Uno sabe que ha llegado a una cierta madurez —aunque sea simplemente pura fachada biológica—, cuando jóvenes adultos que podrían ser sus hijos por diferencia de edad demandan consejos y tienen en cuenta su parecer.
Pocos adultos en la cuarentena desean enfrentarse al Doppelgänger de la mitología germánica, el doble menos deseable que se supone que todos tenemos y cuya aparición augura —dice la tradición— mal fario. No hay consejos que pedir a Mr. Hyde.
Sin embargo, la fantasía aumenta su interés si pudiéramos viajar en el tiempo y aconsejar a nuestro propio Yo que se estrena con inocencia en la vida adulta. Esta visita al pasado de uno mismo para servir de mentor guardián es un tema recurrente en la ciencia ficción, y su evocación constituye todo un ejercicio desde la mitad de la vida.
¿Qué decirle a nuestro Yo más joven? Si tuviéramos posibilidad de viajar en el tiempo y sentarnos frente a ese joven presto a seguir la trayectoria que ya conocemos, ¿optaríamos por ofrecer reflexiones espirituales que tienen intención de inspirar más que condicionar, o trataríamos de inducir comportamientos concretos para evitar derivas y calamidades conocidas por el adulto, pero alejadas en el futuro incierto para el joven?
El camino no tomado
Dos investigadores de la Universidad de Clemson (Carolina del Sur) firman en The Journal of Social Psychology un estudio sistemático sobre los consejos que los adultos ofrecerían a su Yo joven.
El curioso estudio refrenda una tendencia de los participantes a ofrecer consejos prácticos y concisos, y demuestra el desinterés contemporáneo por orientar a través de filosofías de vida (una formación sólida y no intervencionista).
Según las conclusiones de los autores del estudio, Robin Kowalski y Annie McCord, de ser posible, los consejos al Yo más joven estarían orientados al intervencionismo en relaciones y cuestiones materiales, y no en la mejora física, cultural o espiritual: lo que interesa es advertir sobre el peligro o conveniencia de actuar de un modo determinado frente a ciertas relaciones, así como aprovechar oportunidades educativas y de crecimiento personal orientadas al estatus percibido.
¿Tratarnos con condescendencia a nosotros mismos?
Los investigadores creen que este tipo de estudios ofrece pistas valiosas sobre qué interesa a los adultos de mediana edad y cómo sería posible mejorar su bienestar. Sin embargo, no sólo debería interesarnos lo que el estudio pretende decir, sino lo que omite: ¿por qué la mayoría es incapaz de establecer una relación entre el cultivo de una filosofía de vida a largo plazo y el bienestar duradero?
Quizá, al visitarse en el pasado, muchos participantes se sorprenderían a sí mismos, al actuar con el celo paternalista y la condescendencia contraproducente que a menudo se reprocha a los padres.
En los consejos planteados al Yo del pasado, abundaron los imperativos categóricos destinados a evitar desencuentros y tensiones con otros, y a la vez evitar la autocrítica o el cambio en las actitudes personales más reprochables: se repiten los «no te cases con ella», «ve a la universidad», «ahorra más, gasta menos». Se prioriza la acción destinada a cambios con proyección en la percepción exterior, mientras existe un desdén por el crecimiento humanista, ético, espiritual.
Hemos interiorizado la necesidad de transformar la trayectoria vital en marcadores de éxito perceptibles (éxito académico, profesional, deportivo; acumulación de símbolos de bonanza material), y olvidado a la vez que los signos de éxito superficiales no se corresponden con el bienestar personal o con los logros que trascienden el presente y alcanzan un carácter duradero.
Guía de la buena vida
Las filosofías de vida surgieron para orientar a los jóvenes en su búsqueda personal de una vida examinada y plena; las tesis cristianas se inspiraron en reflexiones clásicas como la búsqueda de la virtud y el cultivo de una existencia acorde con el propio potencial, si bien la «virtud» caía en la tutela divina y el determinismo de los estoicos y los atomistas —un fatalismo respetuoso con la autonomía de la propia trayectoria— no resistió al dogma religioso: todo formaba parte de un plan celestial y uno no era más que el actor de una obra ya programada.
Cuando, a mediados del siglo XIX, el pensamiento dualista (en el marco cristiano) empieza a mostrar signos de desmoronamiento debido al auge del racionalismo y el ateísmo (y, con ellos, la pérdida de fe y el nihilismo, a falta de sustitutos claros), las filosofías de vida clásicas se encuentran demasiado lejos en el pasado para lograr un impacto de envergadura.
Surgen entonces los primeros borradores filosóficos sobre el significado de la propia existencia sin tutelas bíblicas: la «condición humana» se dedicará precisamente a estudiar qué es eso de la condición humana. Qué pintamos aquí y por qué llevamos la existencia que llevamos, en definitiva. Estas cuestiones marcarán el auge del existencialismo.
El peso de saberse libre para decidir una actitud
El existencialismo criticará los marcos anteriores, pero se reivindicará como humanismo. Pero el postmodernismo acabará por convertir en migajas cualquier intento de lograr una cierta solidez filosófica en torno al sentido de la vida y a sus objetivos.
La sociedad técnica industrial garantizará una mejora material que logrará convertir la ideología práctica surgida de la II Guerra Mundial (el utilitarismo anglosajón) en el único consenso de las sociedades desarrolladas: la cohesión social se basará en el bienestar material y olvidará objetivos espirituales de envergadura, pese al intento de vulgarización del pensamiento de afirmación creadora de las filosofías de vida clásicas (eudaimonismo aristotélico, estoicismo, etc.), así como de Nietzsche (y los existencialistas influidos por él) que llevarán a cabo corrientes como la psicología positiva (y la pirámide de las necesidades).
Sea como fuere, los participantes del estudio de Clemson no parecieron demasiado interesados en animar a su Yo juvenil a cultivar un sentido humanista y rico de la existencia, alejado de las presiones más superficiales que, más que hacernos felices, debilitan la mentalidad y el tiempo libre que son necesarios para lograr un bienestar duradero que parta de una cierta autorrealización.
Tensiones en el edificio de la condición humana: el utilitarismo
Noah Smith dedica un artículo más (de una serie interminable) a redescubrir lo obvio: la teoría económica clásica en la que se basa la filosofía social de mayor peso en la tradición anglosajona (el utilitarismo: supeditar el bien común a los intereses económicos de los participantes de una sociedad y anteponer, por tanto, la economía a cualquier otra consideración ética o humanística), no conduce a la felicidad.
No es una sorpresa, pero este tipo de artículos sigue escribiéndose, y los comentaristas de peso se sorprenden (o fingen su sorpresa).
Lo que deseamos (o lo que creemos que deseamos en función de lo que otros consumen, o de lo que vemos anunciado, o de lo que concentra un prestigio parroquial y momentáneo), no se corresponde con lo que nos hace felices.
El concepto de «utilidad», según el cual la gente debería poder obtener lo que dice querer, se ha impuesto en las teorías económicas y sociales posteriores a la II Guerra Mundial, hasta el punto de que hoy confundimos estrecheces económicas con «fracaso», «infelicidad» y otros conceptos negativos.
Más y mejores cosas no se traduce en más y mejor dicha
A menudo, lo que decimos que queremos no sólo no nos ayuda a obtener una dicha mayor, sino que actuarían de acuerdo con una lógica opuesta.
¿El motivo? Conocemos las causas desde la Antigüedad, cuando las filosofías de vida alcanzaron prestigio para hacer frente a aspiraciones educativas que habían concluido que el bienestar material era apenas una parte del bienestar duradero.
La postmodernidad, sin embargo, coincidió con el auge de la prosperidad, el utilitarismo y la era de los medios de masas, las relaciones públicas y lo que el sociólogo Thorstein Veblen llamó «consumo conspicuo» de la nueva clase media próspera: una adquisición de bienes superfluos (de estatus) sustituyó al consumo centrado en la necesidad.
En paralelo, los viejos marcos de pensamiento perdían prestigio, sin lograr sustitutos creíbles. En sus reflexiones sobre el existencialismo, Jean-Paul Sartre explica cómo, en un mundo carente de las convicciones metafísicas del pasado, cada individuo se enfrenta a su propia libertad.
Según esta tesis, dice Sartre, cualquiera es dueño de sus propios actos. Sin embargo, ocurre algo inesperado: más que liberadora, esta capacidad para tomar las riendas de la propia existencia se convierte en una responsabilidad con un peso insoportable. La auténtica libertad, que podría alimentarse del conocimiento humanista y el secularismo, concluye, se hace paralizante y angustiosa, y no liberadora.
Lecciones de Dostoyevski: el Gran Inquisidor
Condenados a ser libres, los individuos seculares optan por prolongar la agonizante ilusión de mantener los dogmas del pasado en un funcionamiento precario. En la antesala del postmodernismo, Nietzsche anuncia la muerte del pensamiento que empieza con Platón: el idealismo dualista (la doctrina religiosa dogmática y, luego, su sustituto ideológico materialista: el marxismo y el nacionalismo) ha llegado con Hegel y Marx —sus últimos grandes exponentes— a tal agotamiento, que su sostén constituye una hipocresía de conveniencia.
La angustia del hombre libre coincide con el presentimiento de la ausencia de Dios, que es el mismo que las dudas acerca de la validez de las grandes doctrinas ideológicas basadas en un supuesto historicismo científico, como el marxismo y el fascismo.
En Los hermanos Karamázov, Dostoievski crea unos personajes ligados por el antiguo fatalismo evangélico, y explica asimismo cómo la vieja devoción supersticiosa por el mesianismo religioso (encarnado en los personajes del stárets Zosima y su discípulo Aliosha, el joven Karamázov con buen fondo), servirá de vaso comunicante de un nuevo dogma que se superpondrá al viejo: el materialismo dialéctico sostenido por Iván Karamázov, el racionalista ateo de entre los hermanos, un «hombre de su tiempo».
En secreto, la frustración de Iván con la devoción del menor de los hermanos, Aliosha, es el hecho de que éste confíe en un Dios que permite el mal a los más débiles; en el episodio del Gran Inquisidor, Iván evoca a Aliosha el papel de las instituciones eclesiásticas, que se han separado del pensamiento crístico reivindicado por Kierkegaard y cuyo único cometido es perpetuar la institución burocratizada de la fe.
Condenar a Jesucristo en nombre de la Iglesia de Jesucristo
En El Gran Inquisidor, Dostoyevski evoca al dirigente de la Inquisición española, a cuyo conocimiento llegan los estragos causados por alguien cuya compasión y amor por los otros lo convierten en la encarnación de Cristo. El inquisidor intuirá que, al condenar al extraño, está condenando a la reencarnación de Cristo —que se ha aparecido en Sevilla en los momentos más crueles de este organismo de salvaguarda de los cánones eclesiásticos-, pero decide anteponer los intereses de la Institución que se ha apropiado de las enseñanzas de Cristo a la salvación del mismo.
En la Iglesia, dice Iván, no hay nada que aprender, pues en todo caso habría que hacerlo a solas y a través de una travesía propia dentro de la fe, mientras la política de reforma social en la que él se inscribe promete el bien para todos.
Tanto Iván como Aliosha dependerán de credos ilusorios, y estarán evitando enfrentarse a su propia libertad: en la segunda mitad del siglo XIX, las tensiones entre viejas y nuevas convicciones se enfrentan al auge del nihilismo.
El pre-existencialismo del siglo XIX, representado por Nietzsche y el propio Dostoyevski, entre otros, avanzará la tensión postmoderna entre libertad y voluntad, y la angustia que causará al individuo el reconocimiento intuitivo de que, en realidad, no hay «plan maestro» universal y, en ausencia de Dios o de grandes verdades metafísicas, uno puede tomar las riendas de su propio destino.
Jean-Paul Sartre sabe de qué habla cuando proclama que «el hombre está condenado a ser libre», porque pocos están dispuestos a soportar el peso de estar a la altura de semejante responsabilidad, que es la de ser el dios de uno mismo: uno puede afinar o reinventar su propia ética, decidir cómo proceder en la vida y bajo qué principios, así como asomarse a cualquier recoveco de la existencia por muy luminoso u oscuro que hayan sido en marcos de pensamiento pretéritos.
Libertad individual y postmodernismo
El vértigo y la angustia existencial de la libertad de elección alimentará no sólo el nihilismo postmoderno, sino una reacción del idealismo de raíces platónicas, que presiente su debilidad: los totalitarismos ideológicos, primero; y los fundamentalismos religiosos e identitarios, después, marcarán el siglo XX. La sociedad de la información no hará más que acelerar la descomposición de los viejos marcos de referencia, en una sociedad de relatos fragmentados que el sociólogo Zygmunt Bauman calificará de «modernidad líquida».
A diferencia de lo que los primeros teóricos de la Ilustración —empezando por el propio Jean-Jacques Rousseau— habían esperado y teorizado, la libertad surgida en la sociedad técnica y secular no tendrá un carácter universalmente positivo que tiende hacia una mayor justicia o «progreso» humano, sino que adquiere un carácter alienante, paralizante, destructor.
Jean-Paul Sartre asociará la capacidad de elección al vértigo del individuo lúcido que se cuestiona a sí mismo y pone en duda el significado mismo de uno mismo. Para Sartre, las convicciones sobre el supuesto plan maestro y mesiánico del Universo camino de una justicia universal (en una evolución opuesta, al parecer, a la tendencia a la entropía observada por la física), carecen de validez.
Un ejemplo: influido por sus convicciones religiosas y por el pensamiento de autores como Henry David Thoreau (y sus reflexiones sobre la desobediencia civil), Martin Luther King Jr. declarará que «el arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia la justicia». Desde el existencialismo, este tipo de construcciones arraigadas en la tradición anglosajona de la Ilustración, y renovadas por el utilitarismo, carecen de sentido y son una construcción tan precaria como las propias convicciones cristianas y marxistas.
El existencialismo como humanismo
La responsabilidad con uno mismo consistirá, según las tesis del autor de El ser y la nada, en no dejarse llevar por la renuncia a la propia libertad, aunque ésta sea más costosa y requiera mayor coraje que el dejarse llevar por los pequeños vaivenes de la existencia (la «mala fe» de una vida a expensas de las circunstancias y las decisiones de otros, un sonambulismo carente de cualquier flema de autenticidad). El individuo, enfrentándose al vértigo de la propia libertad, carece del confort de supuestas verdades o bondades universales.
Para consolarse de la sensación de su propia vacuidad, el individuo que no quiere enfrentarse a las dudas y el vértigo de la existencia adquiere un rol postizo, una conducta predefinida por un marco ajeno a él mismo. Coincidir con la percepción estereotipada de alguien asistirá a quienes no quieren tomar las riendas de su propia existencia, pues el marco elegido les adjudicará una supuesta consistencia de alquiler.
Desenmascarado el pensamiento basado en la tradición dualista y cristiana, así como en el supuesto «sentido de la Historia» de Hegel, el individuo contemporáneo tiene la opción incómoda de asumirse a sí mismo… o de ocultar la cabeza como un avestruz. En su ensayo El existencialismo es un humanismo, Sartre sólo recuerda que cualquier tono de la escala de grises formalista en el edificio filosófico occidental está dentro del mismo marco supeditado a grandes verdades (Dios, la ciencia como fin en sí misma, un pueblo, una clase).
Pero la existencia precede a la esencia, dice Sartre. El hombre no nace, sino que se hace (con el permiso de un contexto que Ortega englobará en el aforismo «yo soy yo y mi circunstancia»). Antes que estos edificios a medio construir, se encuentra la propia existencia de un hombre «condenado a ser libre». El determinismo psicológico es, expone Sartre, una teoría conveniente para justificar el miedo a enfrentarse a la propia libertad de elegir el propio comportamiento a cada instante.
Evitar la vida de Iván Ilich
El existencialismo es un humanismo se publica en 1946, en plena maniobra contorsionista de la sociedad francesa para desprenderse del sentimiento de culpa del colaboracionismo y alinearse con la minoritaria resistencia (a la que sí había pertenecido Sartre).
El filósofo de la acción —que se contradirá a menudo, sobre todo teniendo en cuenta su apoyo del Bloque Soviético con posterioridad al conocimiento de las atrocidades estalinistas—, se elevará por encima del conformismo material en que se instalaba la sociedad posterior a la II Guerra Mundial (la sociedad de la Pax Americana que se inauguraba y que hoy finiquita Trump con su dudosa estatura y legitimidad), al exponer la «falsedad» de los viejos relatos ideados para reconfortar al ser humano y mantenerlo en un gregarismo que Nietzsche había calificado de moral de rebaño.
Sartre es implacable con quienes intuyen su libertad pero carecen del coraje para afrontarla y acaban dejándose llevar por los vaivenes de una vida que discurre según las viejas convenciones.
Es la misma existencia de relaciones sociales almidonadas y préstamos hipotecarios en Concord de la que quiere huir Thoreau al refugiarse en Walden durante dos años; o la anodina existencia de Iván Ilich, protagonista de la novela corta de Lev Tolstói: los vacuos ideales del burócrata de provincia se quedarán en nada cuando sobrevenga la muerte repentina.
Respetando al chaval
«A los que oculten su libertad total detrás de un espíritu de seriedad o por excusas deterministas, los llamaré cobardes; a los que traten de mostrar que su existencia era necesaria, cuando es la contingencia misma de la aparición del hombre sobre la tierra, los llamaré inmundos.
«Pero cobardes o inmundos no pueden ser juzgados más que en el plano de la estricta autenticidad. Así, aunque el contenido de la moral sea variable, cierta forma de esta moral es universal. Kant declara que la libertad se quiere a sí misma y la libertad de los otros. De acuerdo; pero él cree que lo formal y lo universal son suficientes para constituir una moral. Nosotros pensamos, por el contrario, que los principios demasiado abstractos fracasan para definir la acción».
Si tuviéramos oportunidad de sentarnos a tomar un café con nuestro Yo de hace dos décadas, ¿a qué dedicaríamos el tiempo?
A mí me interesaría conocer los proyectos, esperanzas y temores de la persona ante mí. Trataría de escuchar. Trataría de responder con ánimo constructivo, aportando distintos puntos de vista a la conversación. Evitando el paternalismo o la condescendencia.
Al fin y al cabo, ese otro Yo no sería yo. Como yo, tendría casi toda la vida por delante. Y, como yo, escucharía con prudencia a cualquiera que intentara aleccionarlo con frases cocinadas y palmaditas condescendientes. Aunque fuera su mismísimo Yo adulto.