Agua y barro. Estos son los ingredientes que fertilizaron una de las tensiones conceptuales de las primeras ciudades del Creciente Fértil: la relación, y la diferencia, entre lo práctico y lo bello.
¿Es necesario que lo práctico sea bello? Para ser bello, ¿es necesario que un objeto o propósito sean también prácticos? Las primeras culturas y ciudades surgidas en los valles fértiles entre el Tigris y el Éufrates, celebraron la femenina fertilidad de la tierra, asociada a la gestación y la lactancia, así como el carácter masculino de su fecundación.
El matrilinaje (o transmisión de la cultura y derechos ancestrales por la vía materna) de la mayoría de las sociedades anteriores al neolítico, legó a los primeros asentamientos urbanos la identificación entre la riqueza de la tierra y las primeras diosas de la fecundidad, esculpidas con el aspecto rollizo demandado por su cometido simbólico.
Diosas de la fecundidad enterradas y esculturas fálicas, a menudo representadas en forma de pilares de un edificio, representaron en las primeras sociedades euroasiáticas del neolítico el comienzo fertilizador de la cultura.
Mentalidad de supervivencia y pensamiento abstracto
Pero esta cultura, ¿debía ser simplemente práctica? Los primeros textos escritos conservados derivan de anotaciones previas de contabilidad, en forma de distintos signos para designar cantidades, transacciones comerciales y obligaciones cotidianas.
La escala de las transacciones agrarias en las primeras ciudades incentivó la contabilidad, a cargo de escribas capaces de anotar y leer las inscripciones: las tablas de barro incluían ahora las operaciones que antes debía retener la memoria, y ni epidemias ni catástrofes podrían destruir el testimonio escrito de los acuerdos almacenados en un soporte externo y fácilmente apilable a buen recaudo.
Pero en lo práctico yacía también la llama de lo bello. La necesidad de celebrar a un rey justo, o de rendir homenaje en un funeral para que los escribas del futuro cantaran los aciertos y desventuras de los notables del pasado…
Archaeologists discover bread that predates agriculture by 4,000 years https://t.co/T0Fkz9jLVk via @physorg_com
— PaleoAnthropology+ (@Qafzeh) July 17, 2018
La metafísica y la poética, hasta entonces adscritas a las fórmulas repetitivas de la oralidad y a las virtudes y limitaciones del momento —inspiración, motivación, memoria, habilidad personal—, halló en la cultura escrita una oportunidad de enriquecer el carácter trascendental de los ritos: el nacimiento, la guerra, la muerte, las leyendas compartidas.
Madre de las civilizaciones
Las historias, las personas, los objetos más preciados, los acontecimientos traumáticos de antaño… La escritura abría la puerta a una nueva aventura humana: transformar lo meramente práctico en algo a la vez bello y capaz de trascender: inmortalizar a un rapsoda explicando una historia junto a la lumbre, o a un rey demostrando sus habilidades, era posible a través de la representación y lo bello.
Esculturas antropomórficas, rituales mortuorios cada vez más sofisticados y primeros poemas épicos pretendieron trascender las constricciones de la transmisión cultural oral: el arte trascendía la mortalidad de las cohortes y retenía con cierta fidelidad y mundo pasado que se adentraba en lo mítico.
Agua y barro. Como ocurre en los textos religiosos y filosóficos más antiguos, el carácter transitorio de los elementos origina el germen de lo permanente: la epopeya poética escrita más antigua conservada, fue fijada por escribas en tablillas de arcilla utilizando la escritura cuneiforme sumeria, una forma de expresión escrita que había evolucionado desde los pictogramas contables usados en las planicies aluviales del Éufrates y el Tigris.
En los valles entre el Golfo Pérsico y el Levante mediterráneo, en torno a los cuales las religiones de la Antigüedad se tocaron y definieron sus confines sincréticos antes de transmitirse a las clases populares.
Nace la épica: el poema de Gilgamesh
Allí fluyeron las enseñanzas e ideas de los ascetas orientales (Zoroastro, los sabios dhármicos que transcribieron enseñanzas trascendentales en los textos védicos del subcontinente indio), en el momento en que las religiones abrahámicas, de origen semítico, tomaban su primera forma. Y allí, en medio de la primera batalla conceptual urbana entre lo meramente práctico y lo bello y trascendente, el agua y el barro volvieron a dar forma a las leyendas sobre la creación del mundo, los hombres, la naturaleza.
La Epopeya de Gilgamesh, que habría contado con 3.500 versos, describe la pujanza de la cultura mesopotámica durante el mandato de Gilgamesh (siglo XXVII a.C.), rey de Uruk, descrito como un héroe y, como tal, presto a alcanzar la inmortalidad gracias a la narración escrita de sus peripecias, que circulaban en forma de leyendas y rapsodias transmitidas por la tradición.
Sólo conocemos la evolución de la obra original en copias posteriores, recuperadas en forma de fragmentos de tablillas copiadas de otras más antiguas, que desvelan un texto sin divisiones cuyo ritmo desvela los versos originales.
A partir de las aventuras cotidianas de un héroe-rey, figura que se repetirá en los textos épicos de culturas posteriores, conocemos las andanzas y méritos que explican el derecho de Gilgamesh a alcanzar la inmortalidad en la poética: lo práctico y justo logra el escalafón de belleza necesario para una búsqueda de la inmortalidad que después se repetirá en otras tradiciones.
Some dioses y hombres
La incapacidad del ser humano, contradictorio y mortal, de lograr estados elevados, aunque sean momentáneos, palpita en los versos de cinco poemas semi-sepultados entre el descuido de los escribas olvidados que copiaron las tablillas más antiguas: Gilgamesh es víctima del desenfreno al inicio de la obra, y por ello los dioses crearán a un antagonista para aniquilarlo.
No obstante, Gilgamesh y su antagonista reconocerán la valía mutua y sellarán una amistad que les otorgará victorias difíciles contra seres mitológicos, lo que alimentará la esperanza del rey de Uruk por arrebatar a los dioses el secreto de la inmortalidad.
En sus peripecias aparecen elementos que recuperarán culturas periféricas occidentales y orientales en contacto con Mesopotamia:
- la fuente de la sabiduría, el mito del diluvio y pasajes recuperados más tarde por Homero y por las leyendas semíticas que originarán los escritos sagrados abrahámicos, además de imágenes sobre el inframundo donde aparecen destellos del Hades y el infierno semítico;
- y, guiñando el ojo a la zona de influencia oriental extendida hasta el subcontinente indio, al final de la obra preceptos sobre el sentido de la mortalidad y sobre el carácter cíclico del poema y de la vida: el eterno retorno, idea clave en la cosmogonía egipcia y filosofía oriental (presente en la base común de jainismo, hinduismo, sijismo y budismo), está presente en el ritmo circular de la obra y la idea de comienzo que se recupera al final, cuando Enkidu, antiguo antagonista, regresa de su periplo por el inframundo —que ya ha visto en sueños— para explicar a Gilgamesh sus secretos.
El retorno a casa tras el viaje odiseico es un reconocimiento del sentido de la mortalidad: la transitoriedad de la existencia obliga a aspirar a una inmortalidad que se logrará en el recuerdo de los otros.
La tensión entre acción cotidiana y pensamiento artístico
Esta reflexión aparecerá dos milenios más tardes en el ágora, cuando los filósofos de la Atenas de Pericles ilustren a sus pupilos sobre una aparente contradicción proposicional: “el hombre es mortal”, pero ojo, “Homero es inmortal”.
Agua y barro. Tensión entre transitoriedad y recuerdo mortal. Lo meramente práctico y lo bello, que aspira a vibrar de brillar con la intensidad de las estrellas: la cultura neolítica surgida en el sur de Mesopotamia, entre el curso de los ríos Éufrates y Tigris y su desembocadura en el Golfo Pérsico (y conexión marítima con India a través del mar de Omán) se las ingenió para transformar lodo y agua en una sofisticada civilización agraria, donde las técnicas prácticas cederán terreno a la aspiración por lo bello, durable y trascendental, que intenta concebir una “verdad” superior, un conocimiento perdurable como las melodías de la naturaleza.
Más tarde, en Grecia, las técnicas prácticas serán designadas con dos términos de denotan astucia, pragmatismo y acción: tekné —producción, fabricación material— y frónesis —sabiduría práctica—; mientras la aspiración a lo bello llevará el nombre de “episteme“. Curiosamente, tekné, frónesis y episteme serán necesarias para la emergencia de un concepto clave en Occidente: el de razón.
Volviendo a los orígenes de la cultura sumeria: la riqueza agraria, que logrará una solidez legendaria sobre el barro y el agua gracias al ingenio tecnológico y al trabajo práctico cotidiano (dominan primero, pues, la tekné y la frónesis), evoluciona hacia necesidades más elevadas que el mero aprovisionamiento de productos de primera necesidad —para cuya contabilidad aparecerá la cultura escrita—: aparecen estilos, melodías, ideas, aspiraciones de trascendencia epistemológica.
Bisagra de Eurasia
El sentido estético de lo bello y lo sagrado tomará formas cada vez más elaboradas. Desde los primeros motivos decorarivos a artilugios que perderán su tosquedad inicial y lucharán por perdurar: poemas, canciones, esculturas, edificios, trazados urbanísticos, jardines públicos (entre ellos, los Jardines Colgantes de Babilonia), templos.
En calidad de promotores del trabajo que se aleja de sus orígenes prácticos y alcanza lo bello y trascendental, los reyes sumerios comisionaron esculturas y estelas sobre victorias, conmemoraciones, escenas de caza. Poco a poco, aparecen muestras más humanas del arte, al descender desde los dioses hasta los reyes legendarios, y de éstos a las elites especializadas de las nuevas urbes.
El arte de Mesopotamia se moverá entre una concepción lineal del universo (cosmogonía que se impondrá en el Mediterráneo) y una idea cíclica de los acontecimientos: las gestas se suceden y vuelven para, en una repetición de los acontecimientos, lograr nuevos matices y formas perfeccionadas, una idea, la de eterno retorno, que arraigará en las religiones iranias (entre ellas, el zoroastrismo) y dhármicas.
El arte desarrollado a orillas del Tigris y el Éufrates no logró abandonar una cierta rigidez, como si escultores y poetas quisieran compensar la inestabilidad de un terreno dado a las inundaciones cíclicas con una matriz espiritual con una solidez que compensara los vaivenes cotidianos.
Al asalto de los cielos
En la escultura, dominan la frontalidad y el geometrismo en las figuras humanas con cabeza, rostro y ojos desproporcionados por oposición a un cuerpo menudo; este realismo conceptual contrasta con una mayor fidelidad proporcional con los animales, arquetipos de fuerzas protectoras.
Las esculturas antropomorfas son siempre individuales, recordando el papel preponderante del déspota sobre cualquier otra idea de gobierno, como la filosofía política que tomará forma más tarde en Grecia: a diferencia de la miríada de bahías e islas en el extremo sur de los Balcanes, que estimularon el ingenio conceptual y organizativo de los griegos, las civilizaciones surgidas en valles fluviales (Mesopotamia y Egipto) permitían sostener a grandes poblaciones bajo un mismo rey, así como establecer con rigor el cometido de los habitantes.
Los relieves de Sumeria, sin perspectiva, y mosaicos, aspiraron a la inmortalidad; los edificios suntuosos y templos en formas de torres geométricas (zigurats), con gruesos muros y luz siempre cenital, mostraban una suntuosidad más proporcional que ornamental, como si lo estético permaneciera siempre ligado a lo práctico, y la frónesis o “sabiduría práctica” se hubiera impuesto al pensamiento abstracto, o “episteme”.
Los sabios prácticos “antediluvianos” (si recordamos que las referencias semíticas al diluvio universal parten de los mitos al respecto surgidos en las primeras civilizaciones del Creciente Fértil), asociaron a sus reyes con deidades, y el fruto de su “tekné” (en Mesopotamia surgieron, además de la escritura, la moneda, la rueda, la astronomía, o los utensilios agrarios) originará una prosperidad inspirará después el mito bíblico de la torre de Babel.
La Torre de Babel y la caída de Ícaro
Mesopotamia capitalizará su situación estratégica en el “Pentalaso” (en griego, “región de los cinco mares”: levante mediterráneo, Mar Negro, Mar Caspio, Mar Rojo y Golfo Pérsico), zona estratégica en las rutas comerciales entre las civilizaciones orientales y el Mediterráneo.
Esta torre, inspirada en los zigurats de sumerios, babilonios y asirios, debía llegar hasta el cielo, estableciendo el enlace roto entre el cielo y la tierra, y entre la tierra y el submundo. La construcción representa en las leyendas semíticas la vanidad de las ambiciones humanas por alcanzar la inmortalidad sirviéndose de su propia voluntad creativa y eludiendo el mandato divino.
La luz radiante del Creciente Fértil, ejemplificada con su aspiración a unir lo práctico y lo bello, lo mortal con lo cíclico (la manera de lograr la inmortalidad, como en Oriente, será apelando al eterno retorno de las cosas), encarnará en el Levante mediterráneo el símbolo de la vanidad humana. El carácter cíclico del tiempo se impondrá en la cosmogonía oriental, mientras el concepto judaico de tiempo es lineal, tiene un fin y progresa en ascensión hacia un cielo espiritual. Mesopotamia convivirá con ambas tensiones.
La ingenuidad de la creación humana con voluntad de trascendencia tendrá, por tanto, un carácter peyorativo en los mitos abrahámicos, pues el cielo está vedado a los mortales y su existencia implica la imposibilidad de un universo cíclico.
Quizá reflexionando sobre ello, Pieter Brueghel el Viejo eligiera entre sus trabajos alegóricos el mito de la destrucción de la Torre de Babel y su equivalente conceptual en la mitología griega: la caída de Ícaro tras volar demasiado cerca del sol.
Nietzsche y el sincretismo del Creciente Fértil
En Así habló Zaratustra (recordemos que “Zaratustra” es Zoroastro en avéstico, una vieja lengua indoeuropea), Friedrich Nietzsche describe a un equilibrista dispuesto a caminar sobre una cuerda floja tendida entre dos torres.
Aprovechando la actuación, Zaratustra explica a los congregados:
“El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, una cuerda sobre un abismo. Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse.”
El equilibrista avanza por la cuerda y se detiene a medio camino, vacilando, hasta que un segundo equilibrista le hace perder el equilibrio, cayendo al vacío. Cuando Zaratustra se acerca al equilibrista accidentado, tendido moribundo en el suelo, oye cómo éste teme por miedo al infierno.
Zaratustra le consuela de un modo poco abrahámico y muy mesopotámico: todo eso que te da miedo no existe, le dice al equilibrista, confesándole que su alma morirá incluso antes que su cuerpo (Nietzsche alude aquí a la obsesión dualista de la filosofía griega y la tradición bíblica).
El moribundo, al oír esta confesión, responde que, de ser verdad, al perder la vida no será más que un animal al que han enseñado a bailar.
“No, en absoluto”, respondió Zaratustra, “tú has hecho del peligro tu vocación; en eso no hay nada despreciable. Ahora pereces a causa de tu vocación; por ello, te sepultaré con mis propias manos.”
La única inmortalidad: sobre la necesidad humana de crear
La ingenuidad técnica y artística de las civilizaciones del creciente fértil es, para pensadores como Nietzsche, una aproximación tosca a un estado espiritual del ser humano que se ha liberado del mandato de los dioses y decide, en cambio, buscar un tipo de trascendencia antiteísta.
En vez de depender de dioses que invocan al temor y a moralidades que limitan el alcance del propósito personal, ¿por qué no buscar una trascendencia humana, una inmortalidad que surja del propósito e ingenuidad de cada uno?
Más que invocar a divinidades etéreas, que la apuesta propia sea total y afirmadora. Sobre el carácter creativo y cíclico de la existencia, Nietzsche escribe:
“¡Imprimamos el sello de la eternidad en nuestra vida! Este pensamiento contiene más religión que todas las religiones que desprecian la vida como pasajera y hacen mirar hacia otra vida incierta.”
En el fondo de estas reflexiones subyace la llama mesopotámica de la tensión entre lo práctico y lo bello, conceptos surgidos a partir del agua y el barro.