Hasta hace poco, informática personal, Internet y telefonía móvil eran transformaciones que pocos consideraban inherentemente negativas o con efectos potencialmente devastadores; hoy, esta impresión ha cambiado.
El mundo conectado pone de relieve la convivencia de fenómenos como el tribalismo y la crisis de los grandes valores ideológicos y religiosos del pasado (un postmodernismo sobre el que nadie dice nada nuevo) y los propios valores universalistas que posibilitaron la expansión y relativa autonomía de Internet.
Los ideólogos de la época de los medios de masas leyeron la nueva situación como la aceleración del proceso previo de supuesto control mediático de unos pocos sobre la sociedad; la situación es más compleja y no es tan fácil extraer conclusiones peregrinas de procesos complejos y de distinto alcance, profundidad, velocidad.
¿Hay ciencia de la moralidad sin intermediarios?
Internet también no sólo ha abierto la veda a la agitación propagandística de bajo coste y la llamada a revueltas/pogromos a la carta —previa organización en Facebook, Twitter o Whatsapp—: un modelo de comunicación sin viejos intermediarios es presa fácil de la manipulación, pero hace viables productos culturales que antes no habrían logrado interés o difusión… y crea nuevos lenguajes.
Viejos modelos de producción y distribución de noticias y contenido de entretenimiento se convierten en nichos con productos de alto valor añadido para quienes se pueden permitir la suscripción a diarios impresos, o prefieren invertir en una mediateca y biblioteca en formato físico. La distribución digital reduce el coste de distribución, pero no contenta ni a productores ni a creadores.
Sin embargo, poco a poco queda clara la utilidad de Internet para creativos dispuestos a trabajar duro para cultivar una audiencia que, a largo plazo, les permita vivir de su trabajo sin depender del viejo modelo de intermediarios.
Hay proyectos atrevidos o percibidos como arriesgados que ni siquiera los creadores consolidados son capaces de financiar; conscientes de este cuello de botella, los principales distribuidores digitales de contenido de entretenimiento, tales como Amazon, Netflix o YouTube, fomentan la producción de contenido propio sirviéndose de distintos mecanismos.
Internet como oportunidad para creadores y audiencias
Amazon y Netflix se han convertido en productoras audiovisuales ajenas a los canales tradicionales de intermediación, todavía concentrados, en el caso de Estados Unidos, en Los Ángeles (cine) y Nueva York (televisión y nuevos híbridos), y relacionados con los aparatos tradicionales de entretenimiento en los países con una industria autónoma relevante.
Gracias a Internet, proyectos minoritarios, hasta ahora relegados a canales de difusión regionales y a merced de los términos de las distribuidoras, se vuelven de repente viables. El último caso: Alfonso Cuarón, el consolidado director de cine mexicano (56 años: sorpresa en 2001 con Y tu mamá también; después firmaría la mejor entrega de Harry Potter –2004–; llamaría la atención con Children of Men —2006—; y lograría el respeto de la crítica y el gran público con Gravity —2013—), llevaba 10 años dándole vueltas a un proyecto más intimista.
Pese a su progresión y proyección, el director no había tenido éxito… hasta acordar la producción de Roma (2018), un filme inspirado en su infancia en el barrio de clase media de la Colonia Roma, en Ciudad de México.
Roma, rodada en blanco y negro, con un reparto de actores desconocidos y amateur, aire neorrealista, y con una poética alejada de la velocidad y el efectismo del cine de gran presupuesto, ha ganado el León de Oro en la edición de 2018 del Festival de Venecia, representará a México en los Oscar y ya se habla de una posible candidatura a la mejor película.
Proyectos como Roma son la punta de lanza simbólica de los beneficios que Internet puede aportar, al convertirse en canal global de información y entretenimiento, donde conviven el ruido y los creadores dispuestos a trabajar en sus propios términos, sin necesidad de aguardar al visto bueno de las grandes productoras.
Coleccionistas de dinosaurios
La actual transición del mundo analógico al digital es una transferencia económica, pero también simbólica y de peso relativo entre el viejo mundo de los medios de masas y la era en que los agregadores de contenido, propietarios del software y la distribución personalizada, dictan las normas. En paralelo, las empresas digitales adquieren las grandes cabeceras cuya importancia relativa han contribuido a erosionar: Jeff Bezos, consejero delegado de Amazon, es propietario del Washington Post desde 2013; y el propietario de Salesforce, Marc Benioff, ha adquirido recientemente Time Magazine.
El mundo editorial físico sobrevive con vigor, de momento, a la llegada de la oferta electrónica, recordando tanto el valor simbólico como el buen diseño de un artilugio tan veterano como el libro impreso. Eso sí, el libro digital ha contribuido a que autores y editores decidan con menos presión si merece la pena publicar libros de gran extensión; gracias al formato digital, la constricción económica ya no decide la extensión de un libro.
La Internet comercial actual se ha alejado de sus orígenes libertarios y artesanales. Hoy, Internet tiende a la consolidación empresarial en torno a monopolios que atraen al resto de proyectos con la potencia deformadora de agujeros negros, al concentrar beneficios, inversión publicitaria y ventaja tecnológica.
Pero, en calidad de ecosistema complejo y sensible a tendencias, el nuevo medio será la puerta a proyectos que expliquen a la población los retos de una época con problemas complejos que requerirán la participación de alianzas con representantes de todo el mundo.
Los incentivos de la información reactiva y superficial
Internet albergará también el proyecto personal y de gran calidad de creadores que ahora pueden producir sus obras con presupuestos muy reducidos y un acceso mundial al talento. Y, lo que sirve para proyectos informativos, culturales y de software, también vale para la investigación científica y una industria que combinará a menudo alta tecnología con procesos artesanales.
Surgirán nuevos métodos de expresión, nuevas plataformas que aceleren la obsolescencia de las redes sociales actuales… y quizá plataformas de software que permitan a creadores albergar, proteger y distribuir su contenido según sus propios términos, sirviéndose de un perfil de blockchain.
Para que Internet no evolucione hacia un modelo de monopolios gigantescos con epicentro en Estados Unidos y China, los usuarios deberán asumir que su actividad y avatar en la red forman parte de su estatuto de ciudadanía universal, reivindicando el derecho a explorar un nuevo tipo de autenticidad de “reencantamiento” entre perfil digital y mundo físico.
Una vez conscientes de la responsabilidad que comporta participar en una sociedad abierta con aspiraciones universales, será más difícil aceptar términos de servicio abusivos a cambio de la conveniencia adictiva de algún servicio prescindible por el que creemos no pagar, pero al que “contribuimos” con nuestra actividad y datos.
¿Cómo ampliar las ventajas potenciales de un sistema complejo y global, reduciendo a la vez los riesgos menos tolerables en las sociedades abiertas actuales? Quizá merezca la pena empezar por reducir el ritmo (el carácter reactivo y contestón de los servicios de Internet que premian la agresividad) y la velocidad del medio (asumir más ruido y durante más tiempo no debe equivaler a “trabajar más” o “conocer más”).
Bajo la velocidad y el ruido: capas freáticas de la cultura
Quizá sea el momento de desempolvar a uno de los pensadores de la incidencia de la velocidad y el poder en el siglo XX: el 10 de septiembre moría en París el teórico cultural y urbanista Paul Virilio, cordón umbilical entre los ritmos del campo y la ciudad, de la plaza de la iglesia y los grandes aeropuertos transatlánticos, de los oficios artesanales y la construcción de búnkeres de hormigón.
Hay que ver a Virilio como de esos pensadores que habían conocido lo suficiente los vestigios de la sociedad artesanal sepultada bajo la industrial como para estudiar el contraste entre viejas y nuevas maneras de interpretar el mundo.
Para muchos pensadores de su generación, marcados por las heridas de la guerra, la necesidad de reconciliación con Alemania y la descolonización, el humanismo debía hacer frente al aullido imparable de la velocidad y la aceleración de una prosperidad material sin ética ni equilibrio posible con el mundo que transformaba.
Los postulados de Marinetti (figura influyente en el fascismo, que se había considerado “regenerador”), la apisonadora de la II Guerra Mundial y de los grandes sistemas de la civilización (compuestos por engranajes —mecánicos, humanos, tanto da— sustituibles y carentes de responsables) situaban a la sociedad occidental en un punto sin retorno: si la nueva tecnocracia había diseñado la destrucción, ésta diseñaría también la sociedad del futuro, dominada por el consumo, el espectáculo y el vacío de valores que, un siglo antes, habían descrito Schopenhauer, Kierkegaard o Nietzsche.
Hijo de un obrero sindicalista de origen italiano y una madre bretona, Virilio padeció la II Guerra Mundial como adolescente en Nantes, y luego tuvo la fortuna de volver al París de la posguerra, donde aprendería artes aplicadas ayudando a Henri Matisse y estudiaría filosofía en la Sorbona junto al fenomenólogo Maurice Merleau-Ponty, quien recordará el carácter intencional de nuestra presencia en el mundo: percibimos las cosas en función de nuestra relación con ellas, así como de las intrincadas relaciones que —intuimos— sostienen ellas mismas.
La dimensión perdida
El trabajo en grupo y el sistema de mentoría del que Virilio se benefició desde la adolescencia le llevó a convertirse él mismo en ayudante de profesores consolidados y mentor de estudiantes más jóvenes, lo que le condujo a talleres interdisciplinares antes de que el término “workshop” inundara los mundos académico, artístico y profesional.
Filosofía, urbanismo, arquitectura, arte, medios de comunicación, mecanismos de coerción a pequeña y gran escala… Virilio se interesó por la aceleración tecnológica y los efectos de este mundo técnico y cada vez más burocratizado sobre las personas.
Paul Virilio indagó sobre la inercia presente en las sociedades modernas, en constante aceleración y sin más protagonismo humano que el de quienes se acomodan a las grandes tendencias para evitar ser triturados por éstas; en la misma época, el controvertido filósofo alemán Martin Heidegger se interesaba por este mismo proceso de aceleración tecnológica y “desencantamiento”, usando el término “tecnicidad” para describirlo.
Para este teórico de la alienación contemporánea y la incidencia de las telecomunicaciones en nuestra experiencia del mundo y de la vida en común, las ciudades están hoy repletas de personas que renuncian a la convivencia en un mundo tridimensional, para adentrarse en un entorno más pobre e ilimitado, el de las pantallas que consultan, pero que perciben como la antesala de un espejismo: ¿mayor libertad? Es lo que Virilio llamará la “dimensión perdida”: la información –y el ruido narcotizante del contenido superficial, de la propaganda, etc.– como “la tercera dimensión de la materia”.
Buscando sentido a la inercia de la técnica
Una vez lograda la atención del público, estas pantallas de lo bidimensional pueden emplearse como antesala de la propaganda a gran escala, sincronizando —dice Paul Virilio en La administración del miedo (2010)– las emociones en masa.
Sirviéndose de su formación en fenomenología, el francés exploró junto a un grupo de estudiantes —entre ellos, Jean Nouvel— la arquitectura de guerra de la costa atlántica francesa (a lo largo de la cual se extendían más de 15.000 búnkeres erigidos por el Tercer Reich, el Muro Atlántico): la sociedad tecnológica era capaz de transformar el mundo a velocidades vertiginosas, sirviéndose de una élite tecnocrática que podía escudarse en el anonimato administrativo para ejecutar barbaridades con precisión clínica y a escala industrial. De ahí la necesidad —postuló— de estudiar la ciencia de la velocidad, o “dromología” .
Virilio no consideró el culto a la velocidad como la aurora de una sociedad más próspera y sabia (tal y como había postulado el futurismo en la Europa de entreguerras), ni tampoco vio la destrucción de las guerras totales como una oportunidad para crear nuevos mundos más prósperos (la “destrucción creativa” que parecen echar de menos los discípulos de Joseph Schumpeter): la velocidad, y un tiempo finito, determinaban la jerarquía de las personas y los objetos en la sociedad, así como los fenómenos emergentes del desarraigo y la alienación.
El “mundo de ayer” de Stefan Zweig quedaba ya muy lejos cuando la sociedad de la velocidad, el tiempo como moneda y el mandato cultural de los medios de masas empezó a mostrar sus síntomas de agotamiento durante las protestas del 68, antesala de tesis libertarias y contestatarias que anunciaron un esfuerzo de “reencantamiento”: movimientos estudiantiles en París, protestas en Europa del Este, efervescencia contracultural en Estados Unidos… y germen de la cibernética.
Emergencia: una mirada renovada a la complejidad del mundo
La cibernética no podía curarlo todo, pero partía al menos de la tesis de la “ecología de sistemas” y la necesidad de observar la realidad desde multiplicidad de puntos de vista, combinando ciencias y humanidades como en la Antigüedad: teoría de sistemas, ciencias cognitivas y nuevas hipótesis sobre fenómenos complejos (“emergencia“, evolucionismo cultural, etc.) marcaron los inicios de la informática y de un medio de comunicación con orígenes en el militarismo de la Guerra Fría y la rapidez de respuesta a posibles ataques nucleares, la red de telecomunicaciones descentralizada que se convertiría más tarde en Internet.
La generación de pensadores asociados con Paul Virilio, tales como Marshall McLuhan, Jean Baudrillard y Gilles Deleuze, denunciaron la superficialidad de una sociedad obsesionada por la rapidez, la superficialidad, el golpe de efecto: la agitación propagandística, desarrollada en climas bélicos y revolucionarios, había sido engullida por la sociedad del espectáculo…
A menudo caricaturizados como hedonistas tan protestones como indolentes y carentes de fondo intelectual, los protagonistas de las protestas y experimentación de finales de los 60 acertaron en la lectura del nuevo capítulo que se abría en la esfera tecnológica, pero que pronto influiría sobre la sociedad a una “escala de civilización”.
Las primeras imágenes de la Tierra vista desde el espacio recordaron el carácter extraordinario del astro, pero también su fragilidad y soledad en un entorno hostil e inerte, incapaz de propagar la melodía de la organización necesaria para la vida: de fractales inertes como cristales minerales a moléculas complejas, proteínas, ARN, ADN…
Visiones enfrentadas de la modernidad
Ajenos al trasfondo ideológico de la intelectualidad institucional, los estudiantes y académicos llamados a armar las nuevas herramientas tecnológicas comprendieron que la cibernética se comportaría de manera similar a los sistemas complejos de la naturaleza: con una complejidad imposible de controlar o predecir usando viejos modelos positivistas, pero con modelos suficientemente consistentes para alterarlos de manera ventajosa.
La cibernética comprendió 20 años antes de la caída del Muro de Berlín que, en la nueva etapa mundial —armas nucleares, Carrera Espacial, descolonización, Revolución Verde, aumento de la población e incidencia de la humanidad sobre el planeta—, los riesgos y oportunidades se propagarían con potencial sistémico y contaban con la complejidad de ecosistemas, lo que impelería a la humanidad a una interconexión e interdependencia cada vez mayores.
En el nuevo contexto, los veteranos pesimistas sobre la aceleración del mundo y las consecuencias de ésta, tales como el mencionado Paul Virilio o los pensadores de la Escuela de Fráncfort, confundieron el carácter orgánico, descentralizado y “emergente” de la sociedad cibernética con el mundo que el nuevo orden dejaba atrás, el de los medios de comunicación de masas, supuestamente controlados por una élite neoliberal que ofrece el espejismo de la libertad de elección a cambio de prosiga la fiesta del consumo (empaquetando los brotes de disidencia y contestación en forma de espectáculo).
La informática personal e Internet carecerán de peso y capacidad de influencia sobre las tesis de estos pensadores… hasta que los efectos más positivos y enriquecedores de un mundo con tantos emisores y creadores potenciales como receptores y consumidores de información den paso al proceso de concentración de servicios digitales de la actualidad, con los efectos y consecuencias que el mundo trata de analizar.
Optimistas y pesimistas del nuevo orden
Los optimistas del nuevo orden, a menudo relacionados con la infraestructura que propulsa Internet desde Silicon Valley, como el ensayista y ex-Merry Prankster Stewart Brand o su viejo colaborador y cofundador de la revista Wired, Kevin Kelly, percibieron los mismos síntomas de aceleración e interdependencia que pensadores como Virilio, Braudillard o Deleuze; pero, a diferencia de éstos, se desprendieron de cualquier intento de control del nuevo orden, comprendiendo su carácter supuestamente orgánico y “emergente”, similar al de ecosistemas y la propia vida.
Ni unos ni otros acertaron del todo: los primeros, dependiendo todavía del marco de pensamiento marxista, concibiendo una Revolución que debía basarse en la igualdad y los valores universalistas promovidos por unas élites intelectuales; los segundos, creyendo que la tecnología e Internet solventarían eventualmente los grandes problemas de la humanidad (el “solucionismo” inocentón que impregna todo en Silicon Valley, dejando el hedor de una mala nota de prensa), al concebir el mundo —sin reconocerlo— con la ingenuidad de los primeros ilustrados que, como Rousseau, creían en la inherente bondad del ser humano.
Ambas concepciones del progreso y sus riesgos distópicos, la dirigista y la liberal-libertaria, acertaron a medias en sus predicciones y escenarios utópico/apocalípticos: ni nos adentramos en una sociedad orwelliana, ni arreglaremos el mundo (o crearemos un jugo de naranja sin precedentes) confiándonos a un algoritmo.
¿Retorno de Europa al tablero de juego?
En una entrevista concedida recientemente a Wired, Stewart Brand argumenta que la humanidad no necesita comprender los sistemas sociales, biológicos y tecnológicos con precisión matemática para beneficiarse de su uso favorable, sino aprender a influir sobre ellos con astucia ventajosa.
Al fin y al cabo, dice, en eso consisten disciplinas como la medicina moderna, en la que un conocimiento parcial de problemas mucho más complejos nos permite curar dolencias, aumentar la esperanza de vida, prevenir enfermedades congénitas, etc. Sin caer en el reduccionismo de quienes creen que el mundo conectado es la solución para todo, Brand apunta a tres campos que tendrán en el futuro una incidencia sobre la “civilización planetaria”, y conserva la convicción de que los cambios irán por derroteros positivos: biotecnología, inteligencia artificial y —de manera gradualmente más clara, dice Brand—, blockchain (que el fundador de el Whole Earth Catalog no confunde con la especulación en criptomoneda).
Los riesgos que afronta Internet —desde la agresividad comercial de monopolios de facto que priorizan los ingresos ante cualquier otra consideración, al auge propagandístico o la pérdida de neutralidad en la distribución de los datos, antesala de cribas comerciales e ideológicas— sólo serán superados si un porcentaje relevante de sus usuarios antepone valores humanistas y universalistas a consideraciones estrictamente comerciales (Silicon Valley) o de control administrativo efectivo (China).
Estándares del mercado europeo
De momento, la Unión Europea parece ser la entidad política y económica de calado dispuesta a buscar un equilibrio entre la salvaguarda de los derechos de usuarios y creadores, por un lado, y la libre competencia de productos y servicios.
Dadas las limitaciones de la actual Administración estadounidense, que alza la voz descuidando a la vez sus bazas de “poder blando“, No hay otra organización con la fuerza y la determinación política para establecer estándares que luego sean adoptados por todos.
Sin regulaciones explícitas, ganan los intereses económicos de los gigantes de Internet, tanto estadounidenses como chinos. Con estándares sólidos, la Internet ciudadana mejoraría sus perspectivas de futuro.
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