Hace un tiempo, un periodista cuyo trabajo sigo y aprecio, al hacer periodismo pese a escribir sobre tecnología (pues la tarea de escribir sobre el mundo tecnológico se ha confundido desde hace tres décadas con el publirreportaje, previo embargo informativo y envío de producto), comentaba por qué una quesera estadounidense habría encontrado, según él, el queso perfecto.
La empresa, comentaba Clive Thompson mientras compartía una información que afirmaba que “el queso procesado estadounidense es perfecto”, habría dado con una fórmula científica —basada en la muy racional y concienzuda labor de cuantificar ingredientes, procesos, aromas, sabor, conservación, etc.—, para lograr objetivamente “el mejor queso”. Y, puntualizaba el periodista, este queso tenía unas características exactas y reproducibles.
Desproveer al queso de su áspera imperfección
La idea de esta fábrica de quesos estadounidense se remonta a los inicios de la industria alimentaria moderna, cuando la producción masiva y la distribución de alimentos logró un alcance global y los mercados de abastos locales empezaron a importar carne, cereales, azúcar y otras materias primas desde alejados centros de producción y comercio por volumen.
The divine-ness of American processed cheese: https://t.co/nMI8UIlzjf Calling @bretdawson’s attention, though he’s probably already read it!
— Clive Thompson (@pomeranian99) September 9, 2016
No pude evitar responder al comentario de Clive Thompson con mi opinión sobre la materia: si una empresa estadounidense afirmaba haber hallado la fórmula que más se acercaba a la excelencia del queso procesado —controlado para que sus propiedades sean inmutables, como los alimentos estrella de las cadenas de comida rápida—, qué menos que reivindicar el carácter estacional, imperfecto, evolutivo de un queso que parte de un acervo cultural y regional concretos.
Mi respuesta no buscaba la polémica, pero sí resaltaba la brecha cultural que se abría en ese momento entre el comentarista tecnológico estadounidense y servidor, producto de los azares de Iberia:
“Mientras tanto [al tiempo que una empresa afirma haber encontrado su quimérica fórmula de la Coca-Cola para producir con precisión matemática el mejor queso procesado], permíteme explorar los quesos rústicos, primitivos, ásperos, imperfectos de la miríada de regiones que los producen.”
Hay que aclarar que Clive Thompson hizo acuse de recibo del mensaje y apretó al “me gusta” en la red social donde se produjo el escueto intercambio, hace ya más de un año y medio.
El epicentro de los quesos tradicionales… y el intento de mercantilizarlos
Durante la I Guerra Mundial, tanto los países europeos neutrales en la contienda —España entre ellos—, como América Latina, se beneficiaron de la demanda de alimentos y manufacturas por parte de las potencias en guerra.
En 1914, el año de inicio de la Gran Guerra, Chicago y Buenos Aires competían como nuevos centros mundiales del comercio de carne y granos. Europa se adentraba en la época convulsa que, en tres décadas, dejaría el continente moral y materialmente devastado.
La riqueza, complejidad e imperfección de los alimentos europeos, capaces de retener sus particularidades locales en un mundo industrializado que se adentraba en lo que el sociólogo Max Weber consideró la era de la burocratización y el desencantamiento, revivió una vez más al fin de la II Guerra Mundial. Gastronomía, pan, quesos, vino, cerveza…
Meanwhile, let me explore the rustic, primitive, rough, imperfect cheeses from the myriad of regions producing them. https://t.co/ggt0FZqVpG
— Nicolás Boullosa (@faircompanies) September 9, 2016
Los procesos industriales no acabaron con “imperfecciones” tan arraigadas que ni siquiera la “jaula de hierro” burocrática a la que se refería Max Weber pudo homogeneizar.
El utilitarismo tecnológico del Nuevo Mundo y la voluntad de racionalizar todos los procesos de la existencia del Bloque Soviético convirtieron a Estados Unidos y la Unión Soviética en territorios no aptos para amantes de variedades queseras y alimentarias locales, alejando a las dos superpotencias de la Guerra Fría y su dialéctica por imponer su modelo económico y social, de esa Europa Occidental devastada y sumida en plena reconstrucción —o, en el sur, una Europa de regímenes autárquicos—, pero presta a recuperar sus tradiciones y variedades culinarias.
Los riesgos de presumir de la medianía
El artículo que proclamaba la supuesta “perfección” del queso procesado estadounidense, aparecía como columna de opinión en un sitio gastronómico, firmado por Kat Kinsman y con un subtítulo tan provocador y seguro de sí mismo como el título: “Lo siento ‘haters’: el queso ‘americano’ es el mejor compañero de desayuno”.
Un tipo de arrogancia acerca de la supuesta superioridad de los productos populares, asequibles y manufacturados en masa, sobre las variedades locales y asociadas con rincones europeos con tradiciones que nos teletransportan a los “atrasados” gremios y procesos del Antiguo Régimen.
La firmante ironiza en su columna que, claro, el sibarita no podrá reconocer la sublime reproducibilidad y perfección matemática del queso procesado de lonchas, asociado con la evolución industrial de una variedad inglesa presente en suelo estadounidense desde las Trece Colonias: el queso cheddar (originario de la localidad inglesa de Cheddar, en el condado de Somerset).
Ecos de viejas películas
Las enormes y económicas barras de “queso americano”, ese cheddar con colorante artificial anaranjado tan denigrado por los jóvenes urbanitas estadounidenses como ubicuo en tiendas y supermercados ajenos al movimiento de alimentos orgánicos, entraron en el recuerdo del país quesero donde me crié, España, a través de las ayudas estadounidenses a inicios de la colaboración entre el régimen franquista y el Bloque Occidental.
La leche en polvo y el queso de los americanos, ayuda simbólica tan alejada del Plan Marshall como la diferencia entre realidad y expectativas del pueblo manchego que aguarda la llegada de la comitiva norteamericana en el clásico cinematográfico de Berlanga Bienvenido Míster Marshall (1953). Muchos hemos oído historias de nuestros padres cuando, de niños, tomaban el desayuno “americano”.
In 2016, 152 million tonnes of whole milk was available to the dairy sector and processed. Of this, 37 % was used to produce cheese and 30 % to produce butter https://t.co/wwc4dkaK3L pic.twitter.com/ueR2Z7bNva
— EU_Eurostat (@EU_Eurostat) January 29, 2018
Eso sí, el recorrido comercial de aquel queso procesado repartido a los niños en las escuelas durante los inicios del Franquismo fue similar al conseguido luego por el avispado industrial gallego hecho a sí mismo Eduardo Barreiros, al intentar importar a las carreteras de la España del desarrollismo los aparatosos y sedientos automóviles norteamericanos: el Dodge Dart español apenas apeteció a algún tecnócrata para cubrir el trayecto entre algún ministerio y el chalé en la sierra madrileña.
La visita a una apartada fábrica de queso procesado cheddar
Toda familia estadounidense criada en los suburbios prósperos de los setenta y ochenta, como la de Kirsten, comparte alguna que otra historia donde aparecen productos exóticos desde el otro lado del Atlántico, hasta hace poco presentes sólo en las películas. Mantequilla de cacahuete y queso cheddar. Y tantas otras cosas.
Así que cuando, hace ya unos años, Kirsten y yo decidimos emprender con nuestros tres hijos (siendo el pequeño apenas un bebé) un largo viaje por carretera a lo largo de la Costa Oeste, desde San Francisco hasta la frontera con Canadá, al entrar en Oregón bromeamos acerca de una visita obligada que acabó produciéndose, pues al fin y al cabo cruzábamos el pueblo en cuestión: Tillamook.
Kirsten explicó lo que evoca ese nombre al estadounidense de a pie. La localidad, un desangelado, regular y poco denso pueblo postindustrial de Oregón, da el nombre al queso procesado cheddar con aspecto y sabor más predecibles y presentes en las tiendas estadounidenses. Y así, la factoría queso anaranjado en barra Tillamook se ha convertido en la única atracción del también condado de Tillamook, con museo y tienda dedicados al procesado, económico y poco pretencioso “queso americano”.
Ladrillos rectangulares de distintos tamaños, con el mismo peso y variedades reconocibles, todas procesadas y con un sabor idéntico, tan intercambiable como dos bienes manufacturados en una cadena de montaje. Celebración anacrónica del viejo modelo industrial basado en economías de escala previo al fenómeno de la deslocalización, también producida en alimentos procesados. Tan símbolo de la transformación de la industria agroalimentaria como las latas Campbell, celebradas por Warhol por la misma banalidad de la próspera sociedad de consumo.
El queso no es Soylent
Algo así evoqué al responder al comentario de Clive Thompson. ¿Se refería al carácter divino del queso procesado por su banal predictibilidad, o por el valor real de ese tipo de producto?
Mi temor entonces era la llega de la mentalidad positivista y cuantificadora de las empresas de Silicon Valley, con sus herramientas y aplicaciones para arreglar o “salvar” el mundo (¿de qué o de quién?), al mercado de alimentos procesados, cuando si algo define el queso que conserve cierto carácter distintivo es la compleja gestión de incertidumbre que esconde su producción: sabor, aromas, textura, colores y demás características del queso dependen de distintos tipos de fermentación de la leche en los que participan distintos microorganismos.
El queso cuenta con centenares de variedades reconocidas en Europa y el resto del mundo, y la diferencia entre variedades, o incluso entre la producción anual de las mismas variedades a cargo de los mismos fabricantes, es distinguible en función de cómo el complejo proceso de fermentación se ha comportando en una partida determinada: la sequía y su relación con pastos y producción láctea, el clima y su humedad, las características del espacio donde el queso ha envejecido, etc.
Las cosechas y añadas del vino, otro producto fermentado, parten de la combinación cronológica de estos elementos azarosos.
La Europa de los quesos
El aroma y aspecto de distintos tipos de queso azul procede de un puñado de bacterias, entre ellas Penicillium y Brevibacterium linens; sin el trabajo de estas bacterias ni los detalles que diferencian a cada una de las partidas y tipologías de los quesos azules, se perdería un humilde pero suculento rincón culinario mundial: cabrales, roquefort, gorgonzola, cambozola, danablu o blue stilton son algunas de estas azarosas maravillas.
El queso es fruto de la fermentación, uno de los métodos de conservación alimentaria más antiguos: bacterias y levaduras han asistido en la elaboración de bebidas alcohólicas y alimentos procesados durante milenios; como la hidromiel, bebida fermentada precursora de la cerveza con bacterias procedentes de la saliva humana y de las pieles animales destinadas a su almacenaje, los primeros quesos adquirieron sus particularidades a partir de los microorganismos gástricos de las pieles de oveja y cabra que contenían la leche almacenada.
El proceso de fermentación permitiría la coagulación de los primeros derivados lácteos, cuya ecología evolucionaría en función del tipo de leche (vaca, cabra, oveja, búfala) y de las bacterias y levaduras que conforman la ecología de cada queso. El proceso elegido, el lugar, la estación, el sistema de almacenaje, el clima o el tipo y calidad de la leche influían sobre el queso elaborado, que a menudo absorbía esporas y bacterias del ambiente, dando pie a nuevas combinaciones.
I am honestly amazed by the wonderful variety of cheeses people created based on pretty much nothing but milk. European cheese map: Trying all cheeses is better than catching all Pokémon. Source: https://t.co/AogtLEzbC9 pic.twitter.com/X39tZnax5F
— Simon Kuestenmacher (@simongerman600) June 4, 2018
Otros productos fermentados, desde el pan a al vino y la cerveza, los encurtidos y las verduras en conserva, dieron de manera fortuita con sus propias combinaciones locales de bacterias de ácido láctico y levaduras, contribuyendo a tradiciones tan ricas y variadas como la que ha convertido el queso en una celebración culinaria (y un lazo viviente con viejos productos y sabores ajenos a las preferencias de las últimas décadas).
Fermentos y queso de leche cruda
Como el queso precede el surgimiento de las primeras civilizaciones con cultura escrita, la reconstrucción de las primeras variedades se ha realizado a partir de muestras de hace cinco milenios, en el advenimiento del Imperio Antiguo de Egipto: un proceso para garantizar la conservación de excedentes de leche animal como complemento alimentario para una civilización que ampliaba rutas comerciales en zonas cálidas y desérticas.
Los primeros quesos, explican los arqueólogos, eran agrios y salados, y su textura variaba desde preparaciones de líquido espeso y grumoso, similar requesón o al queso fresco inglés cottage u otros fermentos lácteos como el kéfir del Cáucaso; o a variedades ancestrales más compactadas pero igualmente resistentes al calor y los largos viajes, como el feta griego.
En ocasiones, la fermentación no sería suficiente para salvaguardar el queso en buen estado, debido a la presencia de patógenos; el empirismo ilustrado dio en el siglo XIX con el origen de las infecciones en organismo, alimentos y entorno, y el proceso de pasteurización, que llevaría el nombre del descubridor e impulsor de la técnica para eliminar patógenos no deseados, Louis Pasteur, originó una controversia en el mundo del queso que llega a nuestros días: ¿puede un queso pasteurizado igualar el sabor y las propiedades probióticas de un queso elaborado con leche “cruda” (no pasteurizada)?
Los queseros más celosos de su labor, cada vez más conocedores de lo que ocurre a escala microscópica en los fermentos y cuajos que preparan, defienden que los cultivos de bacterias beneficiosas presentes en los quesos de leche cruda protegen el producto de la proliferación acelerada de peligrosos patógenos. La leche cruda, argumentan, no es peligrosa cuando se manipula de manera correcta y se deja fermentar con los cultivos oportunos.
El proceso de curado como barrera anti-patógenos
La pasteurización de la leche y sus derivados, o proceso térmico para eliminar patógenos, ha contribuido a erradicar bacterias causantes de enfermedades endémicas hasta el advenimiento de la seguridad alimentaria y la medicina moderna, si bien el proceso elimina mucho más que microbios.
El riesgo patogénico de leche cruda ingerida no es comparable al registrado en quesos de leche cruda, pues las bacterias de la fermentación evitarían la proliferación de microbios perjudiciales.
En un artículo dedicado a la compleja “ciencia” del queso, Wired especifica el procedimiento de las agencias de seguridad alimentaria para minimizar el riesgo de infección con quesos de leche cruda. Un queso que no ha madurado lo suficiente o elaborado por leche cruda manipulada de manera irregular aumenta las posibilidades de contraer algunas dolencias, entre ellas la meningitis.
The science of cheese is more interesting than you think (similar to wine & beer) http://t.co/Yb8M2gQryH via @wired
— Nicolás Boullosa (@faircompanies) March 12, 2014
La leche cruda usada en la industria quesera procede de productores lácteos a los que se requieren condiciones sanitarias estrictas, puestas a prueba en revisiones periódicas. En Estados Unidos y la Unión Europea, el queso de leche cruda aprobado para su comercialización debe haber permanecido al menos 60 días en proceso de curado: las bacterias del propio fermento y la acidez generada por el proceso eliminan los patógenos.
La preeminencia de la levadura
El estudio de la evolución de bebidas como el vino y la cerveza, y de alimentos como el queso y el pan, ofrecen pistas sobre la población europea: la tolerancia de la población por la ingesta regular de alcohol de baja gradación y de alimentos con alto contenido de lactosa (leche y sus derivados), así como una variedad de panes y levaduras que evocan gustos y cosechas de otras épocas.
En su ensayo The Rise of Yeast, Nicholas Money realiza un interesante recorrido por la ninguneada importancia de la levadura en el auge de las civilizaciones. La domesticación de animales y plantas del neolítico, clave en el surgimiento de la especialización propia de la vida urbana, no se entendería sin los hongos eucariotas que conocemos como levaduras, capaces de transformar azúcares en distintas sustancias a través de dos tipos de fermentación: alcohólica y láctica.
Los europeos revelan su convivencia ancestral con ambos procesos fúngicos al demostrar una tolerancia a las enzimas del alcohol y la lactosa muy superiores a las de otras poblaciones: a medida que nos desplazamos del epicentro en Europa Occidental del vino, la cerveza y el queso hacia el sur o el este, más disminuye la tolerancia a enzimas del alcohol y lactosa.
Hijos del fermento
Sin levaduras, en definitiva, el pan no se inflaría; la cerveza carecería de burbujas, espuma y parte de su sabor, así como su alcohol; el vino permanecería como mosto (el vinagre experimenta otro tipo de fermentado donde ácido acético sustituye a alcohol)… y el queso no cuajaría ni podría enriquecer sus propiedades nutricionales, aromáticas o de sabor. Leche rancia, en definitiva.
La fermentación de la leche, el trigo y la vid dieron pie a las civilizaciones del extremo occidental de Eurasia, condicionando, de paso, la propia evolución de poblaciones y territorio.
Brian Handwerk escribe en la revista Smithsonian cómo la preparación e ingesta de alimentos fermentados nos condicionó biológica y culturalmente.
Aliándonos con los mejores microorganismos
Los alimentos no son nunca inocentes, tal y como ha explorado en profundidad el experto en fermentos y ensayista Sandor Katz, autor del ensayo Wild Fermentation, que ha contribuido desde su publicación en 2003 al renacimiento de alimentos y bebidas a partir de viejas técnicas y fermentos de infinidad de culturas, hasta el punto de entrar en las estanterías de la industria alimentaria, cuyos productos y bebidas han tomado nota.
How Cheese, Wheat and Alcohol Shaped Human Evolution https://t.co/DovqTPy8HW via @SmithsonianMag
— PaleoAnthropology+ (@Qafzeh) May 26, 2018
Sin el impacto de Wild Fermentation, difícilmente el miso, el kéfir, el nattō o la kombucha habrían salido de pequeños nichos tradicionales y contraculturales.
El queso, la cerveza o el vino nos recuerdan las miserias de la mentalidad reduccionista de los proyectos etiquetados como “tecnológicos”: no se puede sustituir la riqueza de un producto fruto de unas características “emergentes” (donde el resultado es superior a la mera suma de sus elementos integrantes), por compuestos nutritivos que, como Soylent, prometen ofrecer nutrición sin cultura, alimento desarraigado de todo el contexto que nos hace humanos.
El reencantamiento, o proceso de reconexión con la naturaleza y con nuestros propios instintos —arrinconados por dos milenios de dualismo platónico entre soma y psiqué—, empezará reconociendo lo que los productos fermentados nos cuentan de nosotros mismos, celebrando la transitoriedad del momento, el lugar, la cosecha, los procesos. El aroma y el sabor.