Estudiando las prestaciones, el acceso a información y el coste de los teléfonos actuales, corroboramos que el fenómeno de la dematerialización es real: hay productos que cada vez retienen más valor y servicio, usando cada vez menos material.
El binomio bits-átomos, aunque manido, acelera la transformación en la que estamos inmersos. Muchos adultos de hoy hemos experimentado realidades analógicas ricas y dispares, que hoy adquirirían la textura pintoresca de una descripción en una novela de Balzac.
Esas tardes veraniegas sentados en un banco de piedra, descubriendo que acercarse a las plantas y la brisa reduciría al instante la sensación de calor durante las primeras tardes veraniegas.
La humedad ambiental, regulada por la porosidad del cántaro lleno de agua, permitiría apacibles veladas de sobremesa en las que la conversación de los niños se entremezclaba con el sonido de alguna etapa del Giro, el Tour o la Vuelta.
Evaporación de los átomos en los productos con más valor
Décadas después, la proliferación de pantallas conectadas a la Internet ubicua ha fragmentado el contenido, acelerado su diversificación e individualizado el consumo de entretenimiento multimedia. Este contenido, a su vez, ofrece la sensación de haberse acelerado, fragmentado, multiplicado, influyendo sobre nuestra manera de trabajar, entretenernos y ver el mundo.
Más servicio, capacidades e información en menos material. Pero la dematerialización nos hace constatar que mayor información y voluntad de transparencia (¿o es exhibicionismo inducido?) no se traduce automáticamente en mejor contenido e información.
By the end of the year, bitcoin is expected to use up 0.5% of the world’s electricity – roughly the same amount as the Netherlands.
By late next year, it could be consuming 1.8% of global electricity – more than what all the world’s solar panels currently produce.
(via Grist)
— ian bremmer (@ianbremmer) May 18, 2018
Los viejos filtros del entretenimiento de masas, anteriormente en posición de privilegio, se apresuran ahora a tratar de llamar nuestra atención a través del canal personalizado de contenido digital tras el que nos apresuramos a diario.
El medio no sólo afecta el contenido, sino que forma parte de éste y toda gran transformación en el consumo de ocio y transformación es “ecológica“, afectándolo todo.
El esfuerzo platónico por construir nuestro avatar
Marshall McLuhan y Neil Postman, teóricos preeminentes de la era de los medios de masas, se sorprenderían de la profunda transformación de algunos de nuestros hábitos, empezando por nuestra renuncia, aparentemente voluntaria y celebratoria, del derecho a la privacidad.
Quienes pensaron que la televisión por cable acabaría por derretir nuestra sesera, se maravillan ahora del auge de un nuevo dualismo, parodia de bajo coste del platonismo y cartesianismo: nuestra identidad física, que pierde atractivo económico y muchos servicios desean privar de toda aspiración a una privacidad auténtica; y nuestro avatar digital, que concentra valor y “utilidad” en forma de atención (que cedemos a los nuevos medios) y actividad en línea.
La primera entrega de The Matrix envejecerá mejor de lo que muchos habríamos deseado, y la sombra de Aldous Huxley se proyecta cada vez más magnánima en el desierto del suroeste de Estados Unidos, como la silueta de un gigantesco geoglifo de Nazca que nos invita a (re)leer Un mundo feliz.
Más servicios en menos material: de los átomos a los bits
El profesor del MIT, ensayista y conferenciante Andrew McAfee, uno de esos perfiles de la sociedad tecnológica asociados al debate sobre el impacto de automatización y algoritmos en el empleo y la vida privada, se esfuerza últimamente en vulgarizar en formato TED Talk el proceso de la dematerialización y sus implicaciones.
McAfee, que en sus ensayos argumenta que los efectos positivos de la transformación tecnológica superarán con creces a las externalidades negativas a la vista de todos, argumenta que los activistas medioambientales estaban en lo cierto cuando diagnosticaron que la actividad humana amenaza el equilibrio climático; sin embargo —dice McAfee—, el buen diagnóstico no alumbró una buena propuesta de solución, pues el decrecimiento repite errores de cálculos similares a los expresados por el malthusianismo: en ambos cálculos, el medioambiental y el poblacional, los ecologistas modernos y Thomas Malthus olvidaron considerar los efectos de la ingenuidad humana.
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El auge de población no condujo al colapso debido a los avances técnicos que alargaron la vida, multiplicaron la producción alimentaria y aceleraron el transporte y las comunicaciones.
En esta ocasión, reflexiona Andrew McAfee, los ecologistas que consideran el decrecimiento como única salida desde que William Vogt sentara las bases del ambientalismo moderno, han obviado el impacto de procesos que reducirán el impacto a la larga: la dematerialización permitirá concentrar valor en cada vez menos material, se trate de información, materiales, alimentos, etc.
La ingenuidad de convertir la amenaza en oportunidad
Charles C. Mann, ensayista loado por su trabajo sobre el impacto del intercambio colombino (en los títulos 1491 y 1493), expone la tesis de Andrew McAfee de un modo más argumentado y convincente en su último ensayo, The Wizard and the Prophet, donde la tensión entre innovadores y teóricos del decrecionismo en la historia del siglo XX se personifica en la trayectoria de dos humanistas que trataron de imponer sus tesis sobre el mundo tras la II Guerra Mundial:
- Norman Borlaug, postulador de los avances en agricultura industrial de la llamada Revolución Verde;
- y el mencionado William Vogt, para quien la única solución consistía en controlar el crecimiento de la población y el consumo de recursos.
Para Charles Mann, el “mago” (Norman Borlaug), capaz de usar ingenuidad para solucionar un problema sin renunciar a nada, se impondría decisivamente al activista medioambiental, el “profeta” (o neomalthusiano) Vogt. McAfee insiste sobre esta tesis en sus reflexiones sobre la dematerialización de productos y servicios en nuestra sociedad.
Ambas tesis, la de Charles Mann y la de Andrew McAfee, son irresistibles y difíciles de refutar, al apelar al optimismo y basar su base en una interpretación acorde con un mundo cada vez más interconectado que, quizá por ello, asiste al auge de un proteccionismo hipócrita y a la carta que nace en el epicentro de quienes aceleraron la liberalización en las últimas décadas.
El lado extractivo de una tecnología prometedora
Si bien la sociedad del conocimiento impregna todos los procesos y los cuantifica —desde la industria minera a los alimentos, pasando por productos y servicios de consumo—, acelerando la transacción de átomos a bits, esta dematerialización se ha manifestado de manera muy desigual y, sin lograr hasta el momento un impacto positivo sobre el medio ambiente.
By the end of the year, bitcoin is expected to use up 0.5% of the world’s electricity – roughly the same amount as the Netherlands.
By late next year, it could be consuming 1.8% of global electricity – more than what all the world’s solar panels currently produce.
(via Grist)
— ian bremmer (@ianbremmer) May 18, 2018
La “huella” de esta dematerialización es, de momento, demasiado física, recordándonos que simplificar algo tan complejo como el devenir del mundo en un relato maniqueo de “magos” contra “profetas” —entusiastas de la tecnología vs. partidarios del decrecimiento— no hace sino aumentar espejismos y malentendidos.
Bastan unos ejemplos para ilustrar el impacto real de la “economía dematerializada”:
- el plástico producido en el mundo permanece en los ecosistemas;
- la dinámica utilitarista de la economía mundial promueve el consumo de nuevos productos y no su reparación (obsolescencia programada);
- en términos energéticos, el impacto de Internet crece mucho más rápido que el uso de energías limpias;
- nuevas tecnologías que simbolizan el futuro de la dematerialización, como las criptomonedas, requieren un consumo energético desmesurado (debido a su proceso de generación, o “minería”: al menos se ha acertado en la connotación extractiva de la actividad);
- etc.
Criptomoneda: cuando la principal ventaja es a la vez el principal inconveniente
Un nicho de actividad en Internet de momento tan marginal como las bases de datos distribuidas (cuyo historial genera una copia idéntica en todos los participantes), o “cadena de bloques” (“blockchain”), absorberá a finales de este año alrededor del 0,5% de toda la energía mundial, una cantidad equivalente a la requerida por los Países Bajos.
En 2019, este la actividad en torno a blockchain y las criptomonedas podría constituir el 1,8% de la energía global, o como recuerda Eric Holthaus en un artículo para Grist,
“Para finales del año que viene, Bitcoin podría consumir más electricidad que la producida en la actualidad por todos los paneles solares del mundo.”
La principal ventaja de Bitcoin y demás servicios erigidos sobre bases de datos distribuidas entre usuarios (P2P), es también el principal motivo de su derroche energético: cada unidad de criptomoneda incluye una copia completa con el histórico de todas las transacciones para evitar el fraude, gracias a un protocolo de contabilidad virtual denominado cadena de bloques (“blockchain”).
La sed energética del minado virtual
La necesidad de incluir y compartir esta contabilidad en cada transacción con el resto de unidades de la red distribuida demanda capacidad de proceso y tiempo; y, debido a que toda la red de una criptomoneda concreta comparte la misma contabilidad, registrando las transacciones a medida que se propagan, sólo se pueden crear nuevos bloques localizando combinaciones criptográficas válidas que no hayan sido usadas anteriormente.
Este proceso de localización de nuevos bloques todavía inéditos en la red distribuida es conocido como “minado”. Y, desde el punto de vista energético, la expresión es adecuada: el potencial de generar nuevos “bloques” de la cadena depende de la capacidad de proceso de cada participante, lo que ha creado el equivalente virtual a una fiebre del oro.
El impacto energético de Bitcoin, la principal criptomoneda, se ha más que doblado en el último medio año y volverá a hacerlo a finales de 2018 según un reciente informe del experto en criptomoneda Alex de Vries publicado el 16 de mayo en la revista científica Joule.
La creciente popularidad de tecnologías sustentadas por bases de datos distribuidas entre los participantes, como las criptomonedas basadas en blockchain, ahonda sobre una paradoja que optimistas como Andrew McAfee no abordan al constatar que, en efecto, la dematerialización permite concentrar más valor usando cada vez menos material: los nuevos servicios dematerializados aumentan su impacto medioambiental a una velocidad mucho mayor que la instalación de energías renovables.
La huella de una sola transacción de Bitcoin
En su artículo para Grist sobre el imparable impacto medioambiental del minado y la anotación de transacciones de Bitcoin, Eric Holthaus describe el impacto de la prometedora tecnología distribuida:
“Más allá de su éxito incipiente como esquema para hacerse rico con rapidez, Bitcoin tiene un coste creciente en el mundo real. El proceso de ‘minado’ de monedas requiere una red de ordenadores distribuida globalmente compitiendo por resolver problemas matemáticos —ayudando de paso a mantener cualquier transacción individual válida e infalsificable—. Ello, a su vez, requiere una imparable carrera armamentística de poder de computación —y uso eléctrico— que, de momento, no muestra síntomas de desfallecer.”
El fenómeno puede condensarse en un dato:
“Una sola transacción de Bitcoin demanda tanta energía que podría suplir la demanda energética de un hogar estadounidense durante un mes.”
Los postuladores de la dematerialización se alinean con las consecuencias transformadoras de los grandes éxitos tecnológicos desde la Revolución Industrial: en lugar de respetar los límites de la naturaleza o abogar únicamente por tesis decrecionistas como las de William Vogt, los partidarios de superar los límites impuestos por la población, los recursos o la evolución del clima superan retos ecológicos con avances tecnológicos y culturales.
El nexo entre todos nuestros aparatos: la ansiedad energética
Ni Charles C. Mann ni Andrew McAfee ahondan en el lado menos confesable de avances indudables como, respectivamente: el aumento de la productividad agrícola después de la II Guerra Mundial gracias a las propuestas del ingeniero agrónomo estadounidense Norman Borlaug; o el aumento de la producción económica y de conocimiento usando cada vez menos material de la dematerialización acelerada en los últimos años.
En el caso de la Revolución Verde inspirada en el trabajo de ingenieros como Borlaug, los fertilizantes y plaguicidas químicos y monocultivos de variedades genéticamente modificadas proporcionaron abundancia alimentaria, si bien la historia sobre su coste sobre medio ambiente y salud humana es menos conocido y celebrado por la opinión pública mundial.
Por lo que respecta a la dematerialización, basta con observar fenómenos cotidianos como la ansiedad propia y ajena con respecto al nivel de batería que los aparatos y pantallas que nos acompañan a lo largo de la jornada, contar el número de cargadores acumulado en casa y la oficina, o asistir a la batalla por hacerse con una toma de corriente en cafeterías y salas de espera de estaciones de transporte, centros educativos, hospitales, bibliotecas o aeropuertos, para constatar la glotonería energética de la “economía dematerializada”.
Minado de criptomoneda, mensajería y correo, aplicaciones de gestión de relación con clientes, actividad en redes sociales, búsqueda, y cualquier otra actividad relacionada con nuestro alter ego virtual —cada vez más decisivo económica y simbólicamente—, nos convierten en participantes activos de la creciente huella energética de ese mundo “dematerializado” que olvidó innovar también en lo que no aparece a la luz de los focos.
El largo trecho hasta lograr una auténtica dematerialización
En modelo energético y tratamiento de desechos, la economía dematerializada se parece demasiado al modelo extractivo basado en la combustión de energía fósil en vigor desde inicios de la Revolución Industrial.
Con una salvedad: muchos de los desechos actuales, como el plástico que se acumula en los océanos, se descompondrán hasta crear el primer mineral sintético en la naturaleza (“plastiglomerado”) y acabar en nuestro plato después de su trasiego por la cadena trófica (debido a la ubicuidad de los “microplásticos”, plancton sintético de los océanos).
Mientras las grandes empresas de Internet anuncian a la prensa sus esfuerzos en energías renovables y cuidado del medio ambiente, sus servicios dependen todavía, como en el resto de la economía, del consumo desaforado de electricidad procedente de envejecidas plantas de cogeneración energética.
Bitcoin miners descend like locust to suck up all the power of central Washington dams, leaving communal pricing and policy in tatters. A pox upon all our houses indeed. https://t.co/iize2upaJA
— DHH (@dhh) May 28, 2018
Ha llegado el momento de crear el equivalente energético al esquema de las bases de datos distribuidas entre usuarios, esquema conceptual que posibilita la cadena de bloques de Bitcoin y servicios análogos: aparatos energéticamente en contacto con la infraestructura energética del entorno inmediato que no está en uso o que se disipa en forma de calor, sin cargar una sola batería ni revertir su potencial energético sobre ningún dispositivo.
La energía distribuida de manera inalámbrica y solidaria, y las baterías capaces de convertir el propio movimiento de usuarios y transporte (energía cinética) en recarga instantánea, deberían constituir una realidad.
Mientras este tipo de propuestas pertenezcan al ámbito de la imaginación o de la ciencia ficción, cualquiera que hable de la economía “dematerializada” hará bien en no olvidar el impacto creciente de este mundo virtual sobre el mundo real.