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Reputación: el mundo medita qué pedir a las empresas

Recientemente, un conocido compartía en una red social un comentario que me hizo reír y me pareció más que relevante, ya que avanza una reacción que podría extenderse en el futuro: cómo la actitud forzadamente buenista con el medio ambiente, más que mejorar la imagen de una empresa o producto, puede provocar un cierto desdén de quienes están bien informados y prefieren la información fehaciente a la artificiosamente “verde”.

Esta persona simplemente no podía creer cómo muchas empresas han caído en los mensajes aleccionadores que, con aire boy scout, en lugar de explicar las ventajas de un producto, se centran en cómo ha mejorado su carácter ecológico o cuántos kilos de CO2 se dejarán de emitir a la atmósfera por esta o aquella medida.

Él se refería en concreto al anuncio televisivo de una marca de agua que, preocupada por la actitud de muchos usuarios ante las botellas de plástico o ante lo prescindible de un gasto como botellas de agua para el consumo personal en un momento de crisis, lanza un mensaje artificioso con aire ecologista.

Se busca: honestidad, objetividad, humildad

En resumen, la marca asegura destinar menos plástico a sus nuevas garrafas de agua, que además están confeccionadas con plástico reciclado, con lo que todo es ahora mucho mejor en el mundo. De ahí que el nombre elegido para el producto sea garrafa “ecoligera”. 

Obviamente, al departamento de marketing de esta compañía han llegado informes sobre la creciente crítica social relacionada con el consumo de plástico en actividades en las que se podría emplear un producto perdurable, así como la importancia del ahorro en un momento de crisis -la botella cuesta ahora, dice la marca, menos, porque tiene menos plástico-. 

Hay empresas, como la suiza Sigg, que están haciendo su agosto vendiendo botellas de aluminio a un usuario joven, urbano e informado que conocen a la perfección y sobre el que saben a ciencia cierta que no está interesado en gastar plástico porque sí.

Para rizar el rizo y aumentar el hastío de nuestro amigo, expresado públicamente a través de una red social, el mensaje es puesto en boca de un niño con perfil sabelotodo, cercano a la repelencia. Tendré que preguntar a otros qué le parece el anuncio; personalmente, entiendo la reacción de mi amigo.

El pretendido ahorro de plástico de la marca de agua embotellada no va a salvar el mundo, no cambia de manera fundamental su negocio, ni frena las posibles contrariedades que pueda presentar este tipo de producto, ni mucho menos reducirá de modo sustancial el impacto ecológico de quienes lo consumen. La marca se aproxima, con el modo de exponer el mensaje, en lo tendencioso, con una actitud de “greenwashing” (engaño verde).

El tiro por la culata

Y, claro, el niño sabelotodo, aleccionado con un guión con el corsé del marketing más edulcorado y artificial, no ayuda a quienes quieren tomarse en serio los problemas del mundo y empiezan a concienciarse de que, quizá, sus acciones cotidianas y actitud de compra, marquen la diferencia.

En el caso de mi amigo y sus relaciones inmediatas -que reciben su irónico mensaje-, la marca consigue, con su anuncio, lo contrario a su intención: un cierto rechazo y mofa debido al discurso dulzón y poco creíble, que pretende elevar el supuesto ahorro de plástico por cada botella a poco menos que la salvación del mundo.

Un discurso más próximo, basado en hechos, informativo y, sobre todo, humilde, podría haber logrado el impacto que la marca ha pretendido buscar. El mensaje habría mantenido su pretendida esencia.

Compartiendo nuestras opiniones sobre productos y marcas

Personalmente, recibo a diario información y opiniones que, aunque intentara evitarlo, conforman mi actitud ante los productos y servicios que uso -o recomiendo- a diario. Por primera vez, es fácil dejar constatación de nuestra actitud ante una empresa, producto o servicio, y esta información, a la que se puede acceder de manera asíncrona y desde varios soportes, incluido el móvil, aumentará la presión sobre las marcas.

La reputación corporativa ha llegado, finalmente, a la compleja red de relaciones de millones de usuarios en todo el mundo. Hablamos con amigos, aunque también dejamos registrado si un anuncio o producto nos gusta. Existen incluso personas que anhelan ser relacionadas en el imaginario de sus contactos con marcas que ellas consideran parte indisoluble de su personalidad.

Preguntar por las películas o los libros preferidos no difiere demasiado, en este contexto, de preguntar sobre nuestro programa de correo electrónico preferido, el móvil que usamos, nuestra marca informática “de cabecera”, etcétera. A menudo, sin ser conscientes de que los productos informáticos o textiles que usamos, sean de la marca global que sean, son en realidad confeccionados por un puñado de empresas que fabrican todos los modelos de las principales marcas, tanto los que nos gustan -y con los que nos sentimos identificados- como los que no (ver vídeo).

Gestionar la reputación de un producto está ya ligado a la responsabilidad social corporativa o empresarial, como se prefiera. Empresas, instituciones y ciudadanos deben responder a una pregunta que todavía no tiene una respuesta clara y aceptada por todos: ¿Qué es lo que las empresas deben al mundo, si deben algo?

Reputación corporativa

Hace ya un lustro, compré el dominio de este sitio web, la unión de “fair” (justo) y “companies” (empresas), porque me hice una pregunta similar, aunque no le di el nombre, tan de reunión de cuello blanco, de “reputación corporativa” o “responsabilidad social”. Nos gusten o no los palabros que definen la reputación de las empresas, ya es incuestionable que las corporaciones deben vender sus productos y servicios teniendo en cuenta algo más que la clásica lógica del mercado.

No sólo productos y servicios, sino las empresas y corporaciones que los hacen posible, están sujetas al escrutinio público, aunque todavía no exista un acuerdo sobre cómo medir la “responsabilidad” de las empresas, o su buen gobierno, más allá de las declaraciones de intenciones, las muestras públicas de actitudes más o menos filantrópicas, etcétera.

Pese a presentar días antes del vertido de Deepwater Horizon los mejores resultados trimestrales de su historia, British Petroleum está perdiendo la batalla de la reputación corporativa y sus costosos esfuerzos para relacionar su marca con un mundo capaz de ir más allá del petróleo (“Beyond Petroleum”, reza su lema), así como los motivos florales que sugiere su logotipo, rozan en estos momentos la obscenidad.

Además, el vertido ha dañado las acciones de la empresa y, como ha dejado claro Barack Obama, BP deberá pagar los gastos de la limpieza del vertido.

¿Qué deben las empresas a la sociedad?

Pese a existir e incidir sobre el éxito o fracaso de las empresas, la responsabilidad social corporativa todavía no está definida del todo. Quizá por ello, con la intención de dilucidar hasta qué punto una empresa es responsable no sólo de crear riqueza a la sociedad y aportar sus productos y servicios, sino de contribuir al bienestar y progreso de la sociedad y salvaguardar su medio ambiente, la revista Harvard Business Review ha realizado esta misma pregunta a varios especialistas: ¿qué deben las empresas a la sociedad (si deben alguna cosa)?

Las respuestas, en forma de artículos, no tienen desperdicio y constatan las distintas posiciones del mundo político, académico y empresarial acerca de qué grado de responsabilidad tiene una empresa cuando se producen “externalidades”, o consecuencias negativas derivadas de la actividad de la empresa, la relación con sus grupos de interés (“stakeholders”) o el uso de sus productos.

Hasta ahora, se ha incidido en la falta de cocherencia de la mayoría de las empresas en sus intentos de ser socialmente responsables; al fin y al cabo, no hay siquiera una definición inequívoca de lo que significa ser socialmente responsable y cómo se consigue.

Las externalidades, o efectos negativos sobre otros, de las acciones de las empresas

Autores de la publicación Harvard Business Review creen que los directivos de las empresas con un cierto tamaño deben pensar en responsabilidad social en función de las externalidades que sus actividades crean, ya que éstas si que pueden cuantificarse en la mayoría de ocasiones.

Por “externalidad” se entiende cualquier efecto de una compra o decisión de uso por una serie de personas que tienen un efecto sobre otras personas o comunidades que, por el contrario, no tuvieron la elección de aceptar o negar estas consecuencias antes de que se produjeran, y cuyos intereses son, simplemente, ignorados.

Los efectos de la pesca intensiva sobre la pesca tradicional, la ganadería y agricultura intensivas sobre otros tipos de explotación agropecuaria menos agresivos con el entorno, o las consecuencias catastróficas que la explotación de un mineral o recurso en una zona remota puedan tener sobre los habitantes de la zona, son algunos ejemplos claros de externalidad.

El vertido petrolífero provocado en el Golfo de México por la plataforma de prospección Deepwater Horizon es, como el vertido del Prestige sobre las costas gallegas, un ejemplo extremo de los riesgos provocados por externalidades.

Aunque de modo costoso y nunca con precisión matemática, es posible calcular los efectos negativos directos producidos por una actividad empresarial, de la misma manera que las compañías de seguros basan su negocio en su habilidad para calcular los efectos producidos por todo tipo de desastres.

Respuesta 1: las empresas deben pagar el daño que provocan (internalizar externalidades)

No hay consenso, no obstante, sobre la manera en que las empresas deberían hacer frente a las externalidades. Un grupo de autores coincide con Chris Meyer y Julia Kirby y cree que las empresas deberían responsabilizarse de los efectos negativos que su actividad provoca y hacerse cargo de su reparación.

Si las externalidades pueden ser delimitadas, éstas deben ser atribuidas a las empresas, que se harían cargo de su impacto y lo integrarían en su cuenta de resultados. De manera que la cuenta de resultados de una corporación no sólo tendría en cuenta los balances económicos propios de su actividad comercial y bursátil, sino también sus externalidades o impacto sobre la naturaleza.

Hay empresarios, también estadounidenses, que se muestran abiertos a tener en cuenta esta idea, pese a que integrar las externalidades en la cuenta de resultados tendría un primer efecto que no gustaría a los mercados, a los accionistas de las empresas y, si ello se tradujera también en un aumento de precios en el producto o servicio final que adquiere el usuario, probablemente muchos compradores tampoco estarían de acuerdo, al menos con su cartera, en esta decisión.

Ray Anderson, fundador y presidente del fabricante de alfombras Interface, ha declarado estar a favor no de una mayor regulación pública, sino de “un sistema capaz de establecer acertadamente las prioridades, que internalice las externalidades por sí mismo, que dependa en última instancia de un mercado informado, conformado por gente que insista que los productos que compra están hechos de manera responsable”.

Jeffrey Hollender, fundador de la marca de productos de limpieza Seventh Generation, cuyo posicionamiento en el mercado se basa en el uso de envases reciclados y sustancias biodegradables, sin clorina ni fosfatos, está de acuerdo con Anderson y cree que la auténtica responsabilidad social podrá mejorar la sociedad si las empresas internalizan las externalidades por iniciativa propia y los usuarios demandan productos responsables.

Anderson y Hollender son los dirigentes de dos compañías, Interface y Seventh Generation, cuyo posicionamiento en el mercado se centra en la sostenibilidad de sus productos y estructura empresarial. Su propuesta, basada en que las empresas paguen la factura de los efectos negativos que sus acciones pudieran provocar, es mucho más difícil de encajar en varios sectores, sobre todo los que centran su actividad en la explotación de recursos naturales.

Respuesta 2: las empresas, como las personas, deben tener en cuenta la naturaleza

Andrew Winston, colaborador de Harvard Business Review y autor de los libros Green Recovery y Green to Gold, cree que la responsabilidad social es una idea equivocada si es considerada como un deber de caridad clásica, de filantropía entendida como obligación. Se trata de una distracción y, además, la caridad mal entendida siempre ha existido en el mundo empresarial.

Winston cree, por el contrario, que la sostenibilidad en el mundo de los negocios debe abandonar el buenismo y la filantropía que contente a clubes sociales de ancianos adinerados, y centrarse en los beneficios, la innovación y el crecimiento. La sostenibilidad en el mundo empresarial debería ser entendida como, simple y llanamente, un buen negocio, vigoroso y rentable.

El argumento de la mayoría de dirigentes de las mayores empresas mundiales se centra en constatar que, de hecho, sus empresas ya hacen suficiente para la sociedad, al facilitar puestos de trabajo y crear productos y servicios que todos usamos. Ello no es suficiente en el mundo actual, asegura Andrew Winston; si las corporaciones tienen, en tanto que “personas” jurídicas, los mismos derechos que los ciudadanos de los principales países, también deberían tener las mismas obligaciones.

Las empresas, como los seres humanos, viven en un mundo con recursos finitos, con normas sociales y medioambientales y, además, con fuerzas que nos conducen hacia el el campo de la sostenibilidad: fuerzas naturales (cambio climático, disponibilidad de agua, recursos limitados); cambios estructurales en la manera de funcionar del mundo (globalización, tecnología, consumidor global, demandas de equidad y libertad); y presiones de los grupos de interés o “stakeholders” (actitud crítica e inforada de empleados, clientes, consumidores y gobiernos).

Sólo los grupos de interés infundirán presión sobre las empresas para que actúen de manera “responsable”. Para Winston, ello provocará que se internalicen las externalidades. 

Al fin y al cabo, siempre ha sido ridículo, asegura el autor, hablar de economía y naturaleza de manera separada.

Respuesta 3: no sólo se necesita responsabilidad de las empresas, sino de los consumidores

Quienes abogan por integrar políticas de responsabilidad social en el mayor número posible de empresas, ya que existe un deber social, moral y ético. El problema estriba, según David Chandler, especialista en la temática y colaborador de Harvard Business Review, en que las firmas son a menudo recompensadas económicamente si no actúan responsablemente. De modo que se actúa con un doble rasero o doble moral, no sólo por parte de las empresas, sino también por parte de los consumidores.

Como ocurre a menudo con la filantropía tradicional, por un lado se intenta mostrar la cara amable de la actividad empresarial en forma de acto de caridad, mientras por otro se reducen costes y se toma la menor responsabilidad posible sobre el impacto de la actividad de la empresa en el entorno.

Mientras las principales empresas informáticas, por ejemplo, se esfuerzan por hacer que sus productos sean “verdes”, intentan que los costes de éstos se reduzcan, pese al aumento de su complejidad técnica, mediante el encargo de su fabricación a grandes proveedores tecnológicos asiáticos, como Foxconn o KYE Systems, cuyas políticas laborales dejan bastante que desear, de acuerdo con los estándares occidentales.

Del mismo modo, los consumidores parecen encantados de que los productos aumenten su atractivo, sofisticación y, por qué no, sostenibilidad. Eso sí, siempre que esta mayor “responsabilidad” no incida sobre el precio final del producto.

¿Mayor responsabilidad e internalización de externalidades o mayor sofisticación a precios cada vez más asequibles? Difícilmente se podrán conseguir ambos extremos a la vez.

David Chandler cree que la comunidad que aboga por la responsabilidad empresarial espera demasiado de las firmas, aunque esta demanda es superficial y difícil de ser puesta en práctica. Si la sociedad decide que quiere una mayor responsabilidad social de las firmas, quizá sea algo que deba trasladarse a los grupos de interés de la empresa; en particular, a sus consumidores.

“Los grupos de interés -recuerda Chandler-, incluso más que las firmas, tienen la obligación de ayudar a duseñar la sociedad en la que quieren vivir y trabajar”. La “responsabilidad social de corporaciones y grupos de interés“, como Chandler se refiere a su idea, trasladaría la carga de la responsabilidad de sólo las corporaciones a una combinación entre empresas y grupos de interés.

En definitiva, si los consumidores queremos productos más responsables, quizá deberíamos asumir el coste económico de esta decisión, que también se trasladaría a los productos que compramos.

Obligar a las empresas a pagar por todo el impacto que provocan y evitar que ello se traslade al precio de sus productos y servicios podría eliminar cualquier incentivo de creación empresarial o venta de productos. Se crearía, además, una cultura de la subvención que haría que los ciudadanos pagaran la factura doblemente: por un lado, asumiendo su parte de la responsabilidad en crear productos más verdes; por otro, con sus impuestos, que garantizarían las subvenciones. Mm.

Respuesta 4: los esfuerzos en responsabilidad social necesitan un término medio

Otros expertos sitúan lo que ellos ven como término medio en otros aspectos de lo que hemos llamado en los últimos años responsabilidad social (reputación pura y dura, al fin y al cabo).

Sandra Waddock, especialista en gestión empresarial y sostenibilidad, cree que existe un modo que garantizar más sostenibilidad en las empresas, sin por ello dejar mano libre a las empresas para que apliquen lo que estimen oportuno ni, en el otro extremo, aumentar la regulación, que podría reducir la inversión y la creación de riqueza.

La autora llama a este camino alternativo “ley blanda“. Consistiría en utilizar lo que inversores sociales, expertos en reputación y activistas han desarrollado en los últimos años.

Se trata de una infraestructura informal de responsabilidad, consistente en un marco de principios y estándares, monitorización, certificación, así como métodos para contabilizar aspectos no financieros (tales como las “externalidades” o efectos provocados por la empresa) y, cómo no, la mayor atención mediática y el nuevo papel de Internet, con blogs, redes sociales y sitios web (como *faircompanies).

Esta infraestructura informal, pese a no poder obligar a las empresas a tomar decisiones o actitudes responsables, puede inferir una presión considerable sobre las empresas para que éstas se conviertan en más responsables, honestas y transparentes.

Si bien Waddock cree que muchas empresas se guiarán por las recomendaciones apremiantes que procedan de esta infraestructura colectiva de responsabilidad, también es realista y cree que habrá corporaciones que no harán caso a lo que al fin y al cabo son recomendaciones y no mandatos. Sólo se harán cargo de sus externalidades si la presión alcanza un nivel intolerable para ellas.

Respuesta 5: quienes rechazan que las empresas deban ser sostenibles o “responsables”

Reconocer que las empresas causan, con su actividad, externalidades, y que éstas son responsabilidad de las personas jurídicas que las crearon (personas al fin y al cabo, con derechos y, de momento, sin deberes tan claramente establecidos como en el caso de los ciudadanos de carne y hueso), implica cambiar el funcionamiento de una de las instituciones más importantes del capitalismo: la empresa.

Autores próximos al liberalismo clásico creen que, si las empresas se hacen cargo de todas las externalidades que provocan y esta nueva responsabilidad entra en la cuenta de resultados, las consecuencias pueden ser catastróficas no sólo para las corporaciones, sino para la sociedad en general. El autor Michael Schrage es de este parecer.

Schrage cree que, si el mundo acepta que las empresas deben asumir sus externalidades, el  mundo se convertiría en un lugar más pobre, menos innovador y más autoritario: más pobre porque se impondrían más costes sobre más gente sin beneficios comparables; menos innovador porque individuos e instituciones temerían el coste de los efectos negativos no anticipados y dejarían de invertir; más autoritario porque las organizaciones que no asumieran sus externalidades serían sometidas a litigios, regulaciones, legislaciones. La pesadilla del liberal clásico.

Sostenible o responsable no significa más lento, más burocrático, más regulado, menos rentable

El argumento de Michael Schrage, no obstante, se queda corto en muchos sentidos. Crear empresas más responsables y sostenibles no tiene por qué implicar más regulación, más burocracia y lentitud, ni siquiera un aumento insostenible de los gastos por parte de la mayoría de los sectores.

Todo lo contrario; abogar por un sistema que incentive los productos y servicios más sostenibles no sólo beneficiaría a la sociedad en su conjunto, sino que reduciría costes a los fabricantes, que crearían procesos más eficientes y tendrían incentivos para no incurrir en el gasto innecesario de recursos.

Del mismo modo que la crisis petrolífera de 1973 incidió, a largo plazo, sobre el tamaño y eficiencia de los coches europeos, considerablemente más compactos y eficientes de media que los estadounidenses, una economía que gravara las externalidades de la energía más contaminante podría generar más energías renovables y, quién sabe, tecnologías energéticas auténticamente disruptoras.

La telefonía móvil creó un mercado multimillorario de la nada en 15 años, accesible para más de 4.000 millones de personas; con beneficios igualmente multimillonarios y productos como el iPhone o el Google Nexus One. Su mercado ni siquiera existía cuando muchos de nosotros ya íbamos al instituto o la universidad.

Del mismo modo, situar incentivos en mercados y empresas que puedan crear productos y servicios más sostenibles no sólo beneficia al mundo y al medio ambiente en su conjunto. También a nuestro día a día.

Mejores productos también significa clientes más satisfechos. Y no todo tiene que basarse en el sistema comercial clásico nacido de la Revolución Industrial, basado en economías de escala y en la producción del mayor número posible de bienes baratos y de poca calidad. 

Tampoco hay contratos que obliguen a las empresas a “vender” su producto, en lugar de “alquilarlo” durante su período de vida útil y después recogerlo, para crear otro a continuación con el mismo material y a un coste muy inferior.

La responsabilidad social tampoco suprime la innovación, ni la imaginación. Existe una oportunidad para crear mejores empresas, más provechosas para todos. La bolsa, si realmente funciona de la manera en que fue ideada, recompensará a los mejores.

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