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Recorrido improbable por el origen de lenguaje e imaginación

La relación entre lenguaje e imaginación es compleja e intrincada, y exponer a niños a distintos idiomas en la tierna infancia no sólo influirá sobre su facilidad para comprender y hablar varias lenguas: su imaginación también funcionará de un modo distinto.

Esta es, al menos, la conclusión derivada de una observación científica: explicamos historias y combinamos imágenes mentales en argumentos que dependen de la «imaginación» gracias al lenguaje, y no pese a éste: en algún momento del pasado, el ser humano desarrolló la capacidad para combinar recuerdos, observaciones en tiempo real y especulaciones en historias complejas.

Estatua de David Hume (Alexander Stoddart, Royal Mile, Edimburgo)

Esta capacidad para narrar sería asociada a una región concreta del cerebro por primera vez gracias al trabajo del psicólogo estadounidense Leon Festinger. Según Festinger, la región concreta del hemisferio izquierdo del cerebro (que llamaría «intérprete») permitió explicar historias y crear relaciones interpersonales en un grupo.

Una ilusión ilustrada: la idea de progreso lineal

Gracias al nexo entre un lenguaje cada vez más complejo y abstracto y el intérprete cerebral, el hombre moderno convertiría meros lazos familiares y una aspiración a la supervivencia (presente en otros vertebrados y homínidos) en una cultura compleja, con historias capaces de transmitir un aprendizaje adquirido y derivado de dos herramientas clave en nuestra evolución y en el proceso que conocemos como «progreso»: la observación de fenómenos; y el ensayo y error.

La intrincada relación entre el desarrollo del lenguaje durante la infancia y la capacidad para construir relatos ha dado pie a innumerables tesis filosóficas. La ciencia cognitiva identifica un proceso de la conciencia como el origen de una percepción individual del mundo en forma de relato, basada en lo observado por nuestros sentidos y en su interpretación subjetiva, que es suficientemente similar a la del resto de miembros de una comunidad.

Las similitudes entre los relatos conformados por uno mismo y los transmitidos por una cultura conforman lo que la filosofía fenomenológica identificó como «intersubjetividad», o subjetividad compartida: nuestra manera de ver el mundo es suficientemente genuina como para conformar una personalidad única (basada en una actitud, unas capacidades, una experiencia), y a la vez similar a la de los otros miembros de un grupo como para identificarnos en una serie de lugares comunes cognitivos.

La mera observación de individuos que han crecido apartados de una sociedad al perderse y sobrevivir en entornos sin acceso a relaciones humanas, o de personas que han sufrido daños cerebrales localizados y dañado parcialmente funciones cerebrales localizadas, permite establecer la causalidad entre el desarrollo del lenguaje (un fenómeno social, que requiere la interacción con otros hablantes) y la imaginación «constructiva» que permite construir historias complejas, las cuales parten de yuxtaponer «objetos mentales».

Sociedad como suma de intereses individuales o como fenómeno emergente

La filosofía ha tratado de dirimir desde la Antigüedad si los objetos reales y conceptuales (y las palabras que los designan) evocan versiones ideales que preceden a su propia materialización concreta: para Platón y sus seguidores más influyentes, como Immanuel Kant, existen los conceptos «a priori», los ideales que acumulan la belleza de la aspiración, la perfección.

Otras corrientes, como las basadas en constatar «verdades» a partir de su comprobación, creen que la relación entre lenguaje y realidad es indisoluble, pero no responde a un mundo ideal de conceptos universales predefinidos: no habría un caballo o una silla ideales, si bien nuestra retentiva e imaginación constructiva nos permiten asociar todos los animales u objetos que responden a las características del caballo o la silla como «caballo» o «silla».

Ilustración que muestra a Mowgli, protagonista de «El libro de la selva» (Rudyard Kipling, 1894), historia inspirada en el mito del «buen salvaje»

A inicios de la modernidad, dos conceptos de positivismo compitieron en Europa: David Hume observó que es imposible dejar de pensar (nuestra mente nunca está del todo vacía, siempre hay algo que rumiamos o que la ocupa de un modo u otro).

Hume decidió establecer sus hipótesis a partir del estudio de la causalidad, y su empirismo insistió en la idea —posteriormente asociada al pensamiento filosófico anglosajón— de que los procesos que conforman el lenguaje y la percepción de la realidad son individuales; la sociedad es, por tanto, la suma de un fenómeno emergente de la conciencia de los individuos que conforman un grupo.

Esta corriente de pensamiento contrastaba con la otra gran corriente filosófica que aspiraba a concentrar el ideal científico de estudiar y cuantificar la realidad: el positivismo del francés Auguste Comte, precursor de la sociología. La ciencia, según Comte, debe atenerse a confirmar los «hechos positivos» (expresión que se refiere a hechos factuales, demostrables) que conforman la realidad.

El pensador francés otorgará a las ideas de orden social y progreso un carácter central (el lema de la bandera brasileña, «Ordem e Progresso», se inspira en una cita de Comte).

Sociedad como algo más que la suma de personas: interés general y «contrato social»

Para Hume y pensadores en los que influyó, como Adam Smith y John Stuart Mill, la experiencia personal precede a la colectiva y la sociedad es la suma de los intereses de cada individuo; Jean-Jacques Rousseau no lo creerá así y afirmará que el interés personal no limitado de cada persona no suma una «sociedad».

En línea con su pensamiento político, Rousseau tratará de distinguir entre las capacidades innatas y adquiridas del ser humano, y partirá de la falacia de la bondad original del individuo, que nacería, según él, libre y no pervertido por la costumbre.

En una sociedad ideal, la relación entre individuo y colectivo estaría dictaminada por un «contrato social» que dirimirá el equilibrio entre los intereses legítimos del individuo y los de la sociedad, a través de un interés general (o voluntad general) que constituye algo más que la suma de la voluntad de todos (o de «voluntades individuales»).

En la línea del pensamiento europeo continental inaugurado por Rousseau, Auguste Comte, acuñó el concepto de «altruismo» y asoció a la existencia y la comunicación del grupo como fenómeno imprescindible para la existencia del «individuo», en tanto que ser capaz de comunicarse con otros y tratar de explicar el mundo a través de un relato complejo.

El altruismo de Auguste Comte evoca la reflexión de Aristóteles, según la cual el hombre es ante todo un ser «político» (social, perteneciente a la «polis»). Lenguaje y pensamiento complejo irían de la mano y conformarían no sólo la relación de dependencia entre el individuo y la sociedad, sino la propia razón de ser del individuo, quien desarrollaría mecanismos de solidaridad como el altruismo para garantizar el éxito de sociedades complejas.

¿Qué compartimos si nos creemos autónomos y negamos el interés general?

El cisma entre el pensamiento anglosajón y el europeo continental prosigue desde entonces, y tanto ciencias exactas como ciencias humanas conservan matices que parten de esta visión diferenciada de individuo, sociedad y conceptos como el de interés general, así como de la importancia del lenguaje en la propia conformación de la filosofía.

En el mundo anglosajón, la filosofía analítica se centra en el estudio lógico del lenguaje y trata de extrapolar modelos y patrones a una teoría del conocimiento más amplia. Los propios avances en inteligencia artificial dependen de esta visión reduccionista de la filosofía.

Por el contrario, la filosofía denominada continental aspiraría a analizar el contexto y las circunstancias que llevarían a individuo y sociedad a constituirse y comportarse de un modo determinado: en este estudio sistemático, hay que interpretar, especular, armar un relato historicista.

Luperca, la «loba capitolina», que representa el mito fundacional de Roma (y el del «buen salvaje»)

A grandes rasgos, la supuesta aspiración analítica por la objetividad contrastaría con el cultivo del punto de vista en la corriente continental. Esta diferencia conceptual entre pensadores como Jean-Jacques Rousseau y Adam Smith sigue condicionando, nos guste o no, la propia manera de hacer ciencia.

Lo que en la filosofía europea continental se conoce como «intersubjetividad», o experiencia subjetiva de la realidad compartida entre los integrantes de un grupo o momento histórico (la percepción de lo real, si bien es subjetiva, se parece lo suficiente entre quienes comparten un lenguaje, una época, un tipo de experiencia, etc.), la filosofía analítica lo asocia al concepto de «imaginación sociológica», o la toma de conciencia de la relación indisoluble entre la experiencia personal y la del conjunto de la sociedad.

Cuando la mayoría no es sabia: populismo y tiranía colectiva

Este último término, acuñado por el sociólogo estadounidense C. Wright Mills en 1959, es suficientemente similar al usado por el fenomenólogo Edmund Husserl, aunque pretende estar libre de todo «trascendentalismo» que no sea empíricamente demostrable.

Tanto intersubjetividad como imaginación sociológica no confunden experiencia del individuo como experiencia aislada, y la voluntad individual no se entiende sin presuponer una voluntad general: aprendemos a hablar, a identificar y asociar conceptos físicos y abstractos, a evocar relatos y enriquecerlos o crearlos ex novo, a reproducir una conducta a partir de lo que creemos compartir con otros.

Los conceptos de libertad individual y autonomía moral no se comprenden en la corriente analítica y continental sin la referencia que el individuo tiene del relato y valores que identifica con el grupo. Esta articulación entre individuo y colectivo, conocida como «inteligencia social» es una mera construcción que la filosofía política ha sido incapaz de armar de manera convincente.

La tensión entre los intereses percibidos como individuales y aquellos relacionados con el grupo han alimentado los principales movimientos de acción y reacción en los últimos dos siglos: distintas utopías de anarquismo, socialismo y nacionalismo tratarán de «perfeccionar» los defectos y pragmatismo de las democracias liberales surgidas durante la Ilustración, inspiradas en el pensamiento de John Locke o el propio Rousseau.

Entre estos defectos percibidos de las democracias liberales representativas, destacarán fenómenos como la instrumentalización del interés general; lo que John Adams y Alexis de Tocqueville, entre otros, llamarán «tiranía de la mayoría».

El pesimismo contractual de Thomas Hobbes

A diferencia de Rousseau, que consideraba que el ser humano es bueno por naturaleza (una tesis iniciada ya por Sócrates y su asociación entre conocimiento razonado y bondad, así como entre ignorancia y maldad) y son las circunstancias de la vida y la propia sociedad quienes lo corrompen, su contemporáneo inglés Thomas Hobbes, consideró que el individuo es fácilmente influenciable por las bajezas y la irracionalidad, y el interés general sólo podía mantenerse a través de un sistema de obligaciones contractuales.

La cooperación humana debía basarse, según Hobbes, en el difícil equilibrio entre el interés personal y la buena marcha de la sociedad.

A las puertas de la Ilustración, dos obras abordan la naturaleza humana y la dialéctica entre individualismo y colectivo que marcarán el pensamiento liberal: Dos tratados sobre el gobierno civil (1689), de John Locke; y El contrato social (1762), de Jean-Jacques Rousseau.

Moby Dick ataca un bote ballenero (ilustración para la novela de Herman Melville del mismo título en la edición de C.H. Simonds Co., 1891); como Hobbes, Melville se inspiró en el mito bíblico de Leviatán (monstruo marino del Antiguo Testamento asociado a las fuerzas del mal que azotan el alma humana)

La aproximación a la naturaleza humana de ambos autores es ingenua desde la perspectiva actual, si bien también lo fue para Thomas Hobbes, que en Leviatán (un alegato a favor del absolutismo político, con una referencia ineludible al Antiguo Testamento) supedita la libertad del ser humano a un marco de contratos que, en la práctica, limita la libertad de los individuos al respeto de la libertad de los otros miembros de la sociedad: de lo contrario, si todo el mundo hiciera lo que le viniera en gana sin restricciones, el mundo acabaría en una guerra de todos contra todos.

El principio de autoridad es, para Hobbes, el único garante del equilibrio social y una eventual prosperidad sostenida.

Mecanicismo vs. vitalismo

El pesimismo de Hobbes en torno a la condición humana estará basado en una concepción mecanicista de la realidad y determinista del ser humano: su confianza obsesiva en el papel de la monarquía y la Iglesia para crear una sociedad liberal guiada por el derecho, se interesa poco por por la capacidad del individuo para florecer y prosperar en solitario, a través de mecanismos como la propia inspiración y voluntad.

Este pesimismo desprovisto de la confianza en en la fuerza intrínseca del ser humano distinguirá el pensamiento pesimista de Hobbes del pesimismo cultivado más tarde en la Europa continental por Arthur Schopenhauer y los filósofos existencialistas sobre los que influyó.

El ser humano es por naturaleza parte de un rebaño gregario que mantiene el control sobre el individuo mediante una inercia social y cultural contra la que es difícil rebelarse sin sentir el vértigo del vacío nihilista (la angustia de afrontar la lucidez de que uno puede decidir por sí mismo y convertir su existencia en su propia inspiración).

La confianza que la filosofía existencialista deposita en la confianza individual para rebelarse contra el mandato del grupo y crear su propio camino a través del florecimiento personal (idea recurrente en Kierkegaard, Nietzsche y los existencialistas del siglo XX), se basa en la percepción negativa de la relación entre el individuo y el grupo donde nace.

El mito del «buen salvaje»

Los estudios de la ciencia cognitiva, basados en el trabajo de varias disciplinas (antropología, biología reproductiva, biología evolutiva, genética, lingüística, paleontología, fisiología, ciencias sociales y del comportamiento, etc.), sugieren que, sin el grupo, el individuo es incapaz de cultivar el lenguaje, que abre las puertas al pensamiento complejo conocido como síntesis prefrontal (de las siglas en inglés PFS), un proceso que sintetiza imágenes mentales que asocian las palabras a su significado referencial.

El florecimiento del proceso de síntesis prefrontal, universal en la humanidad, depende sin embargo de la crianza en un contexto lingüístico y cultural (de una o varias lenguas, de las que derivan, a su vez, múltiples registros), así como del funcionamiento de la corteza prefrontal, región del cerebro responsable de nuestra «vida en sociedad», al planificar estrategias complejas para cada momento que dependen tanto de lo que observamos como de nuestra habilidad para relacionar lo que experimentamos en tiempo real con recuerdos e intuiciones.

Asociar imágenes a patrones que no son siempre idénticos es lo que distingue a nuestro cerebro de los algoritmos de aprendizaje de máquinas más complejos, incapaces de lograr en ocasiones lo que nosotros aprendemos, gracias al lenguaje y la observación, desde la más tierna infancia.

Eso sí, el desarrollo de la función ejecutiva de la corteza prefrontal se resiente o desaparece cuando la esta región cerebral está dañada o cuando un individuo ha padecido un aislamiento durante la infancia que ha condicionado su dominio del lenguaje (el caso de los niños confinados o perdidos, criados en estado salvaje, despertó gran interés entre los ilustrados, que pretendían demostrar la supuesta bondad intrínseca de nuestra especie, a partir del mito del «buen salvaje»).

Protosociedad: orígenes de lenguaje y pensamiento complejo

Desde los textos de Bartolomé de las Casas sobre la indiscutible humanidad de los amerindios en su libro de 1552 Brevísima relación de la destrucción de las Indias, a la obra de ficción sobre el mito por antonomasia del niño salvaje, El libro de la selva (Rudyard Kipling, 1894), el canon occidental ha tratado de dilucidar la auténtica naturaleza del individuo en un supuesto estado de inocencia «primigenia», idea a su vez asociada a la lectura bíblica.

¿Qué ocurriría si, en lugar de observar sociedades tradicionales ajenas a la cultura europea, como De las Casas y los pensadores ilustrados, o el comportamiento de «niños salvajes» que se han criado alejados de cualquier grupo humano, pudiéramos remontarnos a los inicios del propio lenguaje complejo y la imaginación «moderna» (asociada a la capacidad de asociar grupos de objetos y conceptos abstractos a palabras)?

Andrey Vyshedskiy, neurólogo de la Universidad de Boston, firma un estudio con una hipótesis (bautizada como «hipótesis Rómulo y Remo») que asocia el surgimiento del lenguaje recursivo (basado en palabras reconocibles y reproducibles por una comunidad de hablantes y sus descendientes) y la imaginación moderna en un evento ocurrido hace unos 70.000 años, cuando una mutación habría propulsado este salto cognitivo.

Vyshedskiy cree que una mutación genética que frenó el desarrollo de la corteza prefrontal en dos o más niños habría desatado una cadena de eventos que habrían conducido a adquirir las habilidades necesarias para transformar el potencial fonético e imaginativo en un lenguaje de patrones replicable.

La hipótesis parte de una cierta evidencia arqueológica y genética, si bien conserva una interpretación especulativa que deberá confirmarse con otros estudios. Existe cierto consenso en la paleoantropología en torno al surgimiento del aparato fonético necesario para desarrollar el habla; este aparato habría alcanzado su morfología moderna, con escasa variación, antes de que el linaje humano se disociara entre los antepasados de los neandertales y nuestros propios antepasados, hace unos 600.000 años.

El aprendizaje temprano que todos compartimos

La capacidad de nuestros antepasados para comunicarse a través de vocalizaciones habría alcanzado una complejidad y sofisticación a la par con el lenguaje moderno. Sin embargo, estas vocalizaciones, que habrían sugerido o subrayado sentimientos, acciones o advertencias, se transformaron en un lenguaje recursivo (similar a los que sobreviven en la actualidad, incluyendo los más antiguos, como las lenguas joisanas) con la sofisticación de la propia cultura humana.

Vyshedskiy cree que la aparición, en datación paleoantropológica, de artefactos que sugieren una imaginación «moderna», tales como artes figurativas compositivas, entierros elaborados, agujas con ojo o la propia construcción de los primeros abrigos sofisticados, es también el momento en que lo habría hecho el lenguaje. Sin lenguaje no habría existido una explosión cultural y tecnológica, en definitiva.

Ilustración de 1865 a cargo de Gustave Doré; en el grabado, titulado «La destrucción de Leviatán», aparece una representación del monstruo marino del Antiguo Testamento

El surgimiento del lenguaje podría haber ocurrido en una mutación o limitación aleatoria, aunque ésta habría tenido lugar con casi toda seguridad en niños.

Según el equipo dirigido por Vyshedskiy, un componente crucial para el desarrollo de la imaginación abstracta en la conciencia adulta se produce en la más tierna infancia, pues niños contemporáneos que no han sido expuestos al lenguaje complejo en la primera infancia nunca adquieren del todo la imaginación constructiva activa esencial para construir patrones a partir de objetos mentales: la síntesis prefrontal es una capacidad que el ser humano cultiva de manera cultural, y no algo innato.

Los humanos premodernos no habrían podido aprender un lenguaje recursivo como adultos, y habrían sido por tanto incapaces de enseñar lenguaje recursivo a sus descendientes, que a su vez habrían carecido de la capacidad de adquirir las habilidades que definen la síntesis prefrontal.

De perros y amigos

En humanos modernos, el límite para adquirir síntesis prefrontal se cierra definitivamente a los cinco años, si bien en humanos premodernos esta habilidad adquirida para yuxtaponer imágenes mentales habría desaparecido a los dos años de edad.

El modelo en que se basa la hipótesis de Rómulo y Remo, auténtico origen de la dicotomía entre individualismo y comunidad, presupone las siguientes características:

  • una mutación que hubiera permitido a dos o más niños contar con un período crítico para adquirir la capacidad de síntesis prefrontal prolongado en el tiempo;
  • gracias a esta mutación, estos dos o más niños habrían permanecido mucho tiempo hablando;
  • a partir de este habla primigenia, los «hablantes» habrían inventado los elementos recursivos del lenguaje que marcan las características de la acción y el pensamiento abstracto, tales como preposiciones espaciales;
  • gracias a la capacidad de síntesis, los hablantes habrían interiorizado conversaciones dependientes del lenguaje recursivo;
  • finalmente, estos primeros hablantes habrían podido enseñar, como niños y como adultos, el lenguaje recursivo a niños en su tierna infancia (quienes no habrían dependido de una mutación para adquirir el lenguaje abstracto y la imaginación «moderna»).

Según Vyshedskiy, para entender la importancia de la síntesis prefrontal, nos basta con considerar dos frases del tipo:

  • un perro mordió a mi amigo;
  • mi amigo mordió a un perro.

Es imposible distinguir la diferencia en el significado de ambas frases mediante el uso de palabras o gramática únicamente, pues las palabras y la estructura son idénticas en ambas frases. Para comprender la diferencia en el significado, hay que apreciar la mala suerte de la primera frase y el humor de la segunda, algo que cualquier humano moderno comprende gracias a la capacidad de yuxtaponer ambas frases en la percepción abstracta.

Comprender los orígenes

Una vez se complican las formulaciones y las frases combinan objetos con referencias reales y objetos conceptuales, la síntesis prefrontal es la que dicta nuestra capacidad ejecutiva: comprendemos y «decidimos» porque elaboramos continuamente nuestras propias simulaciones mentales.

Todos los lenguajes existentes combinan dos capacidades: la combinación de objetos flexibles, y la capacidad para realizar simulaciones con objetos en contextos distintos al observado o al escuchado en una conversación.

Haríamos bien en no olvidar que la voluntad de superación del ser humano, tal y como la han expresado pensadores como Nietzsche, no parte tanto del genio individual como de la combinación de cualidades intrínsecas y el acceso a un entorno estimulante que nos prepare desde la más tierna infancia (cuando no podemos decidir sin la ayuda de otros) a hablar, pensar e imaginar, fenómenos que —comprobamos— están íntimamente ligados y dependen en parte de la transmisión cultural.