Hay conceptos arquitectónicos y de mobiliario tan interiorizados que parece que siempre hayan estado allí y formen parte de la naturaleza, cuando responden sólo a una convención y, por tanto, pueden ser mejorados o superados.
Si lográramos crear un campo de energía para sentarnos sin recurrir a átomos, ¿se llamaría éste “silla” o nos referiríamos sólo al servicio que otorga (la acción de ”sentarnos”)?
A inicios del siglo XX, un artista austro-húngaro relacionado con los vanguardismos se preguntó si era posible una arquitectura con menos límites y convenciones “acabadas”, y más espacio para unir un espacio y la realidad que acoge. Dedicó el resto de su carrera a cuestionar tanto la convención como las modas del momento, quedándose a menudo sin construir por ello.
Arquitectura elástica
Influido por el dadaísmo y la corriente de diseño holandesa De Stijl, Frederick Kiesler -que combinaba en sus trabajos elementos de artes plásticas, teatro experimental, o aparatos diseñados por él (desde autómatas a piezas proto-robóticas)-, soñó con una “arquitectura elástica” y con edificios “sin fin”, a la vez que creaba salas de cine o exposiciones donde la pantalla cambiaba de tamaño o las obras se acercaban al espectador mediante brazos mecánicos.
Un siglo después, la exploración espacial y conceptual de Kiesler, que construyó menos de lo que experimentó, debería inspirar a quienes aspiren a trabajar en la casa del futuro, al incluir elementos en la intersección entre construcción, artes y nuevos medios. Sus conceptos y creaciones se centran más en el uso y el potencial de un edificio que en sus cualidades como entidad abstracta y desvinculada de la realidad.
Como explicaban los filósofos fenomenólogos, la conciencia humana no podía separarse de su contexto, que es la realidad donde se haya inmersa en cada momento: siempre estamos en algún sitio, pensando en algo, rodeados de unas cosas u otras, en unas circunstancias contextuales determinadas. Estamos emplazados en la realidad, y es así cómo deberían concebirse también los edificios, que a su vez deberían integrar aspectos e influencias de cualquier otra disciplina.
La búsqueda de una vivienda total
Frederick Kiesler se instaló en Estados Unidos en los años 20, cuando el antisemitismo era ya irrespirable en la Europa de habla alemana. En Europa, había encontrado inspiración en el fecundo ambiente intelectual de ciudades que, como Viena o Berlín, cambiarían para siempre cuando el nacionalismo se impuso a una democracia liberal escuálida y asediada por distintas corrientes revolucionarias.
Fue en el Berlín cosmopolita de los años 20 donde Kiesler logró su primer reconocimiento, diseñando un decorado electromecánico para la obra Werstands Universal Robots (W.U.R) de Karel Čapeks, que el teatro en Kurfürstendamm hospedaría en 1923.
En una interpretación libre del eterno retorno, el principio de este siglo parece ser un aguafuerte elaborado en un molde de principios del siglo XX: se evitan las grandes convulsiones y matanzas, pero resurgen las causas que las produjeron.
Eso sí, con una diferencia: ahora es la Unión Europea, con Alemania al frente, quien establece mecanismos -aunque debilitados- para evitar que el populismo barra la estrecha colaboración entre viejos enemigos y ponga cotos al nacionalismo, mientras el mundo anglosajón, providencial en las dos guerras mundiales, convive con gobiernos con retórica de épocas que parecían haber quedado atrás.
Las heridas de inicios del siglo XX
Hace un siglo, acababa la Gran Guerra y sus fantasmas campaban por la “tierra baldía” de un continente aturdido, empezaba la Revolución Rusa y se creaba en Centroeuropa el caldo de cultivo -agravio por unas reparaciones de guerra a Alemania poco realistas, miseria, inflación, nacionalismo- que conduciría a la II Guerra Mundial.
En 1917, se consolidaba la lucha entre nativismo y cosmopolitismo, entre los herederos del movimiento “völkisch” y los secularistas cultivados que, como Stefan Zweig (el “europeo” que abandonaría una Centroeuropa de naciones uniformizadas a la fuerza), comprendieron mucho antes que la apática intelectualidad francesa, británica o estadounidense que la miseria conduciría a los totalitarismos.
Para el nacionalsocialismo y el estalinismo, el fin justificaría los medios, y este espíritu idealista, suscrito indirectamente por simpatizantes de causas revolucionarias de la época (como Jean-Paul Sartre) se impondría en la opinión pública a quienes pensaban que la única libertad consistía en oponerse al horror de los maximalismos a los que conducía el idealismo revolucionario (según el cual, había que romper con el orden establecido -la democracia liberal- para perfeccionar la libertad humana).
La rencilla que acabó con una amistad
Albert Camus se situó en el segundo grupo, el de los opositores a la mentalidad según la cual el fin justifica los medios, y su ensayo El hombre rebelde convirtió a Sartre en su adversario encarnizado.
Posteriormente, cuando no había ya quien justificara las noticias sobre los horrores estalinistas, Sartre criticó la barbarie explicada después por un testigo del “archipiélago” gulag, aunque no su idealismo revolucionario. En buena medida, el ciclo de prosperidad y libertades que el bloque occidental viviría después de la II Guerra Mundial viviría durante las décadas siguientes daría la razón a Albert Camus.
El intelectual de bajos fondos, el “pied noir” que se acordó en la entrega del Nobel de su madre pero no de los revolucionarios argelinos, ganaba la partida moral a la espada más poderosa del intelectual parisino. El humanismo de la comprensión de las miserias humanas, con su mano humilde, ganaba la partida de la decencia al idealismo revolucionario que pretendía sustituir imperfecciones (desigualdad y funcionamiento mejorable de la democracia liberal) y aberraciones (nacionalsocialismo, comunismo soviético) por “buenas revoluciones”.
El humo después de la batalla
El mundo espera todavía una de esas revoluciones que deberían salir bien pero que, a la larga, conducen a lo opuesto de lo que promueven. Eso sí, las libertades desaparecen a golpe de plebiscito.
Como ocurre con toda corriente que trata de romper con lo establecido, los movimientos idealistas de inicios del siglo XX trataron de abrirse a postulados filosóficos y artísticos rompedores.
El futurismo, por ejemplo, no sólo inspiró a poetas y dibujantes de carteles propagandísticos soviéticos, sino que la llamada a la era de las máquinas de su manifiesto influyó sobre el fascismo.
Regímenes políticos aduladores de su propia versión tergiversada del progreso técnico -como fascismo y comunismo soviético-, asumieron en sus inicios ideológicos que el ser humano debía perfeccionarse con una burocracia bien engrasada y con aspiraciones matemáticas.
Arte y totalitarismos
En lugar del paraíso en la tierra (de una idea trasnochada e infantiloide de la perfección de la técnica o la sección áurea), los totalitarismos de inicios del siglo XX agudizaron la opresión del individuo por un ente que trabaja para un gobierno deshumanizado, que hará todo lo posible para cumplir con sus planes (fueran el Berlín monumental que debía maravillar durante 1.000 años, encargado por Hitler a su arquitecto Speer, o la producción quinquenal de trigo, carbón y acero en la Dictadura del Proletariado de la URSS).
De esta deshumanización en nombre del progreso, denunciada por Albert Camus, parte lo que Hannah Arendt llamará la banalidad del mal: ni siquiera los responsables de la “solución final” son monstruos, sino anodinos funcionarios, ni mejores ni peores que nuestro vecino, que trabajan para una burocracia engrasada que convierte en intercambiables -y prescindibles- a miembros y víctimas.
Muy pronto, también, fascismo y comunismo se desvincularán de las vanguardias artísticas, denunciándolas poco más tarde como disidentes (en la Unión Soviética, ocurrirá con los futuristas que en los años 20 no se acomodarán a los patrones bolcheviques, próximos a al trotskismo) o como “degenerados” (así serán literalmente llamados los artistas vanguardistas en la Alemania nazi, artistas degenerados, autores -cómo no- de “arte degenerado”, Entartete Kunst).
El gusto ñoño de los supremacistas
Mientras en la Unión Soviética morían olvidados los futuristas Khlebnikov o Mayakovsky, demasiado “elitistas” para ser comprendidos por las masas (según los propios bolcheviques), y los supervivientes evitaban el exilio o el gulag acomodándose a las circunstancias de la “libertad” lograda (Aseyev, Pasternak), el Tercer Reich alemán ridiculizaba el arte moderno, por sus supuestas connotaciones impuras (sexuales, bolcheviques, judías).
Así, mientras los nazis, con el “experto” Joseph Goebbels (él sí, degenerado de libro, al llevarse la vida de sus hijos con la suya y la de su mujer en el búnker de Hitler) en cabeza, tildaba de “degenerada” la obra de Marc Chagall, Max Ernst, Wassily Kandinsky, Paul Klee, Edvard Munch u Otto Baum, entre otros, promovían a la vez lo que llamaban “arte heroico”: un edulcorado neoclasicismo völkisch de baja estofa, con torpes alegorías de los valores que ahora repiten como cotorras amaestradas los cachorros de la autoproclamada “derecha alternativa” de Estados Unidos.
Los valores preferidos del arte oficial nazi: temas románticos (supuesto pasado heroico pangermánico), pureza racial (muchos rubios, muchos prados verdes), y alegorías del futuro prometido con los temas recurrentes de crianza ideal para el régimen: los temas Kinder, Küche, Kirche (niños, cocina, iglesia) inspirarían las pinturas más ñoñas y pizpiretas.
Miedo a dejar ir el verso libre
En La gaya ciencia, Friedrich Nietzsche reflexiona sobre la recurrencia, y en la historia humana no sólo parecen repetirse los acontecimientos, sino también las modas y pensamientos, como si la miseria moral fuera más contagiosa que una actitud humana que, según Karl Popper, no es innata y debe cultivarse racionalmente: el pensamiento crítico.
En otra muestra trágica del eterno retorno, si a algo se parecen los retratos de sí mismo encargados por Donald Trump (a veces, a través de su asociación sin ánimo de lucro) para instalar en sus edificios y hoteles, es a las pinturas realistas de los artistas preferidos del Tercer Reich, como Ludwig Dettmann o Wolfgang Willrich, en las que aparecen individuos o familias arias exhibiendo su lozanía ante un fondo de naturaleza fértil (a menudo, una patosa deformación de la pintura romántica y simbólica).
Como ocurre en la actualidad con las críticas al arte contemporáneo, la sociedad europea y estadounidense de inicios del siglo XX catalogaba a menudo como elitista, moralmente sospechoso o directamente incomprensible las corrientes más experimentales de las tendencias más arriesgadas que habían roto con la tradición desde finales del siglo XIX (simbolismo, impresionismo, post-impresionismo), y sobre todo con los nuevos degenerados, influidos a menudo por la música atonal de compositores como Arnold Schoenberg o (todavía más polémico) por el verso libre del jazz.
Riesgos y miserias del monumentalismo “heroico”
Pronto se censuraron las películas y obras en las que sonara el jazz, mientras los movimientos vanguardistas (considerados ajenos al carácter del “pueblo”), tales como el dadaísmo, el cubismo, o el fovismo, eran ridiculizados en la exposición de “arte degenerado” en Múnich (Haus der Kunst, 1937).
No sólo había una pintura, una literatura o una música propias del supuesto libertinaje cosmopolita de formas, palabras o tonos libres, propios de elementos primitivos (jazz) o ajenos a “lo correcto” (supuesta influencia judía, bolchevique, homosexual, etc.): las vanguardias del diseño y la arquitectura, incluyendo a los miembros de la escuela Bauhaus, fueron también atacados por su relación con el régimen de Weimar y su carácter ajeno a los supuestos valores alemanes (interpretados por el Tercer Reich).
Mientras tanto, Adolf Hitler promocionaba una arquitectura neoclásica y monumental a través de Albert Speer (autor de un recomendable mea culpa autobiográfico), tan relacionada con el monumentalismo de otras sociedades totalitarias.
Siguiendo las reflexiones de Nietzsche (cuyo pensamiento fue tergiversado para acomodarlo al Tercer Reich) sobre el eterno retorno de los acontecimientos y las ideas, las tendencias actuales más experimentales en arquitectura y urbanismo son atacadas por quienes las consideran poco inteligibles, poco prácticas y poco dignas para la población.
En busca de una reconexión esencial con nuestra techumbre
A principios del siglo XX, también se atacó a los arquitectos vanguardistas que trataron de comprender la habitación humana en un contexto más amplio, a partir de un pensamiento sistémico o interdisciplinar. La arquitectura debía liberarse de sus limitaciones conceptuales, pensaron arquitectos como el austro-húngaro (de cultura alemana y nacido en Czernowitz, actual Ucrania) Frederick Kiesler.
En 1923, Kiesler sería invitado por el artista holandés Theo van Doesburg a formar parte de De Stijl, movimiento artístico surgido en Leiden y próximo a la Bauhaus en sus postulados (y, por tanto, “degenerado” para el populismo de la época). El arquitecto austríaco aceptó, interesándose por el objetivo último del colectivo: el “arte total”. Al fin, alguien comprendía su intención de combinar lo intuitivo de la pintura abstracta, así como la combinación de arte y vida en un único plano.
Según De Stijl, que contaba con Piet Mondrian entre sus miembros, sólo se podía alcanzar la calidad integrando todas las artes y, así, lograr una mayor profundidad en el cometido. La arquitectura y el diseño gráfico debían fundirse con el resto de disciplinas artísticas, fundiéndose con la vida. Al final, decían en De Stijl, vida cotidiana y arte serían indistinguibles, al retroalimentarse la una con el otro.
Frederick Kiesler y su búsqueda genuina de la autenticidad
Esta visión interdisciplinar de diseño y arquitectura explican que Frederick Kiesler se dedicara menos a “construir” y más a experimentar, pues su intención era dar con diseños donde se fundieran arte y servicio en un espacio que careciera de barreras tradicionales.
Como otros coetáneos de la Centroeuropa que había florecido durante los años de decadencia del Imperio Austro-Húngaro, Kiesler probó después fortuna en Estados Unidos. Mientras la Viena vivía en un ambiente revolucionario permanente, Kiesler colaboraba a ambos lados del Atlántico con los surrealistas que el nazismo denunciaría como “degenerados” una década después, desde los dadaístas a Marcel Duchamp.
En Estados Unidos, Kiesler contrarrestará la menor pujanza de las vanguardias con colaboraciones académicas: en el Departamento de Arquitectura de Columbia explora un nuevo concepto que se encuentra en sintonía con corrientes filosóficas que tratan de explicar la relación entre conciencia, presente escurridizo y lo circundante, tales como la fenomenología existencial.
Para Kiesler, un edificio no se compone de la representación física en forma de estructura y materiales, sino que toda estructura genera una dinámica entre espacio, usuarios, objetos, conceptos. El artista llamará a esta representación de la arquitectura “correalismo” o “continuidad”:
“La escultura, la pintura o la arquitectura no deberían ser usadas como cuñas para separar nuestra experiencia del arte o de la vida; están aquí para conectar, para relacionar, para lugar sueño y realidad.” (Note on Correalism, Dorothy Miller, MoMA, 1952)
Biomorfismo en una época de ángulos rectos
Pronto surgirán ideas relacionadas, que Kiesler tratará de poner en marcha con el celo de un artista conceptual más que con el pragmatismo de un arquitecto que cuenta su impacto en metros cuadrados construidos, en ingresos o en reconocimiento gremial.
Mientras el programa de estudios de la Universidad de Columbia seguía orientado a la construcción utilitarista que había facilitado el surgimiento del Manhattan de los rascacielos, Kiesler coordinaba sesiones de trabajo experimental para romper barreras que la sociedad había interiorizado como “naturales”, cuando no eran más que convenciones arquitectónicas.
Siguiendo los preceptos de los viejos sofistas, Kiesler no se conformó con edificar edificios más o menos brillantes o impartir clases universitarias de manera convencional, sino que quiso ser el inicio de algo nuevo —provocando e inspirando a alumnos y artistas coetáneos- y no el término de lo ya manido. Cuando las técnicas convencionales no lograban el efecto esperado, el arquitecto conceptual no dudaba en usar espejos o proyecciones que transformaran la percepción sensorial del lugar.
En 1933, coincidiendo con el ascenso de Hitler al poder, Kiesler participaba en la exhibición internacional sobre arquitectura moderna curada por Philip Johnson y Henry-Russel Hitchcock, y poco después diseñaba un modelo de Casa Espacial, una vivienda familiar de una sola planta con estructura biomórfica, precursora de trabajos posteriores y de tendencias observadas en la corriente “orgánica” de la arquitectura moderna.
La galería The Art of This Century
Tras fundar lo que llamó Laboratorios de Diseño Correlativo en las universidades de Columbia y Yale, el “arquitecto” austro-estadounidense puso en práctica algunas de las ideas que sus colegas más alejados del mundo artístico y multidisciplinar consideraban más quiméricas: estructuras capaces de moverse, transformarse y adaptarse como lo harían un ser vivo o una situación cotidiana (la realidad y necesidades de cada momento evolucionan, y el espacio debería acoger estas necesidades cambiantes).
En 1942, cuando el “arquitecto del Tercer Reich”, Albert Speer, abandonaba su labor constructora para convertirse en ministro de Armamento (Speer, todavía fiel a su promotor, intuía ya que su Berlín monumental se erigiría sólo en la imaginación de Hitler), Frederick Kiesler diseña para Peggy Guggenheim nuevos métodos de exhibición artística en la The Art of This Century Gallery (alojando obras de Giacometti, Kandinsky, Picasso, Miró o Dalí, entre otros.
Cuando periodistas, críticos y los propios artistas conocieron las nuevas técnicas de exposición usadas por Kiesler, comprendieron que el arquitecto participaba también en la exposición, pues las obras surgían como de la nada en pasillos ondulantes de azul ultramar (Galería Abstracta), o pendían de brazos ajustables que se acercaban al espectador (Galería Surrealista), mientras la Galería Cinética se adelantaba a los espacios multimedia y al diseño psicodélico. Finalmente, la Galería Diurna, un espacio blanco rectilíneo, alojó a las promesas pictóricas estadounidenses.
Cuando todos los cabos se encuentran
Ya después de la guerra, usaría técnicas similares en encargos posteriores, como el diseño de la instalación Salle Superstition en 1947, en la Exposition Internationale du Surréalisme de la galería Maeght de París, organizada por Marcel Duchamp y André Breton.
El mismo año, Kiesler publicó su “manifiesto del correalismo” en una revista especializada parisina (L’Architecture d’Aujourd’hui, 1947), y en 1950 aparece el primer modelo de su Casa Sin Fin, una vivienda “centrada en quien la habita” donde se combinarían técnicas de la pintura (perspectiva, simbología), la escultura (textura), arquitectura y medio ambiente. Una vivienda bien diseñada, capaz de mejorar estado de ánimo y salud.
Sobre este proyecto, que estuvo a punto de construir en 1958 para una exhibición del MoMA, declararía en 1966:
“La Casa Sin Fin se llama ‘sin fin’ porque todos los extremos se encuentran, y lo hacen continuamente.”
El diseño biomórfico de su Endless House, más próximo a los motivos orgánicos de estructuras de la naturaleza usados por los artistas visuales del movimiento Lebensreform (como los edificios gaudinianos de Friedensreich Hundertwasser), contrastaba radicalmente con la marcada angulosidad geométrica de la arquitectura moderna del momento.
In utero
Kiesler insistió en en una forma sin ángulos y con irregularidades de raíz o tubérculo, o un corazón con sus distintos conductos y ventrículos, capaz de copar las necesidades funcionales y espirituales de sus ocupantes. El artista pensaba más bien en la anatomía femenina.
Kiesler trató el proyecto como una obra sin fin, retocando durante décadas los modelos y diseños. Para él,
“La forma no sigue a la función. La función sigue a la visión. Y la visión sigue a la realidad.”
Era necesario oponer al modelo que emergía de arquitectura de habitaciones rectilíneas y cajas estériles,
“…algo sin fin como el cuerpo humano; no hay principio y no hay fin.”
La casa fue mostrada al público en la exposición Arquitectura visionaria del MoMA (1958/59), y permaneció como posibilidad de habitación para el futuro: Kiesler quería suscitar preguntas, provocar, otorgar el testigo de su experimentación interdisciplinar a quienes quisieran tomarlo más adelante.
Un museo y una alegoría
Arquitectos y artistas conceptuales, tales como Archigram, Greg Lynn, UNStudio y Olafur Eliasson, entre otros, han citado a Frederick Kiesler como inspiración de sus obras.
Instalados en nuevas convenciones erigidas sobre las vanguardias que, una vez reconocidas, querían ser a su vez convención (olvidando su cometido provocador original) sus críticos no le consideraron a menudo lo suficientemente “puro”: ni suficientemente arquitecto, ni suficientemente artista, ni totalmente conceptual, ni mucho menos pragmático.
Algunos de sus críticos, denunciadores de la miopía histórica y el mal gusto de los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo y su neoclasicismo-de-dictador, atacaron a Kiesler con los mismos argumentos que los nazis habían expuesto para catalogar el dadaísmo o el surrealismo como “arte degenerado”.
En Israel, donde diseñó junto a Armand Bartos el Santuario del Libro, edificio simbólico que alberga ni más ni menos que los manuscritos del Mar Muerto, criticaron su falta de titulación en Europa (la había logrado en Nueva York) y ausencia de edificios “físicos”, además de no tener la nacionalidad israelí (a pesar de ser judío), y obviando que sus críticas quizá debían haberse dirigido a Bartos (que participó en el diseño por un mérito: estar casado con la hija del mecenas de la obra).
Décadas después de la polémica, el edificio explica una de las leyendas de los rollos que incluye la colección, la Guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas: una cúpula blanca simboliza a los primeros, y su circularidad (relacionada con su trabajo conceptual en la Endless House) contrasta con la angulosidad totémica de una pared negra (erigida con basalto), que evoca a los hijos de las tinieblas.
El significado de construir
Para el arquitecto conceptual, las formas sin ángulos ni barreras estanco, próximas a las de la naturaleza, tenían la espontaneidad y el carácter inabarcable -y siempre reinterpretable- de la vida, mientras que las formas euclidianas, con ángulos rectos y compartimentos, se referían a la interpretación restringida, a las estructuras que querían separar el espíritu del hombre de la vida y las intuiciones sensoriales.
Uno de sus colegas en la Universidad de Columbia, molesto de que Kiesler nunca hubiera completado el título universitario de arquitectura ni hubiera construido grandes edificios, llegó a sentenciar:
“Si Kiesler quiere asir dos piezas de madera, él hace ver que nunca ha oído hablar de clavos o tornillos. Comprueba la tensión de rotura de varias aleaciones de metal, experimenta con diferentes métodos y formas, y tras seis meses llega con un costoso artilugio capaz de unir dos piezas de madera casi tan bien como un tornillo.”
Quizá Kiesler nunca construyó porque sus edificios eran elásticos y se sucedían a veces en el presente escurridizo. Para él, la relación entre espacio, gente, objetos y conceptos es la “morada” humana. Quizá por ello será más comprendido en el futuro, como también lo sería entre los pueblos apartados de la Amazonia que Claude Lévi-Strauss describe en Tristes tropiques.
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