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Empresas y prosperidad en los países en desarrollo

Las empresas son entidades con ánimo de lucro que obtienen un beneficio con la venta de un producto o servicio a terceros. Hasta ahí, todo el mundo está de acuerdo.

Pero la definición se convierte en galimatías cuando se discute cómo debería crearse y distribuirse la prosperidad, sobre todo en los países más pobres. 

La responsabilidad social corporativa defiende que las empresas de todo el mundo persigan tres objetivos: beneficios, protección medioambiental y justicia social (triple resultado, o “triple bottom line“). Sobre el papel, muchas empresas han interiorizado esta estrategia pero, aunque es sencillo medir los beneficios, no existen todavía maneras de medir la cantidad de “protección medioambiental”, o la de “justicia social”. 

En los países en desarrollo, donde no hay un tejido empresarial fuerte, especialmente de pequeñas empresas, ¿debe llegar la responsabilidad social antes de que existan las propias empresas?

Más difícil todavía: en ocasiones, las empresas que han intentado lograr los tres objetivos se han topado con demandas conflictivas. Las iniciativas medioambientales y sociales no son un cheque en blanco para los habitantes de una comunidad y no consiste en poner cuatro carteles explicando que allí se protegerá a la naturaleza.

Los foros de diálogo internacionales están más plagados de buenas intenciones que de decisiones operativas y medir la responsabilidad de una empresa es, de momento, poco más que un difícil arte con mucho de campaña publicitaria.

Lo que se da por sentado (y no lo está)

En un mercado libre y competitivo, las empresas obtienen beneficios vendiendo bienes y servicios a clientes potenciales. Para mantenerse en el mercado, hay que ofrecer mejores productos y servicios o precios más bajos que los competidores. 

Quienes no lo consiguen, desaparecen, mientras quienes lo logran obtienen una cierta prosperidad. A partir de ahí, los accionistas recibirían dividendos, los empleados garantizarían su puesto de trabajo y aumentarían su riqueza (si su salario está ligado a su productividad), mientras los proveedores obtendrían nuevos contratos.

En los países ricos, este ciclo está garantizado y ni siquiera los discursos más combativos ponen en cuestión este modelo de desarrollo económico y social, basado en el libre mercado y en una ética del trabajo con raíces predominantemente protestantes.

Dice The Economist que las empresas no son organizaciones caritativas, aunque los objetivos de ambos tipos de organizaciones deberían coincidir en cualquier lugar del mundo, ya que tanto empresas como entidades no gubernamentales explican en sus estatutos que, a través de su actividad, generan una riqueza que, a continuación, beneficia a la sociedad.

Los países pobres no tienen malas o peores empresas, sino pocas empresas

Los discursos más críticos con el libre mercado a menudo demonizan el rol de la empresa privada en los países en desarrollo. La sociedad en estos países es especialmente pobre, se dice, por culpa de las empresas. ¿O sería por la falta de suficientes empresas y de un entorno en el que puedan desarrollar su actividad sin temer arbitrariedades?

A menudo, las ONG han alimentado la retórica anti-empresarial, al centrar su actividad en denunciar las injusticias causadas por las grandes corporaciones occidentales en las zonas más pobres del Planeta, cuando éstas han actuado con total impunidad.

Aunque, más que la actividad demoníaca de los gigantes empresariales occidentales, lo que abunda en los países pobres es una carencia, además de la ausencia de Estados de derecho con reglas del juego respetadas por todos: no hay suficientes empresas privadas.

Según The Economist, el principal problema para crear y distribuir la riqueza de un modo equitativo en los países pobres estriba en que hay muy pocos negocios en manos de los ciudadanos y, los que existen, a menudo sufren draconianas regulaciones, arbitrariedades y presiones de ONG, en ocasiones más centradas en criticar el propio lucro empresarial que la supuesta mala praxis que ocasiona la denuncia.

Primero, un marco mínimo para la empresa, que el resto ya llegará

Ann Bernstein, presidenta del think tank sudafricano Centre for Development and Enterprise, cree que hablar de responsabilidad social empresarial es ingenuo en países donde, simplemente, no hay un entorno mínimo para que sus habitantes funden siquiera empresas viables que persigan los objetivos de cualquier corporación (crear productos y servicios y beneficiarse con su venta para generar prosperidad).

En su libro El caso de los negocios en las economías en desarrollo, Bernstein recuerda que la retórica de la responsabilidad social empresarial, si bien noble en las economías avanzadas, distrae a potenciales emprendedores de estos países de su principal objetivo, consistente en beneficiar a sus sociedades generando riqueza con sus ideas. Una empresa viable es el primer y más difícil paso hacia una sociedad próspera, explica la autora.

Según la tesis defendida por Ann Bernstein (firme defensora de la capacidad del libre mercado para generar prosperidad), desde una perspectiva africana, los ciudadanos de los países ricos exponen las injusticias -reales- creadas por las corporaciones, conocidas en la soporífera jerga de la gestión empresarial como “externalidades“.

Pero los ciudadanos en los países en desarrollo no pueden permitirse el lujo de criticar las externalidades de las empresas mientras disfrutan del entorno de prosperidad que éstas generan.

La fina frontera entre justicia y parálisis

No sólo los países más inestables y pobres del mundo carecen de la mentalidad, el marco legal e institucional y las infraestructuras para cobijar a emprendedores, a estructuras que los financien y a un número suficiente de empresas maduras. Las potencias emergentes también tienen déficits parecidos.

Por ejemplo, Sudáfrica, principal potencia de África, representa los riesgos y esperanzas del continente. El país ha demostrado estar preparado para albergar grandes acontecimientos como la reciente Copa del Mundo y su sector empresarial es el mayor de todo el continente.

No obstante, el ritmo de creación de empresas no es el esperado, y no todo debe achacarse a la inseguridad ciudadana y a la fuga de profesionales sudafricanos, sobre todo blancos, a Europa, Norteamérica  y Australia. 

Los riesgos de demonizar al sector privado

Con un tercio de su población con edad de trabajar en paro (no mucho más que España, todo sea dicho), Sudáfrica achaca todos los problemas endémicos de su economía al sector privado. Además, sus regulaciones son tan exigentes como las europeas y estadounidenses.

Por ejemplo, el sector de la construcción residencial tiene una estricta y excesivamente burocrática normativa, ampliada en los últimos años con todo tipo de exigencias medioambientales.

Lo que podría tener sentido en los suburbios pudientes de las ciudades del país, difícilmente se entiende a gran escala, ya que este exceso de normativa causa largos retrasos en la construcción de casas y los principales afectados son los sudafricanos que pretenden cambiar barracas por nuevas construcciones.

La normativa es igualmente confusa y burocrática en el sector eléctrico, lo que impide renovar las plantas que producen energía y causa apagones que afectan a todo el país; ocurre algo parecido en el sector laboral, que intenta proteger a los trabajadores y disuade a las empresas a realizar nuevas contrataciones.

Empresa mala, empresa buena

Existen abundantes ejemplos de compañías actuando con impunidad en distintos lugares del mundo, y África es uno de los lugares donde la denuncia de la penosa situación de distintas zonas del continente ha sido achacada a la empresa, cuando no las numerosas guerras acaecidas.

Los diamantes de sangre, las muertes causadas en la zona de los Grandes Lagos por el acceso y control de las minas de coltán, o los endémicos vertidos petrolíferos en el Delta del Níger son algunos de los casos de actuación empresarial criminal más difundidos.

¿Se ha alimentado desde algunas ONG la retórica contra la empresa privada, como agente de las desigualdades del mundo? Las empresas no son sólo grandes corporaciones y no todas las grandes corporaciones actúan con impunidad criminal.

soleRebels, la pequeña firma de calzado de Etiopía que transforma caucho de ruedas y otros materiales reciclados en coloridos zapatos, es también una empresa y tiene los mismos deseos de prosperidad que los numerosos grupos caritativos occidentales que trabajan con suelo africano, aunque con un plan más sencillo y efectivo, consistente en vender productos, una actividad más cercana a generar prosperidad de lo que muchos ejecutivos de instituciones caritativas con presencia en África reconocerían.

Sobre la relación entre empresas y ONG

Es difícil resistirse ante soleRebels, ya que representa muchos valores que el consumidor occidental asocia con el ideal corporativo que deberían perseguir los países en desarrollo. Una firma pequeña, creada y gestionada por emprendedores locales, que vende un producto tan inocuo como zapatos procedentes de materiales reciclados, difícilmente cae mal.

No despiertan las mismas simpatías las empresas de materias primas infraestructuras y telecomunicaciones que operan en lugares como África. Ann Bernstein explica el caso de un oleoducto construido por una petrolera en Chad.

La empresa dirimió durante 6 años sobre el mejor modo de cumplir con los estándares de sostenibilidad voluntarios conocidos como Equator Principles, para evitar daños medioambientales y a poblaciones locales.

Pese a que la compañía, según Bernstein, invirtió dinero y esfuerzo en evitar cualquier daño y en proteger a los gorilas de la zona, además de indemnizar a las personas desplazadas, varias ONG condenaron la práctica de la firma con la misma furia que se hubiera dedicado a una corporación que ni siquiera conociera la existencia de los Equator Principles.

Las empresas con voluntad de invertir en la zona interpretaron, con la postura de las ONG, que quizá no valga la pena desarrollar negocios en entornos donde no sólo hay que convivir con gobiernos corruptos e inexistentes, sistemas legales inoperantes e infraestructuras deficientes, cuando existen, sino también con las campañas de desprestigio de las ONG occidentales.

Actividad económica en ausencia de normas justas

Defensores del libre mercado y de su poder para aumentar la prosperidad en los países más pobres, tales como Ann Bernstein, reconocen que en la mayoría de casos las reglas del juego no son claras o simplemente no existen.

En estos casos, las empresas, sobre todo las corporaciones multinacionales, deben operar con justicia y rectitud, con las mismas exigencias que cumplirían en los países donde se encuentra su sede.

Lo que Ann Bernstein obvia en su libro es el creciente número de empresas, grandes y pequeñas, que han integrado con éxito políticas de responsabilidad social empresarial, desde multinacionales globales (Dell, Nike, Nokia) hasta pequeñas ONG (las cuales, sin embargo, operan con los objetivos de eficiencia en la gestión y logro de beneficios de las empresas privadas), como el sitio web de microcréditos a emprendedores Kiva.org.

Emprendedores sociales: persiguiendo justicia y beneficios

La filantropía de capital riesgo, filantrocapitalismo, filantropía estratégica o movimiento de emprendedores sociales adopta técnicas de gestión y eficiencia propios de las incubadoras de empresas tecnológicas y las pretende aplicar a los grandes retos sociales y medioambientales actuales.

Los emprendedores sociales no verían el mundo desde la perspectiva de las ONG más combativas, que relacionan cualquier tipo de lucro o negocio no como la solución, sino como parte del problema de la pobreza y la desigualdad; ni lo harían tampoco como Ann Bernstein, para quien cualquier solución pasa por el libre mercado y el fomento de negocios centrados sobre todo en obtener los máximos beneficios.

Los emprendedores sociales buscan la equidistancia. Toman de las ONG combativas el reconocimiento de las crisis medioambiental y social. Y comparten con los defensores del libre mercado, como  Bernstein, la opinión de que las empresas bien gestionadas generan más prosperidad y cambio social que cualquier política, sobre todo las de tintes redistributivos y populistas.

Filantropía 2.0: ¿sólo empresa o empresa y justicia?

Las incubadoras de negocios tecnológicos basan su dinamismo en el fácil acceso a la financiación privada, o capital riesgo, siempre que se tenga una idea con potencial y que se esté dispuesto a mantener una comunicación constante y transparente con los donantes de la financiación, que harán valer su influencia en función de los resultados medibles generados por el proyecto.

Este modelo ha sido aplicado con éxito en Internet y, cada vez más, en el sector de las tecnologías verdes. Los emprendedores sociales creen que también sirve para una nueva generación de empresas y ONG: generar la mayor prosperidad con una mínima inversión, evitando la corrupción o el malgasto de recursos y favoreciendo la productividad o la meritocracia.

Sobre el papel, suena bien. Kiva.org demuestra que cualquier idea innovadora, independientemente de que tenga estatutos de ONG o empresa, puede producir beneficios no sólo económicos, sino también sociales y medioambientales.

Pero son necesarios más Kiva.org para poder refutar, con hechos y conocimiento de causa, la opinión de quienes creen que las empresas sólo deberían perseguir beneficios y obrar con rectitud, evitando aplicar las “burocráticas” e inoperantes tesis de la responsabilidad social empresarial.

Redes como PopTech, una incubadora de ideas y proyectos con vocación social, eligen anualmente a un grupo de emprendedores sociales con ideas prometedoras y tienen la intención de que los próximos Google, Twitter o Tesla Motors sean no sólo negocios con tanto potencial como los mencionados, sino que también protejan los ecosistemas, reduzcan la pobreza y la desigualdad en el mundo.

Pero, ¿no es ese el objetivo último de cualquier empresa o emprendador con éxito?

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