La nostalgia estética del romanticismo evocó un misterioso e idealizado mundo medieval que, reinterpretado con mal gusto, ha ofrecido desde entonces la literatura y el arte más empalagosos.
Ocurre algo similar en nuestra era, en la que neo-románticos cibernéticos evocan máquinas retrotrónicas, vestimenta ochentera, motivos ciberpunk y una simbología que idealiza lo que nunca mereció demasiado la pena.
El retorno del vinilo lo atestigua en un contexto en que la Generación Z se apresura a comprender qué perdió la cultura pop al desaparecer una actividad tan evocadora para muchos de nosotros como el arte de crear nuestras propias carátulas de casete.
En mi caso, tuve buen maestro. Un hermano mayor melómano que se las ingenió para conseguir la música más oscura del momento y, cuando no era posible obtenerla de segunda mano, siempre era posible comprar cintas de cromo en oferta y ripear todo aquel repertorio. Quizá no habían llegado los años 90 y Barcelona estaba patas arriba, poniéndose guapa (decía la publicidad consistorial) para el evento.
Sueños analógicos entre niños digitales
A quienes vivimos la época (y nos beneficiamos del favor de tener acceso a música que generaba sentimiento de pertenencia, tal y como explora Nick Hornby en Alta fidelidad), nos resulta llamativo que los adolescentes precoces de hoy vayan por los desvanes desempolvando reproductores Walkman y MiniDisc.
La adoración hacia las carátulas de casete artesanales seguramente tendrá ya sus canales multitudinarios en redes sociales, mientras vinilos y tocadiscos alcanzan precios que causarán el arrepentimiento de todas aquellas tiendas de electrónica que se deshicieron del inventario anticuado de alta fidelidad por falta de ventas y el advenimiento de disco compacto y, finalmente, la desmaterialización.
Si los elefantes van a morir a santuarios elegidos por sus antepasados, las cintas de casete de los cuarentones y cincuentones de hoy no corren la misma suerte y no tienen adónde ir más que al cajón de sastre de la generación Tiktok, que compartirá viejos secretos en un vídeo de un minuto antes de pasar a otra cosa.
El equivalente a los santuarios de elefantes para los casetes con carátula personalizada es, quizá, un sistema Sonos integrado con el rúter, siempre a una actualización de distancia de iniciar un chantaje digital irreversible.
En Faherenheit 451, la novela distópica de Ray Bradbury, la resistencia de una sociedad a la que se impide leer (y, por tanto, pensar) con libertad, debe aprender de memoria los clásicos imprescindibles, de tal modo que fulano es El quijote, mengano El conde de Montecristo, y así.
Romanticismo de ruinas industriales en «Mirrorworld»
En mundo-espejo totalmente volcado en una digitalización precisa que reside en repositorios privados, el riesgo de que alguien apague Spotify, Apple Music, los equipos Sonos y esos altavoces Bluetooth con la calidad acústica del sonido transmitido en el agua, está siempre presente. Los libros escritos en torno a esta ansiedad de los lúcidos cibernéticos deben rondar los varios centenares.
Lo mismo ocurre con los libros autoeditados, la mayoría de los cuales no abandonan nunca su formato virtual. Yo mismo procuro evitar al máximo los borradores impresos de las novelas y textos largos que escribo para un círculo más que reducido. Quizá siempre haya existido el riesgo de limitarse a hacer garabatos en el espacio con la capacidad de permanencia de las huellas en la arena húmeda de una playa mientras sube la marea.
Si hacemos caso a Marco Aurelio en las Meditaciones o a la física teórica contemporánea cuando se refiere al concepto de «información» y entropía en el universo, entre los que escribimos para nadie (o casi nadie) y los que escriben para muchos en este instante y que carecerán de cualquier oportunidad de posteridad, la diferencia no es tanta. Y si no lo creemos así, debemos pedir consejo a Fernando Pessoa, que dedicó toda su existencia a reiterarnos por activa y por pasiva que él sólo estaba interesado en, precisamente, escribir esos garabatos en el espacio con incierta (pero segura) fecha de caducidad.
La entropía no nos va a ayudar demasiado a la hora de deshacernos del excedente contemporáneo de tecnologías, medios de transporte y maquinaria, materiales o edificios abandonados a su suerte en medio del paisaje para delicia de amantes de tendencias Instagram como el Urbex y otros conceptos asociados a nuestra curiosidad intrínseca (tan en la línea del cliché romántico) por las ruinas retrotrónicas de la civilización industrial y sus versiones más extremas: el desastre nuclear de Chernóbil, el Detroit histórico corroído por el abandono, los vehículos imposibles del utopismo tecnológico soviético durante la Guerra Fría, dispuestos como cadáveres de nuestra era por las estepas de Asia Central…
Nuestra atracción por los objetos recuperados
Parecen interesarnos menos los islotes de plástico en los giros oceánicos y, al parecer, los que siembran el fondo marítimo. Al parecer, la cantidad de plástico (recordemos, un material sobre todo derivado del petróleo con apenas un siglo de existencia y un consumo significativo únicamente desde finales de la II Guerra Mundial) acumulada en las profundidades marinas es 30 veces superior a la que flota en la superficie, si bien los desechos en tierra serían todavía superiores.
Quizá los desechos de plástico carezcan de cualquier posibilidad de interpretación pseudorromántica, sobre todo al desagregarse de los objetos y bienes de equipo a los que habían pertenecido, gentileza de la entropía. No hay leyes físicas del universo que valgan para los «mudlarks», esos buscadores de objetos de otras épocas que esperan en los lodazales de la ribera del Támesis a un redescubrimiento de épocas pretéritas (sean menestrales, proto-industriales, industriales o casi contemporáneas).
Podríamos dedicar tesis que enorgullecerían a Umberto Eco sobre anécdotas en torno a anécdotas que evocan el exceso contemporáneo por el comercio frenético de todo tipo de mercancías, a menudo transportadas en esos contenedores que se convierten también en unidad presta a la reconversión arquitectónica.
Ha habido incluso naufragios en las costas europeas de patitos de goma (sí, el amarillo, «el de toda la vida», que diría nuestra tía abuela) en cantidades suficientes como para llevar cuevas costeras hasta hace poco ajenas a nuestros quehaceres. Asimismo, la tecnología de hoy se prepara para convertir las viejas máquinas autónomas que permitieron la agricultura intensiva en máquinas-zombie que requieren actualizaciones remotas y conexión celular permanente para poder operar. Empieza a ocurrir lo mismo con los automóviles.
Nuestra manera de ver el mundo no es estática
La maquinaria agrícola del pasado reivindica su carácter analógico y vale su peso en oro. Los vehículos que pueden repararse y se mantienen ajenos a los vaivenes de directivos, industrias y compañías lejanas crean en nuestros días una realidad paralela de entusiastas de la auto-reparación.
Interestellar, la película de Christopher Nolan, evoca poéticamente la deriva hacia la dependencia remota de nuestra maquinaria, con ese drone que vuela a la deriva desde que perdiera toda posibilidad de contacto con comandos remotos que siguen la inercia de la entropía digital sin que exista maquinista alguno.
Es esta inercia tecnológica que, en palabras de Martin Heidegger, acaba propulsándose a sí misma debido a su propio ímpetu, la que acaba imposibilitando la existencia de un mundo moral para el mundo obsoleto que acumulamos desde la era industrial. La maquinaria del pasado no tiene cementerio de elefantes adonde acudir.
Donde no hay urbex, hay «rurex», un pasatiempo convertido en tendencia en redes sociales que trata de documentar de manera sugestiva emplazamientos periurbanos y rurales con cierto encanto subjetivo capaz de llamar la atención. En nuestro tiempo, el romanticismo debe jugar con la tendencia al agotamiento producida por la voluntad actual de catalogar el mundo.
El ejercicio de situar un objeto en unas coordenadas, fotografiarlo y describirlo desviste la propia posibilidad de misterio y nos sitúa sobre un contexto donde la representación sustituye a la referencia e imposibilita experiencias tan humanas como la distancia relativa (lo cercano y lo lejano, lo conocido y lo misterioso, lo propio y lo ajeno), pues todo es susceptible de contar con una referencia para su acceso remoto.
El síndrome de Stendhal y otras especies extintas
En su crítica al cartesianismo y a la lógica de la maquinaria industrial (sistemas de engranajes despersonalizados que se propulsan a sí mismos y convierten el espíritu humano en comparsa, tal y como expone Hannah Arendt con el concepto de «banalidad del mal»), Martin Heidegger reflexiona sobre la «espacialidad». El mundo en que nos desempeñamos se transforma cuando lo hace nuestra manera de afrontar la realidad.
Para el filósofo alemán, una cosa es «cercana» cuando la sentimos próxima (o bien en el espacio, o culturalmente, o por alguna referencia, etc.), mientras será lejana cuando se encuentra más allá de nuestro alcance. En el pasado, lo exótico (concepto unido al surgimiento de la distinción estética de los románticos entre lo bello y lo sublime) inspiraba un interés o encanto que podríamos asociar a fenómenos como la emergencia en filosofía o el llamado síndrome de Stendhal.
La sociedad contemporánea, en su carrera por la cuantificación de la realidad, habría acelerado un proceso ya presente en la sociedad industrial, que Max Weber llamó «desencantamiento» (o pérdida de la inocencia y emoción humana ante el misterio de lo que nos atrae y no podemos comprender del todo o reducir a lo formulaico).
Byung-Chul Han asocia esta necesidad humana a no perder el «encantamiento» por lo misterioso con el concepto de «deseo», un fenómeno tan espiritual como sensorial que requiere una reflexión, un lugar en el mundo y en el tiempo, una comprensión histórica de la realidad. La sociedad contemporánea, encaramada a un tiempo fragmentado y desestructurado posterior a toda posibilidad de historicismo, se sentiría huérfana de la capacidad de emocionarse ante lo percibido.
Pero la diferencia entre pasearse y desplazarse punto a punto, o entre deleitarse ante un cuadro de Caravaggio y conformarse con la búsqueda adictiva de fotografías saturadas de color en Instagram, es también una brecha en la actitud de cada uno de nosotros.
De ascensores y gatos
Quizá, la saturada redundancia en nuestro mundo físico no haya imposibilitado del todo la capacidad de maravillarnos. Walter Benjamin creía haber dado con el nodo del desencantamiento descrito por Max Weber al describir la pérdida de «aura» del arte al entrar de lleno en la era de la reproducibilidad técnica. Benjamin se refería al cine, la fotografía y los medios de masas, pero el mundo-espejo creado en la era cibernética, donde se confunden modelo real y holograma, simulacros y simulaciones (la confusión de mapa con territorio que Baudrillard toma de Borges) nos sitúa al idealismo subjetivo propio de un videojuego.
Quizá, al adentrarnos en este mundo que evoca pasajes de Aldous Huxley, de Matrix y de las novelas de Houellebecq, los desguaces de la era industrial y técnica sea el escapismo romántico de nuestra época. Un desguace de coches, uno de aviones, uno de grandes cruceros o de naves espaciales (como el existente a las afueras del cosmódromo de Baikonur) son nuestro Caravaggio.
Las grandes máquinas de la época pretérita a la pandemia nos anclaban todavía a la mecánica newtoniana del mundo físico (y, por tanto, comprensibles, a diferencia de la física teórica desde Einstein y Schrödinger, alejadas de la geometría euclídea y la causalidad de Kant). Ahora, y debido a la pandemia (entre otras causas), las aerolíneas y las compañías de cruceros buscan gigantescos cementerios de los elefantes mecánicos de nuestra era.
En efecto, la pandemia ha frenado de golpe el tráfico aéreo y el mundo de los cruceros. Poco ha importado que la incidencia de los contagios haya sido hasta ahora muy distinta en aviones y cruceros: los sistemas de ventilación y protocolos instaurados para los vuelos han evitado que se generalizaran los eventos de infección masiva.
No se puede decir lo mismo de los principales cruceros turísticos, concebidos para multiplicar la socialización entre los pasajeros y, por tanto, auténticas placas de Petri para estudiar el fenómeno de la aceleración exponencial de los contagios en entornos interiores de interacción elevada.
Los aviones de Teruel
La industria de los eventos, o economía de la experiencia, no puede ser rentable en medio de una pandemia que demanda medidas de prevención diseñadas para, precisamente, evitar las congregaciones. A la espera de una vacuna, recibimos las «crónicas del frente» referentes a los aviones y cruceros que han dejado de desplazarse por falta de público.
En Francia, la radio pública dedica un reportaje a la actual actividad frenética en el aparcamiento de aviones más grande del país, situado en el departamento occitano de los Altos Pirineos, en Tarbes.
Poco más de 400 kilómetros hacia el sur, junto a una de las infraestructuras que se convirtieran en símbolo de los excesos de la burbuja inmobiliaria previa a la crisis de 2008 en España, el aeropuerto de Teruel, se extiende el aparcamiento y desguace de aviones más grande de Europa, gestionado por la misma subsidiaria de Airbus que almacena en el sur de Francia aviones que han dejado de volar, Tarmac Aerosave.
Teruel es un lugar idóneo para una infraestructura de este equipo debido a su clima seco y a la escasa pluviometría, ideal para evitar la corrosión de las aeronaves durante largos períodos. Samanth Subramanian explica en The Guardian la operativa del centro:
«Muchas naves han llegado para permanecer poco tiempo en almacenamiento, y permanecen a la espera mientras cambian de propietario o se someten a mantenimiento. Si su futuro es menos claro, acceden al almacenamiento a largo plazo. En ocasiones, el limbo de un avión acaba cuando se procede a su desguace y su fuselaje se descompone de manera eficiente en piezas de recambio y metal reciclado».
Cementerios para grandes máquinas de nuestro tiempo
Antes de la pandemia, había 78 aeronaves en las instalaciones de Tarmac en Teruel. En junio, la cifra ascendía a 114, cuando la capacidad ronda los 120-130 aviones de gran envergadura. Las otras tres instalaciones de la firma en Europa se encuentran también «próximas a la saturación», explica Patrick Lecer, consejero delegado de la compañía, que sigue recibiendo encargos de las principales aerolíneas para almacenar más aviones.
En Teruel se muestran satisfechos de haber encontrado una razón de ser al aeropuerto. Antes de la pandemia, los responsables del parking de aviones de la ciudad aragonesa estimaban la necesidad de reciclar 12.000 grandes aeronaves en 20 años. La cifra es hoy muy superior. Ya hay quien compara la ciudad aragonesa con el desierto de Mojave, donde se concentran empresas en torno a desguaces y pruebas técnicas asociadas a todo tipo de vehículos.
En Aliaga, localidad turca del Egeo dominada por la industria portuaria, donde se concentran varias refinerías de petróleo y unas atarazadas especializadas en el desmantelamiento de buques, no dan abasto con la llegada de cruceros enviados al desguace debido a la pandemia.
Paseando entre vestigios de la técnica pretérita
Antes de la pandemia, el desguace de buques en Aliaga se centraba en el desmantelamiento de buques mercantes. Kamil Onal, consejero delegado del desguace portuario en la ciudad, explica que la localidad ha virado desde la construcción de navíos a su desguace. El empleo es significativo: se requiere el trabajo por turnos de hasta 2.500 operarios para desmantelar un crucero de pasajeros en seis meses. Los navíos acuden del Reino Unido, Italia, Estados Unidos.
Las imágenes de los aparcamientos para aviones y desguaces de grandes navíos como el de Aliaga, nos transportan a decorados que evocan el extraño romanticismo retrotrónico de mundos fantásticos estimados en nuestra cultura pop, como los concebidos en la firma de animación japonesa Studio Ghibli.
Observamos al ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi, protagonista del filme de animación El viento se levanta, diseñador del avión de combate Zero usado en Pearl Harbor, mientras se pasea por un cementerio de aeronaves.
Como banda sonora, quizá Different Trains de Steve Reich.