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Cuando China, India y Brasil disparan su consumo de carne roja

Nos gusta tanto la carne, que las principales sociedades del neolítico amaestraron animales para garantizar el consumo regular de proteína animal, una estrategia que ha llevado a la humanidad a criar tantos animales para alimentarse que se calcula que la biomasa de los mamíferos de la tierra se ha cuadruplicado desde la Edad de Piedra.

Nuestro apetito por la carne —sobre todo la de mayor impacto sobre el medio y la salud, la carne roja— ha transformado el mundo, pero retrocede entre la población informada y concienciada de los países más desarrollados. ¿Podrá esta tendencia incipiente influir sobre un clima de opinión que frene el apetito de los países con rentas medias por emular el consumo cárnico del patrón de dieta occidental?

¿Con qué autoridad se puede aconsejar sobre hábitos creados y promovidos por el modelo de ganadería intensiva occidental?

¿Qué resta de un animal sensible cuando éste es reducido a unidad de producción intensiva de leche y carne?

A finales del siglo XIX, el transporte ferroviario y a través de lagos y canales fluviales, transformaron para siempre la cría, proceso, distribución y consumo de carne, y convirtió a epicentros de regiones ganaderas, como Chicago y Buenos Aires, en centros de abastos internacionales.

El apetito de los protagonistas de la gran migración

A finales del siglo XX y a medida que se aceleraba la urbanización en India, China y otros países asiáticos, el transporte por carretera y ferroviario conectó regiones hasta entonces remotas y ajenas a la producción intensiva en fuentes de suministro de carne y otros alimentos.

En los últimos años, la mayor migración del campo a la ciudad de la historia, producida desde el interior de China a la capital y las urbes concentradas en la costa y el sur del país, ha servido también para refutar una hipótesis sobre dietas a escala de civilización.

Según esta hipótesis, las dietas asiáticas evitarían los peores excesos de la dieta occidental, tales como el abuso de azúcares, carne roja y derivados cárnicos; al fin y al cabo, las tradiciones culinarias milenarias implantadas destacan por la variedad y el consumo de verduras, pescado, proteína vegetal y procesos que favorecen una nutrición de menor impacto, como el malteado y la fermentación.

Sin embargo, la nueva clase media de China, India y el resto de la región ha aumentado de manera dramática su consumo carne roja en los últimos años. Esta nueva realidad no sólo tiene consecuencias sobre la ganadería regional y la salud de la población, sino sobre el incremento de emisiones en todo el mundo.

Para hacerse una idea de la magnitud del nuevo mercado de consumo, dispuesto a obtener un estilo de vida y patrones de consumo equiparables a los presentes en Japón y Corea del Sur, Norteamérica, Europa y Oceanía, basta con revisar algunos datos. En las 3 últimas décadas, la población urbana china se incrementó en 440 millones de personas (340 millones procedentes de zonas rurales, y 100 millones adicionales engullidos por la expansión de zonas metropolitanas y la reclasificación del territorio —la Unión Europea tiene 513,5 millones de habitantes, mientras Norteamérica y el Caribe concentran 579 millones de personas—).

La carne roja, alimento aspiracional entre las nuevas clases medias

El consumo de carne ha aumentado en todo el mundo en los últimos 50 años, si bien el desarrollo económico y la escala de la población del Este asiático han convertido a la región en principal productor cárnico mundial, por delante de Europa (segundo lugar), Norteamérica y América del Sur, en este orden.

La producción y el consumo se mantienen o experimentan un alza discreto en todas las regiones menos Asia (que, con más de 4.500 millones de habitantes, concentra al 60% de la población mundial, mientras sus dos países más poblados, China e India, representan el 36% de la población mundial).

Varios factores explican que la producción mundial de carne se haya quintuplicado desde inicios de los años 60. Los 70 millones de toneladas de derivados cárnicos en los 60 superan hoy los 330 millones de toneladas: hay más gente que alimentar (la población se ha doblado desde inicios de los 60) y, de manera más dramática, hoy comemos mayor cantidad de alimentos y, sobre todo, más carne que en el pasado.

Un mayor poder adquisitivo se ha traducido, también en esta ocasión —y pese a las mencionadas dietas milenarias ricas en proteínas vegetales y otras alternativas nutricionales a la carne roja—, en un mayor consumo de carne por persona. No sólo somos el doble, sino que se ha multiplicado el porcentaje de población que puede comer carne y así lo decide.

La carne se ha convertido en un alimento al alcance de la población media en los países en desarrollo, y su percepción como alimento suntuoso se mantiene únicamente entre la población de los países con menores rentas.

Mientras estadounidenses, australianos, neozelandeses o argentinos superan con holgura la ingesta de más de 100 kilogramos de carne por persona y año, en Etiopía el consumo por persona y año es de 7 kilogramos, en Ruanda 8 kg y en Nigeria 9 kg.

El apetito cárnico de China y Brasil

Muchos consumidores de Europa y Norteamérica, regiones cuyo consumo de carne ha permanecido elevado en los últimos decenios, exploran alternativas más saludables y de menor impacto al consumo de carne, y priorizan especialmente la sustitución de carne roja por proteínas vegetales (y sustitutivos vegetales que emulan la textura y el sabor de la carne).

En los países de mayores rentas, se sigue comiendo la misma cantidad de carne, pero no el mismo tipo: baja el consumo de carne roja (con un tercio menos de vacuno por persona y año, y un ligero descenso del porcino), mientras que el consumo de carne aviar se ha triplicado.

Como consecuencia, el consumo cárnico se ha estabilizado en los principales mercados tradicionales y en los países menos desarrollados; es en los países de rentas medias donde se concentra el aumento exponencial en el consumo.

Según The Economist,

«En los países ricos, la gente empieza a hacerse vegana y esparce avena en los cereales del desayuno. En el mundo en su conjunto, la tendencia es la opuesta».

El incremento en el consumo ha sido especialmente dramático en China y Brasil (gráfico). Entre 1961 y 2013, explica The Economist, el ciudadano chino medio pasó de ingerir 4 kilogramos de carne al año a los 62 kilos de la actualidad. Dicho de otro modo: China consume la mitad mundial de la carne de cerdo.

La importancia del índice de transformación de un alimento

India permanece siendo una excepción. Su consumo cárnico ha ascendido, pero este incremento es muy inferior a la evolución de la renta desde 1960, la cual se ha quintuplicado (dos tercios de la población india consume carne, pero el consumo permanece estancado en 4 kilogramos por persona y año, el más reducido del mundo).

El consumo moderado de carne aporta nutrientes cuyos sustitutivos potenciales no están al alcance de toda la población; sin embargo, en la mayoría de países el consumo de carne está muy por encima de los beneficios nutricionales básicos.

Cada vez conocemos con mayor detalle el precio pagado, tanto en la diseminación —también en los países de rentas medias— de las llamadas enfermedades del estilo de vida o de la civilización (metabólicas y cardiovasculares), y en el impacto sobre el medio ambiente.

La carne de vacuno es, con creces, el sustento de origen animal con el peor índice de transformación del alimento (o masa alimentaria necesaria por cantidad de carne producida), seguida de la carne de ganado ovino y caprino, la carne de ganado porcino, la carne aviar, los huevos y —en el otro extremo de la lista— leche entera.

La carne de vacuno multiplica por 10 el impacto en el uso del territorio, las emisiones y el consumo de agua con respecto a la carne aviar, con el ganado porcino a medio camino entre ambos.

Hannah Ritchie, investigadora en Oxford y colaboradora del sitio de estadísticas OurWorldinData.org, argumenta que no se trata de prohibir el consumo de carne, sino de ser conscientes de que el tipo de carne y la cantidad consumida son factores esenciales.

La obsesión por imitar la carne (y despreciar alternativas inapelables)

Además de los métodos tradicionales de malteado, fermentación y combinación de cereales, legumbres, semillas y otros ingredientes para obtener sustitutivos de proteína de origen vegetal, varias compañías comercializan «carne vegetal» con el objetivo de emular aspecto, textura, sabor y aroma de la carne de ternera en preparados como las hamburguesas.

Las opciones ya conocidas de seitán, tofu o soja texturizada no prometían a entusiastas de la carne la misma experiencia con una alternativa de origen vegetal (y no hablemos ya la entomofagia —comer insectos— presente en la cocina étnica y loada por foodies y por un informe de la FAO —Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura—), como sí lo hacen las firmas estadounidenses Impossible Burger y Beyond Meat con su alternativa mimética a las hamburguesas.

Tanto sus inversores como los consumidores de Impossible Burger y Beyond Meat, atraídos por una atención mediática propia de los negocios tecnológicos, parecen conceder cierto crédito a la hipótesis de que muchos ciudadanos con poder adquisitivo pagarían por sustitutivos cárnicos si ello no implicara renunciar a las propiedades de la carne roja.

Cartel promocional en castellano de «La sal de la tierra» (2014) documental de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado sobre la trayectoria y esperanzas —también en reforestación— del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado

En cuanto al pescado, sólo aquel que procede de la cría en piscifactoría es una alternativa de peso al aumento excesivo en el consumo de carne roja. En el mundo, ya se consumen más productos del mar procedentes de instalaciones de piscicultura industrial que procedentes de los caladeros en alta mar, la mayoría de los cuales padecen las consecuencias de la explotación excesiva, la contaminación y otros fenómenos como la acidificación de las aguas.

Asia y la carne

Asia Research and Engagement, una consultora con sede en Singapur, considera en un informe que el súbito apetito de la población asiática por la carne y los productos del mar causará enormes incrementos en emisiones con efecto invernadero y en el uso de antibióticos en los alimentos, con consecuencias sobre salud y medio ambiente.

Las proyecciones de la consultora singapurense destacan por su escala e impacto potenciales: entre 2017 y 2050, la población asiática podría impulsar una demanda de carne y productos del mar un 78% superior a la actual.

Si las cadenas de suministro acaban adaptándose a la demanda proyectada, las emisiones de ambas industrias pasarán de 2.900 millones de toneladas de CO2 anuales a 5.400 millones de tonelada, una diferencia equivalente a las emisiones de 95 millones de automóviles durante toda su vida útil.

En paralelo, se requerirá una superficie mucho mayor de terreno arable, así como métodos más agresivos de agricultura y ganadería intensivas, lo que producirá un mayor uso de sustancias antimicrobianas para el control de plagas (plaguicidas) o dolencias en los animales (antibióticos).

El consumo de sustancias antimicrobianas crecerá en 39.000 toneladas anuales; el abuso de antibióticos multiplica, según la FAO, el riesgo de que las infecciones bacterianas en animales y humanos que consumen productos derivados de éstos se hagan más resistentes y anulen el efecto de tratamientos de importancia estratégica.

Evolución demográfica de un apetito

Dada la situación actual y las proyecciones, ¿existe algún argumento que aporte lecturas algo más halagüeñas? Lo que a escala planetaria representa un enorme problema medioambiental, debido al impacto de emisiones y consumo de agua y alimentos de la producción de carne y productos lácteos, a escala local puede actuar como revulsivo para el desarrollo.

En China, por ejemplo, la OCDE estima que el consumo de cerdo ha alcanzado ya su nivel máximo y, a partir de ahora, bajará a medida que el país realice un ajuste de natalidad en las próximas décadas (derivado de las políticas estatales de planificación familiar, el aumento de la educación y las rentas y la incorporación masiva de la mujer al trabajo). Menos positivo es el todavía imparable aumento del consumo de ternera en el país, asociado por The Economist al carácter aspiracional de este alimento.

En 2015, el consumo animal proporcionó según la FAO el 22% de la ingesta de calorías del ciudadano medio chino, apenas dos puntos porcentuales por debajo del 24% registrado en los países desarrollados. Sólo el envejecimiento de la población podría contrarrestar esta adopción de una dieta que ha olvidado la ingesta de proteínas de origen vegetal: según la ONU, el número de veinteañeros en China pasará de 231 millones en la actualidad a 139 millones a mediados de siglo.

The Economist argumenta que no sólo la concienciación de los consumidores podrá transformar la tendencia actual en el consumo de carne roja: surgen métodos que emplean menos recursos y logran tanto mayor bienestar animal como una repercusión más equitativa sobre la población local.

El retorno del pastoreo (pero, ¿a qué escala?)

Las cooperativas lácteas y cárnicas de India y China logran poco a poco su equivalente en África, donde buena parte de la innovación tiene lugar en el surgimiento de infraestructuras básicas y cadenas de suministro que proporcionan, entre otros bienes, alimentos con garantías sanitarias a una creciente demanda en las ciudades más vibrantes del continente.

Un público más exigente e informado con la procedencia y la calidad de los alimentos ha propulsado la viabilidad de métodos de ganadería menos intensivos y próximos a los métodos tradicionales de pastoreo a gran escala. En España, el pastoreo impulsó un ecosistema, la dehesa, y un sistema que garantizó el libre movimiento del ganado entre este tipo de explotación y los pastos de alta montaña durante el verano, gracias a las vías de trashumancia (vías pecuarias reconocidas, tales como cañadas, cordeles, veredas y coladas).

Sin embargo, el pastoreo a gran escala no podría hacer frente a la demanda cárnica mundial, y la labor de la cría mediante el pastoreo repercutiría sobre el precio, como ya lo hace sobre productos como los derivados del cerdo ibérico. Eso sí, la trashumancia y las dehesas inciden positivamente tanto sobre el bienestar de los animales como sobre la calidad de la carne y derivados.

Llevar el pastoreo hasta sus últimas consecuencias implica el impacto del transplante de este modelo tradicional europeo sobre ecosistemas cruciales, como la Amazonia.

En Estados Unidos, país impulsor a finales del siglo XIX de la ganadería intensiva, que ha evolucionado hasta el modelo insostenible actual de las CAFO, surgen métodos más destinados a campañas de relaciones públicas que ha cambios radicales que pongan fin a los abusos de la «industria» de ganadería intensiva.

La sal de la tierra

En estas «fábricas» de cría, CAFO en sus siglas en inglés, los animales apenas pueden moverse y son engordados a marchas forzadas con métodos y alimentos que debilitan la salud y el bienestar de animales rumiantes forzados a comer maíz, soja y cualquier otro excedente —tal y como expone Michael Pollan en El dilema del omnívoro—, lo que conduce al abuso de hormonas y antibióticos. Llevados al extremo, estos abusos han causado crisis sanitarias como la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob o mal de las vacas locas.

Para contrarrestar las críticas y la mala imagen, se habla ya de «ganadería regenerativa», acaso un intento —argumenta Nicole Rasul, periodista especializada en agricultura y ganadería—, de hacer creer que es posible reducir el impacto de la carne sobre el medio ambiente y la salud sin reducir drásticamente su consumo.

Recordemos que, si bien los últimos 300 años de ganadería han transformado el mundo, las transformaciones son reversibles y lo que es en apariencia inevitable puede dar un giro con la debida concienciación pública y políticas consistentes a lo largo de las décadas. En algún momento habrá que empezar.

Quizá lo que ocurre en estos momentos en el Amazonas sea una llamada decisiva a la acción. Esta destrucción condujo al fotógrafo brasileño Sebastião Salgado a decir basta y ha empezar la regeneración de una propiedad brasileña devastada por la explotación intensiva, historia que el mismo fotógrafo nos cuenta en el documental de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado, La sal de la tierra.