Leer la prensa en momentos de incertidumbre envía señales inequívocas a nuestro córtex. Hay nervios, intereses velados, confusión, intoxicación, contrainformación. “En tiempos de excitación y de tensión, el hambre de noticias debe ser satisfecho como sea”, decía el manual propagandístico que condujo a Europa a su momento más siniestro del siglo XX.
Si, como sugiere algún estudio, el auge de las dificultades y la empatía reprime el pensamiento analítico, explicando el auge de la demagogía, ¿cómo mantenerse alerta y evitar que las acciones y reacciones causen más desazón e injusticias de las que pretenden erradicar?
Los riesgos de consumir sólo filias y rehuir las fobias
Internet, el medio que acerca la información de todo el mundo, es simplemente un acceso a cantidades ingentes de información y datos, y los estudios periodísticos y sociológicos realizados hasta el momento arrojan datos preocupantes acerca de las dinámicas de la llamada sobrecarga informativa.
El acceso ubicuo al contenido ha acelerado su atomización y, de manera instintiva, muchos ciudadanos consumen sólo información sobre sus filias, enterrando (obviando, ninguneando, evitando, criticando, atacando) la información relacionada con sus fobias.
Internet ha refutado la hipótesis que rezaba que, a mayor acceso a la información, mayor capacidad de raciocinio e imparcialidad del ciudadano-espectador. Al contrario; es más fácil que nunca consumir única y exclusivamente lo que nos reconforta, aunque conforme una visión sesgada de la realidad. “Nuestra” visión sesgada.
La dieta informativa
Existe, dicen expertos como Clay Johnson (autor de The Information Diet), un descomunal diálogo de besugos: muchas voces, usuarios que son creadores y consumidores de contenido, infinidad de opiniones sobre cualquier temática… Pero la necesidad de expresión actual, multiplicada por la Internet ubicua y las aplicaciones sociales, se proyecta en detrimento del diálogo, el respeto de las opiniones ajenas y la capacidad de escucha.
Evitando paralelismos artificiales o un imposible encaje mimético de fenómenos contemporáneos con lo acaecido en otros momentos de incertidumbre vividos por las llamadas sociedades desarrolladas (en las que existe la difícil tarea de definir la “prosperidad”; tenemos pistas sobre ello: se requieren instituciones sólidas y con credibilidad, seguridad jurídica, bienestar social, medios de comunicación plurales e independientes de los poderes públicos de turno, etc.).
La polarización durante el inicio de los medios de masas
Qué mejor momento histórico para revisar que los años 30. Las grandes dinámicas de la época de entreguerras, desde el nacimiento de la propaganda y las relaciones públicas a partir de las teorías de Sigmund Freud y su sobrino Edward Bernays, hasta el auge catastrófico del gregarismo y la polarización en todos los ejes posibles (derecha e izquierda, nacionalismo e internacionalismo o “jacobinismo” a ultranza, etc.).
Al pesimismo de las ideas de Sigmund Freud, que enarbola el dominio de los instintos en el ser humano por encima del raciocinio y los valores sobre los que se sostiene el pensamiento occidental desde los clásicos grecorromanos, influyó sobre las teorías propagandísticas de los años 30.
En la misma época en que la República de Weimar daba paso al III Reich y el futurismo se había fundido en Italia o Austria con el fascismo, el psicólogo estadounidense Abraham Maslow, hijo de emigrantes judíos y él mismo víctima de los prejuicios, desempolvó las ideas socráticas, relacionando en la psicología humanista (posteriormente, también la psicología positiva) el uso de la razón y del método empírico con la autorrealización del ser humano.
Las teorías de Abraham Maslow también alertaban acerca de los riesgos subyacentes en situaciones económicas delicadas que causan penuria en las sociedades avanzadas, sobre todo en su pilar, las clases medias.
La pirámide de las necesidades humanas
Según su teoría de las necesidades humanas o pirámide de Maslow, el individuo debe primero cubrir sus necesidades básicas, relacionadas con la supervivencia fisiológica, la seguridad y la afiliación, para hallar la tranquilidad que le permita luego copar las necesidades más elevadas: con el reconocimiento (confianza, respeto) llega la autorrealización (moralidad, creatividad, espontaneidad, falta de prejuicios, aceptación de los hechos).
En los años 30, la Gran Depresión y fenómenos como el de la hiperinflación alemana, o la dialéctica entre el marxismo y el caudillismo que tuvo su campo de pruebas en la Guerra Civil Española, el ser humano impulsivo y gregario descrito por Edward Bernays y su tío Sigmund Freud se impuso al ilustrado, socrático y cartesiano individuo capaz de autorrealizarse que describía Abraham Maslow en la psicología humanista.
El peligroso e irresistible poder de convicción de las pasiones
La propaganda de masas halló su campo de pruebas en la Alemania nacionalsocialista, donde se aplicaron por primera vez ideas de comunicación todavía usadas -de manera consciente o inconsciente, evitando siempre citar la fuente por motivos obvios-, como la eliminación de otras voces a través del principio de la mayoría.
Consistía en convencer a mucha gente, incluso a personas “racionales” e ilustradas de uno de los países más desarrollados de Europa y uno de sus centros científicos y artísticos, de que pensaban “como todo el mundo”, creando una falsa impresión de unanimidad.
Personas con una elevada capacidad crítica y de raciocinio, tales como Albert Speer, el “arquitecto del III Reich” y posterior ministro de Armamento de Hitler en la última fase de la II Guerra Mundial, escribieron años después en sus memorias que la capacidad de convicción del principio de la mayoría contribuyeron a su connivencia con algunas de las decisiones colectivas más irracionales y catastróficas de la historia.
Seres racionales enamorados del ruido tribal: el caso de Albert Speer
Lejos de haber sido desterrados, principios propagandísticos (o de la comunicación política, el marketing y las relaciones públicas, decimos desde entonces) desarrollados en el mundo ideológico extremista y polarizado de los años 30, siguen en auge. O demuestran de nuevo su fuerza.
Con las dificultades, crece la empatía; paradójicamente, también parecen hacerlo las decisiones colectivas irracionales, así como el atractivo que las “soluciones duras”, el caudillismo, la demagogia, el populismo, el camino fácil de los fastos y las movilizaciones grandiosas, el “orden” y otros eufemismos tienen entre grandes sectores de la población, con una representación en ocasiones transversal: desde ciudadanos vulnerables con o sin crisis, sin formación ni una red social rica, hasta personas educadas y miembros de las élites.
Si Albert Speer, un arquitecto procedente de una familia que había demostrado su capacidad artística y profesional durante generaciones, fue capaz de aparcar el raciocinio y abrazar los cantos de sirena del populismo de su época, ¿por qué la sociedad actual debería estar curada de un mal análogo?
Speer no carecía de información fidedigna, ni de formación, bagaje social y familiar, experiencia vital y profesional, etc. Sus memorias son un recordatorio para los afortunados de nuestra generación, los más formados y menos vulnerables a los peores efectos de una crisis profunda y de larga duración, pero miembros al fin y al cabo de la misma sociedad que padece las consecuencias de un momento duro, sin parangón en la memoria de los máximos representantes empresariales, sociales y políticos de sociedades como la europea.
Descendientes de un espíritu compartido de responsabilidad
La Unión Europea es, en parte, heredera de un espíritu de responsabilidad de las generaciones que vivieron la II Guerra Mundial y se empecinaron en evitar una futura catástrofe similar.
Pensadores como Stefan Zweig y sus herederos morales han escrito y documentado de manera magistral cuáles son las peores consecuencias de mezclar el idealismo de la colectividad con el raciocinio aséptico y carente de humanidad.
Territorio, pues, trillado para extremismos en los dos principales ejes de nuestra vida colectiva: el social (más o menos intervencionismo “corrector” para evitar las desigualdades) y el nacional (confrontaciones entre distintos derechos colectivos, como ocurre en España y otros estados plurinacionales).
¿Por qué, en determinadas ocasiones, el “clima social” o las fuerzas de la opinión pública pueden crear una empatía capaz de que personas formadas y racionales se olviden de su capacidad crítica?
Cuando uno se escuda detrás de lo que piensan otros
Factores como el miedo y los propios mecanismos de la empatía -ahora conocemos-, explicarían que, mientras Stefan Zweig padecía el ostracismo de la intelectualidad “oficial” por denunciar el caudillismo prepotente que se alimentó de las penurias de la población europea de la época de entreguerras, la mayoría miraba hacia otro lado.
Las fuerzas que afectan la empatía colectiva repercuten, asimismo, en acciones y reacciones derivadas de situaciones de penuria, aumento de la injusticia o incluso fenómenos como la proliferación del pesimismo y el pensamiento negativo. Hay estudios, como hemos recogido en *faircompanies, que exponen que el pesimismo se propaga como un virus, de una manera similar a cómo lo haría un bulo en Internet, por ejemplo.
Lo impulsivo y gregario, exponía Freud, puede dominar nuestro comportamiento, anular nuestra racionalidad. Como ocurre en las filosofías de vida individuales, la decisión racional, se trate de una persona o de un colectivo, implica mayor esfuerzo y sacrificios (gratificación aplazada, perseverancia, remar a contracorriente) que el atajo de la gratificación instantánea (el populismo y la demagogia: buscar un Salvador, creer que El Otro es el culpable y usarlo como chivo expiatorio, etc.).
Cuando sube la empatía, baja el pensamiento analítico
Un descorazonador estudio reciente de la Case Western Reserve University expone los mecanismos neuronales que explicarían por qué cuando sube la empatía (de un individuo o colectividad), esta misma capacidad humana de afiliación y de “ponerse en la piel del otro” reduce nuestro pensamiento analítico de manera proporcional.
A mayor empatía, menor raciocinio ilustrado y librepensante, menor respeto por las ideas del individuo, la diferencia, la riqueza del matiz, de la escala de grises. Mayor aglutinamiento tras el líder, el caudillo el supuesto “salvador”.
El caudillismo y todos los “ismos” que encontraron tanto y tan buen abono en la Europa de entreguerras tienen su explicación neurológica (consultar el estudio sobre la relación inversamente proporcional entre empatía y pensamiento analítico).
A expensas de nuestras pasiones
Pero no sólo la empatía reprime -daña, condiciona- la capacidad de raciocinio de una o varias personas. El optimismo posee la misma viralidad que el pensamiento negativo, prestando atención al mismo principio que causaría la influencia de un estado anímico adverso.
Neurociencia y psicología han estudiado en las últimas décadas la dificultad de nuestra especie a controlar los impulsos cuando se trata de acaparar lo que garantizó la supervivencia en el pasado (gregarismo y violencia, alimentos ricos en grasas y azúcares, etc.).
Los hallazgos coinciden con la intuición de las filosofías de vida grecorromanas: el dominio (no represión) del deseo y los impulsos (gregarismo, empatía exacerbada en momentos difíciles, violencia, etc.) es tam importante como el cultivo personal y el uso de la razón para lograr un bienestar sólido, a prueba de crisis económicas y “de pensamiento”.
Uno de los numerosos riesgos a los que hace frente la construcción Europea constituye la sempiterna dialéctica entre los sentimientos colectivos y la prosperidad: en momentos de dificultad, el idealismo y los nacionalismos han colisionado con los derechos y libertades individuales.
La luz de Prometeo
Sea como fuere, si -como dice la neurociencia- el auge de la empatía reduce el pensamiento analítico, siempre quedará la convicción socrática de que no hay fuerza mayor que la voluntad del individuo para sobreponerse, aprender, usar la razón, abandonar la “oscuridad” de la ignorancia, la auténtica miseria, reducto donde anida el populismo.
Tener razón, padecer una situación de injusticia o creerse con ideas superiores no otorga a nadie la capacidad para resolver una encrucijada tan complicada como una crisis económica de larga duración que coincide con -o se retroalimenta de- la crisis de credibilidad de distintas instituciones.
“La multitud, cuando ejerce su autoridad, es más cruel que los tiranos de Oriente”, decía Sócrates. Del mismo modo, decía, “es peor cometer una injusticia que padecerla porque quien la comete se convierte en injusto y quien la padece no”.
Interpretaciones del bienestar
Si de la misma manera que se extiende la negatividad lo hace el optimismo, la felicidad real, el bienestar duradero sin conservantes ni colorantes -el sosegado y reflexivo, de ciudadanos librepensantes, introspectivos, con capacidad para escuchar y, por tanto, para facilitar diálogo-, puede extender sus tentáculos.
Al fin y al cabo, si muchos -la mayoría- conservamos, reconociéndolo o no, convicciones atávicas y “de costumbre”, por qué no tener la certeza de que existe una armonía universal, mostrada en construcciones de la naturaleza (fractales, espirales) o de sus representantes (como el arte, la sucesión de Fibonacci, la sección áurea o tantas otras cosas).
Por de pronto, y recurriendo de nuevo a la neurociencia, ahora sabemos que el cerebro humano ha evolucionado (“ha sido programado”, diríamos en el lenguaje actual) para priorizar la armonía en detrimento de la disonancia.
Un apunte panteísta
Favorecemos la simetría o la armonía, reforzando las ideas panteístas de los cazadores y recolectores, y también las de Séneca, Baruch Spinoza, John Toland, Gottfried Leibniz y tantos otros pensadores declarados seguidores del panteísmo.
Quizá, sólo quizá, la fuerza potencialmente desastrosa de la empatía colectiva, que derribaría sin pensarlo la seguridad jurídica o las instituciones de una sociedad como “acto de justicia” por las injusticias actuales, es contrarrestada por otra obsesión humana, en este caso un anhelo racional: la búsqueda empírica de pequeñas verdades que nos acercarían, o eso dice la hipótesis, a una supuesta verdad mayor.
Stefan Zweig: “Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”.