Cuando el autor de un libro sobre filosofía estoica es requerido por el popular blog Boing Boing para escribir sobre los “estoicos del siglo XXI y la transformación estoica“, algo está ocurriendo con las filosofías de vida, aunque sea de un modo todavía incipiente. Interesan cada vez más al gran público, desengañado por el hedonismo y las religiones tradicionales.
El filósofo griego Epicteto, el cordobés Séneca y el también hispano Marco Aurelio, emperador y filósofo de la vida a la vez, salen de los aburridos departamentos universitarios de filosofía y son leídos por jóvenes de todo el mundo, supuestos miembros de generaciones más relacionadas con el cliché del hedonismo más superficial e impulsivo.
El contexto: crítica a la totalidad, falta de autocrítica
Pese a la sensación de opacidad que las instituciones que rigen el mundo ofrecen a la ciudadanía, nunca antes ha habido tanto acceso a fuentes de información como en la actualidad, lo que ha generado nuevas afecciones cognitivas, entre ellas la sobrecarga informativa, que puede incidir incluso sobre el bienestar mental, dicen el consultor David Rock y el profesor de medicina en UCLA David Siegel.
Sea como fuere, nuestra avidez para consumir información y opinar sobre las recetas que necesita el mundo en su conjunto no es acompañada por un interés en cambiar nuestra propia existencia, empezando por analizarnos a nosotros mismos y cambiar lo que no nos gusta. La filosofía de vida no sólo no es practicada por la mayoría, sino que no forma parte siquiera del vocabulario cotidiano.
En el sentido formal, la filosofía de vida es el estudio académico de la metafísica, ética, epistemología, lógica y filosofía social. Aplicada al individuo, equivale al modo de vida de cada uno, cuyo objetivo es resolver las cuestiones existenciales de nuestra condición humana, que no han cambiado desde los clásicos ni lo harán en el futuro. Seguimos siendo mortales, sufriendo, preguntándonos acerca del universo, definiendo lo que es y no es correcto.
Si la filosofía de vida puede ayudarnos a definir nuestras respuestas a las grandes preguntas sobre la existencia, ¿por qué permanece ajena a la cultura popular?
God Save the Queen
Está de moda dar lecciones para cambiar la sociedad desde la raíz, tras apelar al nihilismo y hacer una enmienda a la totalidad, pero el renacido activismo para denunciar las incoherencias de las instituciones que regulan nuestra vida no es acompañado por un mayor interés en las filosofías de vida.
Cambiamos el mundo en una conversación de ascensor o con el taxista y culpamos al “sistema” o al voluble viscoso “otro” de los problemas del Universo. Todo es culpa de la conspiración de siempre y vamos de mal en peor, decimos.
Hasta hace poco, pensaba que se trataba de un fenómeno local, atribuible al sur de Europa, donde problemas como el paro (sobre todo, el juvenil) o la percepción de la corrupción son especialmente preocupantes. Me ha bastado cambiar de continente y pasar unas semanas en Estados Unidos para darme cuenta de que la perplejidad ante las disfunciones de lo colectivo (la política, la economía y los famosos “mercados”), es una corriente generalizada en los países desarrollados.
En Estados Unidos, el enfado se ha centrado en el culebrón representado por demócratas y republicanos en torno al límite de gasto público, que han llevado al país a aprobar unos números que no gustan a nadie cuando ya no quedaba otra, ya que la ruptura de las conversaciones habría llevado al país a la bancarrota.
Por qué negar el sano ejercicio de analizarse a uno mismo
Pero hacer una enmienda a la totalidad y adoptar una actitud victimista tienen un gran inconveniente: libran al individuo de toda responsabilidad en torno a los problemas y frustraciones individuales. Si buscamos un cambio en la sociedad, ¿por qué no empezamos por nosotros mismos? ¿Cuándo fue la última vez que tratamos de adoptar una filosofía de vida, si acaso nos lo hemos planteado nunca?
No importa la cultura o el entorno del que partamos. Si somos ciudadanos del presente, difícilmente relacionaremos la filosofía con nuestra propia vida, ni mucho menos la percibiremos como herramienta útil y absolutamente vigente para mejorar nuestra existencia y hacer que nuestro entorno sea mejor para nosotros y las personas con las que interactuamos.
Quizá parte del rechazo a la filosofía como herramienta actual, útil y plenamente vigente, es nuestra primera toma de contacto con la materia: la educación aburrida y excesivamente reglada de la enseñanza secundaria, que nos obliga a repetir como cotorras o a aprender sin capacidad crítica información básica sobre las principales corrientas filosóficas clásicas y las que partieron de la Ilustración. Consecuencias: aburrimiento, falta de provocación intelectual y fracaso al tratar de atraer la curiosidad de los jóvenes.
Las partes y el todo
Si el primer chapuzón en la filosofía suele ser aburrido e intimidatorio, no deberíamos culparnos de considerar la filosofía como poco menos que una asignatura de instituto o de primer ciclo universitario, demasiado aburrida o abstracta, hasta el punto de guardarla en el cajón cerebral de las matemáticas y otros artefactos de la lógica booleana.
¿Qué tiene que ver la filosofía con los problemas colectivos? Mi intención no es hablar haciendo círculos, sino resaltar que oigo mucha repetición de problemas colectivos y poco análisis de las existencias individuales. El individuo es, al fin y al cabo, la unidad del todo, y según los clásicos la filosofía de vida es el método para que el individuo alcance la plenitud durante su existencia.
¿Sirve para la actualidad? Es lo que he tratado de responderme a mí mismo durante los últimos años, al fundar una empresa con Kirsten Dirksen, mi mujer, al tiempo que creábamos una familia y nos planteábamos, conjuntamente y por separado, qué gratificaciones son superfluas y contraproducentes a largo plazo y qué otras son, por el contrario, el fruto del bienestar duradero.
Cuando la “memo” de Jerry Maguire no es suficiente
Yo mismo no relacioné al principio esta búsqueda con lo que los clásicos llamaban filosofía de vida. Al fin y al cabo, recordemos, la “filosofía” no es más que la asignatura ladrillo que guardamos en el rincón cerebral de las matemáticas y otros artilugios poco gratificantes para el común de los mortales.
Luego, con la ayuda de lecturas desordenadas (algún libro, mucho Internet), películas, conversaciones y experiencias en primera persona, me planteé buscar mi propia filosofía de vida, un plan a largo plazo, cocinado a fuego lento, que supuestamente me ayude a alcanzar mis sueños, unos años después de darme cuenta, como muchos otros, que la catarsis a lo Jerry Maguire (cambiar radicalmente y abandonar el hedonismo por una actitud más profunda tras una experiencia traumática, una separación y una “memo”, en el caso del protagonista de esta película) no sirve de comodín.
¿Una “guía para la buena vida”?
Investigando a la manera “capilar” (neuronal, si se prefiere) que sólo Internet permite, llegué al libro A Guide to the Good Life, escrito de manera amena, entretenida y poco pretenciosa por el profesor de filosofía estadounidense William B. Irvine.
El hallazgo me animó a incluir su reseña en el artículo 10 libros esenciales sobre vida sencilla y minimalismo, que escribí hace unos meses para *faircompanies, tras no hallar un texto parecido en Internet (ni siquiera en inglés).
Realizando una investigación para un libro previo, Irvine había investigado durante un tiempo sobre las distintas religiones y filosofías clásicas, y cómo éstas se relacionan con el deseo.
Incluso siendo él mismo profesor de filosofía, Irvine reconoce en la introducción de A Guide to the Good Life que no sintió hasta empezar a investigar para su primer libro (On Desire) la necesidad de reflexionar sobre una filosofía de la vida.
“En cambio, me sentía cómodo con lo que es, para casi todo el mundo, la filosofía de vida por defecto: dedicar los días de uno a buscar una mezcla interesante de afluencia, posición social y placer”, explica Irvine. “Mi filosofía de vida, en otras palabras, era lo que puede ser caritativamente llamado una manera ilustrada de hedonismo”.
Encuentro con el estoicismo
Suscribo las palabras de Irvine. Su casual encuentro con el estoicismo a raíz de su investigación sobre el deseo le situó ante las mismas sensaciones que yo mismo experimenté en los últimos años, al llegar a los filósofos de esta corriente haciendo mi propia investigación sobre el sentido de la vida, lo que realmente quería conseguir, y qué podía esperar de mis retos personales y profesionales.
En primer lugar, existe una histórica conflagración semántica que ha deformado el auténtico significado de la palabra estoico. En el diccionario de la Real Academia Española de la lengua, “estoico” es definido, además de como el individuo que sigue la doctrina filosófica del estoicismo, como “fuerte, ecuánime ante la desgracia”.
Vamos, un resignado, un infeliz, alguien que no tiene las agallas para disfrutar de la vida a lo grande, como los hedonistas y epicúreos. La definición en inglés, curiosamente, ha evolucionado por los mismos derroteros, como se comprueba en la entrada tanto en el Merrian Webster o como en el diccionario de Cambridge. El estoico es poco menos que un masoca, un indolente o ambas cosas, según la definición de los diccionarios modernos, ya que éstos destacan la “indiferencia aparente o declarada ante el placer o el dolor”.
William B. Irvine escribe lo chocante de esta falsedad, que intenta restar mérito a las obras de Séneca y Marco Aurelio sobre la importancia de disfrutar la vida, aunque para ellos, disfrutar no signifique desenfreno ni atención continuada a la insaciabilidad de nuestros impulsos.
Más que reprimidos indolentes y anodinos, los estoicos clásicos fueron, recuerda Irvine, fueron valientes, moderados, sensatos y autodisciplinados. También insistieron en la importancia de cumplir con nuestras obligaciones y de ayudar al prójimo. Muchos compartimos estos valores.
Epicúreos, escépticos y estoicos
Mientras escribía On Desire, William B. Irvine examinó el consejo que las principales religiones (cristianismo, hinduísmo, taoísmo, sufismo y budismo) ofrecían para dominar el deseo y sacar de él el mejor partido. En el contexto de la investigación, revisó la filosofía clásica y sólo encontró un puñado de filósofos que habían desarrollado consejos coherentes para gestionar el deseo: epicúreos, escépticos y estoicos.
Como yo también había comprobado con lecturas deshilachadas de algún libro, entradas de Wikipedia en distintos idioma y un par de libros de referencia, los estoicos fueron la única de las tres corrientes en hablar sobre el deseo que, a la vez, vislumbraron la importancia del componente psicológico en la existencia humana. Los estoicos llegaron a la conclusión de que una vida plagada de emociones negativas -ira, ansiedad, miedo, tristeza, envidia-, no conduce a una buena existencia.
Los estoicos se convirtieron en los psicólogos cognitivos más refinados del mundo clásico y, explica Irvine, “desarrollaron técnicas para prevenir las arremetidas de las emociones negativas, así como para extinguirlas cuando los intentos de prevención habían fallado”.
El secreto está en la mesura
Durante su investigación acerca de la importancia de gestionar el deseo, Irvine descubrió un “prácticamente unánime acuerdo entre la gente clarividente de que difícilmente tendremos una vida provechosa a menos que podamos superar nuestra insaciabilidad”.
Asimismo, encontró ecuanimidad en que un modo maravilloso de calmar nuestra tendencia a querer cada vez más consiste en auto-convencernos de que seguimos queriendo (“deseando”, aunque es un deseo libre de pulsión) las cosas que ya tenemos, sean materiales o inmateriales.
Pero, ¿cómo lograr superar nuestra insaciabilidad de manera consistente y no convertirlo en una cuestión de “abstinencia”, “limitación” o “infelicidad”? A diferencia de las religiones, que tienden a castigar el exceso, sin ofrecer alternativas comprensibles y que apelen al raciocinio, y de las otras corrientes filosóficas, que no ofrecen consejos sobre cómo vivir la vida, los estoicos respondieron a esta pregunta con coherencia.
En otras palabras, el modo de alcanzar la plenitud (la libertad, la tranquilidad) consistía, según los estoicos clásicos, en evitar el exceso de las comodidades materiales, la fortuna externa, y centrarse en los principios de la razón y la virtud (imperturbabilidad o ataraxia).
El arte de vivir
La virtud consistía, según los estoicos, en vivir de acuerdo con la razón y disfrutar de los placeres de la vida sin que se conviertan en obsesiones insaciables (pathos).
La pasión es difícil de controlar, como las reacciones extremas de dolor, placer, temor. Los estoicos no negaron la condición humana de estos rasgos, sino que pensaron en una herramienta útil para hacer frente al carácter destructivo de estos impulsos cuando se desbocan: las reacciones pueden dominarse -concluyeron- con el autocontrol (que procede de la razón y la práctica), la impasibilidad y la impertubabilidad (ataraxia).
Según Epicteto, “La filosofía no promete asegurar nada externo al hombre: en otro caso supondría admitir algo que se encuentra más allá de su verdadero objeto de estudio y materia. Pues del mismo modo en que el material del carpintero es la madera, y el del escultor, el bronce, el objeto del arte de vivir es la propia vida de cada cual”.
Leer las soluciones de los estoicos a los grandes problemas de la existencia humana es reencontrarse con las ideas de Joan Lluís Vives, Baruch Spinoza, John Toland, Henry David Thoreau o Mohandas Gandhi, todos influenciados por esta corriente filosófica de carácter panteísta.
La desobediencia civil de Thoreau, adoptada por su discípulo en el siglo XX, Mohandas Gandhi, parte de las lecturas de los estoicos clásicos realizadas por Thoreau.
“Fui a buscar el budismo y me encontré con el estoicismo”
William B. Irvine relata en la introducción de su libro A Guide to the Good Life cómo aprovechó su investigación acerca de cómo las distintas religiones y corrientes filosóficas tratan el deseo para profundizar en el budismo zen, ya que intuía que podía convertirse en parte de su vida.
“Había estado intrigado por el budismo zen durante un largo tiempo e imaginé que, al estudiarlo más de cerca en relación con mi investigación, me convertiría”. Pero lo que encontró, para su sorpresa, fueron las numerosas cosas en común entre el estoicismo y el budismo.
Tanto estoicismo como budismo destacan la importancia de contemplar la naturaleza transitoria del mundo y la importancia de dominar el deseo, en lugar de reprimirlo con plegarias incomprensibles o castigos (como recomiendan las tres religiones de Abraham). Asimismo, estoicismo y budismo recomiendan perseguir la tranquilidad y nos aconsejan cómo obtenerla y mantenerla.
Consecuencia: Irvine se sintió más atraído por el estoicismo, pese a que había iniciado la investigación sin siquiera habérselo planteado. “Llegué a la conclusión de que el estoicismo se ajustaba más que el budismo a mi naturaleza analítica”.
Cuando la religión populista fagocitó la elegante sencillez estoica
Irvine se considera como una simple voz de los que quisieron ser budistas y encontraron el estoicismo por el camino, sintiéndose finalmente más atraídos por la corriente clásica, que había sido la filosofía de vida más extendida entre las clases educadas y privilegiadas del Imperio Romano, a diferencia de la considerada populista y poco racional religión del populacho, el cristianismo, que acabaría apropiándose, aunque con torpeza, de los principales preceptos de Epicteto, Séneca y Marco Aurelio.
Sólo los intérpretes más radicales del cristianismo despojaron de liturgia las enseñanzas estoicas, al menos en lo que a filosofía de vida se refiere. Debido a su atrevimiento, muchos acabaron mal parados, como el brillante Giordano Bruno, quemado en la hoguera, o el valenciano universal Joan Lluís Vives, perseguido por Roma.
Otros se situaron en las fronteras del catolicismo sin abandonarlo, abrazando la esencia del estoicismo, como Francisco de Asís (franciscano) y Roger Bacon (franciscano); Mientras otros decidieron abandonar Roma, sin por ello desentenderse de la coraza del cristianismo y adoptando algunos preceptos estoicos, como Martín Lutero (declarado hereje por Roma) y Juan Calvino (declarado hereje por Roma).
Sin escuelas de “la buena vida”
Actualmente, si queremos buscar a un filósofo, el lugar donde hay que buscar es el aburrido y a menudo olvidado departamento de filosofía de alguna universidad segundona. “No siempre ha sido así”, recuerda William B. Irvine. Los filósofos clásicos enseñaron sus ideas a sus discípulos y acabaron formando escuelas, en las que se enseñaban distintas áreas de la filosofía (lógica, metafísica, etcétera), pero sólo porque pensaban que ahondar en este interés les ayudaría a desarrollar una filosofía de vida.
Quienes buscan una filosofía de vida en la actualidad deben conformarse con el uso de herramientas como Internet; la lectura de los clásicos, que no es poco; deshilachados artículos, como este mismo; y libros dedicados a quienes buscan una filosofía de vida. Es el caso del recomendable A Guide to the Good Life, de William B. Irvine.
Qué menos que acabar con una cita del cordobés universal Lucio Anneo Séneca: “Seguir la vida mejor, no la más agradable, de modo que el placer no sea el guía, sino el compañero de la voluntad recta y buena. Pues es la naturaleza quien tiene que guiarnos; la razón la observa y la consulta. Si conservamos con cuidado y sin temor nuestras dotes corporales y nuestras aptitudes naturales, como bienes fugaces y dados para un día, si no sufrimos su servidumbre y no nos dominan las cosas externas; si los placeres fortuitos del cuerpo tienen para nosotros el mismo puesto que en campaña los auxiliares y las tropas ligeras (sirven para servir, no mandar)”.