la forma más eficiente y durable posible:
- las moléculas complejas;
- las cadenas lineales de moléculas complejas o aminoácidos (proteínas);
- los ensamblajes de proteínas que almacenan, en forma de secuencia de nucleótidos, las “instrucciones” de la vida, o la manera en que deben desenvolverse las secuencias de aminoácidos para crear las proteínas que conformarán un organismo;
- el ARN;
- el ADN.
Recurriendo a la poética y no a la veracidad científica cuya versión más reduccionista criticará otro filósofo contrario al idealismo y el positivismo del siglo XIX (Nietzsche), Schopenhauer intuirá el carácter esencial de evolucionismo y la propagación de información en organismos a través de la genética.
La “voluntad de vivir” de los bloques constitutivos de la materia en torno a nosotros conducirá al pesimismo irredento de Schopenhauer, que Nietzsche combatirá atribuyendo sentido a la vida del creador que se convierte en su propio motivador (y, en cierto modo, en una deidad antigua sin más que venerar que la afirmación de su propia vida).
Voluntad y representación
En 2018 se cumplen 200 años de la publicación de la obra esencial de Schopenhauer: El mundo como voluntad y representación, cuya lectura cambiará la percepción del mundo de personajes que han conformado nuestra cosmogonía, desde Tolstói y Nietzsche a Freud, Thomas Mann, Erwin Schrödinger o Ludwig Wittgenstein.
Tal y como identificará Richard Dawkins un siglo y medio más tarde, Schopenhauer habla ya en esta obra del “egoísmo” que parece rodearnos en organismos, minerales, información transmitida en redes sociales… Del mismo modo que el biólogo ilustrado francés Xavier Bichat distinguía mineral y vida orgánica, Schopenhauer diferenciará la vida de lo “inteligente” de la vida expresada por la “voluntad”.
La visión evolutiva de Dawkins, enfocada en la “voluntad” de genes (o unidades de información), puede remontarse a reflexiones de Schopenhauer tras leer a sus eclécticas fuentes de inspiración, desde Baltasar Gracián a los vedas.
La manera en que nuestro mundo ha escapado a la entropía, sirviéndose de “bloques” para almacenar y reconfigurar gran cantidad de información con requerimientos mínimos de espacio y energía, es uno de los temas recurrentes de metafísica y religión, filosofía, biología evolutiva, física y, cada vez más, ciencia computacional y cognitiva.
La complejidad fractal primigenia de cristales y hielo empequeñece al estudiar cómo ha emergido la vida a partir del versátil ensamblaje de moléculas complejas en forma de proteínas y nucleótidos, conformando ARN y ADN.
La eficiente arquitectura informativa de la vida
Dawkins argumenta en su obra que, si no existieran las proteínas como bloque esencial que origina una complejidad en la que nos contamos, la alternativa sería muy similar, pues las inacabables secuencias de aminoácidos que almacenan la información de lo que somos y lo que podemos pensar están conformados por moléculas orgánicas (surgidas de la combinación de compuestos de hidrógeno —grupo amino— y carbono -grupo carboxilo-).
Imaginar alternativas a proteínas y ARN/ADN no sólo ayuda a teorizar sobre las características de una supuesta vida extraterrestre compleja ensamblada con “bloques” distintos, sino que los propios sistemas complejos originados por nuestra civilización aspiran a la misma eficiencia en flexibilidad combinatoria, resistencia a la agresión (rayos ultravioleta, radiación electromagnética, etc.), y capacidad de almacenaje que proteínas y nucleótidos.
En El relojero ciego (1986, 20 años después de la publicación de El gen egoísta), Dawkins explica por qué la vida pudo surgir a partir de la combinación de proteínas:
“Hay espacio suficiente en el ADN de una sola semilla de lirio o en el espermatozoide de una salamandra para almacenar 60 veces el contenido de la Enciclopedia Británica. Algunas especies de las injustamente apodadas ‘primitivas’ amebas tienen una cantidad de información en su ADN equivalente a 1.000 veces la Enciclopedia Británica.”
Y, tal y como había sugerido Arthur Schopenhauer a propósito de la imparable pulsión irracional y primigenia de la vida por florecer, sin más propósito elevado que el instinto de la reproducción y la prevalencia en un entorno dado, Richard Dawkins escribe en El río del Edén (1995):
“El ADN ni se preocupa ni conoce. El ADN simplemente es. Y todos bailamos a su son.”
De la biomimética a la bioinformática
Hasta ahora, la arquitectura informática había logrado aumentar la capacidad de proceso aumentando la densidad de un microprocesador, multiplicando el número de transistores gracias a la miniaturización.
La Ley de Moore (observación según la cual se podría duplicar el número de transistores en un circuito integrado cada 18 meses, muestra su agotamiento, y los avances en informática cuántica son todavía demasiado tímidos: los prototipos de microprocesadores y discos duros cuánticos se encuentran todavía en una fase experimental, y deben demostrar fiabilidad y viabilidad para una hipotética producción industrial.
En paralelo, la ciencia computacional se interesa en un nuevo tipo de biomimética, o diseño humano inspirado en la naturaleza: la arquitectura de la información capaz de retener las instrucciones de la propia vida: la capacidad de ensamblaje y eficiencia para almacenar información de cadenas de proteínas y nucleótidos inspira nuevos estudios en computación.
Meghan Tahbaz, bióloga molecular de la Universidad de California en Berkeley, argumenta en un artículo para O’Reilly Radar que el futuro del almacenaje de información depende de nuestra capacidad para emular los minúsculos paquetes que incorporan las instrucciones de la vida: ADN y genes.
¿Discos duros de proteínas?
El ADN, argumenta Tahbaz es un lenguaje escrito con combinaciones de A (adenina), T (timina), G (guanina) y C (citosina), compuestos que conforman cada uno de los nucleótidos (moléculas orgánicas). Las posibilidades de combinación dictan la diferencia genética entre especies e individuos de una misma especie:
“De hecho —explica Meghan Tahbaz—, ¿qué tienen en común el ácido desoxirribonucleico y la cinta magnética? Ambos pueden almacenar información digital de un modo similar, aunque con diferentes materiales y por consiguiente con distintos resultados.”
No debería sorprendernos que la arquitectura de la vida sea más eficiente y requiera tanto menos energía como menos espacio para almacenar mucha más información que cualquier alternativa basada en la lógica binaria o alternativas experimentales como la lógica ternaria.
La base de la biología también puede asistir en el urbanismo del futuro. El científico computacional y experto en bioinformática Joel Simon aplica modelos informáticos para el diseño de objetos y edificios desde la perspectiva biológica de la optimización: en la evolución de la vida, desde los organismos más simples a los más complejos, aspectos como la eficiencia y la adaptabilidad al medio son cruciales.
Diseños humanos y ciencia computacional
Los algoritmos diseñados por Simon para aplicar en edificios públicos de cierta complejidad toman dos ideas observadas en la naturaleza:
- el diseño bidimensional de la planta baja de una escuela primaria a partir de instrucciones genéticas;
- y el mismo tipo de diseño recurriendo a fenómenos emergentes (sistemas donde el resultado es superior a la suma de las partes que lo integran: un hormiguero es más “inteligente” y complejo que la suma de todas sus hormigas), en el cual los pasillos alargados y capilares toman protagonismo.
Al comparar el diseño sobre plano de una escuela privada en Maine (rectilínea, racional y euclidiana —geométrica y dominada por espacios con ángulos rectos en torno a tres pasillos que conforman una “I”—) con los planos surgidos del “cultivo” genético (como el ADN de un animal) y emergente (como el diseño de un hormiguero), la diferencia nos hace sonreír.
En los diseños basados en la organización de la vida, aparecen de repente formas que tienden a maximizar el uso del espacio con menos recursos, tales como cámaras cercanas al hexágono y la circunferencia que se agrupan en torno a flujos de actividad y a zonas capilares que recuerdan los intrincados diseños fractales presentes en ramaje, micelios, sistema nervioso o neuronas.
De repente, imaginamos a Santiago Ramón y Cajal dibujando a la tinta, con su impecable trazo, no ya unas neuronas del cerebelo, sino la arquitectura de almacenaje de la información o la planta de un edificio del futuro.
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