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Ortega, la aceleración de su época y lo que podemos aprender

El historicismo, o entender la realidad compleja que nos rodea como si fuera el desarrollo lineal de un gran plan con un principio y un objetivo hacia el que avanzamos de manera incremental, es una construcción.

Dicho esto, la crítica al historicismo no implica abrazar el relativismo y tirar por el retrete el marco de pensamiento que nos permite, por ejemplo, disfrutar de avances científicos como las vacunas que deberán ayudarnos a salir del atolladero donde estamos en estos momentos como civilización interdependiente.

El historicismo, esa construcción que nos ha metido en tantos problemas desde mediados del siglo XIX (pues propulsa las ideas modernas de «espíritus» y «destinos» colectivos de clase, pueblo o confesión, o todas a la vez), sienta los cimientos de sólidas teorías del conocimiento que nos orientan en lo básico, que a menudo creemos ganado o incluso innato y, por tanto, no apreciamos hasta que lo perdemos (como la distinción entre lo verdadero y lo falso, o el debate responsable que sustenta construcciones sin las cuales no sobreviviríamos a un Trump y medio, como «opinión pública», «sociedad abierta», «interés general»).

Distraídos en la economía de la atención

Observamos que los cimientos de lo más básico pueden ceder con facilidad ante cualquier excitación acelerada, fenómeno generalizado en los últimos tiempos al contar con medios para informarnos y comunicarnos que se han diseñado para potenciar efectos reactivos (pues el contexto impulsivo favorece la economía de la atención en torno a las redes sociales), en lugar de primar algo tan abstracto y con beneficios tan difusos como el «interés general», desde la teoría del contrato social de Rousseau a nuestros días.

Que no podamos definir o medir de manera exacta (¿o es reduccionista?) el «interés general» o la salud de la «opinión pública» no implica que estas construcciones no existan ni carezcan de importancia. A raíz del 20 Aniversario de la enciclopedia colaborativa Wikipedia, quizá el mejor sitio web colectivo que haya dado la World Wide Web en su historia, su fundador Jimmy Wales respondía a algunas preguntas controvertidas.

En una de ellas, Jimmy Wales —sureño estadounidense de espíritu abierto afincado en Londres— debía comentar si él hubiera bloqueado a Donald Trump en las redes sociales o si considera que la acción es un acto que sienta un precedente arriesgado según el cual son las empresas, y no las leyes, las que deciden quién se ha ultrapasado y quién no.

Wales respondió la cuestión de manera tajante: semejantes discursos (la incitación a la violencia y el odio ocultos tras la libertad de expresión, por ejemplo) no deberían ser amplificados en la esfera pública. Él habría vetado a Trump y a quienes han construido su estatura pública en la Red a golpe de toxicidad hace años.

Moderación de Wikipedia vs. algoritmos en redes sociales

Claro que —especificó Jimmy Wales— el problema no radicaba ahí. Para él, la decisión carecía de polémica porque «yo no soy un multimillonario»: Wikipedia ha podido alejarse de la toxicidad porque su modelo de negocio no ha antepuesto intereses publicitarios (que pueden maximizarse calentando los ánimos del personal con contenido tóxico o sesgado) al interés general.

Eso sí: para que el modelo funcionara, Wales debió renunciar a instituirse en un plutócrata de la Red más y convirtió tanto Wikipedia como los servicios electrónicos que la hacen posible en una fundación con unos objetivos a los cuales el servicio rinde cuentas. Para seguir siendo Wikipedia, el sitio renunció a intoxicar a sus usuarios para lograr un modelo de ingresos más agresivo, como uno basado en la publicidad impulsiva o —peor aún— en la venta Fáustica de la plataforma a cualquier actor (sin importar lo tóxico que sea) a un precio ajustado convenientemente por un algoritmo instalado en una «caja negra», lejos de reguladores, gobiernos afectados e interés general.

Resulta que las redes sociales se salieron con la suya hasta que el laissez faire de la toxicidad irrumpió con armas y cuchillos en el mismo Capitolio de Estados Unidos en su día más sagrado: cuando los representantes públicos electros se disponían a certificar el voto legítimo de los electores, la única voluntad irremplazable en una democracia representativa que se jacte de ser ejemplar, como hasta entonces lo había creído ser la estadounidense.

Se cumplen, por cierto, diez años de lo que los teóricos de medios románticos llamaron Primavera Árabe y sus derivas en la región, desde el linchamiento en directo de Muamar el Gadafi (dictadorzuelo generoso con las fundaciones europeas y los políticos de visita por Trípoli) al disparate sirio (en el futuro, se estudiarán los paralelismos de la radicalización en nuestro tiempo, y habrá comparativas entre movimientos ultra occidentales e integristas en Oriente Próximo).

También asistidas por las mismas herramientas, llegaron las revueltas de la deuda en la UE, desde los disturbios griegos a los Indignados españoles, acabando con la guinda de los gillets jaunes franceses. Movimientos que supieron construir su organicidad a través de las redes sociales.

Después del carnaval del chamán y sus amigos en el corazón de donde las empresas compran su legitimidad, los «padres fundadores» parecen menos padres y menos fundadores de nada creíble. Como en todas partes, Estados Unidos deberá ahora mirarse al espejo y poner al día chocantes disfunciones como la imposibilidad de organizar y ejecutar unas elecciones cuyos resultados —aunque sean provisionales— puedan conocerse sin apenas margen de error la misma noche o madrugada del día electoral, o al día siguiente a muy tardar. Como en cualquier otra democracia madura.

Nuestra lectura del pasado

A medida que el cerco identitario y populista se cerraba sobre las democracias representativas hasta entonces más respetadas debido a su evolutiva histórica y peso tanto económico como cultural y de «soft power», Estados Unidos y el Reino Unido, el zeitgeist contemporáneo, compuesto de aire y ruido (y quizá del «éter» que la física nunca encontró, tal ha sido la toxicidad y la velocidad de «urgencia constante» en la descalabrada agenda informativa «glocal»), se interesó por los chistes sobre tótems fálicos de la intelectualidad neoliberal de las últimas décadas como Marshall MacLuhan o Francis Fukuyama, citados casi exclusivamente por quienes no han leído nada sobre ellos, salvo a través de un artículo de cuatro párrafos con titular-gancho.

Así, la prensa y las fuerzas autoproclamadas «rebeldes» o «resistentes» en las redes sociales se centraron en combatir teorías conspirativas y construcciones optimizadas para aumentar la temperatura con teorías antagonistas igualmente altas de azúcar y picante. Como resultado, la espiral de clickbait, toxicidad y conspiracionismo en la que descendimos en los últimos años haría sonrojar hasta a los charlatanes de la Europa de entreguerras.

En efecto, para repetirlo una vez más, el fin de la historia nunca lo fue y, si de algo Francis Fukuyama pretendía advertir, era de la deriva hacia una esclerosis económica e industrial que conduciría a la sociedad a una deriva pasiva y rentista (de ahí su mención del «último hombre» de Nietzsche) que amenazaría con hacer saltar por los aires hasta los consensos más fundamentales para mantener sociedades democráticas y abiertas culturalmente vibrantes y económicamente prósperas.

La ironía anti-historicista de Fukuyama fue tergiversada y será el académico afincado en Stanford quien ría el último, mientras dedica sus ratos libres a la fina ebanistería, tal y como confesaba hace unas semanas en una entrevista para la revista de The Economist, 1843, ya mencionada en este sitio.

Segundo acto de «Los ingenieros del caos»

Nuestra incapacidad para analizar con profundidad lo ocurrido en los últimos años, podría haber culminado en los fuegos de artificio en forma de la muchedumbre espoleada por el propio presidente saliente de Estados Unidos para asaltar el Capitolio de Estados Unidos, en un discurso previo inflamado propio del amigo que nunca logró atajar su problema con los estupefacientes y acaba subiéndose a la mesa del bar para arengar al personal.

Es así, por cierto, como se jugaron los inicios políticos de un don nadie austríaco (que había estudiado en el mismo Gymnasium que el filósofo Ludwig Wittgenstein y crecido sin una figura paternal clara), veterano de la Gran Guerra y buscavidas, en las tabernas de Múnich.

Volviendo a los años en que el historicismo pasó de los distintos sabores de la teoría hegeliana (nacionalista, marxista, ultrarreligiosa), los medios y comentaristas se han centrado en captar la atención del público preocupado y desorientado con informaciones sensacionalistas y reactivas para capitalizar la ola ultra generalizada en forma de páginas vistas y beneficios publicitarios.

Tras las arengas y la violencia verbal y física, no obstante, hay ideólogos y estrategas que han tratado de obrar un cambio profundo y real, y apenas conocemos la punta del iceberg de lo que se ha jugado, al personalizar el fenómeno en figuras como Dominic Cummings en el Reino Unido y Steve Bannon en Estados Unidos.

El analista y ensayista italiano Giuliano da Empoli ha descrito el fenómeno del populismo con mayor profundidad que los medios anglosajones en su ensayo Los ingenieros del caos, que carece sospechosamente de «interés» entre las editoriales del mundo anglosajón, que no lo han traducido pese su relativo impacto en los círculos de decisión de la Europa continental y América Latina (su lectura ha influido en Italia, Francia o Brasil).

El peligro de alejarse de la realidad

La gran paradoja del la crisis epistemológica y el carnaval del historicismo es que a él acuden a diario todo tipo de entusiastas del uso de viejas etiquetas para describir un fenómeno tan contemporáneo como la necesidad de atención constante y el delirio de creer que la Constitución o los valores que uno defiende albergan todas las interpretaciones tergiversadas de tres al cuarto sobre la libertad de expresión y los derechos inalienables que saturan las redes sociales.

Lo único que han logrado entender Bannon, Cummings y sus precursores en Italia y otros países es el potencial que el marketing y la propaganda a la carta tienen en la sociedad contemporánea, ausente de viejas referencias y pasto de cualquier información que sea suficientemente popular.

Si en los años setenta asistimos a la deriva delirante de la contracultura, con el surgimiento de cultos personalistas como los de Jim Jones o Charles Manson, hoy contamos con cámaras de eco que viejos cultos irracionales influidos por el milenarismo apocalíptico o aventuras New Age sólo habrían soñado alcanzar, pues ofrecen un acceso instantáneo, multitudinario y remoto.

El problema está servido y viejas recetas sólidas para volver a arraigar una epistemología mínimamente saludable entre el gran público deberá reconocer la principal contingencia de nuestro tiempo: hemos sustituido un modelo imperfecto y a veces corrupto de intermediación entre la cosa pública y la población —los medios de comunicación de masas como intermediarios, vigilantes y Cuarto Poder—, por un modelo que dominan algoritmos optimizados en base a los beneficios publicitarios logrados, que han abandonado cualquier aspiración deontológica o editorial (Mark Zuckerberg no quiere mancharse las manos de ponzoña, pero no tiene más que entrar en su «muro» del servicio que creó para darse cuenta de que no se puede salir ileso de semejante circo).

Aumentar la fricción para cribar el ruido más ensordecedor

Hace unos días, alguien compartía —cómo no, en las redes sociales (quien no llora no mama)— una reflexión que debería aumentar su peso y apoyo en los próximos tiempos.

Esta usuaria hablaba en voz alta: en los últimos tiempos —dice—, las plataformas que publican y distribuyen el contenido de la Red se han centrado en reducir la fricción al máximo para que la gente se anime a publicar contenido con la incontinencia y ligereza que se ha convertido en el signo de nuestra época.

Lo que deberíamos hacer —prosigue— es exactamente lo contrario: aumentar la fricción para publicar lo suficiente para que la gente se lo tome en serio y, cuando se trate de amplificar toxicidad, se lo piense dos veces. Menos contenido, menos tóxico, más reflexivo, de mayor calidad. Bajemos el ritmo, bajemos el tono, espaciemos el consumo, seamos más reflexivos.

La prueba más triste y a la vez cómica de este narcisismo incontinente en el que nos hemos instalado —y que describe, entre otros, Byung-Chul Han— es el sinnúmero de asaltantes del Capitolio, convencidos de llevar la razón y de haber emprendido una revolución «liberalizadora», que se fotografiaron, grabaron y retransmitieron en vivo desde el epicentro de la gamberrada.

El espectáculo me recordó algo a lo que asistí de niño, cuando en España estudiábamos Enseñanza General Básica, EGB. En la escuela a la que iba, dos o tres alumnos se metieron en problemas y acabaron castigados en un aula en el que no se impartía clase en esos momentos.

Al día siguiente, en el cajón del armario destinado al material de dicho aula aparecieron restos de un acto vandálico infantiloide y desagradable que habría dado trabajo a Freud. No hay que ser un lince para comprobar que el infantilismo autodestructivo, propio de muchedumbres y oclocracias, es indefendible y mancha.

Cuando el nacionalismo ultra quiere crear una «internacional»

No hay que entrar en el juego de aprendices de pirómanos demasiado desesperados como para reconocer la importancia de mantener un mínimo decoro e higiene epistemológicos.

Si dejamos de compartir unos ideales mínimos a través de una visión compatible de lo básico (que podemos más o menos compartir debido a fenómenos que, por ejemplo, la filosofía fenomenológica ha definido como «intersubjetividad», o conjunto de «universales subjetivos» que mantiene una cierta cohesión entre diferentes), nos adentramos en un sálvese quien pueda que, dada la situación sanitaria, económica y, por ende, anímico-mental, no puede conducir a nada bueno.

Por eso no hay que tomarse a la ligera el intento de los charlatanes con acceso a las herramientas de propaganda de nuestro tiempo a gran escala de tratar de montar el gran oxímoron de nuestro tiempo: una «internacional» de la extrema derecha aislacionista. El New York Times y Foreign Policy dedican sendos artículos en profundidad al respecto. Por la cuenta que les trae.

Los ultras, en efecto, parecen ser los únicos que mantienen una cierta convicción en las herramientas de cohesión surgidas en el contexto de la Ilustración, e invocan un «ultras de mundo, uniros». Bannon y Cummings son conscientes de que, a la hora de la verdad, cuando la Europa de inicios del siglo XX se asomó al abismo de la Gran Guerra, el nacionalismo (los soldados defendiendo a sus respectivas «patrias») se impuso a la consigna internacionalista de socialdemócratas y comunistas, que trataron de imponer su conciencia de clase.

Etnoestados: el legado envenenado de Wilson en Europa

La Gran Guerra apenas fue el inicio de lo que llegaría después, y nuestro mundo son los lodos de todo aquello (la Europa Central de Estados étnicos, idea delirante de Wilson, es la que al final se impuso, para desesperación de los intelectuales europeístas).

El Tratado de Roma, la CECA, la Comunidad Europea y la Unión Europea no se entienden tampoco como esfuerzo colectivo voluntarista sin estudiar el trauma intergeneracional anterior, y este aspecto todavía no se entiende entre los comentaristas de Estados Unidos y el Reino Unido, que siguen apostando al colapso del sueño europeo mientras les es más difícil observar los problemas estructurales de sus respectivos países desde el exterior de un marco de pensamiento agotado.

El sentimiento de vértigo y aceleración que hemos padecido en los últimos años no está únicamente ligado con los nuevos medios digitales y la ubicuidad de tanto pantallas como banda ancha.

Es un vértigo relacionado con la percepción colectiva de una pérdida de confianza en el prójimo, una crisis de legitimidad de un sistema en el que se enfrentan dogmatismos que intentan imponer su percepción aumentada del mundo a los percibidos como contrarios, o que aseguran tener que tomar estas medidas «desesperadas» porque hay «enemigos del pueblo».

Primitivismo e historia

José Ortega y Gasset no hace más que hablar de un embrollo y una crisis de legitimidad en las sociedades liberales muy similar a la actual. En La rebelión de las masas, Ortega tira de historicismo (conociendo como nadie sus límites, como buen alumno del kantismo y la fenomenología): al complicarse los problemas, se van perfeccionando también los medios para resolverlos.

«Pero es menester que cada nueva generación se haga dueña de esos medios adelantados. Entre éstos -por concretar un poco- hay uno perogrullescamente unido al avance de la civilización, que es tener mucho pasado a su espalda, mucha experiencia; en suma: historia.»

Hay que seguir estudiando e interpretando lo ocurrido, nos dice uno de los padres del perspectivismo moderno. El saber histórico y su interpretación responsable (siempre subjetiva, pero con atención a la aspiración a la veracidad) es el único método viable para continuar una civilización sin arriesgarse a la esclerosis o a la precipitación temeraria de nuevas generaciones malcriadas que olvidan los problemas en que incurrieron sus antepasados tres, cuatro o cinco generaciones atrás.

El saber histórico evita cometer errores de otros tiempos:

«Pero si usted, encima de ser viejo, y, por lo tanto, de que su vida empieza a ser difícil, ha perdido la memoria del pasado, no aprovecha usted su experiencia, entonces todo son desventajas. Pues yo creo que esta es la situación de Europa.»

La ignorancia histórica y sus vástagos

Después de lo ocurrido el 6 de enero en el Capitolio de Estados Unidos, he repasado La rebelión de las masas y he vuelto al pasaje que comento entre líneas (parte del capítulo Primitivismo e historia»), ya que la preocupación de Ortega debería ser la nuestra:

«Las gentes más “cultas” de hoy padecen una ignorancia histórica increíble. Yo sostengo que hoy sabe el europeo dirigente mucha menos historia que el hombre del siglo XVIII, y aun del XVII. Aquel saber histórico de las minorías gobernantes —gobernantes sensu lato— hizo posible el avance prodigioso del siglo XIX».

(…)

«Uno y otro -bolchevismo y fascismo- son dos seudoalboradas; no traen la mañana de mañana, sino la de un arcaico día, ya usado una y muchas veces; son primitivismo. Y esto serán todos los movimientos que recaigan en la simplicidad de entablar un pugilato con tal o cual porción del pasado, en vez de proceder a su digestión».

¿De donde surgen esta ingenuidad y miopía? Para el filósofo español, el análisis no augura nada bueno para el futuro. Como ya habían constatado Nietzsche y, después, el sociólogo Max Weber, el mundo moderno, con sus burocracias bien engrasadas y cada vez más agilizadas gracias a atajos técnicos, se aceleraba la creación de un mundo de expertos, o personas educadas en un campo técnico que desconocían cualquier otra materia.

Para Ortega, bolchevismo y fascismo eran el síntoma de la aceleración de este mundo de especialistas que lo sacrificaban todo en nombre de la máquina y su inercia, precursora del algoritmo y su inercia. Martin Heidegger, también preocupado en esta evolución, llamará al mismo fenómeno ya mencionado por Ortega «tecnicnidad».

La insoportable levedad del análisis actual

Cuando Ortega habla de la aceleración de su tiempo, menciona bolchevismo y fascismo, pero él se refiere a la deriva técnica y concreta del pensamiento hegeliano: fórmulas que anteponen el fin a los medios, donde todo vale para imponer un supuesto nuevo día que no hace más que defenestrar los notables logros concretos —siempre insuficientes, eternamente imperfectos, pero incapaces de la regresión que efectúan los supuestos regímenes «liberadores»— de las democracias liberales:

«Sería todo muy fácil si con un no mondo y lirondo aniquilásemos el pasado. Pero el pasado es por esencia revenant. Si se le echa, vuelve, vuelve irremediablemente. Por eso su única auténtica separación es no echarlo. Contar con él. Comportarse en vista de él para sortearlo, para evitarlo. En suma, vivir a “la altura de los tiempos”, con hiperestésica conciencia de la coyuntura histórica».

Leer La rebelión de las masas de Ortega y acudir luego a los análisis de la situación en nuestro tiempo (por ejemplo, los mencionados artículos del New York Times y Foreign Policy) es algo así como tomarse la molestia de alimentarse espiritualmente con fundamento (por ejemplo, leyéndose El idiota de Dostoyevski, o alguno de los dos tochos de Tolstói, o Los miserables) y recalar luego en esos engendros anémicos que —nos dicen— hablan de los problemas de nuestro tiempo desde la literatura.

Uno no puede más que preguntarse si no será verdad lo de la regresión hacia el «último hombre» que comenta Fukuyama como riesgo de esclerosis contemporánea a una escala que amenace la ruina del edificio liberal.

La sombra de un canario respondón

Sobre sus ruinas, con los refritos que se cuecen en nuestro tiempo (o, peor aún, que se cocinan en la recámara acorazada de los algoritmos) no puede salir nada tolerable. El nivel de toxinas conduciría a la asfixia.

El filósofo de las ciencias francés Jean-Jaques Salomon comentaba, a propósito de la física y la ciencia en general, que los auténticos sabios están en retirada y, pronto, no habrá ni pensadores profundos ni entusiastas capaces de abarcar distintos campos y disciplinas, sino «profesionales» o «especialistas de la ciencia» que compiten en número de artículos publicados o prestigio relativo.

El problema, decía Salomon con preocupación, es que el mundo requiere grandes espíritus interdisciplinares, generosos y sin temor a atravesar las fronteras entre disciplinas.

El histerismo reinante no se puede combatir con histerismo. Si no hay voluntarios de estatura para ayudar desde la esfera pública, habrá que intentar al menos volver a la biblioteca y repasar lo que los gigantes nos dejaron hecho. No hay tiempo para reinventar ruedas, esforcémonos un poco para acudir a fuentes autorizadas.

Es el mejor modo de que nuestro pecho de canario en la mina, hinchado de orgullo tras haber escrito un tuit resultón, vuelva a su tamaño original.