Cada mañana, un porcentaje creciente de la humanidad enciende una o varias pantallas para trabajar, divertirse y comunicarse. No importa el esfuerzo de cada una de estas personas, entre las cuales nos incluimos, por personalizar la experiencia en la que se sumergen: todos usamos los mismos protocolos, los mismos formatos, las mismas metáforas y convenciones.
Todos, salvo excepciones, han suscrito —sin miramientos ni crisis éticas— contratos en los que ceden a terceros el acceso y uso de datos personales e historial de actividad. La mayoría, asimismo, ha acabado compartiendo detalles personales a través de redes sociales. Hemos cedido psicológicamente a la gratificación instantánea de los servicios electrónicos, convirtiendo ámbitos como la política en espectáculos comerciales, en los que la opinión sobre personas o asuntos varía a golpe de meme.
Según el filósofo surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han, acuñador del término “psicopolítica”, hemos interiorizado nuevos dogmas transmitidos con una naturalidad aparentemente “inevitable“, “natural“, antidogmática:
“Tuiteas, luego existes; dale a ‘me gusta’ y gustarás; confiesa hasta el último detalle anodino y tú también podrás salvarte.”
Psicopolítica y segmentación psicográfica
En el nuevo evangelio, el Gran Ojo ha logrado convencernos de que seguimos en el asiento del conductor y podemos decidir.
Y hemos acabado aprendiendo que, a medida que ampliamos nuestro rastro de actividad digital, mayor es la sensación de que la información y publicidad sugeridas se acercan a nuestras preferencias… ¿O son nuestras preferencias las que se adaptan a una oferta que se ha mostrado efectiva entre personas que comparten varias de nuestras características?
Sea como fuere, en la era del contenido sugerido, los algoritmos acumulativos y la propaganda personalizada (empresas como Cambridge Analytica llaman “segmentación psicográfica” al perfil sobre cada usuario), las pantallas que tientan nuestra atención en cualquier instante de la jornada comparten símbolos y contradicciones que nos homogeneizan, más que invitarnos a explorar nuestra especificidad. El “mundo feliz” de Aldous Huxley transubstanciado.
Las pantallas que reclaman nuestra atención
Seamos conscientes de ello o no, la capacidad de nuestro entorno digital inmediato por reclamar nuestra atención ha transformado nuestra vida. Quizá por ello —y pese a dedicar tiempo y esfuerzo a mantener un perfil social que prometía acercarnos a las personas y cosas que más nos importan, cuando en realidad este contacto se producía bajo situaciones y condiciones que no controlamos—, muchos olvidan la carrera de la personalización cuando se trata de la pantalla de inicio (o escritorio, qué más da, al fin y al cabo hablamos de metáforas), optando por una de las imágenes proporcionadas por el fabricante del sistema operativo.
Y estas pantallas de inicio que aparecen por defecto en la librería del ordenador o dispositivo suelen transmitir la calma reflexiva o la grandeza sugestiva de las escenas de la naturaleza o el cosmos: la fuerza incomparable de las olas, la belleza fractal del bosque, la proporcionalidad matemática de las espirales en galaxias y en el mundo que habitamos, el sentido profundo y orquestado de animales y minerales…
Los vendedores de dispositivos, sistemas operativos o “jardines vallados” diversos (videojuegos, aplicaciones sociales, etc.), postuladores de nuestra tendencia a la distracción, ofrecen como contraste fondos de pantalla y arte gráfico que apela al sosiego, al panteísmo magnánimo y universalista de imágenes que no sólo sugieren belleza y sosiego a cualquier vertebrado de este planeta, sino a cualquier candidato interplanetario que pudiéramos identificar como vida inteligente.
Contraste entre el fondo de pantalla y las alertas digitales
Apple va más allá y bautizó las distintas versiones de su sistema operativo de escritorio, Mac OS X, con el nombre común de grandes felinos, pues recurrir a la nomenclatura taxonómica heredada de Carlos Linneo arruinaría su familiaridad. A continuación, optó por olas gigantes míticas para surferos (“Mavericks“), y parajes naturales de simbolismo contracultural (“Yosemite”, “El Capitan”, “Sierra”, “High Sierra”).
En cuanto a las nomenclaturas internas de estas versiones comerciales, la marca pasó de referirse a clases de vino (“Pinot”, “Chardonnay”, “Chablis”, “Barolo”, “Zinfandel”, “Cabernet”, “Syrah”) a clases de manzana (“Gala”, “Fuji”, “Lobo”), acaso un guiño a los inicios de la propia compañía y al cien veces trillado relato de la comuna de manzanas orgánicas en que había vivido Jobs antes de volver al valle de Santa Clara.
Las distintas versiones de Windows y de Linux (Ubuntu, por ejemplo), o de los sistemas operativos para móvil más populares, iOS y Android, aportan librerías de arte que denotan el sosiego, carácter orgánico y aliento vital (si recurrimos a la idea de Bergson que más entronca con Schopenhauer y Nietzsche) del que carece la experiencia digital actual, que tiende a distorsionar, a abrumar, a sepultar con tal cantidad de alertas activadas por defecto que surgen iniciativas desde la propia industria para autorregularse y evitar las prácticas más abusivas.
¿Un estándar sobre protección de datos?
Pero proyectos como “Time Well Spent” llegan demasiado tarde y la industria tecnológica deberá afrontar una regulación más estricta que será más celosa con el tratamiento de los datos personales y el uso del rastro digital que dejan los usuarios para servir publicidad contextual: la Unión Europea anuncia un reglamento de protección de datos más estricto, GDPR, que obligará a evolucionar a los monopolios de facto de Internet, si bien no acabará con la batalla —sonora, visual y semántica— de las pantallas por nuestra atención.
Y así, en la ventana con un fondo que apela al sosiego, a la belleza de la naturaleza de lo pequeño y orgánico, a la fuerza de los océanos o a la grandeza del universo, surgen alertas y otras convenciones que apelan al mecanismo de gratificación más primitivo de nuestro cerebro.
Quizá esta convención a la que nos hemos acostumbrado, accediendo a un trajín de información y entretenimiento a través de una pantalla cuyo fondo apela al sosiego, se haya asentado con tanta naturalidad en nuestra vida cotidiana porque hemos hecho algo similar desde nuestros orígenes.
Asomarse al lío de los servicios digitales desde un fondo de pantalla que muestra el risco imponente de El Capitán en el parque californiano de Yosemite no dista tanto del sentido último de actividades analógicas tan inocuas como observar la naturaleza circundante desde una techumbre improvisada, como hacen todavía los últimos pueblos de cazadores-recolectores, o abrir una ventana a través de la que se observe la frontera entre el mundo inmediato, domesticado, y la pujanza de la naturaleza menos organizada un poco más allá.
El sueño libertario de la cibernética
Desde sus inicios, la cibernética ha tratado de combinar la teoría de sistemas con el anhelo de comprender las intrincadas relaciones entre persona, entorno inmediato y universo. Uno de los postuladores de la cibernética, el científico social británico afincado en California Gregory Bateson, exploró las fronteras entre percepción individual y contexto circundante en su ensayo Pasos hacia una ecología de la mente.
Diseños en informática y telecomunicaciones se inspirarían en las décadas siguientes en las reflexiones de Bateson y sus alumnos en Stanford, que fundarían el marco sobre el que florecerían desde la experimentación con alucinógenos a programación orientada a objetos, el análisis de sistemas, y el evolucionismo: para él, las fronteras académicas entre mente, naturaleza y sistemas artificiales eran arbitrarias y había que fundar una nueva epistemología, capaz de abordar la cibernética de manera interdisciplinar.
Al abordar, hoy, la pantalla de nuestro teléfono inteligente, observamos ideas discutidas por Gregory Bateson, sus alumnos y colegas. Entre los alumnos, Stewart Brand y los Merry Pranksters, cuya relación con el propio Bateson y con otro profesor de Stanford, Douglas Engelbart —el cual presentaría con atino en 1968 las futuras herramientas informáticas en la Mother of All Demos—, influirían sobre el catálogo contracultural Whole Earth, ese cajón de sastre en soporte papel que apuntaba ya a la organización interdisciplinar del conocimiento que florecería con Internet.
Orígenes descentralizados de un sistema que se ha concentrado
El recorrido de profesores como Gregory Bateson y Douglas Engelbart, así como de alumnos y jóvenes investigadores involucrados en la experimentación y la contracultura, tales como Stewart Brand, Ken Kesey o el científico computacional del MIT Alan Kay —que aceptaría la oferta de Xerox para colaborar en el centro de investigación de Palo Alto, Xerox PARC—, otorgaría un marco de trabajo a quienes, sobre su trabajo, crearían hardware, software y comunicaciones con el fin de diluir la frontera entre conciencia, persona y naturaleza.
La “ecología de la mente” de Bateson se había proyectado a interfaces de “aumentación” de las capacidades humanas, como la informática personal y ARPANET, antesala de Internet financiada con el presupuesto de Defensa. Científicos computacionales como J.C.R. Licklider sirvieron de enlace entre los intereses militares estadounidenses a través de la agencia secreta de I+D ARPA (posteriormente DARPA) y esfuerzos académicos y privados: Stanford y el PARC de Xerox jugarían un papel clave en el mundo cibernético en ciernes.
Licklider plasmaría su visión de la “ecología de la mente” en metáforas informáticas que han llegado a nuestros días, tales como aplicaciones que permitían la participación humana (interactividad) o la propia Interfaz Gráfica de Usuario, desarrollada en el PARC de Xerox con colaboradores como el propio Alan Kay y espectadores como los adolescentes Steve Jobs y Bill Gates.
La cibernética trataba de superar barreras de la conciencia surgidas en contextos culturales pretéritos y, de paso, aumentar las capacidades humanas, conectando la conciencia con el entorno y con otras personas, y en última instancia creando un nuevo entorno interconectado, o cerebro artificial sobre el mundo orgánico previo, a modo de corteza cibernética. En teoría, este nuevo ecosistema mejoraría las perspectivas humanas y liberaría al individuo de tareas autómatas, acelerando su creatividad y potencial.
Riesgos de ponderar sólo popularidad y rendimiento económico
En la práctica, las herramientas que han transformado nuestro trabajo y ocio van camino de desquiciar nuestra capacidad de atención, al mismo tiempo que los monopolios de facto que dominan la Internet comercial se han enzarzado en una carrera por acaparar cuanto más valor de los usuarios sea posible, desentendiéndose de consideraciones éticas o visiones a largo plazo que vayan más allá de acaparar más valor, desdiciéndose de repercutir una parte de este rendimiento sobre la comunidad: desarrolladores, usuarios, sociedades en las que operan.
De manera todavía más preocupante, las predicciones de Bateson, Engelbart, Licklider y otros precursores de la cibernética no exploraron las consecuencias negativas derivadas de la implantación de servicios que se sirvieran de los datos acumulados sobre cada usuario para afinar herramientas de marketing, propaganda política o persecución. Medio siglo después, la segmentación psicográfica ha influido sobre elecciones y ha obligado a la Unión Europea a endurecer su normativa sobre protección de datos.
En paralelo, los algoritmos y el análisis de datos han armado herramientas dirigidas por el evolucionismo cultural: en los últimos años, coincidiendo con el ascenso de las redes sociales, ha dominado el contenido más popular y a menudo más tendencioso y superficial. La memética se impone a filtros humanos pretéritos y, como consecuencia, el cebo de clics alcanzó niveles que han obligado a Facebook a replantearse su modelo de información personalizada.
El meme funciona como un virus para la mente, una idea —o unidad cultural mínimamente viable— capaz de replicarse de mente en mente y especialmente fructífera en redes sociales, donde su interés “egoísta” (su única voluntad es la de garantizar su éxito reproduciéndose) ha garantizado modelos basados en la “viralidad”, en detrimento de otros factores como la calidad, el interés general o la veracidad.
El “mundo feliz” de la memética
Mantener una “ecología de la cibernética” equilibrada, en la que las herramientas llamadas a “aumentar” nuestras capacidades promuevan, por ejemplo, contenido memorable y de interés en detrimento de memes y desinformación, se ha revelado más complicado de lo que Gregory Bateson, Doug Engelbart, J.C.R. Licklider o Ted Nelson previeron.
Pero la evolución de la cibernética aplicada a nuestras vidas no es tan “inevitable” como el relato que surge desde el Silicon Valley más comercial y utilitarista nos quiere hacer creer: la propia ética de usuarios y herramientas, así como el diseño de regulaciones y protocolos que eviten los peores abusos, reducirían el impacto de los fenómenos más preocupantes de ese complejo ecosistema que denominamos sociedad del conocimiento.
La sociedad del conocimiento ha confirmado los peores augurios que otro pionero de la psicodelia, el escritor inglés afincado en el sur de California Aldus Huxley, había conjeturado en su novela distópica Un mundo feliz: conectados permanentemente a alguna pantalla, nos dejamos llegar por lo que ésta ofrece sin prestar más resistencia que la necesaria para mantener la apariencia de que todo sigue bajo nuestro control.
Del confesionario al exhibicionismo en Internet
Al fin y al cabo, la vigilancia panóptica, o sentirse vigilado por los servicios que han monopolizado nuestra atención, sustituye la necesidad de decidir por uno mismo planteada por los últimos filósofos del individuo (Sartre, Heidegger) por ese mundo interconectado y comercial donde uno aspira a ser autómata gracias a servicios dirigistas que aspiran a saber más sobre nosotros que nosotros mismos.
Los filósofos de este nuevo momento no pueden aspirar al estudio del individuo como una entidad estanco, y toman su espacio entre las reflexiones de filósofos que reflexionan sobre las consecuencias del gregarismo y la cibernética (Michel Foucault —gubernamentalidad, biopoder—, Byung-Chul Han —”hipertransparencia” o exhibicionismo actual en redes sociales—), y la posición analítica de los filósofos anglosajones, que aspiran a poco menos que el transhumanismo.
¿Es posible lograr un equilibrio que maximice beneficios y reduzca riesgos relacionados con el evolucionismo cultural que promueve Internet? ¿Puede el teléfono inteligente promover servicios que descarten el rastreo del propio perfil del usuario para influir con productos o desinformación, y aboguen por el uso crítico y el respeto a la privacidad? ¿Hay una alternativa, en definitiva, a servicios de vigilancia panóptica y exhibicionismo del propio usuario, tal y como desarrollan Michel Foucault y Byung-Chul Han en sus respectivos trabajos filosóficos?
La frontera entre idea genial y aberración
La evolución de la cibernética influirá sobre el futuro de otras especies y sobre la propia evolución del mundo y de nuestra especie, se mantenga ésta o no como especie presente en un único planeta.
La deriva del evolucionismo cultural influirá sobre el evolucionismo en biología, y la interdisciplinariedad promovida por Gregory Bateson, heredero de postulados eugenistas y de ingeniería social propios de las sociedades anglosajonas, se materializará en los próximos años en la promesa de la biología sintética.
En paralelo, la “ecología de la mente” influye también sobre otras ideas cuya intención es preservar ecosistemas, pero también recrear ecosistemas desaparecidos o incluso devolver a la vida a especies extintas. El transhumanismo, la desextinción y la biología sintética reciben ingentes recursos en Silicon Valley.
En paralelo, los sistemas naturales (la versión “analógica” de los sistemas cibernéticos) padecen una presión creciente debido al cambio climático o la destrucción de ecosistemas, entre otros fenómenos.
La barrera entre lo domesticado y lo salvaje, ese umbral equívoco que ha estimulado nuestro desarrollo como especie (el origen etimológico del término “ecología” evoca el estudio del universo ‘logos’ desde nuestra techumbre ‘oikos’), favorece la polinización cruzada de ideas peregrinas. Pero la naturaleza no es un holograma.
La frontera imaginaria entre lo domesticado y lo salvaje
Para afrontar la deriva autoritaria de la cibernética —la destrucción de los sistemas que componen la cibernética— y la destrucción de los sistemas naturales, hace falta una nueva mirada del ser humano, de su entorno inmediato y del universo, una nueva epistemología que permita, por ejemplo, mantener y mejorar las conquistas de la Ilustración, y a la vez garantice la supervivencia de logros sociales sin que ello vaya en detrimento de la compleja ecología del planeta.
El naturalista E.O. Wilson, entre otros, reflexiona sobre la conservación de la biodiversidad, desde la megafauna con un simbolismo más universal hasta especies que todavía no conoce la ciencia y que podrían desaparecer sin haber dejado rastro en nuestra sofisticada taxonomía.
En su ensayo El futuro de la vida, Wilson propone medidas para conservar la biodiversidad en el umbral de la civilización, espacio que alberga cada vez más especies en peligro en todo el mundo. Organizaciones como Conservation International trabajan para hacer compatible la vida humana y la preservación natural en las zonas intermedias entre el mundo urbanizado y el entorno natural.
Un nuevo contrato social
Muchas especies evolucionan para sobrevivir en ciudades y sus zonas de influencia. Nosotros también lo hacemos.
¿Por qué nos empecinamos en mantener, sin embargo, un sistema filosófico, científico y de valores que hace tiempo que muestra indudables síntomas de agotamiento?
Necesitamos mucho más que un nuevo contrato social para la era digital, aunque habrá que empezar por algún sitio.
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