El príncipe Lev Nikoláievich Myshkin, sensible y complejo personaje de Dostoyevski, es cualquier cosa menos idiota.
Azotado por ataques de epilepsia que llegan con el fatalismo inalterable de los augurios del mundo clásico, el príncipe Myshkin comparte esta dolencia con el propio Dostoyevski, así como con otro personaje cumbre del autor: Pavel Smerdiakov (en ruso, “smerdiet” significa hedor de, en efecto, mierda), criado “tonto” (léase sensible) e hijo bastardo de un bruto: el padre Karamázov.
El retorno a Rusia del depauperado príncipe Myshkin, tras una larga estancia médica en Suiza, se desenvuelve en la misma áurea de predicción de acontecimientos imparables que precede el estado mental del enfermo al aproximarse a una nueva crisis. En Rusia, los acontecimientos, augurados como sombras de un futuro que atenaza, empiezan a iluminarse a medida que se acercan al tiempo de la acción narrada.
La mujer marcada del siglo XIX
Conocemos a Nastasia Filíppovna con la mirada de Myshkin, asomándonos a su misterio y sufrimiento: una niña bella, forzada a ser amante de un hombre mucho mayor que él, que la deshonrará para siempre y, a la vez, garantizará su confort y acceso a la alta sociedad de San Petersburgo. La propia percepción de su deshonra marcará su carácter errático, y servirá al autor para exponer ha asimetría entre las libertades masculinas y los viejos tabúes en torno a la mujer, que apenas empiezan a descomponerse en sociedades más modernas:
- en el Reino Unido, Mary Shelley y Ada Lovelace alcanzan la cumbre de disciplinas hasta entonces vedadas, el mundo literario y el científico; May Ann Evans firmaría como George Eliot;
- en Francia, George Sand reivindica su autonomía y libertad sexual un siglo antes de que esta lucha se generalice durante la contracultura, sirviendo además de mecenas de las artes (y asegurándose de que Frédéric Chopin sigue componiendo pese a su delicada salud);
- el fenómeno se repite en otros lugares, aunque el ascenso femenino se topa con las barreras condescendientes y paternalistas de la sociedad del siglo XIX (en España, el talento se concentra en torno al resurgimiento romántico de las lenguas y tradiciones culturales periféricas: las gallegas Emilia Pardo Bazán, Rosalía de Castro y Concepción Arenal; Caterina Albert –que se esconderá bajo el pseudónimo masculino de Víctor Català– y María Josefa Massanés, en Cataluña; la escritora romántica de origen italiano Ángela Grassi; etc.).
Nastasia Filíppovna vive con el tormento de la incomprensión: figura sensual con un poder incontestable entre los hombres de la alta sociedad, y a la vez figura desdeñada por un supuesto libertinaje que la culpabiliza de una relación forzosa que le llega impuesta cuando es una niña a merced de su “protector” (léase abusador) adoptivo.
El príncipe idiota que nada tiene de idiota
Pero el gran espectáculo de fuerza narrativa y comprensión existencial de las insondables profundidades del alma humana, llega cuando el príncipe Lev Nikoláievich Myshkin conoce a un grupo de jóvenes rateros, desamparados por sus circunstancias familiares y sociales. Estos adolescentes, o “jóvenes” en la novela de Dostoyevski, son englobados con el apelativo de “los nihilistas”.
Dostoyevski nos da una divertida lección magistral del advenimiento de la alienación urbana entre la pequeña burguesía depauperada, un retrato existencialista de esos jóvenes aplastados por la realidad e incapaces de creer en la bondad del ser humano, que deciden reaccionar a la desesperada y cometer un acto de repulsión del mundo con las herramientas a su alcance.
En el caso del tísico Hipólito y sus amigos nihilistas, la oportunidad de dar una bofetada a la realidad y liberar su rabia contenida contra la aristocracia decadente que continúa acumulando la riqueza, llega con la invención del “hijo secreto” de un rico comerciante que acaba de morir sin descendencia, permitiendo al príncipe Myshkin heredar una fortuna (y pasar, así, de “idiota” del que uno se ríe en las fiestas a “buen partido” y prócer respetable entre las alcahuetas de la alta sociedad con intención de casar a sus hijas).
Los nihilistas y anarquistas del siglo XIX querrán dar la razón a las reflexiones de Arthur Schopenhauer, interpretando con cinismo la crisis de valores de la época (pérdida de fuerza de las creencias, surgimiento de las grandes ideologías), y creyendo que la existencia no tiene más sentido que la propia pulsión de la supervivencia.
Los primeros nihilistas
Los bachilleres de distinto percal que arrastran su crisis de valores por el territorio urbano (Raskólnikov del propio Dostoyevski, el escritor hambriento que deambula por Kristiania –Oslo en el siglo XIX– en “Hambre” de Knut Hamsun) echarán la culpa al mundo por sus dolorosas circunstancias, y decidirán que el fin debe justificar los medios, actuando a la desesperada cuando la situación se haga insostenible.
En cierto modo, el grito nihilista de Hipólito y sus amigos, que detestarán al príncipe Myshkin por el simple hecho de haber heredado una fortuna y por no guardarles rencor, al comprender su situación, es un tratado magistral del nihilismo militante que se avecina en el mundo moderno y atenaza a quienes no creen en la vieja metafísica ni en su sustituto: las ideologías surgidas del idealismo alemán (materialismo dialéctico, nacionalismo).
Sin dios a quien amar con sinceridad, mundo colectivo que mejorar ni nación paradisíaca a la que devolver a un pasado inocente postizo y que nunca tuvo, los nihilistas decidirán quemar el edificio de la civilización quemándose a lo bonzo en su interior: una mueca de desesperación que se transmutará, poco a poco, en actos como el terrorismo anarquista.
Schopenhauer y Lord Byron
La única salida coherente con uno mismo en una sociedad que explora las tensiones entre el idealismo y la alienación será, dice Nietzsche, la afirmación de la propia existencia a través del mayor sentido que el ser humano puede otorgarle: crear (aunque este “crear” sea ambiguo en el filósofo pre-existencialista y signifique también, en ocasiones, destruir para crear de nuevo). Nietzsche no perdonará a Schopenhauer el pesimismo nihilista al que conduce un vitalismo que convierte la conciencia humana en poco menos que un autómata a merced de las pulsiones de la vida (el instinto de reproducción, la palpitación del momento).
Los grandes críticos del idealismo en el siglo XIX muestran, cada uno a su manera, su incomodidad con el punto de vista de los jóvenes nihilistas, tan ajenos a las grandes batallas colectivas como al sacrificio quijotesco propuesto por Lord Byron, capaz de dejar las mieles del reconocimiento y el confort y de sacrificarse por la causa justa para los individuos de su tiempo y condición: la asistencia a Grecia, cuna occidental, en su guerra de emancipación del Imperio Otomano.
El compromiso de Byron, que es el de las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil Española, perderá su inocencia en los textos de George Orwell (sobre todo, Homenaje a Cataluña), donde se observa el absurdo de sostener posiciones universalistas en un contexto en que estalinistas y otros “revolucionarios” guardan tantas similitudes con el otro bando, incluyendo la justificación del sacrificio de la individualidad en favor de la comunidad. Albert Camus se mofará de este “engagement” al desentenderse del marxismo militante de Sartre en pleno estalinismo.
La evolución de Albert Camus
Los nihilistas flemáticos de El idiota prefieren quejarse de la injusticia del mundo y levantar el tapete de esa partida injusta llamada vida, argumentando que el fin justifica los medios, y cayendo en la trampa que justifica una injusticia para resarcirse de otra injusticia, o librarse a la acción monstruosa en un mundo que no merece que el individuo mantenga una ética humanista.
El asesinato sin sentido (Raskólnikov matando a la anciana por una recompensa que rechaza; Meursault, el pied-noir de “El extranjero”, matando al árabe no sabe muy bien por qué, acaso porque está allí, el sol le ha cegado por un instante y existía la posibilidad de apretar el gatillo. Un acto absurdo para desencadenar los acontecimientos de una existencia que paraliza por su inconsecuencia.
En El idiota, la banda del supuesto hijo ilegítimo del anciano pudiente muerto sin descendencia, tergiversa los hechos en un artículo de prensa para reivindicar la herencia de Pavlichtchef. El chapucero complot es desmontado por el príncipe con ayuda del eficiente –pero inconsecuente e interesado– Ivolguine, un caballero pobre en busca de fortuna a través del matrimonio interesado.
La escena en que Ivolguine desmonta las razones del hijo falso del viejo magnate llega a su cúspide dramática con un flemático discurso de Hipólito, que tose y apenas puede respirar, pero decide escupir su rabia existencial con un discurso de odio dirigido a todos los congregados, pero en especial al príncipe y a su suertuda herencia. El “idiota” mantiene su comprensión y empatía con el sufrimiento del desaliñado grupo de rateros nihilistas, actitud vista por el mundo como prueba irrefutable de su estupidez.
El socialista odiado por todos
El personaje más lúcido y elevado de Dostoyevski es percibido como idiota por la sociedad de su tiempo. El autor nos deja con la losa, y nos avanza la actitud que se impondrá entre la intelligentsia: a falta de Dios o ideología creíble para poner fin al sufrimiento, habrá que quemar las naves. Habrá que hacer algo, aunque sea monstruoso.
Esta postura se impondrá entre muchos revolucionarios, incapaces de creer que la prosperidad y el sentido existencial puede iluminar a la mayoría de la población en las sociedades modernas. Otros, sin embargo, tratarán de negar el pesimismo de los nihilistas con ideas y acciones que activen la mejor parte del ser humano: su lado creativo, altruista, capaz de vivir en sociedad en un régimen de relativa libertad, prosperidad y armonía.
El utilitarismo liberal y el socialismo bersteiniano pretenderán sustituir la pulsión nihilista o revolucionaria (la idea de que el fin justifica los medios y hay que seguir con la dinámica histórica de Robespierre y la Comuna parisina) por una idea más atractiva: en vez de crear sociedades espartaquistas, niveladas a la baja, ¿por qué no extender la prosperidad y fomentar una igualdad orgánica, que se imponga a través de mecanismos como el buen reparto de la prosperidad –empleo, medicina, educación, bienes materiales, participación en la sociedad–?
El utilitarismo y la socialdemocracia muestran síntomas de agotamiento desde el propio inicio de su éxito en el siglo XIX. Y, sin embargo, mantienen su vigencia al haber demostrado desde entonces la posibilidad de entender una prosperidad real.
La herencia de Pavlichtchef
La evolución personal de Albert Camus, pasando de propugnar la filosofía del absurdo a afirmar la independencia del individuo ante la promesa de las utopías que obligan a sacrificar la libertad enarbolando la propia libertad (de nuevo, el fin supera a los medios en fascismo, nazismo y estalinismo), será la antesala de la propia evolución social: harán falta dos guerras mundiales y la destrucción de Europa para erigir una prosperidad pragmática y cohesionadora, próxima a los postulados revisionistas del marxismo de Eduard Bernstein.
Bernstein había sido deplorado por todos a mediados del XIX: era tomado por un marxista más entre los liberales y reaccionarios deseosos del retorno al Antiguo Régimen; mientras, en el otro extremo, los revolucionarios de distinto percal (sansimonistas, marxistas, corrientes anarquistas, nihilistas como Hipólito y el hijo falso de Pavlichtchef en El Idiota de Dostoyevski), considerarán el revisionismo de Bernstein como una renuncia a la Revolución.
Durante la Comuna parisina, Robespierre será de nuevo reivindicado, pero el espíritu revolucionario durará tan poco como las trincheras. Las ideas de Bernstein madurarán después de que Europa experimente las consecuencias de fin de civilización de dos guerras totales, así como una grave crisis financiera entre ambos conflictos, para que se impongan el posibilismo y la visión posibilista de la realidad.
Actualidad
Nos hemos alejado lo suficiente de la memoria de la II Guerra Mundial para temer las consecuencias de anteponer el fin a los medios, tentación que se mantiene elevada con el auge de los populismos, tanto en la Europa continental como en el mundo anglosajón.
Del mismo modo, la figura espectral de Hipólito y su pandilla de nihilistas toma asiento en los cafés europeos, tomando distinta forma en función del tipo de anihilamiento propuesto: el fundamentalismo religioso de los descendientes de inmigrantes inadaptados, la llamada revolucionaria y el lío de consignas entre los jóvenes extremistas, cada vez más desconcertados en un mundo en que los ataques a la mundialización y las alabanzas a la Baader-Meinhof llegan tanto desde las líneas supuestamente izquierdistas como desde esa extrema derecha que anida en las cloacas de Internet.
Mientras los nihilistas de hoy recuerdan cada vez más a Hipólito y sus amigos, llamando a la revolución para instaurar no se sabe bien qué, la información sin tintes apocalípticos no interesa y es arrinconada por todos: redes sociales y medios oficiales no logran viralidad alguna cubriendo noticias y datos estadísticos que muestran una mejoría global.
La lectura de la actualidad nos habla de desastre, de situación irrespirable. Hay motivos para la preocupación, pero también noticias más halagüeñas que no gustan a los Hipólitos del mundo. Las tendencias lentas que van bien se acumulan: por primera vez, la clase media supera el umbral de la mitad de la población mundial (análisis de Brookings), pocos años después de que se confirmara que, hoy, hay más personas viviendo en ciudades que extendiéndose en zonas rurales.
En estas ciudades, infraestructuras y buena planificación pueden reducir en poco tiempo tanto el impacto ambiental como las peores consecuencias de la desigualdad (esperanza de vida, acceso a la vivienda, seguridad ciudadana, bienestar percibido por la mayoría, etc.).
La rebeldía de Camus y del último Orwell
Los árboles urbanos pueden almacenar casi tanto carbono como los bosques tropicales, y hay muchas oportunidades para mejorar materiales, tecnologías y usos de productos. La mejor cura contra el nihilismo, creen Nietzsche, Camus o la escritora estadounidense Toni Morrison (sus personajes, a los que el eugenismo ha privado de un pasado de raigambre comprensible, encuentran maneras de reconciliarse con el mundo), es encontrar sentido a la vida, aunque la posibilidad parta a menudo de lo pequeño y próximo: crear, ayudar, comprender, amar… Viktor Frankl lo llamará voluntad de sentido.
En ocasiones, el mayor acto de rebeldía es defender la mesura, comprender la diferencia, evitar la tentación del odio y la expiación colectiva. Aunque comprender implique, en ocasiones, aguantar las pestes de nihilistas como Hipólito, el tísico de El idiota. En El idiota, el príncipe Myshkin es el lúcido, es el Camus de L’Homme révolté y Le Premier Homme.