Una comunidad de personas no es la suma de todas sus individualidades. Ya antes del surgimiento de las democracias liberales, Spinoza reflexionó sobre el concepto de «multitud» y su potencial para: emerger como pueblo soberano, receptor de conceptos abstractos pero cruciales en una sociedad abierta contemporánea como interés general, opinión pública, etc.; o bien para degenerar en muchedumbre.
En filosofía y física, el emergentismo nos recuerda que hay propiedades que surgen de un sistema en su conjunto, cuyo valor es superior a la suma aritmética de las partes que lo compondrían. Un hormiguero o termitero son más inteligentes que la suma aritmética de hormigas y termitas; de manera similar, no podemos conocer la temperatura ambiental de una estancia si tomamos una a una las moléculas que componen el aire del lugar.
Si descendemos a una de las unidades mínimas de «multitud» capaz de constiuirse en algo más que la suma egoísta de sus individuos, podemos acercarnos a una comunidad de vecinos, con sus amabilidades y asperezas cotidianas, con sus tristezas y alegrías, con vecinos que siembran la cizaña y aceleran la entropía, y otros que ceden parte de sus intereses por el bien común.
Dos son multitud… o algo más
Nos vienen a la mente referentes literarios de edificios de apartamentos cuyas comunidades de propietarios donde observamos el microcosmos que constituye lo que el filósofo francés Gaston Bachelard llamó Poética del espacio.
Pongamos por caso la humilde pensión de la viuda Vauquer por donde pasan algunos de los personajes de La comedia humana de Balzac, como el arribista de provincias Eugène de Rastignac y papá Goriot, anciano que vive por y para sus hijas, pero también Vautrin, quien resultará ser el célebre fugitivo de la justicia Trompe-la-mort, disfrazado de dandi (Jacques Collin) o de cura (Carlos Herrera), según convenga.
Otros «bloques» célebres: La colmena de Camilo José Cela recurre a un estilo próximo a los múltiples puntos de vista de John dos Passos (Manhattan transfer) o William Faulkner (Mientras agonizo) para describirnos el fenómeno de la urbanización y la migración del campo a la ciudad durante la posguerra en España, y Francisco Ibáñez recurrió a la historieta para mostrar los entresijos de un bloque de pisos durante el desarrollismo, cuya estructura está seccionada para que podamos observar, como si se tratara de una casa de muñecas, lo que ocurre en el interior.
Ibáñez parece adaptar el potencial documental de la historieta explorado por Will Eisner en la proto-novela gráfica autobiográfica Contrato con Dios y opta por centrarse en el bullicio cotidiano propio de la convivencia en una de estas unidades mínimas viables de «multitud» que arman una ciudad densa como Nueva York o las grandes urbes europeas.
Poética del espacio
La poética del espacio de Bachelard vuelve a hacer acto de presencia en otro edificio donde se acumulan las pasiones, grandezas y pequeñeces cotidianas de unos habitantes condicionados por el espacio característicamente parisino donde residen: el edificio hausmanniano tipo que sirve de escenario de La vida instrucciones de uso, de Perec.
En una obra anterior, Especes d’espaces, George Perec desvelaba un «proyecto de novela» que habría hecho las delicias de los fenomenólogos que creen que la misantropía puede combatirse en el desorden vital, a veces agobiante y a veces elevador, de la ciudad:
«Imagino un inmueble parisino cuya fachada habría desaparecido (…) de tal manera que, desde el entresuelo a las mansardas, todas las habitaciones que se encontrasen delante serían visibles instantánea y simultáneamente. La novela —cuyo título es “La vida instrucciones de uso”— se limitaría (…) a describir las habitaciones puestas al descubierto y las actividades que en ellas se desarrollan, todo ello según procesos formales (…)».
¿Cómo nos condicionan los espacios y realidades donde vivimos? ¿De qué manera nos relacionamos en función del diseño y el mantenimiento de estos espacios? ¿Qué memoria y relato sobre el pasado y las esperanzas en torno al futuro albergan estos espacios? ¿Qué papel juegan los recuerdos, el mobiliario, los objetos? ¿En dónde se almacenan los recuerdos que nos dejan únicamente referentes físicos —a modo de objetos— o evocaciones que emergen de manera fortuita ante un gesto, un aroma, unas palabras —al modo, en definitiva, de la magdalena de Proust—?
¿Puede la convivencia hacernos mejores, sobre todo en momentos de dificultad (pongamos, durante una pandemia que obligue al confinamiento total o parcial)? ¿Es necesario contar con un espacio propio físicamente delimitado y digno para que lo que Spinoza llama «multitud» pueda constituirse en grupo que opta por la convivencia y la solidaridad y evita, incluso en los peores momentos, degenerar en muchedumbre nihilista?
El paso de la historia desde un apartamento moscovita
Los edificios de viviendas son los testimonios populares de la transformación de las sociedades. A diferencia de los edificios suntuosos, cuya aspiración es museística y desdeñosa de la memoria cotidiana y la percepción popular del paso del tiempo, los edificios de propietarios son una amalgama de esas «vidas en construcción» que a menudo observamos en las novelas gráficas y series televisivas, a menudo en torno al fenómeno de los apartamentos compartidos durante una más o menos longeva «juventud».
Según Bachelard, los edificios bien diseñados deberían centrarse en los usos que recibirán los espacios, y no en grandes abstracciones procedentes de los grandes cánones. De formación científica, Gaston Bachelard rechazó el reduccionismo al que se arriesga el afán racionalizador del positivismo y la filosofía analítica.
Como el conocimiento científico o epistemología (terreno filosófico de Bachelard), los espacios personales deben permitirnos soñar en esa casa que habitaremos en el futuro y que todavía no hemos logrado construir, una vivienda que permanece en construcción en nuestra mente, pues lo acabado o «final» es limitador, mientras que lo inacabado se aproxima mejor a la realidad cambiante.
Alexandra Litvina (Moscú, 1976) y Ania Desnitskaya (1987, adaptadora de Ósip Mandelshtam para el público infantil) son las autoras de L’appartement; Un siècle d’histoire russe, novela gráfica en la que el protagonista a su pesar es un apartamento cualquiera de un edificio moscovita, desde el que asistimos a la vida cotidiana de varias generaciones de la familia Mouromtsev, sus amigos y relaciones.
En tanto que espectadores de este apartamento seccionado para que veamos su interior (primero privativo, luego sometido a las leyes colectivizadoras de la URSS) observamos las transformaciones, pequeñas y grandes, de un edificio, una ciudad y una sociedad desde una mudanza ocurrida una tarde de diciembre de 1902 a prácticamente a los años de apertura de Gorbachov (glásnost, perestroika), el posterior colapso de la URSS y la llegada del nuevo siglo.
Capilaridad de las experiencias en el espacio
La novela gráfica es un cajón de sastre fenomenológico, donde los acontecimientos históricos y los personajes que los protagonizan se combinan con el punto de vista de miembros de la familia y vecinos, así como objetos, recetas culinarias, juguetes, modales o incluso maneras de hablar de cada época: si hay una sociedad que ha padecido las consecuencias de las tensiones de la «multitud» que evoca Spinoza, es la población urbana de la mayor urbe rusa, decorado del microcosmos de los apartamentos forzosamente comunitarios «kommunalka» y los posteriores apartamentos prefabricados de «estilo soviético» (conocidas como jrushchovkas, pues muchos de estos edificios surgieron durante el mandato de Nikita Jrushchov).
Por el álbum deambulan varios intentos revolucionarios y las tensiones que, entre febrero y octubre de 2017, llevaron a la abdicación del zar y convirtieron una posible república democrática en una dictadura proletaria.
También hay referencias a los efectos de la I Guerra Mundial (indisoluble de los hechos de 1917), la II Guerra Mundial y las detenciones indiscriminadas que construirían lo que Aleksandr Solzhenitsyn llamaría El archipiélago gulag: los campos de castigo y trabajos forzosos de Siberia, el Ártico y Asia Central donde la policía política separaría a los «casos corrientes» de los detenidos considerados como más peligrosos (aquellos acusados de maquinaciones políticas o contra el régimen, el propio Solzhenitsyn entre ellos).
La mencionada novela gráfica de Alexandra Litvina y Ania Desnitskaya rehúye de la linealidad y la certidumbre propias de relatos realistas con esa quimérica y acartonada voluntad de contener la realidad tal y como es, y permite al lector desplazarse desde genealogías familiares a pequeñas crónicas y luego a objetos de cada época, a avanzar y luego a retroceder, como si nuestra creciente familiaridad con los Moromtsev nos permitiera esclarecer cómo los gestos y acontecimientos de una época mantienen vínculos con otros momentos.
En ocasiones, los vínculos propios del espacio, la filiación, la convivencia en una sociedad (con sus ventajas con respecto a modelos pretéritos como la «multitud» de Spinoza) son meticulosamente seccionados con la intención de reescribir el pasado o inventar una historia.
El anti-hogar para prisioneros no reconocidos: el gulag
En los años 40 y 50, mientras personas como los propios «58» (prisioneros del gulag percibidos como «políticos») Aleksandr Solzhenitsyn y Varlam Shalámov eran privados de toda dignidad y del propio estatuto de «prisioneros» (del que se deriva que ha existido con anterioridad un proceso de acusación con mínimas garantías).
Los millones de represaliados, a menudo acusados de crímenes inventados o interpretaciones delirantes asociadas a supuestos complots de rusos blancos y sociedades capitalistas, trataban de encontrar una esperanza cotidiana para no caer en la locura o en la apatía que precede a la muerte en situaciones extremas (como las descritas por Viktor Frankl, superviviente de los campos de exterminio nazi, en su ensayo El hombre en busca de sentido).
Mientras tanto, desde Occidente, intelectuales de referencia minimizaban cualquier supuesta injusticia soviética y apoyaron el experimento estalinista hasta que relatos como los de Shalámov y el propio Solzhenitsyn evidenciaron lo que escondía la intención de borrar de la historia a millones de represaliados.
Como la labor del Ministerio de la Verdad en 1984, los responsables de los departamentos de Interior en la URSS, primero el NKVD y luego el MVD, orquestaron, con la ayuda de un creciente aparato burocrático en torno a los gulags (centros, recordemos, ajenos a las prisiones, que siguieron abiertas), la reescritura de la biografía de millones de personas. Sus supuestas intenciones, sus supuestas fechorías, sus supuestas maquinaciones contra «el pueblo».
Mucho antes de que Varlam Shalámov y Aleksandr Solzhenitsyn escribieran, respectivamente, los Relatos de Kolymá y El archipiélago gulag, George Orwell expuso la evolución de una sociedad que se propone reescribir la historia a la fuerza y nacionaliza hasta las esperanzas, las habitaciones, los sueños y pesadillas de la población. Winston Smith, el protagonista de 1984, es un personaje de ficción menos ficticio que la realidad que experimentaron Shalámov y Solzhenitsyn.
Cómo crear vínculos en una factoría de deshumanización
Los postuladores de la internacional situacionista, esa elegante broma de jóvenes intelectuales contestatarios que habían comprendido a finales de los años 60 que las sociedades del otro lado del Telón de Acero respiraban cualquier cosa menos emancipación, nos regalaron un bello concepto que parece surgido del esfuerzo de Aleksandr Solzhenitsyn por «construir» con sus propias manos una «casa» para todas las víctimas de los campos que constituyen su «archipiélago»: la psicogeografía, que reconoce los vínculos entre los ambientes que habituamos y nuestras emociones.
El archipiélago gulag trata de elevarse como testimonio colectivo y memorístico de los millones de víctimas que habían sido privadas del derecho a tener memoria, a sentir esperanzas por el futuro, a recordar el pasado que habían vivido sin remordimientos. Desarraigados de manera definitiva de sus hogares, la psicogeografía de los prisioneros del gulag sólo podía residir en el interior de quienes se resignaron a descender al inframundo de crueldad y barbarie que —creyeron los responsables del esquema— comportaría la lucha diaria por la supervivencia.
Entre testimonios grises, enumeraciones ajenas al ritmo literario y anécdotas burocráticas sobre la barbarie (Solzhenitsin se siente responsable de testimoniar un fenómeno de aniquilación a gran escala que Stalin había querido erradicar de la memoria administrativa de su construcción soviética), el autor lega al lector paciente reflexiones sobre la condición humana que superan la pureza y resistencia de cualquier material precioso.
En medio del frío polar, los interrogatorios, el aumento de las penas, el trabajo maratoniano unido a una alimentación todavía más empobrecida que la prevista desde Moscú (pues cada responsable esquilmaba para sí una porción del cargamento), Solzhenitsin nos dice, como Frankl, que hay recovecos de grandeza indestructibles en el alma humana.
Solzhenitsin, o elevación en el confinamiento forzoso
En los campos, todo lo que puede ser confiscado o robado por vigilantes o internos matones está condenado a aumentar los problemas del recluso. En lugar se hundirse en la miseria, el autor evoca a Buda, Cristo, los estoicos, los cínicos. Poseyendo, perdemos nuestra fuerza, pues la pérdida de lo que no controlamos nos desvía de lo esencial en momentos de extrema debilidad.
El escaso pan y azúcar que el recluso recibe para dos días debe ser ingerido de inmediato, pues de lo contrario pone a cualquiera en riesgo físico. Por el contrario, los arenques en salazón (a menudo servidos sin agua durante los desplazamientos para que la sed se convierta en suplicio y herramienta de control) pueden comerse poco a poco. Y, sobre todo:
«¡Sed como los pájaros del cielo! En cambio, tened con vosotros todo lo que sea posible llevar a cuestas: el conocimiento de las lenguas, de los países, de los hombres. Que vuestra memoria sea vuestra única bolsa de viaje. ¡Retenedlo todo! ¡Registradlo todo! Sólo esas semillas amargas tendrán quizá la oportunidad, un día u otro, de germinar».
«Prestad atención: estáis rodeados de hombres. Quizá un día os acordaréis de uno de ellos y os arrepentiréis de no haberle preguntado nada. Y hablad lo menos posible, pues así escucharéis mucho mejor».
«Las vidas humanas sostienen sus finos hilos desde una isla del archipiélago a otra. Ellos se frotan y entrelazan en el espacio de una noche entre la penumbra y el runrún de uno de esos vagones, para separarse de nuevo para siempre; prestad entonces atención a su dulce murmullo y al rumor regular del vagón. Porque ese ruido, es el murmullo de la rueca de la vida».
Pesimismo de Shalámov vs. espiritualidad de Solzhenitsin
Solzhenitsin y Shalámov tendrán la oportunidad de retrazar esas hebras de hilo entre islas del archipiélago, esa existencia que trata de encontrar una psicogeografía posible, superior a la injusticia y a la amargura, capaz de aparcar el nihilismo y la misantropía. Con respecto a los «Relatos de Kolymá», Solzhenitsin valorará el esfuerzo de Shalámov, si bien:
«Pero a propósito del mar, para conocer a qué sabe, es necesario tomar más que un sorbo».
El archipiélago es la construcción de una vivienda imaginaria, la única posible, para los habitantes del gulag, que el propio Solzhenitsin eleva al rango de nación espiritual no reconocida por ninguna administración. La poética de una maquinaria de trabajos forzados donde ocurre la depravación… pero también su anverso, la elevación.
Muchos habitantes del gulag, explica el autor, se negarán a seguir los preceptos cristianos de amar al prójimo, pero lograrán al menos amar, en el sentido más profundo, a sus compañeros de suplicio.
Al tratar de eliminar todos los sufrimientos e injusticias de la historia, reflexiona Solzhenitsin, revoluciones como la soviética no sólo no logran su cometido, sino que, al anteponer el fin a los medios, amplifican las atrocidades que pretendían erradicar.
Lo que Solzhenitsin no acepta de Shalámov es su condena del espíritu humano en situaciones extremas. Para el autor de Relatos de Kolymá, las situaciones más severas de privación de libertad eliminan cualquier posibilidad de enmienda de error, reintegración real, reducción o eliminación de pena. Al fin y al cabo, los «58» (aquellos internos considerados peligrosos por cuestiones ideológicas) que son capaces de sobrevivir a su primera condena, serán de nuevo detenidos y condenados o, en cualquier caso, mantenidos en el limbo de presuntos culpables de por vida), el ser humano sólo puede alumbrar odio, «el sentimiento humano más duradero».
Hogares cálidos en época de helada
Si bien Shalámov acepta que, en los campos, la elevación, la profundización, el desarrollo interior son posibles, su experiencia en los campos es eminentemente negativa, sin posibilidad de redención para quien la sobrevive:
«…el campo [de internamiento forzoso] es una escuela de vida total e irremediablemente negativa. Jamás nadie logrará extraer de ello algo sustancial o útil. El detenido aprende la adulación, la mentira, las pequeñas y grandes bajezas… De vuelta a su hogar, se da cuenta no sólo de que no ha progresado durante su paso por los campos, sino que sus preocupaciones se han vuelto mezquinas y groseras».
Solzhenitsin (quien sobrevivirá a un tumor cancerígeno en el gulag) comparará las acciones y pequeñas esperanzas en los campos de trabajo a, por ejemplo, el gesto de Platón Karataev en Guerra y paz, un anciano que comparte un mendrugo de pan con Pierre Bezújov mientras ambos permanecen como prisioneros de las tropas napoleónicas. Tolstói es capaz de mostrarnos que, en ocasiones, un poco de pan roído es el manjar más elevado para nuestro estado anímico.
En referencia a la negatividad de Shalámov, Solzhenitsin medita:
«¿De qué sirve enumerar cada hogar enfriado por el hielo? ¿No es acaso más sugestivo destacar aquellos hogares que, incluso en tiempo de helada, conservan la calidez?»
Todos los supervivientes del gulag, recuerda Solzhenitsin, se acuerdan de quien les ha extendido la mano para salvarlos en un momento crucial, una reflexión muy próxima a las que realiza Viktor Frankl en su ensayo autobiográfico sobre su experiencia en los campos de exterminio del Tercer Reich.
Fuego interior
Incluso en momentos de extrema dureza y sufrimiento, algunos prisioneros del gulag lograron crear un hogar donde, pese a las temperaturas gélidas, existía el calor de un fuego interno que el horror no puede extinguir. En lugar de convencerse de que los momentos de bajeza organizada engendran únicamente bajeza:
«¿No sería en cambio más exacto afirmar que ningún campo puede depravar a quienes conservan en ellos un núcleo firme, y no esa ideología lamentable según la cual “el hombre está hecho para la felicidad” y que se esfuma al primer golpe asestado por el recadero?»
La elevación puede ganar la partida a la bajeza incluso cuando parece tener todas las de perder, dicen Frankl y Solzhenitsin. El esfuerzo organizado de negación es incapaz de negar al ser humano que conserva sus valores y se abre a compartirlos.
Solzhenitsin explica también las ocasiones en que la masa desprovista de su existencia, la masa del gulag, se eleva por encima de su vida vigilada entre los campos de trabajo y los barracones. Surgen entonces actos de solidaridad y altruismo desesperados, pero también se organizan, pese a lo desesperado de abandonar campos en regiones gélidas o desérticas (remotas, en cualquier caso), escapadas imposibles.
Construir un hogar sin las condiciones oportunas
La multitud se convierte en sociedad organizada por propia iniciativa al conjurarse para eliminar a los informantes entre ellos, o cuando se las ingenia para desactivar el intento de la dirección por anegar el esfuerzo de organización con grupos de delincuentes especialmente conflictivos, que comprenderán que los «58», los prisioneros políticos, están decididos a luchar por su dignidad y supervivencia.
Habrá huelgas de hambre y de trabajo, sabotajes de equipamiento y actos anónimos de quienes deciden inspirar a sus compañeros de suplicio con un último gesto.
El archipiélago gulag también fue un hogar para muchos, a pesar del horror y el intento de crear un infierno anónimo y a escala industrial.
La poética del espacio no puede negar que, en rincones remotos de la taiga, el círculo polar o los desiertos de Asia Central, una conversación o un gesto hicieron brillar, aunque fuera por un instante, el fuego de un hogar acogedor. Una lumbre alimentada por el humanismo de quienes a él se acercaron.