Nuestro antropocentrismo nos ha conducido a buscar signos de inteligencia en otros animales que se adecúen a nuestro propio comportamiento: simios, ballenas, elefantes, ratas y algunas aves, como el loro gris africano, destacan por una inteligencia reconocible por nuestra ciencia.
No ocurre lo mismo con inteligencias más misteriosas, al haber evolucionado en organismos muy apartados de nuestra especie; es el caso de algunos invertebrados, como los pulpos, con un complejo sistema nervioso y en torno a ganglios que pueblan el esófago y conforman una red en malla cuyo conjunto constituye un “cerebro descentralizado“.
El cerebro de los cefalópodos más complejos, los octópodos —pulpos—, está recubierto de una sustancia protectora similar a los cartílagos de los vertebrados, y este perímetro ha sido definido como “proto-cráneo”. Con aspectos primarios que los acercan a moluscos cefalópodos tan primitivos como los nautilos (definidos como “fósiles vivientes”), los pulpos tienen una cognición, visión y capacidad de aprendizaje que rivaliza con las de muchos vertebrados.
El sistema nervioso más sofisticado entre los invertebrados
Los cefalópodos octópodos están alejados de nosotros, únicos representantes vivos de los primates del género homo, en cualquier consideración, y su aspecto alienígena ha inspirado leyendas marinas, historias fantásticas y novelas.
Un pulpo tiene tres “corazones” que bombean sangre de color azul verdoso, sirviéndose de un método de distribución celular de oxígeno que usa cobre en su centro activo y no hierro (como en los vertebrados) llamado hemocianina, de donde deriva “cian” para designar el azul verdoso de su sangre.
Desde nuestra atalaya taxonómica, aplicar el apelativo de “inteligente” a un pulpo es un ejercicio de valentía y voluntarismo: cuanto más se aleja de la nuestra, la complejidad neuronal de un organismo es menos reconocida como “inteligencia”.
El pulpo, con una composición somática sin apenas órganos endurecidos (sólo ojos y el interior de la boca, que oculta un pico similar al de las aves), tiene un cuerpo tan maleable que en momentos de percepción de riesgo es capaz de ocultarse en orificios cuyo volumen no es mucho mayor que el de los ojos. Su sistema nervioso controla, asimismo, uno de los sistemas de camuflaje más sofisticados y efectivos que se conocen, convirtiendo su epidermis en poco menos que una pantalla mimética capaz de emular el entorno cuando la situación lo requiere.
Aprendiendo de otras mentes
Hace unos 600 millones de años se produjo una hendidura evolutiva en el árbol de la vida del que somos uno de sus resultados: la separación de los linajes que originaron los animales vertebrados —que iniciarían su carrera hacia el perfeccionamiento de sistema nervioso y motricidad—, y los invertebrados —que prefirieron explorar su instinto de supervivencia en entornos especialmente hostiles.
Entre los vertebrados, que tomaron la forma de peces, reptiles, aves y mamíferos, la carrera por una inteligencia más compleja prosperó en un sinfín de animales adaptados a ecosistemas muy distintos; pero fuera incluso de los vertebrados, un reducido grupo de animales optó por mantener y aumentar su complejidad nerviosa.
Los pulpos, con una inteligencia excepcional entre los invertebrados, como recuerda el oceanógrafo británico Callum Roberts, constituyen
“…un experimento aislado en la evolución de la mente.”
Roberts escribe sus notas acerca de estos cefalópodos a propósito de su reseña de Other Minds, un ensayo que Peter Godfrey-Smith, profesor de historia y filosofía de la ciencia en la Universidad de Sídney, dedica a la inteligencia de los pulpos: en cierto modo, bucear en la inteligencia de los octópodos es lo más parecido a tener un encuentro con inteligencia alienígena.
Actividad cerebral e inteligencia
Al fin y al cabo, hablamos de las habilidades de un animal invertebrado, evolutivamente más distante de los primates que un pez o una lagartija, lo que no les impide encontrar la salida en un laberinto, estudiar botes hasta abrirlos o aprender: observar comportamientos de su especie y otras especies circundantes para proceder a su imitación posterior.
En su ensayo, Godfrey-Smith explora cuestiones filosóficas como la propia naturaleza cognitiva de los pulpos:
“¿Se siente algo desde el interior de uno de los cefalópodos de gran cerebro, o se trata simplemente de máquinas bioquímicas para las que, adentro, todo es oscuro?”
Con un comportamiento observado en cautividad que confirma que son capaces de boicotear tanques de agua y otros mecanismos cuando lo desean, o reconocer y comportarse de manera distinta con distintas personas (y rociando de agua a unos y no a otros), los pulpos cuentan con más neuronas en sus tentáculos que en el cerebro; en conjunto, su extraño sistema nervioso rivalizaría en complejidad sensitiva con el de algunos mamíferos.
Peter Godfrey-Smith reconoce que, a día de hoy, la filosofía de la ciencia no puede establecer hasta dónde llega la cognición de los pulpos de mayor cerebro: mayor actividad cerebral no implica capacidad de interpretación, y se ha comprobado que son incapaces de observar los propios patrones que emiten sus organismos —lo que les impediría usar estos cambios para comunicarse—.
Decir imitador cuando se trata de inteligencia
Sin entrar en especulaciones como las que llevaron al periodista y autor de El dilema del omnívoro Michael Pollan a preguntarse en un artículo para el New Yorker si las plantas, sirviéndose de marcadores electroquímicos, son seres “sensibles” capaces de reaccionar a estímulos pese a carecer de sistema nervioso o cerebro, la comunidad científica empieza a reconocer la inteligencia de organismos cada vez más separados de mamíferos superiores y primates, epicentro de nuestra idea de complejidad cognitiva.
Hasta hace unos años, por ejemplo, se consideraba que aves con capacidad imitativa y comportamiento coherente con patrones de aprendizaje avanzados, tales como el loro gris africano; los córvidos, familia distribuida por todo el mundo, entre los cuales se eleva por su simbolismo el cuervo grande, protagonista de muchos de nuestros relatos y supersticiones; o las colúmbidas, familia igualmente presente en todo el mundo y con abundancia de especies —más de 300, entre las que se incluyen palomas y tórtolas—.
Estas especies de aves aparecen en relatos metafísicos de todo el mundo desde tiempos inmemoriales, lo que denotaría nuestro reconocimiento ante una destreza que muestra algo más que sabiduría evolutiva, adentrándose en el terreno de la capacidad cognitiva de ejemplares o grupos concretos, y no de la especie en tanto que unidad gregaria conformada por ejemplares intercambiables, carentes de individualidad digna de mención.
Hasta los años 70, se asociaba la capacidad para imitar la voz humana presente en determinadas especies de aves, como el loro gris africano, con el desarrollo de regiones del cerebro asociadas con la mímica y el lenguaje. No obstante, un estudio de la universidad de Purdue dirigido por Irene Pepperberg confirmó que la agudeza mental del loro gris no acababa en la mímica.
Plantas y metáforas
En 1977, Pepperberg inició su estudio del loro gris africano Alex (acrónimo en inglés de Experimento de Aprendizaje Aviar), elegido al azar entre su especie y no por sus cualidades o entrenamiento previo.
El estudio concluyó que esta especie logra un nivel cognitivo equivalente al de niños de entre 4 y 6 años en determinadas tareas: desde la memoria asociativa —voces y rostros, etc.— hasta el aprendizaje de secuencias numéricas, en torno a 100 palabras de competencia lingüística, capacidad de diferenciación —objetos, colores, materiales, forma—, etc.
Por mucho que hayamos interiorizado el carácter autómata de loros, papagayos o palomas mensajeras, la competencia cognitiva de estas aves sería un síntoma de agudeza intelectual. Muchas cuestiones relacionadas con la filosofía de la ciencia siguen irresueltas: quizá no estemos todavía preparados para reconocer que la tendencia de loros grises y especies próximas a desarrollar trastornos del comportamiento cuando se encuentran bajo presión o cautiverio se debe a algún modo de reconocimiento de ellos mismos.
Sin recurrir a teorías de inspiración “new age”, capaces de observar una “proto-sensibilidad” cuasi nerviosa incluso en las plantas (Michael Pollan se refiere en su artículo para el New Yorker sobre la temática al ensayo de 1973 The Secret Life of Plants, de Peter Tompkins y Christopher Bird), los estudios de los últimos años nos preparan para reconocer con cada vez mayor certidumbre la inteligencia de animales evolutivamente distantes, desde invertebrados (pulpos) a vertebrados alejados de nuestra especie (algunas aves).
Entre parientes
Y de algunas aves, que comparten con nosotros la complejidad de su sistema nervioso y su condición de vertebrados homeotermos (de sangre caliente), a nuestra propia familia: los mamíferos. Todos los mamíferos descendemos de un antepasado común que vivió en el Triásico, hace unos 200 millones de años, con características próximas a reptiles extintos que hoy conocemos como “mamiferoides”, pues mostraban una transición evolutiva entre reptiles y mamíferos similar a la que presenta el orden de los monotremas (ornitorrinco y equidnas), mamíferos de Australasia que conservan características reptilianas como la reproducción ovípara.
Si entendemos la inteligencia como una compleja combinación de ingenuidad, adaptabilidad, capacidad de aprendizaje y resolución de problemas complejos, las ratas grises —originarias de China y convertidas en plaga mundial gracias al comercio marítimo global desde la Era de los descubrimientos—, se comportan de un modo tan parecido a las sociedades humanas que se han convertido en animal de laboratorio predilecto para realizar estudios extensibles a nuestra especie.
Manteniéndonos todavía alejados de la línea evolutiva de los primates, otros mamíferos distantes muestran una inteligencia que pone a prueba al marco ético humano, que de momento no reconoce derechos fundamentales a vertebrados superiores con un cerebro tan desarrollado que alberga niveles de conciencia próximos a los humanos: varios mamíferos y algunas aves, como el mencionado loro gris africano, tienen capacidad para haber desarrollado una conciencia de sí mismos y experimentar sufrimiento a partir de experiencias conscientes.
El lenguaje de los delfines
Hay mamíferos no primates que se comunican con complejos lenguajes artificiales (es el caso de mamíferos acuáticos como los delfines nariz de botella), lo que les permite transmitir conocimiento cultural de generación en generación, un fenómeno circunscrito al ser humano en el imaginario colectivo, anclado todavía en el antropocentrismo de las grandes novelas de aventuras y “conquista de lo salvaje” de épocas pretéritas.
Esta misma mentalidad prevalece cuando se trata de percibir la inteligencia de otros animales: a más comportamientos asociados al ser humano, mayor se considera su agudeza evolutiva. Esta correlación falla estrepitosamente en especies inteligentes alejadas de nosotros, sobre todo si no comparten siquiera el sistema nervioso primigenio de todos los vertebrados, pero sirve de guía entre parientes lejanos, el elefante africano.
Al adentrarnos en el debate ético y filosófico que trata de establecer hasta qué punto los animales más inteligentes sienten emoción, ningún estudio asistirá tanto como observar ritos como los que llevan a los elefantes a venerar a sus ancestros.
Estos animales voluminosos, de piel gruesa, gestación más lenta que la de los propios humanos y vida igualmente longeva (de 50 a 70 años, aunque se han documentado vidas que superan los 80 años), veneran a sus muertos con el cuidado y coherencia simbólica sólo presentes en las especies más evolucionadas del género homo: nosotros mismos y los neandertales.
Culto a los ancestros
Los elefantes no sólo muestran un interés que denota cierto respeto metafísico ante los restos de su propia especie hallados sin haberlo planeado con antelación, sino que visitan con regularidad los restos acumulados de parientes próximos y lejanos, así como de elefantes desconocidos y sin relación de parentesco.
Se han documentado varias escenas de rituales tras la muerte de un ejemplar. El biólogo sudafricano Anthony Hall-Martin observó a una cría dependiente llorando ante el cuerpo de su madre, una joven matriarca. La cría y otros miembros del grupo trataban de reanimar a la matriarca, acompañando la escena con ruidosos quejidos. La cría lloró y barritó, y luego todo el grupo calló, mientras depositaban con cuidado ramas de árbol sobre el cuerpo de la fallecida.
Observando semejantes escenas, es difícil no replantearse nuestra consideración ante estos y otros animales superiores, miembros de especies que se relacionan, sufren, aprenden, sienten, protegen, protegen a pequeños y mayores y no se olvidan de sus muertos.
Cánidos aullando a la luna, animales de granja lanzando una mirada pesarosa al contexto de crueldad clínica de las granjas de explotación intensiva, que privan a los ejemplares conminados de cualquier sentido de contexto e individualidad reconocibles, eliminando la posibilidad de comunicación empática y existencia digna entre animales sociales con un sistema nervioso complejo.
Elefantes y simios
A medida que crece la capacidad adquisitiva de la clase media en los países emergentes, lo hace también el consumo de carne bovina, ovina y porcina. La suerte es distinta para la megafauna cuyo simbolismo contribuye a redoblar el esfuerzo para garantizar su supervivencia en el medio natural: la esperanza de vida del elefante africano aumentará en los próximos años, de surtir efecto las medidas del Gobierno chino para erradicar el comercio de marfil en el país (donde se vende el 70%), declarado ilegal desde finales de 2017.
Si las matriarcas más sabias viven más tiempo, todos los elefantes se benefician: estudios en Amboseli y Samburu muestran cómo, gracias a la memoria, la capacidad de orientación y el pensamiento abstracto, los miembros más veteranos de cada grupo conducen a los jóvenes a zonas fértiles cuando se extienden sequías especialmente severas. Al parecer, siempre hay algún recuerdo que conduce a la buena intuición entre las matriarcas, aunque se trate de un sólo viaje realizado a tierras lejanas al principio de la vida, realizado casi ocho décadas atrás.
Este pequeño recorrido por la inteligencia y sensibilidad de distintos animales no nos ha llevado siquiera a considerar nuestros parientes vivos más próximos. Estudios realizados con grandes simios demuestran que el cerebro de gorilas, chimpancés, bonobos y orangutanes presenta cambios similares al de los humanos cuando éstos observan imágenes cargadas de emoción.
Este reconocimiento del simbolismo de los grandes simios no reduce sus dificultades actuales en un hábitat natural cada vez más reducido y fragmentado: cuatro de las seis especies que conforman este subgrupo están al borde de la extinción.
Desencantamiento: nuestro desapego del mundo natural
La empatía es instantánea, al no exigir ninguna reflexión y apelar al reconocimiento del sufrimiento cuando son otros quienes lo padecen. Los mamíferos superiores, y entre ellos nuestros parientes los grandes simios, no sólo lloran cuando ven a alguien llorar, sino que adaptan su comportamiento para consolar, reparar, buscar la causa del padecimiento.
La empatía, unida a la inteligencia, genera comprensión, rituales de consuelo y otras reacciones. Del mismo modo, la crueldad requiere empatía y agudeza mental: conocer lo que el otro siente para aplicarlo con las dosis de crueldad necesarias.
Sintamos o no amenazada nuestra humanidad, va siendo hora de que ciencia e imaginario colectivo reconozcan la agudeza y carácter único, irrepetible, de muchos de los animales que han sobrevivido a los efectos de nuestro éxito biológico.
Algunos de ellos han pagando el precio más alto muy a su pesar: la negación reiterada de su estatus en tanto que seres sensibles y de atributos cognitivos complejos, capaces de muchos comportamientos con un nivel de sofisticación y abstracción que seguimos circunscribiendo al homo sapiens sapiens.
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