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Crear más allá del aire de los tiempos: Rilke, Pessoa y Kafka

Zeitgeist. Recurrimos a un término alemán para referirnos al espíritu del tiempo en que vivimos, un contexto compartido que hace que ideas, decepciones, traumas, pasiones o sinsabores floten en el aire, el clima social e intelectual de una era del que es difícil, cuando no imposible, abstraerse.

Las metas, fobias y obsesiones de cada época contribuyen al surgimiento —o estancamiento, deformación, etc.— de conceptos, invenciones, ideologías, estrategias de confrontación. Las grandes tendencias de cada época impregnan la realidad con inercia imparable, y sólo quienes logran separar la moda que muta en la superficie de los cambios más profundos y lentos logran conservar cierta independencia de espíritu, como si las prisas del momento histórico no estuvieran hechas para ellos.

Pessoa (que eliminó el acento diacrítico de su apellido para confundirlo con “pessoa”, persona en portugués —alguien, o nadie—), paseando por la Baixa de Lisboa

El propio concepto de “zeitgeist” logrará su apogeo gracias al auge del idealismo alemán en el siglo XIX, cuando Hegel logre influir sobre las principales tendencias de una época, recurriendo a la teoría historicista y apostándolo todo a la influencia de la dialéctica: la reacción a la modernidad a cargo de románticos y nacionalistas (interesados en volver a un pasado idílico); así como la llamada a la lucha de clases para crear una nueva realidad más justa (materialismo dialéctico).

Cuando el historicismo sustituyó a la Iglesia

Marginados y carentes de popularidad en vida, los críticos al idealismo (Schopenhauer, quien se burlará de la supuesta grandeza del destino de personas y pueblos que postulan Hegel y Herder; Kierkegaard, que reivindicó la subjetividad de la experiencia humana; y Nietzsche, que comparará a los idealistas con la última degeneración de un modelo de pensamiento según él agotado, el platonismo), sabrán que un mundo sin grandes creencias religiosas tratará de establecer nuevas “religiones”.

Al avanzarse al espíritu de su tiempo y reflexionar sobre lo que todavía no había llegado, estos tres pensadores carecieron de audiencia, respeto público e influencia en su época, pero su estatura no ha parado de crecer de manera proporcional a la decadencia del pensamiento hegeliano.

Tres proscritos del espíritu de su tiempo, incapaces de conformarse y disfrutar de las conferencias de Hegel, los panfletos de Marx y Engels, el romanticismo que añoraba el mundo caballeresco del Antiguo Régimen, etc. Los tres conscientes, cada uno a su manera, que nacionalismo, materialismo dialéctico y movimientos reaccionarios eran distintas expresiones de un mismo mal de época: la crisis del idealismo y la incapacidad para alumbrar una nueva visión del mundo que contentara las distintas convulsiones expuestas por la Ilustración.

Pensadores que evitaron a Hegel en el XIX

Está sujeto a interpretación eterna hasta qué punto la intuición llevó a Schopenhauer a prever la llegada del nihilismo; hasta qué punto Kierkegaard fue consciente de que cualquier intento de revivir la fuerza primitiva del cristianismo —celebrando, por ejemplo, el carácter humano y falible de las escrituras— demandaba esfuerzo y se circunscribiría a un puñado de lunáticos; hasta qué punto Nietzsche avanzó el mundo en que vivimos, un postmodernismo digitalizado donde triunfa el individualismo de las apariencias y donde escasea la autenticidad que surge de tomar riesgos, probar y crear cosas nuevas.

El idealismo de Hegel y sus numerosos imitadores, inspirados en la aspiración científica de este sistema filosófico que trataba de sustituir a la realidad nombrando sus supuestos mecanismos, cantaba la llegada de una supuesta época gloriosa de la técnica al servicio de los grandes ideales de la colectividad (sea ésta pueblo, clase social, rebaño religioso o las tres cosas a la vez). En cambio, Schopenhauer, Kierkegaard y, sobre todo, Nietzsche, observarán la época como testimonio aplastante de la decadencia y agotamiento de viejas ideas, un más de lo mismo con ropaje científico.

Rainer Maria Rilke

Lo decadente podía sólo combatirse desde el quijotismo: afirmando la vida desde la individualidad y más allá de la zona de influencia del “zeitgeist”, ese remolino de los tiempos que atrae a todo el mundo a supuestas luchas y revoluciones que, a menudo, son celebraciones expiatorias del continuismo: la manifestación política y social del siglo XIX había tomado el relevo a los grandes espectáculos de sacrificio público: el castigo de reos y herejes en la plaza pública, insoportable desde los excesos de Robespierre durante el Terror.

La dificultad de evitar la muchedumbre

Pasan las décadas y los supuestos perdedores que reflexionan en los márgenes de la filosofía son reivindicados por vanguardias e instituciones académicas: de repente, las reflexiones sobre subjetividad, importancia del punto de vista, carácter fluido de la conciencia o afirmación de la propia vida como contraposición a los ideales del colectivo ganan adeptos entre la intelectualidad ácrata, marginal y contestataria.

Sin embargo, las grandes corrientes surgidas del idealismo hegeliano ocuparán el “zeitgeist” de la primera mitad del siglo XX: las atrocidades de la Gran Guerra inaugurarán el arte de los fragmentos y la desolación, mientras las artes plásticas de los creadores que exploran nuevos terrenos y lenguajes serán catalogadas como Entartete Kunst (arte degenerado).

Lejos de los círculos de influencia de su época, varios individuos “grises” de la Europa resquebrajada entre la decadencia del viejo lenguaje burgués y la no menos inquietante violencia autoritaria de movimientos de “regeneración” (grupúsculos que alimentarán revoluciones obreras y “nacionales”), se ocultarán de las miserias del aire de los tiempos en una vida anodina, aparentemente conformista y antiheroica.

Pessoa flâneur: pudiendo elegir gran urbe anglosajona, París (aprendió francés a fuerza de leer en esta lengua) o acaso Brasil, el escritor portugués eligió llevar una vida discreta y espartana, para concentrar toda su energía en su proyecto de “retorno” de una obra en portugués a la altura de Luís de Camões

Algunos de ellos deambularán por la vida sin la flema necesaria de la contestación enérgica, y evitarán las fórmulas del éxito inmediato entre la audiencia de su tiempo. En España, un ácrata gallego con aires aristocráticos acuñará una palabra, “esperpento”, al referirse al contexto afrontado por su antihéroe de la corta obra teatral Luces de bohemia, Max Estrella, tras el cual se oculta un don nadie más de las letras, ciego y desahuciado en un sótano húmedo de un Madrid hambriento, el escritor excesivo Alejandro Sawa (“hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales”).

Hijos del “desencantamiento”

Estrella, con su mala estrella, agotado compañero de juergas de Don Latino de Híspalis, es un grito de su tiempo, un canto a la angustia universal (el “zeitgeist” de una época plasmado por el pintor expresionista noruego Edvard Munch —que también había retratado a Nietzsche— en El grito) desde el punto de vista de la denuncia de los fracasos y deformidades de Iberia (Del pasado efímero, poema de Machado, lo expresa mejor que cualquier párrafo de síntesis).

En esa época convulsa, otros seres lúcidos deciden no decantarse por la autodestrucción y el esperpento. Se identifican con una nueva manera de observar la realidad, y experimentan maneras de describir la situación existencial de inicios del siglo XX, cuando la opción aparentemente más lúcida pasa por el nihilismo (o así lo pensará en un inicio Albert Camus, un joven de la Argelia francesa que malvive como reportero en París).

No requiere presentación; imagen icónica de un escritor icónico que, sin embargo, no es tan leído como mencionado (a menudo en vano o sin conocimiento de causa ni contexto)

Esta generación de “outsiders” ajenos a los movimientos revolucionarios y reaccionarios que convulsionan Europa, constata los aciertos de los proto-existencialistas del XIX: el sociólogo Max Weber reconocerá que figuras como Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche habían hablado del desencantamiento del mundo.

Para Nietzsche (que mira al siglo XX y al XXI desde el XIX), la relación de conflicto entre los desencantados y la realidad del momento sólo puede pasar por el acto de crear: apreciar o construir algo original es una celebración, dice Nietzsche, no sólo del momento en que ocurre, sino de toda la eternidad.

Los autores marginales que buscaron un “reencantamiento”

Narcisismo, desencantamiento del mundo (no confundir con “desencanto”), dolor ante la comprensión de los horrores del momento histórico y el vacío de comprobar la debilidad de las posturas religiosas e idealistas (si Dios ha muerto, el nacionalismo, el comunismo o el nacionalsocialismo son engendros de algo ya inerte desde el origen). En esta primera mitad del siglo XX, algunos de los más lúcidos asumirán un rol cotidiano bajo, mediocre, irrelevante.

Algunos de estos seres apocados en su aspecto físico y proyección pública (cuando llegan a tenerla), comparten inquietudes y, en la soledad de sus cuartuchos —acabada la jornada en un despacho de segunda en una ciudad de segunda, o en algún destartalado departamento universitario—, librarán la batalla más titánica de su época: definir nuevas expresiones de la relación entre sujeto y objeto, observador y observado; describir la situación del hombre contemporáneo entre la tierra baldía arrasada por los idealismos; situar a la expresión artística a la altura de los descubrimientos en física (relatividad general y física de partículas).

En el terreno de la literatura, los argonautas del desencantamiento de inicios del siglo XX combinarán su vida pública anodina con una oculta tarea titánica. Si recurrimos a la tríada, como hemos hecho con la filosofía pre-existencialista, podemos hablar del viaje de descubrimiento de Fernando Pessoa, Rainer Maria Rilke y Franz Kafka.

Cada uno de ellos describirá el nuevo estado de complejidad (reflexionando sobre una conciencia fluida y casi siempre vacía y egoísta, obsesión por la muerte y la transitoriedad, relación cercana con el trauma psíquico y la locura…) en obras imposibles que sólo aparecerán como magnánimas cuando sus creadores hayan muerto. El “reencantamiento” será sólo posible en la obra, la creación, el legado, que tomará vida en las manos de cada lector. La afirmación nietzscheana, si ha durado un instante, habrá alcanzado la única eternidad posible.

La coartada del diario íntimo: Rilke, Pessoa, Kafka

Los tres elegirán en estas obras un tono de diario íntimo, y los tres dejarán que esa conciencia, que nunca ha estado prefijada, se exprese con sus distintas voces y perspectivas. Recurriendo a un formato de diario íntimo, real o ficticio, Rilke (en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge), Pessoa (en el Libro del desasosiego) y Kafka (Diarios) exploraban un nuevo territorio sin usar red, como los funambulistas que tratan de sortear a la muchedumbre de la plaza pública desplazándose por la cuerda floja en Así habló Zaratustra.

El expresionismo abstracto al que Rilke recurre inspiró tanto como las parábolas de Nietzsche a la nueva generación de filósofos que abordaron la condición humana en momentos de violencia y vacío (Malte fue esencial para que Sartre escribiera La náusea).

Pessoa trató de escribir en inglés, pero su prosa en esta lengua era preciosista y desprovista de contexto contemporáneo (de nuevo, el conflicto con el “zeitgeist”)

Pessoa, traductor de notas de comercio en la Baixa de Lisboa y solterón solitario de vida austera, murió sin poder compilar y preparar él mismo una edición corregida y viable de su Libro del desasosiego, obra que, quizá repasada por el autor, acaso hubiera perdido su carácter de obra a vida o muerte: un trabajo capaz de confirmar la llegada de un “Supra-Camões”; un duelo con la existencia de un autor que suprimió el acento circunflexo de su apellido (en realidad, “Pessôa”), para confundirse con “persona”. Un don nadie. Alguien intercambiable. “Persona” como sinónimo ambivalente de “alguien” y “nadie”.

Autor múltiple que dio vida a decenas de heterónimos con obra, ideología y personalidad propias, Pessoa eligió a su alter ego más próximo, al que apeló semi-heterónimo por su proximidad íntima con él, como autor de su Libro del desasosiego, Bernardo Soares.

Persona

Pessoa dirá de Soares que escribe razonablemente bien, aunque con alguna que otra imperfección gramatical o estilística. El portugués del maestro Alberto Caeiro, dice Pessoa, no es nada del otro mundo, si bien sus dos discípulos principales, Álvaro de Campos y Ricardo Reis, escriben notablemente y con un exquisito (pero excesivo) purismo lingüístico, respectivamente.

Acosado por el aire de su tiempo, Franz Kafka mostró en su vida la indecisión y el fatalismo de sus personajes, cuya incapacidad para alejarse de situaciones trágicas o reencauzar malentendidos causa… lo que Pessoa llama desasosiego. Como Rilke y Pessoa, Kafka tomó el existencialismo y el expresionismo para explorar su propio camino. En vida, no obstante, Kafka padeció el trauma de la Gran Guerra y optó por acomodarse a los deseos de su padre, buscándose un empleo decente, un “Brotberuf” de vendedor de seguros con el que comer y así poder escribir en los ratos libres.

En su actividad de los “ratos” libres, el enfermizo corredor de seguros erigió la obra que mejor retrata la angustia del individuo lúcido al reconocer la inercia implacable de la maquinaria burocrática que encauza la vida de la población en las sociedades modernas.

El legado de Bernardo Soares

Sus Diarios son mucho más que meras reflexiones sobre su vida anodina, la literatura, los amigos, el sexo, la esperanza, la angustia, la repulsión que siente de sí mismo, la comprensión del horror del que el ser humano es capaz, la parálisis al comprender la libertad personal de poder decidir sobre el propio camino.

Los Diarios de Kafka son la expresión de un autor que se entrega a la substanciación de su salud física por la vitalidad de su obra, epistolario y diarios íntimos.

Rainer Maria Rilke retratado en el castillo de Muzot (suiza), propiedad de Werner Reinhart

El aspecto de los tres —Rilke, Pessoa, Kafka— será tan débil como su salud. Los tres morirán jóvenes, aunque en los últimos años de vida se paseen apocados, con un aspecto demasiado envejecido para su edad.

Han visto el (t)error del siglo XX, pero se acercan al fin con la certidumbre de haber explorado nuevos caminos literarios en la forma y el fondo.

En cierto modo, vivieron como un heterónimo de su “yo” literario, buscando la austera aspereza de la “vida contemplativa”, pues decidieron quemar las naves en su aventura creadora, aunque ello significara sacrificar cualquier vanidad de reconocimiento en vida.