Azúcar. No hay mejor manera de conocer el auténtico poder de este condimento que observando su efecto sobre cualquier bebé: ajeno a las sutilezas de la socialización, la reacción extática del pequeño ante la sustancia nos muestra el porqué de nuestra incapacidad para saciarnos de ésta.
Michael Pollan evoca esta imagen, asociada a una sensación irresistible, en El dilema del omnívoro, uno de los ensayos más documentados y a la vez literarios sobre el lado más negativo de la evolución de la dieta occidental, a partir de la transformación de excedentes de monocultivos subsidiados -sobre todo el maíz- en aditivos ricos en glucosa presentes en cualquier alimento preparado.
Nuestra relación con el azúcar trasciende el presente y antecede nuestra propia especie, pero sólo su producción a gran escala y transformación desde preciado condimento a mercancía tan asequible como ubicua, han multiplicado su consumo (casi siempre oculto en “ingredientes” bajo eufemismos como HFCS, siglas de jarabe de maíz -High Fructose Corn Syrup-).
Cuando la ciencia se equivocó de objetivo
Informados desde finales de la II Guerra Mundial de que los auténticos riesgos alimentarios procedían de la grasa y la cantidad de comida ingerida, hemos olvidado prestar atención a nuestra dulce e ignorada obsesión:
- desde las variedades refinadas de la caña de azúcar o la remolacha (sacarosa) a los derivados de laboratorio, como el mencionado (y omnipresente) jarabe de maíz de alto contenido en fructosa;
- a los condimentos con elevada concentración de glucosa, sacarosa, maltosa y otros azúcares: miel, jarabe de arce (de uso cotidiano en la repostería profesional y casera de Norteamérica), etc.;
- pasando por alimentos con alta concentración de azúcar: fruta dulce, fresca o deshidratada (fructosa), azúcar concentrada de variedades de uva destinadas al mosto y el vino (dextrosa), etc.
Desde la eclosión de su consumo, nuestra dependencia de lo azucarado no ha sido considerada como un riesgo, sino como parte de una doctrina médica que asocia enfermedades degenerativas con cantidad de calorías ingeridas en función del ejercicio realizado (hipótesis del equilibrio energético), descartando otras líneas de estudio que habían relacionado obesidad con la manera en que nuestro metabolismo reacciona ante distintos macronutrientes, generando en ocasiones disfunciones hormonales.
La coartada de la igualdad entre calorías
Esta diferencia sobre teorías médicas, en apariencia anodina, ha condicionado nuestra dieta y -arguyen algunos investigadores- permitido que la obesidad y otras dolencias degenerativas hayan pasado de preocupación a emergencia en todo el mundo:
- al equiparar entre sí todas las calorías y reducir la obesidad y la diabetes tipo 2 a una simple cuestión de continencia y sedentarismo, la hipótesis del equilibrio energético ha restado importancia a estudios que trataban de establecer la incidencia de nutrientes potencialmente dañinos, como azúcares refinados;
- una corriente de investigadores reabre las tesis de la medicina que había experimentado con el efecto sobre nuestro metabolismo de distintos alimentos: la hipótesis del síndrome metabólico involucra directamente al aumento de la ingesta de jarabe de maíz con alto contenido en fructosa, que llega hasta nuestro organismo entre los ingredientes de platos y postres preparados, así como bebidas carbonatadas y cafés elaborados en las principales cadenas internacionales.
Azúcar y síndrome metabólico
Esta segunda hipótesis, hasta ahora marginal, se sostiene sobre la epidemia de síntomas que aparecen siempre interrelacionados, y se asocian con una alteración hormonal: al alterarse los niveles de insulina y crearse una resistencia a ésta, el sistema metabólico es incapaz de transformar la grasa en energía, manifestándose sobre síntomas como:
- alta presión arterial;
- grasa abdominal permanente, aumento de triglicéridos en la sangre (contentos mientras dure el festín de almíbar de maíz);
- exceso de ácido úrico;
- y constante estado de inflamación.
A partir de aquí, salvo un cambio radical en la dieta (evitando la ingesta de azúcar refinada, tanto la que vemos y añadimos conscientemente como la que ingerimos disuelta en platos y bebidas preparadas, la más cuantiosa y peligrosa), es cuestión de tiempo para que se manifiesten las enfermedades cardiovasculares, la diabetes tipo 2 y la obesidad.
La era del azúcar
Estableciendo una relación entre el una mayor ingesta de azúcar (como ha ocurrido en la dieta occidental en las últimas décadas) y el nivel de insulina en nuestra sangre, hormona cuya disfunción repercute sobre el aprovechamiento metabólico de nutrientes (que, en vez de ser transformados en energía, permanecen en el organismo), la tesis del síndrome metabólico podría haber conducido a estudios más sofisticados y a medicamentos y directrices sobre la dieta y el estilo de vida que hubieran contribuido a atajar la epidemia de dolencias degenerativas. No ha sido así.
Varios científicos y autores creen que la marginalidad a la que se ha sometido la tesis del síndrome metabólico no ha sido fortuita, sino deliberada. Entre los causantes, se encuentra la industria del azúcar de Estados Unidos.
Estudios alemanes y austríacos interrumpidos en la II Guerra Mundial fueron los precursores de esta segunda línea de investigación, centrada en los distintos efectos metabólicos de distintos nutrientes y abandonada posteriormente… hasta que en la década de los 60 varios estudios volvieron a realizar la conexión.
Fructosa: símbolo una pandemia global de empalagosa dulzura
La relación entre la ingesta de hidratos de carbono de rápida absorción y la alteración de la insulina en la sangre ha permanecido en segundo plano, mientras comunidad científica, prensa y reguladores preferían relacionar la epidemia de obesidad y diabetes con el exceso de grasa, el exceso de alimentos y el sedentarismo.
Como consecuencia, los hidratos de carbono más dañinos y con potencial adictivo sobre el organismo por su alto contenido en glucosa -al excitar el sistema nervioso y aportar potencia física y lucidez mental momentánea-, como los azúcares refinados, las harinas refinadas y derivados industriales (dulces, plan blanco), y la fruta muy dulce (fresca y seca), se han impuesto como ingredientes, condimentos y snacks.
Por el contrario, los hidratos de carbono de absorción lenta, liberados poco a poco en el organismo y relacionados con la resistencia física y mental (arroz y cereales integrales, legumbres, pan elaborado con masa madre -sin harinas refinadas ni derivados-, fruta poco dulce -fresca y seca-), no han logrado el mismo favor público.
Las consecuencias sobre el relativismo científico en torno a los efectos del azúcar sobre la dieta, especialmente la que aparece en forma de ingredientes difíciles de interpretar por no expertos en cualquier alimento procesado, ha causado un aumento exponencial del consumo de azúcar en todo el mundo, con Norteamérica, Europa Occidental y Latinoamérica en cabeza.
Científicos a sueldo de la industria
Son las consecuencias de una política de relaciones públicas que, con la ayuda de científicos a sueldo, evitó la atención sobre los efectos del consumo excesivo de azúcar, equiparando las calorías de la glucosa a cualquier otra: en una fecha tan temprana como 1956, la industria azucarera lanzó una ofensiva publicitaria para desacreditar los indicios sobre su relación con el aumento de peso.
Para lograr efectividad, la campaña optó por un mensaje en pretendida jerga científica (y así lograr la credibilidad buscada):
“[El azúcar] no es ni un ‘alimento reductor’ ni ‘comida que engorda’. No existen tales cosas. Todos los alimentos proporcionan calorías y no hay diferencia entre las calorías que proceden del azúcar, la carne, las uvas o el helado.”
Más de 6 décadas después de la difusión de este mensaje contrario a la hipótesis de que la obesidad es más una dolencia también metabólica (por el exceso de calorías inadecuadas, como carbohidratos de rápida absorción), y no sólo de exceso y acumulación de nutrientes, ahora afrontamos las consecuencias de la contrainformación y la pseudociencia en los estudios nutricionales.
La Organización Mundial de la Salud recomienda una ingestión máxima de 50 gramos diarios de azúcar y sus derivados, pero varios países duplican esta cifra. En Estados Unidos, el ciudadano medio absorbe 126 gramos diarios, equivalentes a beber 3 latas de Coca-Cola.
Cuando el cartel del azúcar recuerda al del tabaco
En las últimas décadas, la industria agroalimentaria ha aumentando los condimentos (azúcares y levaduras refinadas, así como sal y aromas) para aportar un sabor más intenso y una diferenciación de sus productos, partiendo de la hipótesis cada vez más obsoleta que pretende hacernos creer que todas las calorías son iguales.
Como observamos en la primera reacción de un recién nacido ante la glucosa, o en experimentos como la famosa prueba del malvavisco, que probaba el autocontrol de varios niños, dejándolos a solas con una nube de caramelo, prometiéndoles otra si esperaban a comérsela; la prueba demostró que los niños que no podían esperar y preferían comer una al instante que dos esperando, tenían más dificultades para controlarse y prosperar durante el resto de su vida).
La evidencia de que el azúcar incidía sobre la retención de grasa y sobre enfermedades degenerativas, no tuvo repercusión sobre opinión pública y reguladores… gracias a una actuación de la patronal estadounidense del azúcar, que pagó a 3 investigadores de Harvard para defenestrar esta conexión, tal y como explicaban en septiembre de 2016 James Surowiecki en The New Yorker y Anahad O’Connor para The New York Times.
Los artículos de Surowiecki y O’Connor mencionan un artículo científico publicado en la revista JAMA (Jason Glantz, noviembre de 2016) que prueba esta actuación premeditada (prácticas de cartel) de los productores de azúcar promoviendo estudios e informaciones que contraatacaran el trabajo postdoctoral de Cristin E. Kearns (Universidad de California en San Francisco) que, en la década de los 60, asociaba el exceso de azúcar en la dieta a dolencias cardiovasculares.
El caso contra el azúcar
La documentación original recabada por Jason Glantz, hasta ahora olvidada en archivos y librerías de Harvard, la Universidad de Illinois y otros centros, muestra cómo Cristin E. Kearns y otros investigadores acumulaban información sobre el nexo entre dietas azucaradas y el aumento de dolencias coronarias.
Las connotaciones semánticas de lo dulce, presentes en todas las culturas, contrastan con nuestra interpretación menos favorable de otros gustos. La dulzura, lo dulzón. En cambio: lo amargo, lo agrio, lo agridulce.
Un nuevo ensayo estadounidense, The Case Against Sugar (Gary Taubes, 2016), reabre un debate que entre la comunidad científica, la industria agroalimentaria y la opinión pública sobre el uso e impacto de un aditivo estrella en cualquier alimento modificado. Aeon publica un extracto del ensayo.
La industria del azúcar ha aprovechado la imposibilidad científica de trazar una relación inequívoca de causa y efecto entre un ingrediente alimentario y dolencias degenerativas que no pueden analizarse con reduccionismo (al contar con multitud de condicionantes) como la obesidad y la diabetes, diluyendo así su responsabilidad.
El núcleo de nuestro cerebro ante la abundancia
El ensayo de Taubes no sólo reabre el debate sobre una relación de la industria alimentaria de práctica dependencia con respecto al azúcar, sino que argumenta que médicos, público y reguladores han puesto el acento durante décadas sobre la causa incorrecta.
El consumo de azúcar (que en su mayor parte entra en nuestra dieta en forma de aditivo de alimentos preparados, bebidas carbonatadas, zumos, snacks, etc.) No es una obsesión estadounidense, sino mundial que tiene que ver:
- tanto con la estrategia de la industria agroalimentaria para crear sabores de laboratorio difíciles de resistir;
- como con nuestra manera de percibir distintos alimentos, a partir de nuestra interpretación instintiva del entorno, heredada de nuestros antepasados.
A inicios de este siglo, el neurocientífico británico afincado en California Peter C. Whybrow se refería a una supuesta “manía americana” (American Mania, 2005) que parte de la incapacidad del núcleo primitivo de nuestro cerebro, que compartimos con el resto de vertebrados, para resistir a una atracción por los comportamientos y sustancias que habrían garantizado nuestra supervivencia en el pasado remoto: sexo, violencia y tendencia al gregarismo, así como favoritismo por alimentos ricos en proteína, pero también en grasas, sal… y azúcares.
Nuestro sistema nervioso y cerebro se divide, explica Whybrow, en tres capas superpuestas: la que compartimos con reptiles y otros vertebrados, recubierta por una capa propia de mamíferos, y esta última coronada por una tercera capa, dedicada a la memoria y el pensamiento abstracto:
“Al afrontar la abundancia, los métodos instintivos de recompensa del cerebro son difíciles de suprimir.”
El lado amargo del relativismo científico sobre el azúcar
El cerebro humano evolucionó en un entorno dominado por la escasez y, según Whybrow, existe un desequilibrio fundamental entre nuestras necesidades calóricas y nuestro apetito en un entorno de sobreabundancia como el de la sociedad contemporánea, cuya industria agroalimentaria trata de evitar regulaciones que limiten el uso de condimentos que aumentan su carácter irresistible.
Fabricantes de alimentos y bebidas, así como la comunidad científica, están al corriente de lo que atrae a la capa más primitiva de nuestro cerebro: sexo, seguridad y alimentos que aportan energía instantánea. Pero, ¿hasta qué punto es demostrable la relación entre el consumo de azúcares y la epidemia de enfermedades degenerativas relacionadas con dieta y estilo de vida?
El azúcar y sus substitutos dominan la lista de aditivos en nuestra cesta de la compra y, según una evidencia combatida con una campaña de relaciones públicas, publicidad y pseudo-expertos de la propia industria del azúcar, es la causa fundamental de la epidemia mundial de sobrepeso, obesidad y diabetes.
Es un caso contra el azúcar, pero también contra el relativismo científico y la facilidad con que una campaña de información debidamente maquillada puede desviar la atención del azúcar como sustancia de riesgo, transformándolo en ingrediente indispensable.
The Case Against Sugar, el extensivo ensayo de investigación del periodista científico Gary Taubes, reabre un debate que entre la comunidad científica, la industria agroalimentaria y la opinión pública sobre el uso e impacto de un aditivo estrella en cualquier alimento modificado: el azúcar, cuanto más dulce y barata mejor.
Ubicuidad del azúcar: en cualquier producto elaborado
El azúcar es el ingrediente esencial en platos precocinados, bebidas carbonatadas, condimentos, comida rápida y snacks, y la ausencia de una regulación que limite su uso garantiza un atractivo que apela más al carácter impulsivo de nuestra amígdala cerebral (que pedirá más sin necesitarlo) que a la voluntad racional y reflexiva de las zonas del cerebro dedicadas al pensamiento abstracto.
El ensayo de Gary Taubes especifica que, dada la escasa evolución de los estudios sobre nutrición, obesidad y enfermedades degenerativas, hasta ahora centrados en su mayoría en la hipótesis del exceso calórico y la ausencia de ejercicio físico para contrarrestarlo, la manera de avanzar en métodos más efectivos que frenen la epidemia no sería tanto un mejor etiquetado o campañas de concienciación, sino dar a conocer el riesgo real de un ingrediente: el azúcar.
Taubes también alerta de que es imposible aislar un único factor y establecer su grado de responsabilidad sobre dolencias degenerativas influidas por múltiples factores (genéticos, ambientales, alimentarios), pero sí se pueden establecer relaciones de causa y efecto entre la ingesta de azúcar y diversas alteraciones metabólicas que, en grado severo y a lo largo del tiempo, desembocan en obesidad, diabetes tipo 2 (incluso en niños, algo insólito hasta los últimos años) y enfermedades cardiovasculares.
El sector del azúcar aprovecha la complejidad de estudiar la nutrición
Hasta ahora, y pese a la evidencia acumulada que relaciona a compuestos altos en glucosa y fructosa (como el jarabe de maíz) con obesidad, síndrome metabólico y enfermedades cardiovasculares, los organismos de salud piden la regulación de productos como bebidas carbonatadas porque se trata de calorías “no nutritivas” que ingerimos en exceso.
Ni siquiera la Organización Mundial de la Salud, que promueve regular bebidas carbonatadas y otros alimentos con alta concentración de azúcar, lo hace estableciendo una relación de causalidad entre azúcar y enfermedades degenerativas.
Sin el reconocimiento médico, legislativo y de la opinión pública del riesgo del azúcar para la salud –escribe Gary Taubes-, seguimos en el mismo paradigma médico: nos ponemos gordos y enfermamos simplemente porque comemos “mucho” y nos ejercitamos “poco”, sin diferenciar entre unas calorías y otras.
Taubes:
“Pensar en la obesidad como un trastorno del equilibrio energético es una expresión tan carente de sentido como decir que la pobreza es un trastorno del equilibrio monetario.”
¿Estatus de peligro para la salud pública?
Esta ambivalencia semántica ha sido, argumenta Taubes, el salvavidas de la industria del azúcar durante décadas, que aprovechó la atención de médicos, nutricionistas y público en supuestos ingredientes nocivos (sobre todo, los alimentos grasos), obviando un riesgo mayor para el sistema metabólico: el azúcar.
Pero, como se ha visto, sin investigaciones ni artículos de denuncia que expusieran los riesgos, durante décadas el riesgo no existió a ojos del público… mientras la hipótesis metabólica del trastorno hormonal (insulina) causado por el exceso de glucosa (triglicéridos) en la sangre permanecía como apenas una nota al pie del “mal conocido”: el trastorno del equilibrio energético.
Pero, ¿y si el azúcar fuera considerado un peligro para la salud pública?
“Si el azúcar fuera especialmente tóxico, al poseer alguna propiedad especial que nos hiciera responder a él acumulando grasa o convirtiéndonos en diabéticos, entonces las agencias de salud gubernamentales tendrían que regularlo.”
Todas las calorías no son creadas iguales, ha expuesto Gary Taubes en trabajos previos. Por ejemplo, no es lo mismo consumir los azúcares recomendados en la dieta de un adulto en forma de una ración variada de hidratos de carbono de lenta absorción, que ingerirlos en forma de la glucosa concentrada (rápida absorción) del jarabe de maíz.
La mayor cantidad de azúcar se camufla entre aditivos
Ha llegado el momento, creen los autores y expertos mencionados en el artículo, de ampliar los estudios en la intersección entre nutrición, estilo de vida y enfermedades degenerativas.
Si el azúcar es un ingrediente más nocivo y susceptible de causar obesidad, diabetes y enfermedades cardiovasculares que otros ingredientes de la dieta cotidiana, ha llegado el momento de recabar la máxima información para que las nuevas recomendaciones logren lo que las campañas de sensibilización de los últimos años no han conseguido: atajar la epidemia de obesidad y dolencias derivadas.
No será posible hacerlo simplemente con una campaña informativa que invite -acertadamente- a emprender una vida más activa, así como a comer mejor y de manera más equilibrada y variada sin gastar más (o incluso gastando menos) que recurriendo a platos precocinados, bebidas carbonatadas, comida rápida, snacks, etc.
Se ha comprobado que el ejercicio y cambios en la dieta reducen la glucemia (nivel de concentración de glucosa en la sangre), pero tanto el número de casos como el aumento imparable de casos extremos que no reaccionan a dieta, ejercicio o medicamentos (metformina, insulina), o hiperglucemia, demanda acciones más radicales que pasan por la regulación del consumo de azúcar, sobre todo los tipos refinados más nocivos y presentes en la alimentación preparada, bebidas carbonatadas y snacks: el jarabe de maíz con alto contenido en fructosa (HFCS).
Detectives de supermercado
Los efectos del azúcar sobre el organismo han sido expuestos por la evidencia sobre el síndrome metabólico. Ahora las autoridades deben reconocer que la cantidad de azúcar en nuestra dieta alcanza niveles tóxicos, sobre todo en alimentos y bebidas donde es el fabricante quien añade el condimento (para así aumentar su atractivo comercial, sin sentir responsabilidad por las consecuencias éticas y sanitarias de tal decisión).
Recordando a Michael Pollan en El detective en el supermercado, no está de más mantenerse alerta y leer el etiquetado de los productos y bebidas preparadas de los que no podemos prescindir: la presencia de jarabe de maíz (casi cantada) en el producto no será una buena noticia para nuestra salud a largo plazo.
Antes de los estudios concluyentes y la regulación, y debido a su lentitud, pueden llegar las acciones de consumidores informados: leer etiquetado, evitar azúcares refinados, moderar la ingestión de cualquier azúcar (al ser un hidrato de carbono de rápida absorción), aprender a apreciar los alimentos menos azucarados… u optar por azucararlos con ingredientes que incluyan ya azúcares (por ejemplo, endulzar un desayuno con pasas, etc.).
Coda de la soda
En cuanto a la soda más azucarada y a los zumos con tal nivel de azúcar que alteran la atención de los niños que los ingieren (algo que puede observarse a simple vista), nos guste o no conocerlo, son los equivalentes alimentarios al tabaquismo. La única alternativa sensata es evitarlos.
Michael Pollan recomienda comprar alimentos no preparados o, en su defecto, alimentos que no han sido azucarados. Cuando somos nosotros quienes añadimos azúcar, por muy indulgentes que seamos, nunca llegaremos -recuerda Pollan- a los niveles de los fabricantes. Además, endulzando nosotros mismos nuestra comida elegimos no sólo la cantidad, sino el tipo de aderezo (recordemos, no todas las calorías son iguales).
Y entonces, al restar algo de azúcar a un entorno hiperazucarado, quizá términos como “dulzura” dejen de empacharnos y recuperen su etimología perdida.
Hasta entonces, muchos preferiremos el estoicismo gustativo de los alimentos que saben a algo más que a concentrado de sal y glucosa.
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