Observando el comportamiento de los primates supervivientes, podemos estar seguros de que nuestra compleja relación con los insectos y parásitos, marcada por conocimientos ancestrales transmitidos en relatos nunca escritos y todo tipo de usos y tabúes culturales, nos acerca a nuestro principio, preguntándonos cómo surgió lo que llamamos conciencia y qué reflexiones suscitó el estudio de los insectos circundantes.
Y así, poniéndonos el disfraz del Zaratustra evocado por Nietzsche, ampliamos nuestra visión y ensanchamos nuestra voluntad de crear imaginando a un grupo de cazadores y recolectores desparasitando a sus crías al atardecer, cuando el sol primaveral todavía calienta la loma que se asoma a la ribera de ese mar que luego se conocerá como “nuestro”.
La jornada ha empezado al alba, y la caza por persistencia, emprendida en grupo como de costumbre, no ha rendido como de costumbre: apenas una liebre, un lirón gris y una cría de jabalí.
Un día en familia en la prehistoria
La recolección de frutos silvestres ha ido mejor: niños y ancianos, siguiendo rezagados el rastro de los raudos adultos corriendo de loma en loma, describiendo el perímetro que los conducirá al destino convenido, han recogido numerosos frutos y plantas medicinales.
Los ancianos están más contentos que los adultos, pues han recolectado en sus contenedores de pieles varios tipos de insectos, divididos entre comestibles (gusanos, hormigas, coleópteros, termitas) y las especies más preciadas: las especies que aportan o enriquecen pigmentos de base mineral.
Se acercan los días calurosos y, con ellos, los días de luna llena que habrá que celebrar, sacrificando algún animal y, quizá, algún enemigo. Y habrá que seguir pintando la cueva.
Uno de los ancianos del grupo se ha reservado una sorpresa para el último instante de la tarde antes de que anochezca y, ahuyentados por una brisa marina cada vez más fría, se acerquen al horcajo donde encenderán, una noche más, la lumbre que permite la conversación, cocina los alimentos y calienta con sus brasas al romper el día.
Insectos y humanos
Los insectos nos han acompañado desde entonces, asistiéndonos en lo práctico y lo simbólico.
Los insectos transmiten enfermedades y los tabúes que persisten nos recuerdan un significado práctico original. La molestia que ocasionan origina parábolas, giros lingüísticos y usos culturales, y los insectos más cojoneros se licencian a veces con poema y canción.
La agresividad de los dípteros hematófagos (moscas, mosquitos, tábanos que se alimentan de la sangre de sus huéspedes) ha alimentado la especulación en ciencia y literatura sobre supuestos como el explorado por Parque Jurásico: extraer el código genético de animales extintos presente en la sangre succionada por insectos que, acto seguido, han quedado atrapados en la resina de un árbol transformada en ámbar.
También son alimento para pueblos ancestrales y sus herederos culturales, como la rica gastronomía mesoamericana superviviente y mestiza desde la época de Bernardino de Sahagún y su Códice Florentino. Por no hablar del servicio polinizador de las abejas y la producción de miel de sus especies melíferas europeas.
Quizá un grupo similar al evocado de cazadores-recolectores usara una mezcla mineral y de insectos como tinta para concebir la pintura rupestre del mesolítico en la Cueva de la Araña de Bicorp, Valencia, donde se observa a un recolector de miel encaramado sobre un árbol para obtener miel de un panal. Varias abejas lo rodean.
La metafísica no se ha olvidado de los insectos desde entonces, sociales o no, útiles o tabú, dóciles o parasitarios (como los que sacó de quicio a la Grande Armée de Napoleón), a menudo idóneos para confeccionar las parábolas más efectivas, como las plagas bíblicas (tres de las 10 plagas de Egipto son causadas por insectos: mosquitos, tábanos y, cómo no, langostas).
Los insectos de la mente
Una cultura tan obsesionada con la lectura bíblica y su interpretación literal, como la sureña estadounidense, no olvida el papel simbólico de los insectos en las noches interminables de calor húmedo, ausencia de brisa y relojes que pararían si no fuera porque el movimiento de ventiladores de techo, mecedoras en el porche e insectos revoloteando recuerdan su devenir al observador, que bien puede ser el mismo William Faulkner o alguno de sus personajes… o quizá a John Coffey, el gigantón negro que Stephen King describe en The Green Mile (1996).
Michael Clarke Duncan interpreta al inocente gigantón en la versión cinematográfica de la novela de King, protagonista de una espectacular escena con insectos de reminiscencias bíblicas: Coffey, con poderes de curación (García Márquez viajó por el Sur de Estados Unidos para visitar la casa de Faulkner e inspirarse en los paralelismos de la zona con la cultura caribeña y lo que se conocería como realismo mágico), entra en trance después de cada curación, que realiza absorbiendo la dolencia y el sufrimiento… y a Coffey no le queda otra que expulsar el mal absorbido previamente vomitando una especie de insectos, descritos como polillas negras que se iluminan hasta desaparecer.
Estas luciérnagas sureñas, halo de plagas presentes en viejas tradiciones metafísicas, quizá hayan adquirido su sentido mágico en una zona marcada por el calor tropical y la realidad de la esclavitud, origen de algunas de las expresiones artísticas más innovadoras de la modernidad.
Sobre escarabajos de oro y epidemias de piojos
Y de un símbolo novelesco a otro, sin salir de Estados Unidos. Uno de los mejores cuentos de Edgar Allan Poe, precursor de la mejor literatura fantástica y de terror, es El escarabajo de oro, con su combinación de oscuro suspense -del que tanto aprenderían Joseph Conrad o H.P. Lovecraft, entre otros-, una obsesión romántica por los tesoros y una mentalidad ilustrada para hallarlos con racionalidad, rasgos más propios del realismo romántico del escocés Robert Louis Stevenson.
Y, si El escarabajo de oro evoca al lector en español la mejor traducción a esta lengua de la obra de Poe, a cargo de Julio Cortázar, la relación entre humanos e insectos cambió coincidiendo con la Ilustración, cuando historias metafísicas y tabúes sobre insecta, la clase de animales invertebrados de tamaños dispares y una variedad tal que nos permite encontrar nuevas especies con asiduidad: varias de las figuras más destacadas de la revolución científica y técnica que acompañó a las revoluciones políticas de los siglos XVIII y XIX eran ávidos y celosos coleccionistas de insectos.
Napoleón, figura contradictoria al rescate de los valores ilustrados, padecería la incomodidad de las epidemias de parásitos en sus campañas; durante la larga y calamitosa campaña de Rusia, descrita con la vivacidad y el perspectivismo de la prosa viva por Lev Tolstói en Guerra y paz, los soldados franceses perdieron parte de la preparación y disciplina que había convertido a la Grande Armée en la primera maquinaria bélica moderna: sin cambiar de ropa, los franceses fueron víctima de ftirápteros, parásitos tales como piojos y ladillas. Amy Stewart explica esta historia en Wicked Bugs: The Louse That Conquered Napoleon’s Army & Other Diabolical Insects.
Estudiando los insectos sociales
Más interesados por cuestiones obvias en otro tipo de especímenes de insecta, los primeros coleccionistas inspiraron el surgimiento de la disciplina científica dedicada a su estudio, la entomología, carrera tantas veces asociada en la literatura y el cine a la existencia meticulosa y poco apasionante de personajes sin flema ni más tolerancia al riesgo que salir al campo a buscar especímenes para su colección.
Nada más lejos de la realidad, como ha demostrado en las últimas décadas uno de los divulgadores científicos más reconocidos, el entomólogo sureño Edward O. Wilson, experto en hormigas y otros insectos sociales, que en su ensayo On Human Nature (1978), relaciona su experiencia como académico en Harvard e investigador de campo con la necesidad humana por las épicas colectivas.
Desde Aristóteles, nos identificamos canónicamente con la idea de que, en tanto que animales sociales, contribuimos a reforzar ideas de grupo que se convierten en relatos. La necesidad de gregarismo que compartimos con otras especies de primate nos aproxima, aunque sea sólo conceptualmente, a los insectos sociales. Y qué mejor épica, reflexiona Wilson, que la de la propia evolución:
“Los seres humanos deben tener una épica, una sublime recapitulación de cómo el mundo fue creado y cómo la humanidad formó parte de él… Las épicas religiosas satisfacen otra necesidad primordial. Éstas confirman que somos parte de algo más grande que nosotros mismos… El modo de lograr una épica que una la hospitalidad humana en lugar de separarla, es conformarla con el mejor conocimiento empírico que la ciencia y la historia puedan proporcionar.”
Filias y fobias sobre nuestros acompañantes más diminutos
Nuestra relación con hormigas, abejas y termitas, así como con los ecosistemas donde florecen, adquiere una profundidad que trascendería lo puramente simbólico o metafísico, en opinión de Wilson, una idea que elaboró en su hipótesis de la biofilia
Y de la biofilia a la fobia, tanto ancestral como contemporánea, a los insectos,
- sea por su peligrosidad (en su ensayo sobre Australia A Sunburned Country, Bill Bryson relata cómicamente su pavor ante el inacabable listado de insectos y artrópodos en “down under”, que contrasta con el indolente pasotismo de los propios australianos, que conviven cotidianamente con estas “pequeñas impertinencias”; así, sin darle más importancia, como tampoco la dan, dice Bryson, a los ataques de tiburones);
- por su papel en la transmisión de enfermedades (virus del Nilo, enfermedad de Lyme, fiebre maculosa, dengue, fiebre amarilla, tifus, malaria, disentería, cólera, encefalitis…);
- o por el aumento de dolencias tan lovecraftianas e insondables como el nihilismo de los hikikomori; así, mientras imaginamos a alguien tatuándose una araña -o el escarabajo dorado del cuento de Poe-, hay expertos en insectos que, como la estadounidense Gale Ridge, estudian una dolencia-fantasma relacionada con los insectos, el delirio de parasitosis (DP en sus siglas en inglés).
En efecto, hay que combinar a Poe, Lovecraft, el Stevenson de Jekyll y Hyde y las fobias de psicoanálisis expresadas por Stephen King en La milla verde para atisbar siquiera una dolencia que parece que va como un guante a la época que vivimos.
Los otros bichos
En efecto, un reportaje de Eric Boodman sugiere poéticamente que, para entomólogos a cargo de laboratorios célebres como Gale Ridge (directora de un laboratorio especializado en New Haven, plácida ciudad de Nueva Inglaterra que alberga la universidad Ivy League de Yale), los peores casos de fobia a los insectos son los que, en realidad, conciernen insectos que en realidad residen en la psique de la víctima.
Las víctimas del delirio de parasitosis (también síndrome de Ekbom) tienen la convicción de que su piel está infestada de parásitos.
El reportaje de Eric Boodman nos recuerda que la entomología, o estudio de los animales más pequeños, a menudo útiles, benignos e incluso sabrosos (según la ONU, comer más insectos en el futuro mejoraría nuestra salud, reduciendo nuestro impacto, al tratarse de una proteína con todas las ventajas -y alguna más- y sin los inconvenientes de la carne), ha perdido terreno ante una realidad acelerada y fría en donde los “bichos” más cotidianos son los bugs de software, y la imaginación de insectos bajo la piel conduce en ocasiones al delirio:
Los errores informáticos se llaman “bichos” porque, en realidad, el primer error informático fue causado por un insecto lepidóptero tan común y carente de épica romántica como una polilla.
Y del primer “bicho” informático, en realidad un bicho, a los bichos del futuro que dejarán de serlo: la evolución tecnológica parece condenar a nuestra especie a convivir con insectos-dron. En un supuesto distópico, estos insectos-robot podrían ser confundidos por animales que dependen de insectos para su supervivencia, tales como las aves.
Proporciones
No hace falta evocar la hipótesis de la biofilia de Edward O. Wilson para comprender la necesidad, llegado el caso hipotético de que florecieran los drones diminutos, de regular aparatos que podrían acabar en el estómago de aves.
Aunque, poniéndonos algo novelescos, podemos imaginarnos tomando el testigo de Poe, y hacer que, en el cuento que imaginamos, los insectos “reales” atacan a las máquinas haciéndolas volar en círculo hasta que su batería cinética se agota sin posibilidad de recarga.
Y entonces, de vuelta a un mundo con insectos y otros artrópodos (los arácnidos consumen entre 400 y 800 millones de toneladas -!- de presa anualmente, equivalente por masa al consumo de humanos o ballenas), podemos volver a evocar historias de un pasado remoto, donde la familia de cazadores-recolectores que habíamos abandonado junto a su cueva prosigue con su olvidada épica cotidiana.
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