Más de una década después de ser publicado, el contenido de Fast Food Nation, de Eric Schlosser, sigue vigente, enriqueciendo el debate público sobre lo que comemos con una profundidad sólo comparable a El dilema del omnívoro de Michael Pollan.
El lado oscuro de la alimentación
Cuando Fast Food Nation: The Dark Side of the All-American Meal apareció por primera vez, serializado por entregas en Rolling Stone a lo largo de 1998 y 1999, los nostálgicos del Nuevo Periodismo, difundido por ésta y otras publicaciones en los 60 y 70, creyeron (quizá prematuramente) que había vuelto la época de los reportajes novelados de calidad.
Se equivocaran o no, Fast Food Nation no sólo es un ameno trabajo documental acerca de los profundos cambios en la industria alimentaria en el siglo XX, sino que ha contribuido al único gran cambio en los últimos años: la toma de conciencia en la sociedad acerca de la relación entre el sobrepeso y la obesidad, los hábitos de consumo y las prácticas empresariales.
Cuando la alimentación se confundió con batalla ideológica
El reportaje novelado, que ha permanecido entre los más vendidos de la lista de The New York Times y Amazon (tercero más vendido en la sección de libros sobre el sector agrario), estrenó edición revisada el 13 de marzo de 2012.
Para entender cuán central es el debate sobre alimentación, nutrición e industria alimentaria en Estados Unidos, personajes del sector como el granjero independiente Joel Salatin, citado por Michael Pollan en El dilema del omnívoro, se han convertido en personalidades influyentes, constantemente citados y con libros superventas (uno de sus libros es el más vendido en la misma sección de Amazon).
Diferencias entre elegir un mecánico y un productor de alimentos
Salatin no es más que un granjero con una explotación orgánica en el sur de Estados Unidos con una actitud libertaria hacia su negocio, que se esfuerza siempre que tiene oportunidad por que los grupos de presión de las empresas de fertilizantes, productores de monocultivos y cadenas de distribución y comida rápida dicten lo que la gente debe comer.
Hace poco, Salatin declaraba: “¿No encuentras extraño que la gente dedique más trabajo a elegir un mecánico o contratista que eligiendo a la persona que cultiva sus alimentos?”.
Fast Food Nation es uno de los artífices de la visión cada vez más crítica del gran público acerca de la industria agropecuaria y la comida rápida, el trabajo periodístico más sólido (con El dilema del omnívoro, de su colega el periodista Michael Pollan, con quien ha coincidido en público en varias ocasiones), de una serie de libros y documentales, cada vez más populares, que versan sobre la temática.
Poco ha cambiado, 10 años después
A propósito del lanzamiento de la edición revistada del libro, Eric Schlosser escribe un artículo en The Daily Beast.
Schlosser expone que poco ha cambiado en la manera de producir y consumir alimentos en Estados Unidos, pero ve el futuro con optimismo. Al menos, dice, la gente es consciente del problema y habla sobre ello.
Pero los hábitos alimentarios relacionados con el auge de la dieta occidental, rica en alimentos precocidados, carne roja y bebidas carbonatadas, no son un fenómeno adscrito exclusivamente a Estados Unidos, los países anglosajones o los países emergentes más influidos por su cultura (con México en cabeza): es un fenómeno con alcance mundial.
Cuando el sabor es más importante que la nutrición
Más que una teoría conspirativa, Fast Food Nation expone el profundo cambio cultural experimentado por Estados Unidos a remolque de las innovaciones en estudios de mercado e ingeniería alimentaria y distribución iniciadas por McDonald’s y, posteriormente, emuladas por otras cadenas de distribución de comida rápida.
¿Por qué poco o nada ha cambiado con respecto a hace una década, según Eric Schlosser?
“Cada día, alrededor de 65 millones de personas comen en un restaurante McDonald’s en algún lugar del mundo, más que nunca antes”. Algo que se explica no sólo por la popularidad del menú entre los adultos de clase media en los países desarrollados, sino entre clases desfavorecidas, niños y familias de las clases medias emergentes.
Consecuencias del éxito de un modelo
En México, el 30% de los adultos es obeso, cifra sólo superada por Estados Unidos en la OCDE. El porcentaje también aumenta más rápido en Turquía y otros países que crecen con rapidez.
“Los beneficios anuales de la industria de comida rápida estadounidense, ajustados a la inflación, han crecido en torno al 20% desde 2001”, prosigue Schlosser en su artículo de The Daily Beast a propósito de la reedición de su libro.
“El número de anuncios de comida rápida dirigidos a los niños de Estados Unidos ha crecido (…)”. También lo ha hecho la facilidad de la industria de la comida rápida para adaptarse a los nuevos formatos publicitarios, ahora que la televisión comparte su protagonismo con Internet y el consumo de medios más fragmentado.
Como consecuencia, “la tasa de obesidad entre los niños se ha doblado en los últimos 30 años. La tasa entre niños entre 6 y 11 años se ha triplicado”, escribe Schlosser.
Los gastos sanitarios derivados de la epidemia de obesidad alcanzan 168.000 millones de dólares, según investigadores de la Universidad de Emory; el mismo presupuesto que las familias estadounidenses gastaron en comida rápida en 2011.
La responsabilidad del individuo de su propia alimentación
Los números son esclarecedores y tanto el sobrepeso como la obesidad alcanzan el carácter de pandemia. No obstante: ¿dónde se sitúa la responsabilidad de la industria que proporciona una determinada experiencia alimentaria y el individuo
A diferencia de en Europa, en Estados Unidos existe el fenómeno de los desiertos alimentarios, amplias zonas, que a veces comprenden barrios enteros de grandes ciudades y suburbios, donde las únicas tiendas accesibles a pie o a unos minutos en coche o transporte público son el equivalente europeo a las tiendas de gasolinera, con claro predominio de “snacks” (chucherías) y bebidas carbonatadas.
En efecto, la oferta alimentaria condiciona nuestra salud, como han debatido medios y publicaciones científicas.
Snacks y “desiertos alimentarios”
La pericia empresarial de los restaurantes y proveedores de comida rápida, alimentos precocinados y “snacks” compartirían su responsabilidad, como también lo haría la planificación urbanística (relacionada con la comida rápida, como explica con detalle Fast Food Nation) y los llamados desiertos alimentarios.
Cuando comer alimentos calóricos y poco saludables, pero apetecibles para los gustos predominantes gracias a concienzudos estudios de mercado, es más fácil, rápido y a menudo más barato que comprar y preparar alimentos saludables, la comida rápida y precocinada, así como las bebidas carbonatadas, parten con mayor ventaja.
Pero, de nuevo, ¿cuál es el papel del individuo? Incluso cuando es menos cómodo e igual de caro, o incluso más caro, adquirir alimentos frescos y cocinarlos, cualquier adulto de cualquier lugar en cualquier país desarrollado, puede procurarse alimentos básicos y saludables a un precio más que razonable.
Frutas y verduras frescas, legumbres, cereales. Es fácil comprar incluso a granel este tipo de productos, incluso aprovechar ofertas y almacenar el excedente, ya sea congelándolo, haciendo conservas, secándolo, etc.
Sobre dobles morales y discursos políticamente correctos
En la teoría conspirativa del fracaso alimentario y nutricional de millones de familias en los países ricos y, cada vez más, emergentes, ¿qué porcentaje de responsabilidad y autocrítica debe recalar sobre la propia víctima?
Los incentivos para lograr que una alimentación saludable (a poder ser, fresca, de temporada, locar, económica) predomine en las familias, más allá de su nivel educativo, son informativos y de imponen a largo plazo, por lo que es difícil contrarrestar el atractivo a corto plazo de la alimentación menos saludable promovida entre los niños: alimentos precocinados, bollería industrial, bebidas azucaradas.
Nos encontramos, de nuevo, ante un dilema más profundo, relacionado con los valores en el seno de la propia sociedad: en una cultura dominada por el impulso y el corto plazo (fenómeno que afecta a personas, organizaciones, gobiernos), el único modo de realizar cambios profundos en los hábitos que no funcionan es esforzarse. Y el esfuerzo no ha sido un valor en auge en las últimas décadas.
La gratificación aplazada: aprender a alimentarse pensando en el bienestar
Los estudiosos de la gratificación aplazada son conscientes de que la fórmula ganadora, también en la alimentación, consiste en fomentar el autocontrol y sus secretos educando con paciencia desde la infancia, porque no hay fórmulas secretas y se ha demostrado que la fuerza de voluntad actúa como un músculo (puede ejercitarse o atrofiarse por falta de ejercicio).
Por mucho que Fast Food Nation siga vigente y sea tan difícil como hace una década comer de un modo equilibrado y barato (a poder ser, con alimentos de temporada, orgánicos, locales, cocinados de manera convencional), alimentarse mejor está en manos de cualquier familia, más allá de su nivel educativo y económico. O debería estarlo.
No todos podemos comprar en el mercado a diario, llenar la cesta de productos orgánicos y dedicar una hora para cocinar cada comida, pero bastaría a menudo con seguir los consejos y el sentido común visto en generaciones anteriores para mejorar nuestra mesa de un día para otro, a menudo gastando mucho menos.
Cuándo nos debería amargar un dulce
La batalla más difícil está entre quienes viven en entornos descritos objetivamente como desiertos alimentarios sin oferta ni calidad ni gran nivel educativo o relaciones eclécticas, que superen la monotonía de su realidad cotidiana. Cuando a esta realidad se suman las mismas carencias en generaciones anteriores, es más difícil iniciar un cambio profundo de hábitos alimentarios.
No es imposible, incluso cuando los incentivos para alimentarse con productos poco saludables superan a la información objetiva que promueva la alimentación de calidad.
La industria de la comida rápida, explica Fast Food Nation, es consciente de que los niños y adolescentes son los consumidores más vulnerables. De ahí que sus departamentos de estudios de mercado e ingeniería alimentaria funcionen como una sincronizada maquinaria de innovación sobre sabores, olores, formas, colores, tamaños.
¿Hasta qué punto el sabor y el olor de la comida es manipulada químicamente en los restaurantes de comida rápida? La explicación de Eric Schlosser sigue poniendo los pelos de punta, una década después.
Ciencia-ficción alimentaria y “El Perfume”
“Los sofisticados espectómetros, cromatógrafos de gas y analizadores de vapor actuales, proporcionan un detallado mapa de los componentes del sabor de un alimento, detectando aromas químicos presentes en cantidades tan bajas como una parte por millón”.
“La nariz humana, no obstante, es incluso más sensitiva. Una nariz puede detectar aromas presentes en cantidades de un puñado de partes por billón -una cantidad equivalente al 0.000000000003”, exponía Schlosser ya en la edición de 2001 de su libro.
“Aromas complejos, como los del café o la carne a la brasa, se componen de gases volátiles de casi 1.000 sustancias químicas distintas. El aroma de una fresa se deriva de la interacción de cerca de 350 sustancias presentes en cantidades ínfimas”.
La descripción de Schlosser evoca la lectura de El Perfume, de Patrick Süskind. Sólo que, en este caso, hablamos de la industria alimentaria descomponiendo sabores y aromas hasta niveles moleculares, para reconstruirlos a continuación según sus términos.
El sabor
“La cualidad que la gente busca por encima del resto en la comida, el sabor, está a menudo presente una cantidad tan infinitesimal que es difícil de medir en términos culinarios, como onzas o cucharadas”.
“El aditivo del sabor llega es uno más de una larga lista de ingredientes de un alimento procesado y a menudo cuesta menos que su embalaje. Las bebidas carbonatadas contienen una proporción mayor de aditivos de sabor que la mayoría de productos. El sabor de una lata de Coca-Cola cuesta alrededor de medio centavo”.
Pero, de nuevo, cuando el individuo achaca todas las culpas de su sobrepeso y obesidad “al sistema”, o a una empresa determinada, abraza de la manera menos crítica posible la teoría conspirativa que alguien le ha explicado a medias, o que ha leído en algún sitio, también a medias.
Retorno al sentido común y el término medio, como casi siempre
Cuando se trata de alimentación, como en otras facetas de la vida, el individuo debería dejar de ser un sujeto pasivo, para recuperar su papel activo. Muchos de los adultos actuales tuvimos la suerte de crecer en hogares donde las generaciones anteriores habían mantenido, por distintas circunstancias, un apego a la alimentación tradicional.
Alimentarse de un modo económico y saludable, con un escaso impacto ecológico, se ha convertido también en un ejercicio de profunda y responsable desobediencia civil, que no usa pancarta ni busca la foto fácil, sino darse -y dar a sus hijos- la oportunidad de alimentarse de un modo saludable, celebrando tantas comidas como sea posible.
No hace falta que cada día sea un banquete. Un mendrugo de pan elaborado con masa madre y untado en aceite de oliva supera cualquier tentempié biónico con embalaje brillante.