Pocas civilizaciones han influido tanto al mundo con tan poco reconocimiento como la mesoamericana desde los olmecas hasta la llegada de Cortés a México-Tenochtitlán.
El encuentro generará un sincretismo cultural a favor de los conquistadores. El Imperio Mexica y los pueblos aledaños en Mesoamérica padecerán un proceso “civilizador” a cargo de una cultura, la europea, que no comprendió las limitaciones de lo importado y acabó sucumbiendo -por practicidad y convicción dogmática, a golpe del derecho y la fe de Roma- a técnicas agrarias y artesanales locales.
Metafísica y agroecosistemas con milenios a sus espaldas serían arrinconados a territorios alejados de los centros administrativos de la colonia.
Los recién llegados descartaron importar la tríada mediterránea (vid, olivo, trigo), sin antes haberlo intentado en el Caribe (fracaso estrepitoso), e identificaron las ventajas de la tríada local (maíz, frijol y calabaza). Organización, usos de la tierra y técnicas locales se supeditaron a los usos euroasiáticos, con consecuencias desastrosas: la prosperidad mesoamericana no sirvió de nada a una población cuyo sistema inmunitario había permanecido al margen de la evolución vírica en el Viejo Mundo.
Decimada por el efecto de lo que Jared Diamond resume -de manera necesariamente simplificadora- en la combinación mortífera de “armas, gérmenes y acero”, y supeditada a un acervo cultural impuesto, la población local mantuvo usos y costumbres que se toleraron al margen de la sociedad colonial, y algunos de estos usos pasaron de garantizar la supervivencia a convertirse en signo de identidad.
Mirar al mundo desde un punto de vista ajeno
Siglos después, pueblos identificados con la herencia amerindia discuten qué y cómo celebrar efemérides y hechos históricos sobre la colonización de las Américas que se han transmitido y asentado como historia canónica, casi siempre minimizando, relativizando o suprimiendo la muerte de la mayoría de la población del Nuevo Hemisferio, así como la marginación y/o subyugación de los supervivientes:
- en Norteamérica, los nativos americanos parecen ser los únicos grandes escépticos, por razones obvias, a celebrar los supuestos hechos que inspiran el día de Acción de Gracias, poco menos que una broma macabra para cualquier descendiente de pueblos sometidos no ya a la asimilación, sino a la aniquilación eugenésica una vez rechazado el mestizaje y relativa tolerancia de la sociedad de Nueva Inglaterra (hasta el punto de que los historiadores disputan hoy la influencia de las constituciones de los nativos de Nueva Hampshire y Massachusetts ni más ni menos que en la propia Constitución estadounidense);
- en Hispanoamérica, el 12 de octubre, celebración que conmemora el descubrimiento de América, guarda connotaciones como mínimo espinosas (la efeméride mantiene también un perfil todavía más bajo en una metrópolis cuya población todavía identifica españolidad con nacional-catolicismo de corte franquista); por distintos motivos, la fecha es incómoda a ambos lados del Atlántico al quedar más claras las heridas del intercambio colombino que la realidad enriquecedora y potenciada que surgió de éste, y perdiendo de paso la oportunidad de reforzar orgánicamente los lazos culturales entre ambos lados del Atlántico que, para intelectuales como José Saramago, eran la salida natural de la Península Ibérica que no podía ser nunca más euromediterránea a secas (como, por ejemplo, Italia).
Una historia de homogeneizadores de lo diverso
A diferencia del modelo de colonización europea de Norteamérica, inspirado en el siglo XIX por un racialismo eugenésico de origen protestante que identificó pureza de valores y comportamiento con los descendientes de colonos europeos, el devenir de Hispanoamérica fue necesariamente distinto (como le gustaba explicar a Carlos Fuentes), sobre todo por la propia pujanza de civilizaciones muy pobladas como las de Mesoamérica y los Andes, pero también por la postura católica con respecto a los derechos indígenas: la defensa del derecho indígena a cargo de fray Bartolomé de las Casas llegó mucho antes que el concepto moderno de raza y eugenesia.
México trató de reconciliarse con su pasado prehispánico, eligiendo a un zapoteca de Oaxaca como presidente todavía en el siglo XIX (Benito Juárez), y relativizando las viejas leyes coloniales que favorecían a los descendientes de europeos, si bien “modernizar” significó siempre europeizar o, en su defecto, emular al poderoso vecino del norte pese a su agresividad territorial y tendencia a promover estudios y políticas de racismo “científico” y eugenesia.
El origen racialista de políticas estatales estadounidenses durante el siglo XIX sitúa en su contexto, al menos en parte, a las infantiles salidas de tono de Donald Trump, aficionado a menoscabar el trabajo de la senadora Elizabeth Warren llamándola Pocahontas; Warren, a quien un oponente republicano acusó de fabricar su ascendencia nativa para acceder a mejores trabajos, es blanco de una broma racista a cargo del presidente de su país, que se sirve de un personaje histórico, Pocahontas, higienizado por la historia (como el propio festín de Acción de Gracias).
La mirada del pariente lejano
Para un español con cierta formación humanista y de historia del arte, viajar a México (más allá de los enclaves turísticos, se entiende), tiene cierto paralelismo con hacerlo al Magreb (el Mediterráneo como territorio históricamente permeable que la burocracia de los Estados-nación cerró del todo tras la Reconquista y la expulsión de sefardíes y moriscos): sin haber estado nunca, uno intuye la complejidad y riqueza del lugar con chocante naturalidad, como si de repente pudiera rascarse un miembro amputado.
Para un ibérico, México es un lugar que la historia no ha conseguido alejar del todo pese a la distancia y la incomprensión, una versión atlántica del abismo que se creó en el Magreb pese a estar, literalmente, en casa, como si la Europa mediterránea llorara en secreto el fin de realidades de ida y vuelta como las de griegos de Alejandría cantando en francés (Moustaki), filósofos argelinos y marroquíes de origen sefardí que mantienen sus lazos con el árabe y las lenguas romances de sus antepasados…
Pero viajar a México es una aventura con elementos que evocan, si cabe, mayor proximidad que cruzar el Mediterráneo, aunque este periplo sea más cultural que físico y mitológico: el Mediterráneo canta -y llora- al mismo pasado metafísico, y México -tierra de rinde pleitesía a Don Quijote, como demostró, por ejemplo, al acoger a los refugiados republicanos españoles-, canta con la misma lengua, pero lo hace a una civilización con una realidad cultural y pasado propios tan ricos y complejos como el sur europeo.
Uno desciende del avión y pronto descienden los ecos europeizantes, si bien la arquitectura informal y la moderna celebran el sincretismo con una creatividad refrescante, ajena a los formalismos postizos del poso europeo: murales, colores y formas que explican al recién llegado el esfuerzo de artistas locales en el imaginario colectivo (Luis Barragán, Frida Kahlo y Diego Rivera, Rufino Tamayo, Juan Rulfo y otros pioneros de los matices y complejidad de la “autenticidad” mexicana -respetuosa y no costumbrista o condescendiente-, si se puede hablar de tal cosa en un pueblo que surge de la intersección entre viejas civilizaciones con un descomunal poso cultural).
Entre lo náhuatl y lo mudéjar
Intuyendo lo que éstos y otros fertilizaron, el viajero despistado intuye los derroteros seguidos por los autores y contribuidores de otros elementos que, desde el academicismo o las vísceras, han llegado a los detalles de frescura artística que todavía se descubren en México DF y otras metrópolis mexicanas, que también sucumben poco a poco a los efectos homogeneizadores de la cultura actual, con edificios y establecimientos desarraigados que podrían pertenecer a cualquier metrópolis.
Paseo por el centro de la capital mexicana un día lluvioso de primeros de agosto. Edificios renacentistas y barrocos transpiran ecos andalusíes y mudéjar vistos y sentidos al otro lado del charco, que aquí se circunscriben a hitos del poder colonial o criollo (iglesias, casas señoriales, viejos centros burocráticos), fundiéndose con elementos de civilizaciones que se dominan en el intercambio sincrético entre ambos mundos: el peso precolombino es étnico y cultural, pero también se manifiesta en la gastronomía, el paisaje, el color de la tierra y los tejidos, la toponimia, un castellano influido por dialectos náhuatl y maya que nunca desaparecieron del todo.
En Ciudad de México, que trata de reponerse de los últimos temblores de la política -Trump amenazando con el Muro y NAFTA, la violencia del narcotráfico- y la tierra, los ecos precolombinos están bien asentados y la mentalidad de provisionalidad de Frontera del norte del país llega apenas en forma de noticias y algún narcocorrido peregrino que de repente suena en la radio del taxi; poco más.
Colores y formas en el Altiplano Central
Paisajes como Chapultepec juegan a mantener su estatus de territorio de juego de la realeza y los dioses mexica, albergando en su flanco oriental el Museo Nacional de Antropología, Inah, en el que hay que entrar con tiempo por delante y algo para comer, pues su excelente curación y la espectacularidad del contenido absorben al visitante primerizo hasta hacerlo avergonzarse: “¿cómo es posible que semejante peso cultural se mantenga del lado ‘salvaje’ de la historia canónica?”.
Salir del Museo Nacional de Antropología y caminar en el atardecer por fachadas de notable arquitectura moderna: Museo Rufino Tamayo -Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky-, o el luminoso y todavía sorprendente Hotel Camino Real -Ricardo Legorreta-, un homenaje en colores vivos a elementos arquitectónicos tradicionales como la celosía y a los espacios permeables.
Pero el sincretismo estilístico y cultural mexicano palpita también en la calle; sin ánimos de aprendiz de estructuralista, uno imagina el significado originario de la impronunciable toponimia, tan presente en cualquier rincón de Ciudad de México, pero también en el habla y en la comida, que no pierde su contacto con la tradición en los tentempiés a pie de calle y, en los últimos años, encuentra un lugar en la alta cocina, que reinterpreta recetas prehispánicas sin complejos.
Pasan las civilizaciones
La cita del escritor y político mexicano Jaime Torres Bodet, parte del discurso que se leyó en la inauguración del Museo Nacional de Antropología -17 de septiembre de 1964- y hoy despiden a los visitantes esculpidas sobre el dintel de la puerta de entrada, son una declaración de principios sobre cómo tratar de superar la huella de los traumas del Intercambio colombino, que pasa por reconocer la naturaleza mestiza de la nueva realidad, ni del todo mesoamericana ni del todo europea:
“Valor y confianza ante el porvenir hallan los pueblos en la grandeza de su pasado. Mexicano, contémplate en el espejo de esa grandeza. Comprueba aquí, extranjero, la unidad del destino humano. Pasan las civilizaciones, pero en los hombres quedará siempre la gloria de que otros hombres hayan luchado para erigirlas.”
En el Museo Nacional de Antropología volví a encontrar una referencia debidamente contextualizada al cultivo conjunto de la tríada alimentaria mesoamericana y su protagonismo en la prosperidad de la zona durante milenios, cuyos derivados alimentaron a una civilización de millones de personas (las estimaciones varían en función del modo de cálculo y época-civilización elegida) durante milenios: la milpa, o producción complementaria de maíz, frijol, calabaza -principales cultivos- y variedades secundarias en un mismo terreno, como el chile o el tomate.
Una larga historia de técnicas agrarias
Los primeros europeos en observar la técnica advirtieron su aparente desorden: el maíz plantado de manera espaciada e irregular; el frijol enredado como una liana sobre el maíz; la calabaza -con sus flores comestibles y tallos alargados-, protegiendo el terreno de escorrentías; plantas secundarias brotando en lugares insospechados para evitar la proliferación de malas hierbas y el azote de plagas… Con la técnica, que no se servía de surcos y favorecía la siembra a ojo, adaptada al terreno y las variedades de cultivo deseadas, los indígenas no dependían de abono animal ni más fertilizante que la quema y roza del terreno.
De igual modo, miles de kilómetros al sur, los historiadores especulan sobre el origen de la fértil terra preta en la Amazonia, que acumularía la prueba inequívoca de las técnicas de quema controlada de civilizaciones que habrían cultivado amplias áreas de la cuenca amazónica.
Francisco de Orellana, el primer explorador europeo en descender el Amazonas desde los confines occidentales en la falda andina, observó zonas densamente pobladas y cultivadas que no mostrarían la misma prosperidad en el futuro: las dolencias europeas se habrían extendido por la región mucho antes de que colonos y esclavos multiplicaran el contacto con estos pueblos.
Hacer milpa: enseñanzas del policultivo mesoamericano
En Mesoamérica, la milpa (del náhuatl “milli” -parcela sembrada-, y “pan” -encima-: lo que se cultiva sobre la parcela) nunca ha sido un mero lugar de sembradío. A diferencia de la cultura europea, que había perdido el contacto con tradiciones paganas que unían usos agrarios a ritos de fertilidad, la relación mesoamericana con la tierra mantenía el carácter ritual de la siembra, y “hacer milpa” implicaba comprender la tierra y sus necesidades, así elegir las variedades en función de las condiciones meteorológicas.
La milpa, crucial en la cultura maya, se refiere tanto al terreno donde se cultiva como a las especies cultivadas según técnicas que evocan el holismo de expertos en permacultura y otras corrientes de sistemas agrarios de policultivo surgidas apenas en las últimas décadas (la milpa se remonta encuentra ecos en culturas agrarias de Norteamérica que padecieron la misma incomprensión de los colonos europeos, en esta ocasión holandeses, suecos, franceses e ingleses, que al explorar las poblaciones costeras de la que se convertiría en Nueva Inglaterra observaron que cada pueblo estaba rodeado de terrenos rozados y quemados con regularidad, sobre los que posteriormente se plantaban varias especies de calabaza, frijol, maíz, etc.
Nuestra primera exposición in situ al concepto de agricultura integral mesoamericana, milpa, tuvo lugar unos días antes a las afueras de la segunda ciudad del país, Guadalajara. Allí, la asociación IMDEC ha creado un centro comunitario que pretende recuperar enseñanzas y tecnologías de origen precolombino y aplicarlas por su conveniencia y rendimiento, desde las técnicas de construcción (baratas, reparables, estéticamente agradables, coherentes con el entorno) de su nuevo centro social en la barranca de Huentitán (vídeo de nuestra visita), a la propia milpa.
Hijos del maíz (y de la milpa)
Humberto Castorena, director de este instituto mexicano de desarrollo rural, nos acompañó por el terreno agreste donde IMDEC preparaba semillero con las distintas variedades que formarán parte de la milpa, evocando sobre la marcha los ecos metafísicos del cultivo, que me recordaron algunos pasajes de “Hombres de maíz”, obra que el Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias dedica a la memoria maya.
Asturias, que no parte tanto de vivencias personales como de intuiciones y del conocimiento de los textos mayas que sobrevivieron (Popol Vuh, Memorial de Sololá, etc.), incluye el mito sobre el nacimiento del maíz:
“Cuentan que el maíz viene de allá arriba y que al comienzo pertenecía a la Dueña del lugar, a la Dueña de la montaña que vivía allá en una cueva. en aquella época la gente tenia mucha hambre y entonces vieron salir a las hormigas de la cueva de la Dueña y las vieron salir con granos de maíz sobre sus espaldas. Entonces la gente llamó al pájaro carpintero para que abrieran con su pico un hueco en la piedra. El pájaro no pudo. Entonces llamaron al rayo que lanzó una descarga muy fuerte. Toda la roca tembló y se rompió y entonces lo granos quedaron libres. Los hombres tendieron la mano para recibir el grano sagrado y se lo llevaron a sus casas y lo plantaron y tuvieron una muy buena cosecha. Un día apareció una mujer en la milpa y dijo: ‘yo soy la dueña del maíz, yo soy el grano que entierran, espero que aprecien esto, espero que no me olviden y me celebren muchas costumbres’.”
Hay tantas milpas como acepciones usadas para designar a este policultivo que fomenta la biodiversidad: milpan, chinamilpan y huamilpa, en náhuatl; kool, en maya; itzzu, en mixteca; guela y cue, en zapoteco; huähi, en otomí; tarheta, en purépecha; takuxtu, en totonaco; yaxcol, en tzotzil; ichírari, en tarahumara; tjöö, en mazahua…
Cuando la tierra cultivada no se agota durante milenios
La expansión de técnicas de cultivo holístico que fomentan la autosuficiencia y el uso de recursos que se regeneran sin necesidad de abono animal o fertilizantes químicos, es una oportunidad perdida tanto para las Américas como para el resto del mundo, en un momento de agravamiento de fenómenos de clima extremo que afectan a todo el Hemisferio Occidental (el Niño, las tormentas del Caribe, mayor sequía y temperaturas extremas en la zona andina, etc.).
Charles Mann (1491):
“En Europa y Estados Unidos, los campesinos tratan de evitar el agotamiento del terreno con la rotación de cultivos; plantan trigo un año, legumbres un año después, y dejan que el terreno descanse al año siguiente. Pero en muchos lugares esto sólo funciona un tiempo, o es económicamente inviable no usar la tierra durante un año. Entonces los agricultores usan fertilizante artificial, que en el mejor de los casos es caro, y en el peor de ellos podría dañar el terreno a largo plazo.
“La milpa, en cambio, tiene una larga historia de éxito. ‘Hay lugares en Mesoamérica que han sido cultivadas continuamente durante 4.000 años y permanecen productivas’, [H. Garrison] Wilkes me explicó. ‘La milpa es el único sistema que permite ese tipo de uso a largo plazo.”
Organizaciones como IMDEC se ocupan de transmitir saberes vivos y aplicables en la actualidad, no ya exclusivamente en comunidades indígenas de Mesoamérica, sino en lugares donde el policultivo podría devolver una autosuficiencia y equilibrio ecológico dañados. Un ejemplo: Caitlin Dewey dedica un artículo en The Washington Post al creciente número de estadounidenses urbanitas y con educación superior que vuelven a zonas rurales para cultivar variedades orgánicas, dado el crecimiento del mercado para este tipo de productos.
Milpa: plantar doce cosechas en el mismo terreno
En sus dos ensayos sobre la historia de las Américas, amenos y a la vez enciclopédicos, Charles Mann describe dos vertientes del Hemisferio Occidental, la primera de las cuales (descrita en el ensayo 1491) queda sepultada por la otra, la canónica, al explicar lo acaecido con la llegada de los europeos (un encuentro e intercambio explayado en el segundo ensayo, 1493).
La primera entrega (subtítulo: “Una nueva historia de las Américas antes de Colón”) incluye una explicación detallada de la importancia de la milpa en Mesoamérica:
“Una milpa es un campo, habitualmente pero no siempre rozado, en el que los campesinos plantan una docena de variedades de cultivo incluyendo maíz, aguacate, múltiples variedades de calabaza y frijol, melón, tomate, chile, boniato, jícama, amaranto y mucuna… Las cosechas de milpa son complementarias desde el punto de vista de la nutrición y el medio ambiente. El maíz carece de los aminoácidos lisina y triptófano, que el organismo necesita para producir proteínas y niacina; (…) los frijoles incluyen tanto lisina como triptófano; (…) las calabazas, por su parte, proporcionan varias vitaminas; los aguacates, grasas. La milpa, en opinión de H. Garrison Wilkes, investigador del maíz en la Universidad de Massachusetts en Boston, “es una de las invenciones humanas más exitosas jamás creadas.”
En medio de ambos títulos, el gran año, ese año tan importante e incómodo en tantos sentidos, y a la vez inicio de una fertilización cruzada de culturas, alimentos y tecnología que no ha parado en los últimos 5 siglos; Mann hace bien en recordar en el segundo ensayo, 1493 (subtitulado Una nueva historia del mundo después de Colón), que esa palabra tan usada y redundante a estas alturas, la de “globalización”, tomó su sentido ‘avant la lettre’ en la Ciudad de México del siglo XVI, centro de intercambio colonial donde nativos, europeos, asiáticos y africanos convergieron por primera vez (en contextos de explotación y subyugación cultural de los que somos descendientes) en un mismo espacio urbano.
El mundo adoptó las variedades, no la técnica
Los dos libros se leen bien por separado y conservan un contenido autónomo suficientemente enriquecedor, si bien los trabajos logran su coralidad y perspectivismo cosmopolita al leer ambos títulos como dos tomos de una misma obra.
El primero, dedicado a un encuentro que condujo al drástico declive de población autóctona en las Américas (fenómeno cuya extensión es una de las grandes discusiones antropológicas de las últimas décadas), y a la vida en zonas prósperas que entrarían en rápido declive al contacto con los europeos (culturas del Misisipí, Mesoamérica, Andes), o que habían desaparecido misteriosamente.
El segundo tomo es un canto no edulcorado -y, por tanto, a veces brutal y despiadado- del fenómeno que choque de civilizaciones que conocemos como intercambio colombino y sus consecuencias, la primera de las cuales es la emergencia del mundo tal y como lo conocemos: aprovechando el relativo declive y aislacionismo de las civilizaciones asiáticas de China e India, y bajo presión de árabes y otomanos en el Mediterráneo, los europeos se lanzarán al mundo para buscar alternativas a la ruta de la seda, topándose sin esperarlo con el Nuevo Mundo, “las Indias” (por tanto, pobladas por “indios”, equívoco que ha llegado hasta nuestros días).
De Mesoamérica al mundo: la primera globalización
Destaca en ambos libros la voluntad del autor por mantener una voz bien informada, reconociendo que, en ocasiones, la neutralidad es meramente especulativa, ya que los documentos históricos y arqueológicos, así como obras literarias y artísticas o pistas presentes todavía en la cultura viva, son a menudo resultantes de una realidad posterior al descubrimiento, o transformadas por éste.
Desde entonces, el mundo aceleró no sólo su intercambio demográfico, cultural, comercial, natural o epidemiológico, sino un sincretismo metafísico que introdujo maneras de ver el mundo con influencias de varios puntos de las Américas, de Asia -a través del galeón de Manila, primero, y después a través del comercio de plata del Potosí con China-, África -a través de la esclavitud-, supeditadas a los matices de civilización europea de los distintos colonizadores, que usarán el Caribe como escenario de pruebas -con exterminios, movimientos de población y transformaciones ecológicas radicales- del resto del continente.
Charles Mann lamenta el sesgo histórico al explicar la América precolombina, pues el canon académico -desde los primeros tratados sobre culturas americanas de los monjes franciscanos en Nueva España a la actualidad, pasando por los mitos utópicos sobre el Edén y el “buen salvaje”- hereda el marco de los conquistadores, a la vez aduladores del estado de inocencia de las poblaciones encontradas y celosos “civilizadores” del mundo encontrado: una conquista económica con un ropaje de humanismo cristiano de dudosa calidad y hechura en el nuevo contexto.
Mitos del buen salvaje y oportunidades perdidas
La paternalista condescendencia con que los humanistas europeos, desde el teólogo Bartolomé de las Casas (cuyas reflexiones sobre el carácter “humano” de las poblaciones amerindias en Brevísima relación de la destrucción de las Indias evitará que la América católica siga la estrategia segregadora y eventualmente exterminadora de poblaciones autóctonas en Norteamérica) a Michel de Montaigne o Jean-Jacques Rousseau, establecerá como ideal deseable la europeización jurídica, cultural y metafísica de la población, arrinconando usos y costumbres locales.
En muchos aspectos, el epicentro cultural precolombino en el corazón de Nueva España (mitad meridional de México -el eje volcánico o altiplano central que conducirá a Cortés a Tenochtitlán, fértil y con clima templado, así como la península del Yucatán y zonas de la actual Centroamérica-), tendrá un papel distinto por la riqueza de su sustrato de civilizaciones.
En un principio identificados sólo con los pueblos mexica de lengua náhuatl, pero pronto extendido a los imponentes y misteriosos restos, en forma de acervo cultural y ruinas de civilizaciones en declive (por los efectos del contacto con europeos o declives complejos, como el Maya) o ya extintas (olmecas, Teotihuacán), los pueblos mesoamericanos aportarán varios de sus logros al resto del mundo a través del Intercambio colombino: la polinización cruzada de las tradiciones artesanal y agropecuaria de ambos lados del Atlántico tendrá su epicentro decisivo en el recién subyugado Imperio Mexica y su capital sobre el lago Texcoco, a medio camino entre el enlace con China a través de Manila (el puerto de Acapulco, en el Pacífico) y Veracruz, puerta al Caribe y a la metrópolis.
Intercambio colombino
Productos cultivados en Mesoamérica, los Andes o la Amazonia cambiaron el mundo para siempre con el intercambio colombino, influyendo sobre cuestiones tan dispares como movimientos masivos de población, cambios de dieta radicales gracias a nuevos frutos, granos y hortalizas, así como usos que se asociarían con el cosmopolitismo de las nuevas clases menestrales. El mundo cambiaría para siempre con plantaciones de maíz, patata, cacao, yuca, tabaco, calabaza, frijol o tomate en los lugares más insospechados.
A cambio, las colonias americanas importarían con sus colonos los viejos usos agropecuarios del Viejo Continente, con ligeras variaciones en función del origen de los importadores, pero con técnicas y ganado que habían surgido en un contexto muy distinto.
El mundo asumió los cultivos americanos, pero éstos se transplantaron a otros lugares (a las metrópolis, pero también a las nuevas colonias en otros continentes) usando técnicas de cultivo europeas y regímenes intensivos que, como la encomienda en la América española o las plantaciones en las Trece Colonias inglesas, se sirvieron de la esclavitud.
Después de la explotación intensiva
Las desamortizaciones y desaparición de los regímenes europeos de vasallaje ocurridas en Europa en la caída del Antiguo Régimen, no tuvieron su eco en las economías coloniales más productivas: en el Caribe, Haití, el territorio occidental de dominio francés de La Española, era de tal importancia para la economía francesa, que la economía agraria intensiva con esclavos se mantuvo al margen de las luchas por la emancipación del hombre en la metrópolis.
Otros episodios análogos, aunque acaso no tan radicales, se dieron en el resto de las Américas, a excepción quizá de los territorios que, como Mesoamérica, habían logrado crear una sociedad mestiza suficientemente próspera y autónoma.
Sin embargo, el marco europeo de pensamiento no se limitó a burocracia religiosa y estatal, sino a un concepto de humanismo limitado a la concepción judeocristiana del mundo, lo que impidió que los “hombres de maíz” -el apelativo usado en el libro homónimo de Asturias- siguieran relacionándose con la tierra y sus frutos no sólo desde el utilitarismo, sino desde una metafísica de inspiración panteísta con algunas lecciones que aportar a modelos actuales de explotación agraria.
El futuro de la milpa
Tras su entrevista al experto en domesticación del maíz de la Universidad de Massachusetts, H. Garrison Wilkes, Charles Mann argumenta en su ensayo 1491:
“Quizá la milpa no pueda ser replicada a escala industrial. Pero estudiando sus características esenciales, los investigadores quizá puedan suavizar los duros bordes ecológicos de la agricultura convencional. ‘Mesoamérica tiene todavía mucho que enseñarnos’, sentencia Wilkes.”
La llamada revolución agraria o verde, acaecida después de la II Guerra Mundial gracias al uso extensivo de fertilizantes y plaguicidas químicos, mecanización, grandes explotaciones con monocultivos y apenas un puñado de las variedades más productivas de cosecha, ha marginado a pequeños productores tradicionales, su conocimiento ancestral y una riqueza de variedades menos productivas, pero a menudo poseedoras de características gastronómicas y nutricionales únicas.
“Wilkes cree que una parte o todas estas dificultades podrían resolverse reproduciendo técnicas de la milpa en un marco contemporáneo. Si esto ocurre, será la segunda vez que la diseminación de técnicas agrarias mesoamericanas habrá tenido un enorme impacto cultural -siendo la primera vez, por supuesto, cuando se originaron.”
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