Hasta ahora, los estudios sobre el calentamiento global y su incidencia en el reino animal han intentado cuantificar cómo y en qué grado una subida global de las temperaturas en este siglo afectará a las distintas especies.
Ha llegado la hora de mirar la realidad desde otra perspectiva: cómo el reino animal se conjura para paliar los peores efectos de una subida de las temperaturas y el cambio drástico de los patrones climáticos.
La actividad animal incide, a escala local, sobre los distintos ecosistemas y éstos, a su vez, conforman la biosfera, que cada vez más científicos reconocen como un todo interconectado.
El futuro de la vida
“We send thanks to all the Animal life in the world. They have many things to teach us people. We are glad they are still here and we hope it will always be so.” (Extracto del discurso de Acción de Gracias –Thanksgiving Address-, en versión Mohawk).
Hay consenso científico en torno a la rapidez con que desaparecen especies de animales y plantas sin que muchas de ellas hayan sido siquiera clasificadas por la ciencia, como explica Edward O. Wilson en El futuro de la vida.
Una oportunidad perdida no sólo para la ciencia, sino para la medicina y el sector de las tecnologías verdes. Animales y plantas propulsan el progreso humano: su debido estudio proporciona vacunas y curas, nuevos materiales, fuentes de energía y, lo más importante, inspira tecnologías y materiales sintéticos con importante impronta en la historia. El radar es al murciélago o el nylon a la araña lo que Nikola Tesla a la corriente alterna que hizo en buena medida posible la Segunda Revolución Industrial.
Destruir los últimos vestigios de bosque húmedo y otros ecosistemas como los arrecifes de coral, ambos con una extensión reducida en proporción con la superficie total de tierra firme y océano, implica poner en peligro las zonas que albergan la mayor biodiversidad en relación con su superficie. Está sucediendo desde hace décadas.
Las especies que desaparezcan poco conocidas o totalmente desconocidas para la ciencia, explica Wilson, no sólo serán víctimas silenciosas del actual modelo de civilización humana, sino una pérdida para el propio ser humano. Curas potenciales contra las peores enfermedades, materiales y sustancias que podrían ayudarnos a entrar en la era de las tecnologías limpias con mayor seguridad y rapidez, o inspiración para inventar el radar o la lycra del siglo XXI.
Cuando “civilización” es compatible con “vida”
El empresario Yvon Chouinard, veterano buscavidas, aficionado a la escalada y los deportes al aire libre, es el forjador, junto al legendario David Brower, de un tipo de emprendedor hecho a sí mismo, exitoso en los negocios y respetuoso con el medio ambiente.
Chouinard no sólo será recordado por su impronta empresarial, a través de Chouinard Equipment y la empresa de ropa técnica que surgiría de esta primera aventura empresarial, Patagonia.
El veterano emprendedor se ha mantenido fiel a su visión, aunque ello implicara no convertir Patagonia en una marca global de “fast fashion“. Lo suyo ha sido producir prendas de calidad, con buenos resultados sobre el terreno y los materiales más resistentes, respetando el medio ambiente y los grupos de interés (proveedores, trabajadores, clientes), sin por ello cacarear acerca de responsabilidad social. Las cremalleras no se rompen con el uso; las costuras no se abren; el tejido no se rasga tras un puñado de lavados. Eso era, y es, lo importante para él.
Pero Yvon Chouinard, al que medios como Time han reconocido su valía, no ha generalizado un modelo. Queda claro ahora, cuando buena parte de las marcas más respetadas por usuarios y accionistas dependen íntegramente de la producción y el diseño de sus productos de consumo de grandes fabricantes del textil o la electrónica (Foxconn, KYE, Gokaldas, Pou Chen, etc.), priorizan el ajustado coste de producción por encima de la calidad de materiales y acabados, o del respeto hacia los trabajadores.
Tras viajar por el mundo durante décadas, los veteranos constatan la amenaza a la vida
Tanto en la escalada como en su aventura empresarial, Chouinard ha llegado a la cima haciendo lo que era justo. De ahí que la lectura de su libro Que mi gente vaya a hacer surf se haya convertido en un viaje iniciático tan importante para legiones de jóvenes hipsters como lo ha sido históricamente Alicia en el país de las maravillas, En el camino, Las enseñanzas de Don Juan, o la autobiografía que Malcolm X escribiera con la ayuda de Alex Haley.
En Let my people go surfing, Chouinard explica su recorrido vital, ligado al de su compañía. También expone por qué tanto su actitud como la de su empresa han buscado tener siempre el menor impacto medioambiental y el mayor beneficio sobre la vida de sus usuarios y los cientos de organizaciones medioambientales que apoyan económicamente, a través de cheques dirigidos a programas de actuación concretos, cada año.
Al haber realizado constantes viajes por el mundo (sobre todo, Norteamérica, Asia, Sudamérica) desde su juventud, en los 50-60 del siglo pasado, ha constatado con sus propios ojos (como también lo ha hecho Edward O. Wilson) que el medio natural ha sido mutilado de un modo que los jóvenes, o quienes no han viajado y estado en contacto durante la naturaleza durante décadas, simplemente desconocen.
La sexta extinción
Yvon Chouinard, como Edward O. Wilson, difícilmente buscará un titular declarando que estamos en medio de la sexta gran extinción. Pero lleva décadas colaborando con pequeñas organizaciones medioambientales que evitan “pequeñas catástrofes” locales que causan el irrefrenable deterioro de los ecosistemas del mundo: evitar que una presa acabe con el ancestral recorrido del salmón en algún río del Oeste americano, o abrir algún corredor natural que garantice la supervivencia de algún animal, son pequeñas victorias cotidianas que, sin embargo, no pueden ganar una guerra.
Sobre todo, dice Edward O. Wilson y constatan distintos estudios, si se trata de proteger efectivamente las zonas más amenazadas de bosques húmedos, arrecifes y otros santuarios de la vida. No sólo el calentamiento global resulta una amenaza, sino la propia presión de las comunidades; o la explotación maderera (legal e ilegal) y la producción a gran escala de aceite de palma y soja, en detrimento de bosque húmedo en zonas como el sureste asiático.
Existen libros escritos con la pasión de una vida dedicada a perseguir un principio. En este grupo se sitúan obras como los mencionados El futuro de la vida, de Edward O. Wilson, un alegato al ser humano para que nos conjuremos en salvar el máximo número posible de animales y plantas; y Let my people go surfing, de Yvon Chouinard, una historia sobre cómo alcanzar la excelencia empresarial sin convertirse en amenaza para el entorno.
Otra tipología de libros de no ficción, igualmente inspiradores, se dedican a hacer el -también necesario- trabajo sucio de aportar datos fehacientes e información relevante, urdidos con solvencia, sobre temáticas como la propia presión del ser humano sobre los ecosistemas del mundo. Son obras con menos alma y moralina, aunque su fuerza radica en su carácter empírico.
En este segundo grupo se encuentran los dos últimos libros firmados por la reportera del New Yorker Elizabeth Kolbert. Del primero, Notas de campo desde una catástrofe, el Observer apuntaba que es una “visión magníficamente elaborada y sintetizada diligentemente de un mundo que se encamina hacia la destrucción”.
El último título de Kolbert resume su tesis en el título: La sexta extinción. Ilustra lo que la mayoría de científicos sostiene; el ritmo de extinción de especies se acerca a los niveles registrados durante las 5 extinciones en masa registradas en la Tierra. A diferencia de éstas, la sexta extinción está siendo provocada por la acción del hombre.
Paralelismos entre Eywa (Pandora de Avatar) y Gaia (Tierra)
James Cameron evoca en Avatar cómo todos los seres que viven en Pandora conforman, junto al planeta, un todo conocido por los nativos Na’vi como Eywa, una idea tomada de la biosfera terrestre, o de Gaia, de acuerdo con la idea de James Lovelock.
El cineasta canadiense afincado en California, consciente de la popularidad de sus filmes, se propuso explicar en Avatar la teoría de Gaia a las masas, y lo ha logrado hasta el punto de haber hecho poderosos enemigos durante el proceso.
La Gaia de Lovelock, o la biosfera terrestre, está conformada por un conjunto de seres viviendo de manera interconectada y respondiendo a estímulos recíprocos de una manera inconsciente, escrita en su patrimonio hereditario y tan antigua como la vida misma.
En Avatar, cuando Eywa se encuentra en peligro a raíz de la ofensiva humana, los animales que habitan en ella se conjuran para intentar derrotar al animal invasor que no forma parte del todo y que intenta destruir la conexión entre los animales y la sabiduría colectiva de Eywa: el Árbol de las Voces.
James Cameron conoce bien los paralelismos que él mismo ha dibujado entre Pandora y la Tierra, entre Eywa y la biosfera terrestre, Gaia. Recientemente, Cameron exponía ante 70 miembros ilustres de una de entre tantas tribus amazónicas con su estilo de vida amenazado por lo que, también allí, el ser humano llama “desarrollo”, cómo él creía que la civilización intentaría borrarles del mapa: “la serpiente mata apretando muy lentamente”.
También sabe que, como ocurre con los animales de Pandora, que acuden en ayuda de una Eywa herida, los ecosistemas del Planeta tierra intentarán adaptarse a la nueva situación creada en las últimas décadas por el hombre: deterioro generalizado de los sistemas naturales y, relacionado con este deterioro y con la actividad humana, aumento de las temperaturas globales a causa del efecto invernadero.
Porque, haya consenso acerca de la incidencia de la acción del ser humano sobre el fenómeno o no, está ocurriendo.
Víctimas que se convierten en salvadores
Como los animales de conforman Eywa, el reino animal de Gaia parece estar preparándose para el contraataque e intentar paliar las peores consecuencias de la acción del ser humano.
Obviamente, la “ayuda” de los animales a la biosfera no se producirá como la que muestra Avatar, en forma de megafauna avanzando rápidamente y corriéndose a las sociedades humanas a mamporrazos.
Nada de elefantes destruyendo las presas del Nilo y tomando El Cairo, ni bisontes reconquistando las Grandes Praderas de Norteamérica, ni orangutanes tomando como reenes a quienes plantan palmas para extraer aceite aunque ello esté causando deforestación de valiosos bosques húmedos en el sureste asiático y amenazando a miles de especies, entre ellas alguna tan simbólica como el orangután.
Pero los estudios muestran que la ayuda a Gaia existe, y la actividad de algunas especies parece sincronizada con las necesidades de su ecosistema para mantener un equilibrio.
Un ejército de murciélados, pájaros, lagartijas y ballenas ligeras de vientre
He leído recientemente dos ejemplos preclaros sobre cómo el reino animal, como si contase con una conciencia colectiva que le informara de la alarmante subida del termostato global, contribuye con su acción cotidiana a reequilibrar los ecosistemas.
El primer ejemplo: cómo murciélagos, pájaros y lagartijas pueden ayudar a mitigar el cambio climático.
“La presencia, abundancia y diversidad de las aves, murciélagos y lagartos, los principales predadores en el mundo de los insectos, incide sobre el crecimiento de las plantas”, comenta en un reciente artículo científico Daniel Gruner, de la Universidad de Maryland. “Si no hay plantas, no hay organismos que capturen dióxido de carbono”.
De modo que la feroz actividad registrada en estos animales tiene como objetivo mantener a raya a los insectos que evitarían el rápido aumento de materia vegetal capaz de secuestrar dióxido de carbono. Hasta ahora, se creía que estos animales no tenían ningún efecto sobre las plantas, ya que comen insectos y plantas por igual. Se ha demostrado que la presencia de depredadores de insectos tiene un efecto positivo inmediato en el crecimiento de las plantas.
El segundo ejemplo de ayuda del reino animal a Gaia tampoco tiene desperdicio, aunque la nobleza de sus resultados no se corresponde con la plasticidad de la acción, que difícilmente adquiriría las connotaciones épicas que James Cameron buscaba al armar de fuerza y nobleza taurinas a la megafauna de Pandora contra el ejército humano invasor. Se trata de las heces de ballena, que se han revelado vitales para que los océanos completen con éxito su ciclo de carbono.
Por ejemplo, la caza indiscriminada de ballenas por parte de Japón en el Pacífico Sur está provocando, según Stephen Nicol, de la División Antártica Australiana con sede en Kingston, Tasmania, una pérdida de la capacidad de las aguas de la región para capturar carbono.
Las heces de las ballenas proporcionaron en el pasado enormes cantidades de hierro al ahora anémico Pacífico Sur, lo que aceleró el nacimiento de fitoplancton y, como consecuencia, incrementó la capacidad de absorción de dióxido de carbono de las aguas.
Heces y vida
Stephen Nicol calcula que, antes del inicio de la caza industrial de ballenas, las heces de las ballenas de la zona suponían el 12% del hierro de la superficie del Pacífico Sur.
Respetar las ballenas, y dejarlas ir de vientre, garantiza la producción de fitoplancton que, a su vez, se ocupará de parte del aumento de las emisiones de CO2 en la atmósfera.
Una búsqueda rápida y desordenada de informaciones relacionadas con la incidencia positiva de los animales sobre el equilibrio de los ecosistemas me condujo a los dos ejemplos aportados. Basta echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar cómo el reino animal trabaja para fortalecer a Gaia y evitar que el ser humano lleve su desequilibrio hasta un punto de no retorno.
Cada maceta es un acto de resistencia partisana.