Cuando la comodidad amodorrada es abulia, el descanso pierde, al menos, la mitad de su sentido etimológico ancestral: aquel que relacionaban en la Antigüedad con el ocio activo, provechoso, la actividad agradable en la que aprendemos.
Henry David Thoreau sintetizó en una frase los riesgos de la abulia y el dejar pasar con indolencia ese intervalo de tiempo entre acontecimientos llamado “presente”:
“¡Como si se pudiera matar el tiempo sin insultar a la eternidad!”
Cuando la percepción del tiempo se acelera
En época vacacional o no, bajo un calor aplastante o no, perder el tiempo se antoja contraproducente incluso para nuestra existencia: la ausencia de nuevas experiencias y nueva información acelera nuestra percepción del paso del tiempo.
Sin aprendizaje ni esfuerzo, ni siquiera el ocio y el tumbarse a la bartola sientan bien.
Esa es, al menos, la hipótesis, clásica y contemporánea, filosófica y científica, que advierte de que permanecer en la zona de confort, tanto en el ocio y las relaciones como en la ocupación tradicional, no nos sienta bien.
Apreciar las comodidades experimentando incomodidad
Hasta hace unas décadas, la hipótesis era apenas eso, una idea pasada de moda que las filosofías de vida clásicas habían empleado para enseñar a sus discípulos, además de las distintas materias teóricas, la asignatura que se consideraba más importante: aprender a vivir.
Varios autores han recabado información de fuentes clásicas y sus sucedáneos, relacionando hallazgos de filosofías de vida, psicología humanista contemporánea y estudios científicos puros y duros.
Concluyen que, para combatir lo que llaman “adaptación hedónica”, hay que apreciar primero lo que uno tiene.
Prosperidad eudemónica vs. opulencia hedónica
Umair Haque, por ejemplo, se pregunta en Harvard Business Review si “una vida bien vivida vale algo“.
Para él, una vida bien vivida no consiste en esperar, después de lograr un premio o recompensa, a obtener cuanto antes mejor la próxima gratificación instantánea, premeditada o improvisada.
Haque advierte del riesgo de perseguir la opulencia hedónica en la que parte del mundo ha sido, sin siquiera ser consciente de ello, educado, como si el ritmo de consumo y la ausencia de una reflexión profunda en torno a él fueran la consecuencia preferible e inevitable del progreso y la búsqueda de la “felicidad”.
La opulencia hedónica de la que habla Haque tiene, según él, un contrapeso igual de poderoso, al que se llega a través de apreciar lo que uno tiene y no olvidar el valor del presente, así como razonar las decisiones y vivir “según la naturaleza”, que decían los discípulos de Sócrates, o según el “tao” o flujo de las cosas, si se atiende al mismo mensaje legado por las filosofías orientales.
Defina “prosperidad”
Su opuesto es la prosperidad eudemónica (perseguir la virtud y la razón, según Aristóteles, sacando partido a lo sencillo). Thoreau: “Es más rico aquel cuyos placeres son los más baratos.”
Esta prosperidad no material, consistente en evitar la falsa comodidad de la gratificación instantánea, es resumida por Haque, pero también por Aristóteles y los estoicos, entre otros, como una forma de bienestar duradera, auténtica, sin espejismos, baratijas ni falsas modestias.
Consiste, dice Haque, en:
- vivir (trabajar, jugar) y no sólo tener;
- ir en busca de lo mejor, en contraposición a buscar “más” y “más grande”. Lo pequeño también puede ser hermoso, decía E. F. Schumacher; también lo duradero (“productos para siempre“); lo imperecedero; etc (Thoreau: “Nuestra vida siempre es malgastada por el detalle… simplificar, simplificar”);
- convertirse o ser algo de manera consciente, librando la batalla del esfuerzo, la perseverancia, el cuestionamiento de lo que otros den por bueno, en lugar de contentarse con “ser”, viendo pasar la vida de manera impasible, como un indolente atrapado entre dosis y dosis de gratificación, con “I Can’t Get No Satisfaction” como resumen agridulce de la filosofía propia (o ausencia de ella);
- crear y construir (palabras, edificios, amistades, ideas, aeroplanos, huertos), no sólo comprando y trapicheando bienes como un yonqui en busca de su última dosis de aparato electrónico de última gama;
- profundidad, en lugar de inmediatez.
Dialéctica entre impulsos y virtud
La disquisición de Haque no es original. En sentido estricto, tampoco lo son las mismas ideas de Aristóteles o los estoicos que reconocen superioridad a largo plazo de la prosperidad eudemónica para el bienestar del individuo, en contraposición al hedonismo de la búsqueda constante de las chucherías que nos pide lo más primitivo de nuestro cerebro: azúcares, alimentos grasos, sexo, comportamientos gregarios y sus sustitutivos contemporáneos.
Tanto Aristóteles y los estoicos profundizaron en una filosofía de vida ya expuesta por Platón, maestro de Aristóteles; y Sócrates, maestro de Platón. Y de ahí a los presocráticos, que insistían en nuestra mortalidad y en la necesidad de conocerse a uno mismo para lograr auténtico bienestar y proyectarlo a nuestro alrededor.
Thoreau lo explicaba a su manera: “Es tan difícil verse a uno mismo como mirar para atrás sin volverse.”
Y quién sabe si, a través de los persas zoroastrianos, las ideas presocráticas y las previas al taoísmo del Extremo Oriente habían relacionado sus alejados extremos.
Enseñanzas complementarias
Las coincidencias entre los consejos para ser un maestro del “arte de vivir” de la tradición greco-romana y las ofrecidas por budismo y taoísmo son a menudo sospechosas de lazos culturales mucho más profundos que los aventurados 1500 años después por un Marco Polo más sorprendido por el exotismo superficial.
En lugar de asumir los riesgos de la verdadera aventura, aunque ésta consista en sentarse en una butaca y leer un libro que requiere nuestro esfuerzo, participación y concentración durante largos ratos, evitamos la incertidumbre de lo desconocido.
Al fin y al cabo, es incómodo inventar, ser creativo, tratar de mejorar a diario lo que uno hace, incluso -o sobre todo- cuando no nos apetece en absoluto.
Contra la convención (y el envejecimiento), nueva información y creatividad
No es casual que muchos de los grandes creativos de la historia fueran polímatas, a medio camino entre las humanidades y la ciencia, capaces de convertir el divagar en un arte, pensando con la frescura y un rechazo por las convenciones de la costumbre casi tan poderoso como el que poseen los niños y sus insuperables preguntas.
Thoreau: “Cuán vano es sentarse a escribir cuando aún no te has levantado para vivir.”
Leía el otro día un artículo acerca de uno de los fenómenos que más sorprenden a cualquiera interesado en cómo el pensamiento eudemónico, el estoicismo y filosofías de vida similares -taoísmo, budismo zen- transforman en bienestar duradero el aprender a reflexionar, respirar, esperar, limitar y aplazar las gratificaciones.
A más experiencias acumuladas, mayor aceleración del tiempo
El fenómeno en cuestión: todos tenemos la sensación de que, a medida que envejecemos, el tiempo pasa más rápido, en contraposición con los días eternos de aprendizajes continuos y sensaciones con colores puros de los años de la infancia, la adolescencia y la primera juventud.
La sensación es universal y tiene, al parecer, fundamentos neuronales. Resumiendo, en los primeros años de la vida, muchas de las experiencias vitales y sensoriales que experimentamos durante el día no las hemos experimentado con anterioridad.
En edades más tardías, el poso de la experiencia hace que nuestra mente recurra a menudo a la experiencia acumulada en forma de recuerdos, un mecanismo que evoca al manido símil del disco duro (memoria) y la memoria RAM (acceso instantáneo a los recuerdos acumulados para acelerar los procesos de pensamiento).
La toxicidad de lo cómodo
Optar por una vida cómoda depende de mecanismos que nuestro cerebro usa como métodos de recompensa instantánea, el equivalente a buscar la opulencia hedónica que usa el consumo como sustitutivo de los caprichos ancestrales marcados por nuestra evolución como especie (grasas, azúcares y otras ambrosías y actividades destinadas a asegurar nuestra pervivencia como especie).
Hasta hace relativamente poco tiempo, la mayoría de nosotros debía salir, por fuerza, de la zona de confort, ya que las circunstancias así lo establecían. Así que, incluso siendo adultos y cuando las experiencias empezaban a acumularse, la necesidad de aventurarse más allá de la comodidad evitaban el fenómeno de la “aceleración del presente”.
¿Qué ocurre cuando nuestra vida se hace cómoda y ya no hace falta servirse de hasta la última dosis de ingenio para obtener comodidades de todo tipo?
Los lugares comunes del cerebro nos oxidan
La falta de información nueva, nuevos horizontes, no acabó sólo con el pícaro arquetípico, los Lazarillos y Buscones universales. También se ha llevado parte de la creatividad -y el disfrute del tiempo- de quienes se conforman con la vida cómoda y hacen del hedonismo inconsciente su filosofía de vida.
La prosperidad de la era industrial y, sobre todo, del mundo surgido de la II Guerra Mundial y la cultura de la Revolución Agraria y el petróleo barato, hicieron viable la opulencia hedónica como filosofía de vida, abrazada casi siempre como “lo normal”, de manera inconsciente, sin conocimiento alguno de que la prosperidad material y la abundancia eran una anomalía en la historia humana.
Thoreau ya advirtió en su época sobre los riesgos de confundir lo material con la felicidad: “La mayor parte de los hombres, incluso en este país relativamente libre, se afanan tanto en innecesarios artificios y labores absurdamente mediocres, que no les queda tiempo para recoger los mejores frutos de la vida.”
La corriente en la que pescamos
Cuando es posible acceder a gratificaciones continuas que, al menos, contrarrestan la decepción de la dosis anterior aplicada, ya no hace falta explorar lo desconocido, buscarse la vida, mantener la mente atenta en el presente sin descuidar los planes para el futuro, apreciar lo cotidiano.
Thoreau: “El tiempo no es sino la corriente en la que estoy pescando.”
Siguiendo los mecanismos de esta mentalidad, si el iPhone 4 -o lo que sea- no nos hizo felices, quizá lo hará el iPhone 4S, o el iPhone 5, o el iPad, o un coche nuevo, o un cambio de aspecto. El deseo pierde su magia cuando lo hemos obtenido y vamos a buscar lo siguiente.
Thoreau: “El costo de una cosa es la cantidad de aquello que yo llamo vida, necesaria para adquirirla, ya sea a corto o a largo plazo.”
La adaptación hedónica, o la búsqueda del siguiente subidón de gratificación instantánea, no deja espacio para apreciar lo que tenemos, y la existencia en el presente se convierte en ese espacio irrelevante y desechable entre acontecimientos “extraordinarios.”
Confundir placer momentáneo con bienestar
Perdiendo la oportunidad de cultivar la virtud en el presente usando la razón y según la naturaleza, el individuo deja de procesar nueva información y aspira a la mejora material, evitando el esfuerzo del aprendizaje y la exploración.
Tyler Cowen expone en su bitácora la mencionada especulación fundada: cuando nos esforzamos en busca de nueva información, nuestra percepción del presente vuelve a ampliarse y el tiempo recupera la lentitud perdida de las primeras experiencias vitales.
Viviendo en el presente
William Reville explica un modo “garantizado” de alargar nuestra vida. O, al menos, nuestra percepción de ésta: el tiempo está relacionado, explica, con la cantidad de información novedosa que procesamos. La información -lo desconocido, los nuevos retos, las experiencias, la lectura, divagar- estira el tiempo.
William Reville: “Así que puedes ‘alargar’ tu vida minimizando la rutina y asegurándote de que tu vida está llena de nuevas experiencias activas -viajar a nuevos lugares, asumir nuevos intereses, y pasar más tiempo viviendo en el presente.”
Vivir en el presente es uno de los pilares de las filosofías de vida grecorromanas y orientales. Sus promotores se adelantaron a la ciencia, que ahora nos explica, como lo hicieron los filósofos o nosotros mismos hemos intuido a menudo, que el viaje de retorno siempre parece más corto que el exploratorio.
Henry Miller: “La destinación de uno nunca es un lugar, sino un nuevo modo de mirar a las cosas.”
Afrontando el devenir
La filosofía de vida eudemónica y sus derivados, como el estoicismo de Séneca (o el de Musonio Rufo, que aconsejaba abandonar las comodidades para apreciar lo que damos por sentado), recuerdan que la mirada crítica hacia el devenir es la única manera de reducir su velocidad.
El ejemplo de Séneca y Musonio Rufo resuena en Thoreau: “El hombre es rico en proporción a la cantidad de cosas de las que puede prescindir.”
Vivir más no consiste en hacerlo más años, como la industria farmacéutica se empecina en creer con los estudios que financia para ralentizar el proceso de oxigenación de nuestras células.
Vida deliberada
Se trata de encontrar el significado de la cita de Thoreau que da la bienvenida a los visitantes del emplazamiento donde, a mediados del siglo XIX, construyó la cabaña y dio pie a la experiencia vital sintetizada en Walden.
“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido.”
Y recuerda: “Si has construido castillos en el aire, tu trabajo no se pierde; ahora coloca las bases debajo de ellos.”