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Internet como lugar de aprendizaje y polinización cruzada

Con la adopción masiva de cada tecnología transformadora, llegan las complicaciones del ajuste: al inicio, el uso novedoso y la ausencia de cualquier regulación conducen a la sobreexposición y a empleos alternativos de diseños que en ocasiones habían sido concebidos con otros fines en mente.

La Gran Guerra, el primer conflicto bélico a escala industrial, sepultó del modo más cruel la estrategia bélica ilustrada que Napoleón Bonaparte había revolucionado, gracias al uso de técnicas modernas de avituallamiento, comunicaciones y organización.

Episodios de «locura del ferrocarril» en la Inglaterra victoriana

La caballería, vieja gloria de los ejércitos, fue anulada con crueldad inusitada en las trincheras de la I Guerra Mundial, entre gases mortíferos, tanques y artillería pesada. Ni siquiera el diseño de máscaras anti-gas para la particular morfología equina pudieron retrasar una dantesca carnicería que se sucedería a un ritmo inusitado.

En la Gran Bretaña de la Revolución Industrial, el advenimiento del ferrocarril suscitó una reacción no menos cauta por parte de bienintencionados cuya mentalidad se correspondía con el espíritu de la época. En enero de 1865, el comportamiento errático de un pasajero en el tren de línea de Carnforth to Liverpool, seguramente ocasionado por una dolencia mental no diagnosticada, se asoció con la velocidad endiablada y el mecánico traqueteo del tren.

«Railway madness» en la sociedad victoriana

La Inglaterra victoriana creyó luchar durante una época contra una peligrosa epidemia, la de la «locura del ferrocarril». Los tabloides británicos siguieron estos casos de locura repentina en las décadas de 1850 y 1860, cuando el nuevo transporte, que acortaba distancias entre ciudades de manera drástica, se había generalizado.

Los primeros viajes del ferrocarril moderno, también en Gran Bretaña, datan de finales del XVIII, aunque su versión comercial arrancaría en 1825, mientras el resto de Europa y las Américas contaban con sus primeras líneas unas décadas después —en España, por ejemplo, la primera línea comercial se inauguraría en 1848—.

Dos soldados franceses y un caballo, protegidos con mascarillas contra el gas usado en la Gran Guerra (entre ellos, el gas lacrimógeno y el gas mostaza)

Además de la «locura del ferrocarril», otros testimonios de la época asociarían la velocidad endiablada del nuevo medio con problemas somáticos (sobre todo cardíacos): no era posible que el cuerpo humano pudiera resistir semejante teletransportación.

Se necesitaron varias décadas para que las teorías conspirativas en torno a los efectos de su uso cotidiano dejaran de denigrar públicamente las ventajas patentes de un transporte rápido, regular, puntual y mucho más económico que el mantenimiento de gigantescas flotillas de barcazas (que atravesaban los canales británicos y franceses de la época) y de vehículos de tracción animal (tanto líneas regulares y postas como el —todavía más caro— coche de caballos privado).

En los tiempos del faro óptico

El fenómeno de uso excesivo y acomodación a una tecnología transformadora se ha repetido con una frecuencia cada vez más acelerada a lo largo de los últimos doscientos años, y tanto medios de locomoción como medios de comunicación, métodos de producción y avances médicos (dado el contexto, podríamos mencionar las vacunas) nos sitúan en lo que nuestros ancestros de tres o cuatro generaciones atrás considerarían un festival de psicópatas temerarios.

Mejores motores de vapor y, sobre todo, el surgimiento del motor de explosión, llevó a nuevas cotas el transporte marítimo, ferroviario y por carretera, si bien el transporte aéreo de pasajeros sería también una realidad en escasas décadas: el en cuestión de medio siglo, el automóvil con motor de explosión y el avión de hélices pasaría de prohibitivo capricho de fabricación artesanal para aventureros de clase alta y grandes burócratas a medios de transporte que propulsarían una nueva organización del territorio y un nuevo concepto del trabajo, el transporte y la recreación.

Otro episodio de «railway madness» en la Inglaterra victoriana

Con los medios de comunicación ocurre algo muy similar a los avances en locomoción, si bien sus resultados son, si cabe, mucho más dramáticos. Pocos han oído hablar —más allá de la referencia directa en algún libro, como en El conde de Montecristo, la novela de aventuras de Alexandre Dumas que se presenta a sí misma— de una innovación previa al telégrafo propia de la Francia de inicios de la Ilustración: el telégrafo óptico.

Este ingenio, consistente en una red de “faros” o semáforos separados entre sí aunque visibles desde la máxima elevación de las torres inmediatamente anterior e inmediatamente posterior, permitía comunicar un sistema de signos ópticos a gran distancia y superaba cualquier alternativa en rapidez y eficacia: las postas de caballos o incluso las palomas mensajeras eran métodos sujetos a acontecimientos azarosos y, en el mejor de los casos, más lentos.

Del telégrafo a Arpanet

Apenas unas décadas más tarde, la invención, cuyo potencial militar había interesado a las tropas napoleónicas y a los banqueros y agentes bursátiles que podían avanzar sus intereses a eventos políticos, comerciales o navieros, quedó anticuado con la llegada del telégrafo eléctrico, capaz de comunicar información al instante entre distancias de alcance continental en Eurasia, las Américas y pronto el resto de territorios del planeta (a menudo debido a intereses coloniales de las metrópolis europeas).

Estos nuevos métodos de comunicación serían tildados de poco menos que diabólicos, al influir sobre inversiones empresariales y bursátiles, coordinar (o evitar) ataques, o posibilitar el reporterismo moderno (y, de paso, acelerar el crac bursátil de 1929 en Nueva York, con consecuencias casi inmediatas en el resto del mundo gracias a los cables transatlánticos).

Como el telégrafo óptico, la financiación e interés inicial de Internet llegó del presupuesto militar de la potencia de la época, Estados Unidos. Una de las agencias del departamento de Defensa, la oficina de DARPA en Silicon Valley, coordinaría la intercomunicación descentralizada entre mainframes (grandes ordenadores en la época pretérita a la informática personal) de distintas universidades y centros de investigación, con el objetivo de establecer un sistema de comunicación de nodos capaz de funcionar incluso si era atacado de manera coordinada en distintos puntos (o el país padecía un ataque nuclear).

Pero el germen de Internet, Arpanet, se pondría rápidamente a disposición de usos alejados de la intención inicial que había justificado la partida de financiación pública. Con la llegada del protocolo TCP/IP y los grupos de noticias, pronto investigadores de universidades intercambiaban información y establecían partidas remotas de esquemáticos juegos de rol con colegas en otras universidades y aficionados.

Pulsa aquí para salvar el mundo

La informática personal y la WWW abrirían un nuevo episodio: la Internet comercial. Gracias a la Ley de Moore en microprocesadores y a Avances supletorios como la banda ancha, las comunicaciones inalámbricas y la telefonía móvil, cinco décadas después de su inicio nos encontramos en plena vorágine de sobreutilización de las nuevas herramientas.

Ha bastado una pandemia para acelerar aún más tendencias ya presentes en los últimos años, y la superposición de la vasta red virtual sobre el mundo real ha transformado en muy poco tiempo nuestra manera de trabajar, comunicarnos y divertirnos, pero también nuestra percepción de las cosas o incluso nuestro sistema de valores, en plena crisis epistemológica.

La Marinarezza en Venecia (John Singer Sargent, 1880-1881)

Esta crisis, a su vez, repercute sobre diversos fenómenos, desde la polarización a la percepción de que las instituciones liberales deben actualizarse para no postrarse en la obsolescencia o alimentar los agravios de quienes aprovechan el fenómeno para sustituir la legitimidad democrática por experimentos a medida.

Al analizar los riesgos del uso abusivo de nuevas herramientas que han transformado nuestra manera de informarnos hasta el punto de generar una crisis que debilita incluso nuestra teoría del conocimiento y antepone lo popular a lo verídico, no debemos olvidar tampoco las ventajas que han llegado con el uso ubicuo de la Red, muchas de ellas tan integradas en nuestro día a día que hemos dejado de prestarles atención e incluso de meditar sobre su reciente llegada.

Los numerosos excesos de la mentalidad que se ha extendido con Internet y sus beneficios, definidos algunos analistas como mero «solucionismo» tecnológico (expone Evgeny Morozov), o recetas próximas al culto que prometen arreglar las grandes cuestiones pulsando un botón o manteniendo al día un perfil en las redes sociales.

Roblox y la pandemia

En Internet, todos parecemos estar vendiendo algo constantemente y esta carrera hacia ninguna parte resulta agotadora para quienes han dejado de establecer líneas claras entre vida personal y profesional, entre el mundo real y el virtual: entre el territorio y el mapa que lo representa, en definitiva: el «mirrorworld», o mundo-espejo, en palabras de Kevin Kelly.

Apenas pasaron diez años desde que las redes sociales mayoritarias probaran su atractivo, efectividad y valor como sistema de organización remota en la Primavera Árabe (cuando Twitter, Facebook y YouTube apenas alcanzaban su estatuto de «servicio»), y el asalto al Capitolio de Washington, ofrecido al mundo (y a la policía) en riguroso directo a través de actualizaciones en perfiles sociales y streaming de video por sus propios instigadores.

Al centrarnos en los fenómenos menos beneficiosos del uso de la Red, tales como el consumo de contenido tendencioso y su influencia sobre la vida cotidiana de personas y grupos, obviamos las innumerables vertientes que Internet a contribuido a crear o a mejorar.

Quienes contamos con hijos adolescentes o preadolescentes somos conscientes del riesgo de no establecer barreras de uso en pantallas con servicios, sistema de alertas y aplicaciones cuyos algoritmos tratarán de captar la máxima atención (no es casual que, un año tras el inicio de una pandemia que ha causado estragos en la salud física y mental de muchos jóvenes, plataformas como el sistema de juegos Roblox hayan captado audiencias millonarias y una perspectiva de negocios que ha disparado su valoración bursátil desde los 4.000 millones a los 29.500 millones de dólares).

Espectros de Houellebecq

Conocido el riesgo, quienes nos hemos beneficiado de la emergencia de la Red hemos hallado mecanismos de moderación personal para evitar sucumbir al agotamiento o un consumo desaforado que, en casos extremos, nutre patologías del comportamiento muy propias de nuestro tiempo y pueden convertir a cualquiera en la caricatura de un personaje de Michel Houellebecq.

Incluso el uso de redes sociales nos puede exponer a mundos ricos y estimulantes, siempre que logremos encontrar un equilibrio siempre precario entre una relativa exposición a contenido diverso y nuestra capacidad para establecer relaciones entre este contenido y otra información procedente de un contexto más amplio: nuestro bagaje y racionalismo crítico, así como otras fuentes de información.

Incluso Twitter, a menudo comparado con un contenedor de basura ardiendo —según la expresión anglosajona, adecuada para un medio tan “globish”—, puede exponernos a contenido estimulante y a la altura de los perfiles de usuario que decidamos consultar.

Lo ilustro con un ejemplo que ha inspirado la escritura de este artículo. Hoy mismo, un usuario al que sigo compartía la historia de un interesante edificio veneciano construido en 1335, la Marinarezza.

Este edificio albergó a trabajadores, marineros y estibadores de la ciudad desde el inicio y ha mantenido su precio accesible y carácter social desde entonces, con sus tres edificios de 55 apartamentos todavía en uso. Este usuario sentenciaba:

«Las dos arcadas de entrada al complejo fueron añadidas en 1645. Todavía usado como vivienda social en la actualidad, 685 años más tarde».

Cuando Internet permite un reencantamiento

Lo curioso es que, meses atrás, había recalado en el trabajo pictórico de un estadounidense, John Singer Sargent, y reparé en el relativo parecido de algunos de sus óleos con los de Joaquín Sorolla, un pintor español coetáneo conocido y respetado en Estados Unidos. Uno de ellos representaba un edificio desde el agua con dos grandes arcos y una fachada bicolor.

La imagen permaneció durmiente… hasta que vi el mensaje de este usuario. Realicé una busca rápida y allí estaba la corroboración de que se trata en efecto del mismo edificio. Comenté mi hallazgo respondiendo al usuario y añadiendo una frase de Sargent:

«En Venecia aprendí a admirar inmensamente a Tintoretto y a considerarlo quizá segundo únicamente de Miguel Ángel y Tiziano».

Finalmente, añadí que, personalmente, el estilo de Sargent me evoca a un Sorolla algo melancólico o deprimido, pues Sorolla es solar como el Mediterráneo levantino, siempre presente en su pintura.

Cinco minutos después, el autor del hilo me respondió que estaba a punto de colgar la misma imagen. Me disculpé. Él me respondió que no había que disculparse. Al fin y al cabo, habíamos contribuido humildemente a celebrar, desde la errática localidad que representamos cada uno de nosotros, un lenguaje que compartimos y que podemos exponer a quienes pasen por allí y opten por admirar la belleza en vez de optar por otras opciones que mantienen el interés apelando a otros instintos.

Necesitamos defender la «ciberflânerie», término acuñado por el propio Evgeny Morozov.