Hoy nos parece algo muy normal publicar la combinación elegida de texto imagen, vídeo y audio a una audiencia privada o pública. También podemos ver millones de vídeos, iniciar una retransmisión en directo desde cualquier lugar con conexión de datos, y descargar libros en formato texo o audio, así como retransmisiones de radio asíncrona, o podcasts.
La información quería en efecto ser libre y desprenderse de las riendas de formatos físicos de otras épocas, que permanecen como el legado lujoso de la música o el contenido multimedia que más apreciamos y del cual preferimos disfrutar también en su versión física.
El retorno del vinilo no es tanto un arrebato nostálgico y decadentista de melómanos entrados en años como una experiencia con un valor intrínseco muy apreciado en el que se combinan los aspectos estéticos y técnicos de una era pretérita de reproducibilidad masiva.
La informática personal de masas debutó con capacidades multimedia muy limitadas y tarjetas de sonido incapaces de competir con el sonido de un aparato electrónico de alta fidelidad, cuanto más con los amplificadores más solventes de épocas pretéritas.
Entorno analógico del artífice del «estilo de vida digital»
Ya en plena vorágine de los formatos de compresión de audio y vídeo y la desmaterialización del contenido multimedia que su propia compañía logró llevar a las masas, Steve Jobs prefería escuchar vinilos y, a lo sumo, discos compactos en su aparato musical doméstico: un tocadiscos Linn Sondek, un amplificador de 200 vatios Spectral Stasis-1, un preamplificador FET-One, y una radio analógica Denon Tu-750, así como altavoces Acoustat Monitor 3 (que luego cambiaría por unos Wilson Audio Grand Slamm).
Neil Young, músico de la vieja escuela cuya dificultad con la compresión digital es pública y notoria, conocía bien las preferencias de Jobs, al coincidir con ellas. En 2012, Young sentenciaba:
«Steve Jobs era un pionero de la música digital. Pero al llegar a casa, él escuchaba vinilos».
La melomanía de muchas de las figuras que posibilitaron la transición digital que nos hace hoy considerar nuestro teléfono como poco menos que un apéndice imprescindible, se transformó a menudo en reticencia a participar ellos mismos como cobayas en este gran experimento global para reducir la fricción entre el entretenimiento disponible y su reproducción en cualquier lugar.
El contenido «all you can eat» puede narcotizar, parecen sugerir los ejecutivos tecnológicos que envían a sus hijos a escuelas donde no se permite el uso de los dispositivos digitales que ellos mismos han posibilitado.
Hace tiempo que hemos aparcado los interminables debates acerca de si escuchar música comprimida o ver vídeo sin descargar (en «streaming») desmerecen la propia experiencia de la sesión melómana o la sobremesa ante películas, documentales o vídeos caseros.
Aprender a dosificar un contenido inabarcable
Incluso quienes hemos asistido a todo el proceso de transición desde la televisión de rayos catódicos, el vídeo VHS, la pletina de casete, el tocadiscos y las primeras videoconsolas a la convergencia digital desmaterializada y de bufé libre con que contamos en la actualidad, nos hemos dejado llevar por la conveniencia de contar con una pantalla en el bolsillo cuya resolución, capacidad de proceso y conectividad multiplican las posibilidades de los ordenadores de sobremesa más potentes de hace unos años.
Sin olvidar que estos teléfonos no son únicamente aparatos de reproducción e incorporan a menudo cámaras, videocámaras y ópticas que superan las prestaciones de las cámaras digitales réflex de hace poco tiempo, con la ventaja de añadir algoritmos de proceso de la imagen muy superiores que los toscos sensores CCD de estos aparatos, una ventaja sobretodo patente en condiciones óptimas de iluminación, pues las cámaras guardan todavía ventaja en situaciones en que es necesario recurrir a ajustes manuales.
Los nativos digitales que rondan la mayoría de edad en estos momentos han crecido en un entorno de promiscuidad de formatos y distribución digitales, donde los videojuegos se convierten en encuentros sociales con partidas virtuales entre participantes diseminados por el mundo, e incluyen escenarios con bandas sonoras, publicidad contextual y estética tan influyentes como las películas de gran presupuesto de antaño.
Asimismo, la radio, la televisión o la música se han transformado en unidades con un cierto significado autónomo que viajan de un contenido a otro con la naturalidad del flujo constante en las aplicaciones preferidas. Los encuentros en directo a través de Twitch, YouTube, Instagram o Facebook sustituyen los viejos eventos sociales en salas de conciertos locales o auditorios de librerías y centros cívicos.
La banalización del contenido
En paralelo, los podcasts han mutado en una inabarcable librería con cualquier programa imaginable disponible para la descarga y la escucha en diferido, con programas cuya popularidad atrae a millones de suscriptores («oyentes») y distintos medios de financiación, desde el patrocinio directo a la financiación colectiva a través de suscripciones.
Hay actores que aparecen en videojuegos y personalidades populares en redes sociales que promocionan productos con una imagen y un texto colmados de etiquetas, y las publicaciones de texto, audio y vídeo que permanecen compiten en popularidad con otras entradas que tienen vida efímera (al ser en directo o desaparecer tras un tiempo) o exclusiva (al aparecer en encuentros digitales privados a través de Zoom o Clubhouse).
En ocasiones los podcasts de contenidos minoritarios atraen a fieles audiencias multitudinarias con presencia global y acaban extendiendo su influencia a canales de YouTube, perfiles de Instagram y Twitch o incluso libros físicos que alcanzan las mesas centrales de las librerías.
En 1936, Walter Benjamin, el filósofo de la Escuela de Fráncfort malogrado en Portbou, publicaba su ensayo sobre los efectos de la reproducibilidad técnica de la expresión artística debido a la irrución de los medios de masas. Para Benjamin, la obra única, sujeta a un formato o a una velada particulares (un cuadro, una ópera), no podía preservar su autenticidad o «aura», pues su reproducción masiva suprimía cualquier singularidad.
El arte entraba en la sala de estar y no requería siquiera una cierta liturgia o formalidad (un atuendo, una predisposición, un esfuerzo e interés, una formación compartida o «intersubjetividad» para poder «comprender» lo exhibido con cierta solvencia, etc.), lo que banalizaba la experiencia si la audiencia no trataba de evitarlo a través de una comprensión lúcida de las posibilidades y riesgos de los medios de masas.
Detrás de la fachada, los bastidores de un decorado
Con la digitalización, el contenido se atomiza, fragmenta, remezcla y pierde los escasos referentes que habían logrado sobrevivir a la reproducibilidad industrial de la época pretérita. La memética, o darwinismo de los memes digitales, supedita cualquier criterio de calidad, autenticidad o «aura» a un marco de popularidad potencial entre determinados segmentos con un determinado perfil psicográfico (lo que antes habíamos conocido como «audiencia»).
Los videojuegos se han transformado también y son entornos envolventes donde se practica el juego en línea, con la participación del jugador desde su «consola» doméstica, con sus cascos y micrófono en un rol similar al de los «operadores» en el mundo real ajeno a Matrix en la película homónima.
En este mismo filme, Neo usa Cultura y simulacro (el ensayo de Jean Baudrillard sobre la superposición contemporánea entre lo real y su holograma, entre el territorio y su representación), para guardar contenido digital ilícito, un onirismo que bien podría servir para ilustrar la evolución de las partidas multijugador más sofisticadas en auténticas superproducciones que crean mundos paralelos.
La nueva convergencia y promiscuidad de medios propulsa la emergencia de nuevos formatos tales como los vídeos donde el espectador observa a otros usuarios desenvolverse en los videojuegos más conocidos, o incluso video-parodias sobre cualquier temática imaginable en plataformas como TikTok. Si añadimos a este contexto la capacidad de acceso a toda la música y contenido televisivo y cinematográfico imaginables a través de plataformas de bufé libre como Spotify y Netflix, los medios más reflexivos y que requieren mayor esfuerzo —tales como la lectura sosegada— pasan a un segundo plano.
La obra artística como ruido de fondo
Y sin embargo, en la carrera hacia experiencias multimedia cada vez más sofisticadas, que en los próximos años podríamos observar transitando desde los cascos de realidad virtual comercializados en la actualidad hacia experiencias más próximas a los reproductores de hologramas que observamos en filmes como Blade Runner 2049, las nuevas experiencias ofrecen saturación, pero raramente sacian expectativas del modo profundo e introspectivo que ofrecen experiencias artísticas más íntimas, tales como regalarse una jornada de audición de nuestros vinilos preferidos, o leer un buen trecho de una novela capaz de atraparnos.
Para Walter Benjamin, la disipación del contenido de masas empezaba en el visionado «social» cinematográfico, poco atento al fondo y a la forma y únicamente interesado en los golpes de efecto y su carácter gregario, con la dispersión que caracteriza el comportamiento indistinguible y teledirigido de las masas, una narcosis contemporánea muy próxima al efecto sobre la población del «soma» en Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley.
La novela —recordemos, un formato moderno, consolidado en el siglo XIX, cuando la alfabetización universal permitió el advenimiento de la prensa, los folletines y la literatura de cordel—, como el arte más íntimo, ofrece a su audiencia una experiencia de inmersión que no deja indiferente y en ocasiones transforma. O explicado por Walter Benjamin:
«Disipación y recogimiento se contraponen hasta tal punto que permiten la fórmula siguiente: quien se recoge ante una obra de arte, se sumerge en ella; se adentra en esa obra, tal y como narra la leyenda que le ocurrió a un pintor chino al contemplar acabado su cuadro. Por el contrario, la masa dispersa sumerge en sí misma a la obra artística».
Palabras que valen más que imágenes
La popularidad de formatos como las charlas y entrevistas en vídeo o audio a través de podcasts, YouTube o Spotify cuenta con una limitación añadida que genera un problema cognitivo añadido: la imposibilidad de volver con facilidad a algo que hemos oído o visto en algún lugar. En estas situaciones, incluso cuando recordamos el podcast o incluso el episodio concreto que incluye una reflexión a la que deseamos volver, tratar de recuperar esas palabras en formatos de una hora es una fuente de frustración.
El texto, por el contrario, es un formato reflexivo que se adapta bien a todo tipo de contenido y facilita, a la vez, su recuperación de un modo sencillo y eficiente muy difícil de batir.
Tal y como argumentaba recientemente un usuario en su bitácora de vieja escuela, el texto es también la forma de comunicación más efectiva desde un punto de vista puramente utilitario:
«Quizá las imágenes valgan más que mil palabras… cuando existe una imagen que concuerda con lo que tratas de decir».
En muchas ocasiones, nuestra necesidad de expresar ideas abstractas nos obligará a recurrir al texto para realizar un ejercicio de síntesis y destilación de ideas siempre complejo y a la vez enriquecedor, un «parto» que ha causado las delicias y la desesperación de poetas y novelistas desde que somos capaces de plasmar nuestras reflexiones por escrito.
Como herramienta de comunicación social, el texto escrito es fácil de guardar y eficiente, depende de viejas convenciones fáciles de conservar y transmitir, no requiere electricidad (en formato papel, se entiende) y ha demostrado su capacidad de preservación intergeneracional.
Elogio del texto
Desde un punto de vista asociado a la ciencia computacional, en el contexto de una reflexión sobre el entorno multimedia en que estamos inmersos, el texto puede ser fácilmente indexado y buscado, como cualquiera podrá comprobar usando un puñado de palabras de este artículo para encontrarlo en un motor de búsqueda mínimamente solvente.
Asimismo, el texto permite traducir e incluso descifrar un idioma y cultura que se habían perdido en el tiempo, tal y como logramos hacer gracias a acontecimientos como el hallazgo de la piedra de Rosetta. La integridad del mensaje no se resiente si producimos o consumimos un texto en formatos distintos o a velocidades muy diferentes.
Las ventajas no acaban aquí. El texto es asíncrono; podemos acudir a nuestro estante y tomar De rerum natura del poeta latino Lucrecio y leerlo sin más problemas que nuestra propia capacidad para conmovernos ante la elocuencia de un brillante poeta fallecido hace dos milenios.
Podemos incluso emocionarnos con epopeyas aún anteriores y, si nos tomáramos la molestia de aprender griego clásico o asirio, podríamos leer la Odisea, la Ilíada o el poema de Gilgamesh como lo habrían hecho los coetáneos de quienes plasmaron estas obras, fruto de ricas tradiciones orales, por escrito por primera vez.
El texto puede compararse, formatearse, resumirse, y permite —tanto en su versión digital como analógica— añadir conversaciones, comentarios y anotaciones, subrayar citas, o inspirar nuevas obras que alaban o rechazan lo expresado.
Problemas del formalismo: el corsé discursivo
Hemos sido incapaces de crear una tecnología de comunicación que sea tan eficiente o se acerque mínimamente al texto. Sobre todo, cuando tenemos la suerte de toparnos con un autor que se haya tomado la molestia de expresar con sencillez y economía de palabras algo tan complejo como la experiencia y condición de nuestra especie.
La reflexión oral tiene también sus ventajas y no debemos desmerecerlas. El propio canon literario de cada cultura surge de formas que, por su carácter espontáneo y repetitivo, denotan la frescura de la oralidad como origen. La socióloga Zeynep Tufekci argumenta incluso que la cultura oral es el fruto de un tipo de conversación en la esfera pública que bascula desde la formalidad del texto escrito a una vertiente más popular y fragmentada.
Zeynep Tufekci cita en su artículo al especialista de medios Neil Postman, autor del ensayo Divertirse hasta morir (1986) en el que aventuraba con acierto hasta qué punto nos aventurábamos en una sociedad más parecida a la descrita por Huxley, agotada por el contenido, más que a un mundo orwelliano.
El formato escrito desplazó en buena parte el valor de la memoria y transformó nuestra psicología para siempre (la socióloga de origen turco se refiere al concepto de la psicodinámica, asociada a la percepción de nosotros mismos y al relato que hacemos del mundo), si bien los nuevos formatos multimedia estarían, de nuevo, devolviendo una cierta frescura a formatos demasiado encorsetados, tales como la programación televisiva derivada de la lectura de texto escrito y leído en teleprompter.
Practicar un texto vivo
Una reflexión o conversación pueden conmovernos en formato audio (podcast), vídeo o en cualquier remezcla multimedia adaptada a la cultura memética. Sin embargo, difícilmente alcanzarán la contundencia, utilidad y valor a largo plazo de un texto bien escrito.
En un mundo cada vez más multimedia, somos muchos quienes reiteramos nuestra devoción por la palabra escrita.
Eso sí, no olvidemos que el mundo oral conserva su capacidad sugestiva porque apela a tradiciones orales que nos reconcilían con procesos de transmisión oral ancestrales. Según Walter J. Ong, experto en cultura oral:
«El mundo oral es efímero, existe únicamente suspendido en el tiempo, sostenido sobre todo a través de conexiones interpersonales, sobrevive sólo en la memoria, y más que construir trabajos acumulativos y definitivos, está orientado a la conversación y a recordar conocimientos haciéndolos memorables, lo que a menudo puede implicar sarcástico, ingenioso, rítmico y rimado (pensemos en arrebatos poéticos más que en ensayos)».
Estilos como el Nuevo Periodismo en lenguaje escrito o «cinéma vérité», «direct cinema» o «dogma 95», en lenguaje video-documental y cinematográfico, trataron de combinar lo mejor de ambos mundos: las ventajas de lo escrito y la irreverente frescura de la oralidad.
¿Qué podemos crear en nuestro tiempo que contrarreste la insoportable levedad de los podcasts que hablan mucho y no dicen nada y el cebo de clics de la memética donde la fachada esconde interiores huecos donde anida el nihilismo?
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