Los movimientos políticos de reacción aprovechan el descontento para idealizar un pasado romántico de cartón piedra que nunca existió como es evocado, rememorando un paraíso industrial y agrario perdidos por la supuesta confabulación de una sociedad abierta.
Para estos movimientos, el término “mecánica” alcanza una semántica expansiva, al asociarse con una época anterior a la pérdida de supuestos valores esenciales del carácter de un pueblo.
Los ideólogos de esta visión tradicionalista de la historia evocan -a menudo sin saberlo- el punto de vista de autores como el francés Charles Péguy, cuyo agnosticismo inicial, ideas socialistas y apoyo a Émile Zola en su defensa del soldado Alfred Dreyfus contra un juicio injusto inspirado por el antisemitismo, evolucionaron hacia un ferviente nacionalismo católico que influiría sobre el fascismo italiano.
Péguy destacó luego, entre otras cosas, por su devoción por Juana de Arco y una interpretación celosa y etnocentrista de lo francés y la cultura francesa, muy alejada del universalismo ilustrado (y la posibilidad de convertirse en francés “por convicciones”) promovido por la Revolución Francesa.
Del culto eugenista a las sociedades “higienizadas”
Según la narrativa reaccionaria actual, que ensalza sin rubor el culto a la velocidad engranajes y pistones con la intensidad de los vanguardismos de inicios del siglo XX (el manifiesto futurista, el simbolismo Zaum soviético, etc.), la era “mecánica” es ese estado de gracia en el cual las familias viven dichosas en comunidades donde abunda el trabajo industrial y la población es tan uniforme como el sueño freudiano de un eugenesista.
Fue en el siglo XIX cuando corrientes del positivismo relacionaron por primera vez pureza nativista con inteligencia, salud, prosperidad social. Conceptos como el de pureza de raza alcanzaron su máxima perversión en el siglo XX, cuando los totalitarismos trataron de relacionar científicamente a individuos, razas e incluso arte “degenerados” con lo extranjero a la nación.
Según la caricatura sobre la era de la prosperidad industrial que las corrientes políticas extremistas hacen en el mundo anglosajón y varios países de la Europa continental, existiría una relación de causa y efecto entre idílica prosperidad, nativismo y trabajo abundante, sin competición de antagonistas -a su vez debidamente demonizados.
Pseudo-románticos que no conocen el pensamiento ilustrado
Este maniqueísmo simplificador reduce los logros de la Ilustración a un relato en que la idea de progreso se convierte en perfeccionamiento y la libertad individual evoluciona hacia un darwinismo en que los más aptos reclaman su puesto con talento y capacidad; una imagen retocada que, con su bidimensionalidad simplificadora, satura los matices y amplifica el relato edulcorado que los peores adaptados de entre estos supuestos elegidos -por derecho de pertenencia- quieren oír.
Muchos de los reaccionarios de hoy carecen del interés o el conocimiento necesarios para situar su visión de las sociedades que representan en el marco del romanticismo, pues el romanticismo histórico surgió como reacción al positivismo ilustrado partiendo de éste y comprendiendo sus limitaciones (el mecanicismo reducía hombres, animales y paisaje a elementos que debían ser “optimizados”, haciéndolos predecibles para extraer su valor matemático equivalía a “perfeccionarlos”).
Con Leibniz, Descartes y Newton, entre otros, la existencia en torno a las reglas impuestas por lo que procede de la costumbre o de lo divino (heteronomía) da paso al concepto de libertad moral, o autonomía para decidir según el propio juicio.
No obstante, la transición entre ambas visiones de la existencia dejará un vacío que producirá nihilismo o alienación (Schopenhauer, Camus), angustia (Kierkegaard) e intentos de reconectar con el propio potencial y autenticidad que parten de uno mismo (Nietzsche, Heidegger, Sartre).
Aferrarse al grupo y cargar contra las máquinas
Nietzsche recuerda que, en la política ilustrada que madura en el siglo XIX como contestación a las democracias liberales burguesas, el materialismo dialéctico y su antagonista romántico, el nacionalismo, parten del mismo marco de pensamiento: el idealismo alemán, que trata de reducir la realidad (incluyendo el hombre) a una supuesta objetividad matemática que puede medirse, contarse, perfeccionarse… y purificarse.
Y de esta idea parcial de “progreso” y “purificación” surgen los grandes monstruos con que, a lo mejor, ya había soñado Goya cuando pintarrajeaba las paredes de su Quinta del Sordo madrileña, como habría hecho un chamán cromañón pintando sobre las paredes de una cueva.
La idea higienizada de mecánica que los extremismos políticos relacionan en la actualidad con su visión del “pueblo” (la palabra “pueblo” es recurrente en los discursos de la falsa nostalgia, tan resonantes entre los peor adaptados a la mundialización), evita considerar la posición de los luditas y románticos del XIX que, creyendo proteger costumbres de gremio, estirpe y estratificación social, vilipendiaban o destruían cualquier mecanismo que optimizara viejas tareas.
Tradicionalismo y sociedad de la información
La mecánica evolucionó hacia la termodinámica, pues la eficiencia calórica de los combustibles fósiles relegó definitivamente (en el transporte, la industria y la guerra) la fuerza humana, animal o de los elementos en favor de motores dependientes que dependían del calor para su funcionamiento.
La prosperidad de la II Revolución Industrial consistió tanto en una mejora de la mecanización y la organización del trabajo (fordismo, sociedad de consumo, etc.) como en la redistribución de la riqueza creada, que convertiría a trabajadores en compradores de los bienes producidos.
Y, con la transición de la sociedad mecánica a la de la información, quienes no han podido adaptarse al desplazamiento del valor desde bienes físicos a información abrazan de nuevo una posición reaccionaria no tan alejada del ludismo y el romanticismo.
Para los peor adaptados a la sociedad del conocimiento (o los que se arriman, por gregarismo contestatario, a supuestos movimientos de “liberación” o “reparación”), la era de la información es el acabose de las transformaciones agraviantes, al sustituir progreso cuantificable en riqueza intangible, realizando una falsa equivalencia entre la dicotomía entre servicios físicos y electrónicos; y la diferencia entre economía productiva y economía financiera.
Auge del neoludismo
La era mecánica no es, por tanto, un momento idílico de la sociedad industrial, sino una larga evolución de la técnica preindustrial, más relacionada con el trabajo de la tierra que con la aceleración de procesos ya industrializados.
Del mismo modo, la era de la información y el fenómeno mundialización no equivalen al gran cambiazo o el gran engaño de las antaño prósperas clases depauperadas en el mundo desarrollado, que se prestan al juego de escuchar los relatos en los que aparecen como víctimas de una confabulación de las hordas cosmopolitas.
Las patentes dificultades e injusticias que ha creado una sociedad mundial interconectada, con productos electrónicos que acumulan cada vez más valor en menos material, y donde el talento y el dinero vuela desde las viejas estructuras industriales a los nuevos engranajes transnacionales, no podrán solventarse enarbolando los valores neoluditas, pues muchos procesos son inevitables.
No obstante, y eso parecen entenderlo pensadores y políticos ajenos a la órbita del relato conspirativo que equipara cualquier voto no reaccionario a neoliberalismo (a veces, el discurso de la extrema izquierda y el de la extrema derecha se solapa, y no nos sorprende ya), estas transformaciones inevitables sí pueden regularse.
No hay buenas soluciones con diagnósticos prefabricados
Y en la salsa de la regulación (y en su consistencia, ya que los cambios que se anuncian y no se aplican no son tales) radicará la prosperidad de las sociedades industrializadas.
Lo que ocurre es más complejo. “Mecanización” no tiene nada que ver con supuestas prosperidades perdidas, ni mucho menos con estados colectivos de pureza eugenésico-cultural. Nietzsche intentó prevenirnos del advenimiento de este tipo de construcciones maniqueas que tanto resuenan en el “espíritu colectivo”, tratando de definir lo que él llamó “buen europeo”.
El “buen europeo” descrito por Nietzsche está más cerca de los postulados de Emmanuel Macron o Justin Trudeau que del mensaje nativista de Donald Trump (cuya idea de Estados Unidos es antagónica a la que sostenían los llamados “padres fundadores” de ese país) o Marine Le Pen, cuyo discurso provocaría sarpullidos a Rousseau, Diderot, Tocqueville o De Gaulle, por citar a algunas referencias de peso en el republicanismo francés.
Sociedad abierta vs. “pueblo” cerrado (que percibe ser atacado)
Si tuvieran la intención de afinar su maniqueísmo y pretendieran reformar con responsabilidad, el mensaje populista que cultivan los movimientos nostálgicos (corriente reaccionaria y nativista del futuro azucarado de Trump y Le Pen) tendría que dejar los fantasmas y presentar planes realistas y de progreso.
Ocurre que, para trazar ideas realistas que den resultado, la política que pretenda ser reformista tiene que abandonar el populismo y la caricatura, así como de la dinámica de los movimientos revolucionarios: en Francia, Marine Le Pen y Jean Luc Mélenchon tienen claro que “el pueblo” del que hablan existe, pero su idea de “pueblo” contradice o abandona la idea de “progreso” republicano que pretenden defender (el universalismo del contrato social choca con maximalismos como el de “los que yo defino como franceses primero”; o bien: “los que yo defino como despojados por las élites primero”).
El reformismo de Emmanuel Macron olvida el romanticismo retrógrado y pretende reformar sosteniendo los ideales universalistas y de apertura que ya nadie quiere defender. Su ascensión política desde el centro y fuera de los partidos tradicionales otorga legitimidad a gestos que, en el contexto de la política de carrera, han perdido su sentido.
Por ejemplo, salir a proclamar su victoria en la primera vuelta de las elecciones presidenciales con una bandera de la Unión Europea a sus espaldas.
La factura del nativismo en las sociedades abiertas
Mientras los maximalismos de izquierda y derecha anti-sistema captan votos, Emmanuel Macron ha demostrado que es posible hablar desde el centrismo, explicando los problemas percibidos sin deformarlos y ofreciendo soluciones potenciales que, por su falta de amplificación, logran cierta credibilidad.
Veremos si va oferta política del futuro abierto, reformista y responsable se impone en la segunda vuelta de las presidenciales francesas a la venta grosera de la nostalgia nativista, que tan buenos réditos ha dado en Estados Unidos y el Reino Unido.
La posición abierta y universalista de los valores ilustrados reconoce el escenario mundial (automatización, sociedad de la información, mundialización) y trata de tomar una medida ventajosa de las tendencias inevitables; la posición que no tolera las grandes tendencias y se muestra nostálgica con un pasado que ha existido sólo en su relato, empieza a chocar con las industrias que, en los países donde ha triunfado, se benefician de la mundialización.
La industria del entretenimiento y de la información de Estados Unidos, padecerá la pérdida de credibilidad que las inconsistencias -las reales y las percibidas- de Donald Trump generarán en el resto del mundo. En el Reino Unido, Londres pasará de centro europeo del comercio de lo intangible a megacapital de un territorio que, a este paso, acabará identificándose con los valores y aspiraciones de Mercia.
Soft power
Tanto los herederos del mecanicismo ilustrado (revolución burguesa, materialismo dialéctico) como quienes querían contraponer ideas y esencias basadas en las esencias o en la costumbre (romanticismo en sus distintas vertientes) dependen de una ontología para explicar su interpretación de la realidad y su propuesta política en una era de interconexión en la que los países desarrollados pierden importancia relativa, si bien mantienen buena parte de su atractivo o “poder blando”.
Esta manera de explicar el pasado olvida que la técnica no empieza con la Ilustración ni es exclusiva de Occidente, sino que define al propio ser humano.
Si nos centramos en la evolución del extremo occidental euroasiático, la primera gran revolución técnica que acabó con el paleolítico, un período de relativa estabilidad en cultura, comportamiento y herramientas, se origina en lo que conocemos como neolítico.
El neolítico es, nos guste o no, el auténtico inicio de la era mecánica, al originarse el incentivo de cultivar la tierra. Un modo más sofisticado de transformar el entorno (más allá de la caza con fuego controlado, por ejemplo) ofrecía recompensas a quienes aceleraran la producción. El acopio de alimentos y el sedentarismo permitieron la especialización y, con ésta, la artesanía.
De la fuerza bruta de Atlas al racionalismo de Prometeo
La era de la mecánica se identifica las epopeyas griegas con los dioses de la fuerza, la solidez y la permanencia: Atlas, Hércules. El hombre adapta el entorno a sus necesidades e, ingenuo, aspira todavía a ser el dios instintivo que Nietzsche echará de menos tras dos milenios de dualismo platónico ininterrumpido (cristianismo, cartesianismo, idealismo hegeliano, materialismo dialéctico y nacionalismo surgen de esta mentalidad, todavía prevalente).
La mecánica, símbolo preilustrado nos guste o no, representa la relación del hombre con un mundo sólido y en apariencia inacabable, que sólo logrará “sentido” (o “valor”) al ser humanizado (trabajado, reconocido como propiedad).
Con la Revolución Industrial, se acelera el proceso de acopio y transformación del entorno, sancionando libertades individuales y derecho a la propiedad como base del “contrato social”. El interés viaja desde la agricultura y la artesanía hacia métodos más eficaces de crear valor, que se servirán de la termodinámica.
La Revolución Industrial sustituye la importancia de lo orgánico (la tierra, la agricultura) por el símbolo de Prometeo y Hefesto: el fuego del conocimiento, pero también de la máquina que transforma. La industria acelera los cambios que, en el marco de la Ilustración, conoceremos como progreso, todavía sostenido como dogma por las denominadas corrientes “progresistas”.
Hijos de marcos ideológicos
Aunque para muchos suene incongruente, los partidos partidarios del “progreso” en el siglo XIX abogaban por la completa mecanización y racionalización de la existencia humana, un mundo en el que el entorno era un medio que debía ser racionalizado y sometido por el ser humano.
Los socialistas utópicos de la época concebían los grandes bosques húmedos supervivientes a la modernidad como meros lugares para explotar, mientras los idealistas “reaccionarios” de la misma época abogaban por la protección de parajes naturales en su estado de pretendida inocencia arcadiana.
Las grandes tendencias ideológicas no resolverán una dicotomía que ha llegado hasta la actualidad, según la cual el propio progreso humano se llevará a cabo a expensas del medio ambiente; según este contexto, la existencia del primero implicará el deterioro del segundo.
Los maximalismos ideológicos conducirán a los horrores bélicos de la primera mitad del siglo y a la división del mundo en dos bloques, ambos herederos de dos corrientes ideológicas de la Ilustración, sociedad liberal y comunismo; el bloque occidental, la prosperidad de posguerra reconvertirá con éxito la economía de guerra en un mercado de reconstrucción y bienes de consumo.
Hermes se impone a Prometeo y a Atlas
El colapso soviético y la apertura china (nominalmente comunista, en la práctica una dictadura utilitarista que habría sorprendido a los futuristas italianos) coincidirán con la mundialización: contenedores logísticos e Internet empequeñecen el mundo y relativizan la importancia de la vieja política ante una realidad que desborda las costuras de los Estados-nación.
En pleno postmodernismo, la fragilidad de los viejos ideales ilustrados coincidirá con el resurgir del nativismo. Si Atlas y Hércules habían representado la revolución neolítica, y Prometeo y Hefesto acarrearon el fuego de la revolución industrial, el ligero Hermes (Mercurio en la mitología romana) se encargará de la cibernética, dominada por la transición desde lo físico a lo etéreo.
En apenas tres décadas, la sociedad de la información creará empresas con mayor valor que los grandes bancos y petroleras, a partir del comercio de lo inmaterial. El mensaje y el contenido sustituyen al producto artesano y el bien industrial. Los servicios sustituyen a la industria en muchos ámbitos, si bien la política continuará apelando a la realidad que ha dejado de existir.
Réditos de la política de la nostalgia
La política de la nostalgia no sólo obvia la llegada de la sociedad de la información, sino que se remonta incluso a aspiraciones románticas que pretenden recuperar una supuesta inocencia anterior a la revolución industrial.
La reivindicación del agrarismo de pensadores como Thomas Jefferson se combina en la actualidad con toscas ideologías de clan que carecen de solidez para ser consideradas siquiera románticas o meramente reaccionarias.
Cuando, en una entrevista concedida a Der Spiegel en 1966 que se publicaría de forma póstuma (1976), Martin Heidegger fue preguntado sobre qué marco de pensamiento sustituiría a los anteriores en la era de la “tecnicidad”, el filósofo alemán no dudó en citar la cibernética.
El existencialismo, una abstracción de la vieja filosofía (un esfuerzo por separar al ser humano de su entorno, así como dividir el propio ser humano en físico y conciencia), dio paso al pensamiento sistémico, que interpreta la realidad como un sistema de elementos interrelacionados, cuyas partes sostienen información relativa a otras partes.
Pensamiento sistémico
Los inicios de la sociedad de la información y las principales metáforas informáticas surgen del pensamiento sistémico: la analogía orgánica de la era mecánica es el esqueleto y los músculos (el reduccionismo de la fuerza bruta), que se transforma en el sistema metabólico para era termodinámica; la era cibernética equivaldrá, en el mismo símil, al sistema nervioso.
El sistema nervioso no puede revertirse conceptualmente al sistema metabólico, del mismo modo que no es posible comprender las complejidades del metabolismo si creemos que nuestro cuerpo consiste únicamente en el esqueleto y los músculos dibujados por Leonardo da Vinci en sus bocetos sobre el organismo humano.
☆ New mini-interactive! On win-wins for the environment & economy: https://t.co/rfMrBIjCEc
(inspired by @stewartbrand & @crimsontider) pic.twitter.com/Nb5hoD3Vab
— Nicky Case (@ncasenmare) April 14, 2017
Si tratamos de regular el mundo actual con sistemas conceptuales y de valores de la era industrial y preindustrial, corremos el riesgo de agrandar la palpable disfunción entre gobernanza y técnica. El pensamiento sistémico trata de combinar economía, medio ambiente y gobernanza de tal modo que sea compatible prosperar económicamente, mejorar el medio ambiente (no sólo “conservar”, sino mejorar) y garantizar libertades.
Cómo salir del marco agotado evitando el populismo nostálgico y eugenista
No hace falta efectuar simulaciones informáticas para concluir que la política de la nostalgia -en sus acepciones de extrema derecha y de extrema izquierda, tanto da- será incapaz de mantener libertades y hacer compatibles economía y medio ambiente.
Habrá que esperar a saber si es posible una política capaz de ofrecer -y aplicar- progreso económico, mejora de medio ambiente y protección de libertades, de una manera a la vez creíble/realista e ilusionante.
Quizá, para lograrlo, esta hipotética política deba salir del marco agotado de las definiciones ilustradas y románticas.