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Regiones que normalizan una temporada de incendios en aumento

Dice un amigo mío que el mundo se divide en dos tipos de personas: quienes compran objetos de calidad fuera de temporada y porque los necesitan —por lo que acaban pagando menos—, y quienes se dejan llevar por temporadas, calendario de ofertas y otros trucos que apelan a la compra impulsiva.

De manera similar, puede decirse que la gestión forestal se aglutina en torno a dos campos. Por un lado, quienes se centran en más y mejores medios y personal para apagar fuegos con mayor rapidez y eficiencia; y quienes, por el contrario, creen que el fuego se apaga en invierno, o sobre las brasas de eventos del pasado.

La reactividad —correr tras los incendios— agota; la proactividad —mitigar el problema de origen— ofrece réditos a largo plazo.

Eso sí, la segunda opción elude la espectacularidad de un evento que parece imparable, como si fuera ajeno a toda gestión humana plausible; la épica de la lucha contra un incendio desbocado apela a la retórica milenarista de nuestros días.

Pero la realidad es muy distinta y los fuegos, ese espectáculo dantesco con ecos metafísicos, forman parte del ciclo natural de los ecosistemas. Porque incluso los fuegos controlados ayudan a prevenir los grandes incendios.

Una estrategia forestal: el caso de Japón

Aunque se contraintuitivo, los grandes incendios, los que superan con creces la necesidad del bosque de regenerarse con métodos que forman parte del ciclo natural, sólo pueden evitarse con una estrategia de mantenimiento coordinada de bosques públicos y privados, costosa y a lo largo del tiempo.

No obstante, transformar la cultura de la opinión pública (y los medios), las administraciones y las empresas desde una actitud «reactiva» a otra «proactiva» requerirá un esfuerzo en el que la educación deberá combinarse con la difusión de resultados a menudo difíciles de medir o de atribuir a políticas y técnicas que, por naturaleza, son difusas.

En Colapso: Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, ensayo publicado en 2005 que ha ganado actualidad a medida que avanza el siglo, Jared Diamond dedica un interesante capítulo a la habilidad de Japón durante el período Edo (Tokugawa), entre los siglos XVII y XIX, a transformar una cultura reactiva con respecto a los bosques, a una cultura proactiva.

Cuando las autoridades japonesas de la época reconocieron el riesgo de erosión y el rápido empobrecimiento de las tierras de cultivo eran fenómenos indisociables de la tala indiscriminada que se había producido en las prefecturas más dinámicas.

La necesidad de madera en la construcción residencial, entre la industria naviera pesquera y en los hogares del país, dejó de percibirse como un problema, al aplicarse técnicas de silvicultura a gran escala para replantar y mantener bosques.

A partir de 1666, la limpieza forestal se garantizó gracias a la demanda existente de madera. Japón no transformó su gestión forestal hasta los cambios producidos tras la derrota de la II Guerra Mundial, si bien el plan maestro actual mantiene el espíritu proactivo, y no reactivo, de la silvicultura desarrollada en el período Edo.

Expertos japoneses en «forestación», o cambio del uso del suelo para dedicarlo a bosques, siguen métodos de silvicultura con varios siglos de existencia en el país. Es el caso del botanista Akira Miyawaki.

Está ocurriendo

El aumento de las temperaturas tiene una incidencia desproporcionada sobre las zonas templadas más meridionales (o en el hemisferio sur, septentrionales), donde el riesgo de sequía, desertificación y acontecimientos climáticos extremos (como tormentas desproporcionadas o sequías duraderas) se ha acelerado desde inicios de siglo.

La temporada de incendios ha aumentado su virulencia en las últimas décadas en Australia, California y la Europa mediterránea, afectada por fenómenos locales como el monocultivo de eucaliptos en minifundios —es el caso de Portugal— o el abandono de la gestión forestal y viejos terrenos de cultivo durante la crisis en Grecia, al otro extremo de la región. Los incendios y temperaturas bochornosas en el Ártico anuncian, asimismo, una profunda transformación en la zona con importantes consecuencias para las poblaciones, la biota, la flora y fauna locales, pero también para el resto del mundo.

Los incendios de Australia (por ejemplo, Black Saturday en 2009, con 173 fallecidos, y la reciente ola con la que abría este año, 2020, que adquiere el tono sepia de Blade Runner), los incendios de Grecia en 2018 (102 fallecidos), los de Portugal en junio de 2017 (66 muertes y 204 heridos) y los que recorren se ceban con California prácticamente cada año durante los meses secos en un Estado con clima mediterráneo, son eventos con los que habrá que convivir.

La gestión de incendios a gran escala se puede realizar a la defensiva, o bien a partir de estrategias de resiliencia a largo plazo. Crece al fin el consenso que considera esta segunda opción como la más deseable, pese a la tentación política, administrativa y de la opinión pública a abandonar planes maestros poco después de unas muy publicitadas declaraciones de intenciones.

El recrudecimiento de los incendios en California

En juego están no sólo las vidas humanas mencionadas, sino las incalculables pérdidas de biodiversidad, así como riqueza forestal y agropecuaria que las grandes aseguradoras empiezan a considerar como contingencias demasiado arriesgadas como para poder construir un negocio cuyas perspectivas de beneficio dependen de una certidumbre de estabilidad a medio y largo plazo.

Aunque hayan pasado a segundo plano informativo, la temporada de incendios prosigue en California con una superficie arrasada que se sitúa, una vez más, en máximos históricos, con 17 de los 20 mayores incendios en la historia del Estado se han producido en el nuevo siglo, mientras 5 (!) de ellos han tenido lugar en 2020. Esta lista podría renovarse en breve, dada la evolución de los eventos.

Tampoco hay duda con respecto a la evolución de la virulencia de los incendios, con 5 de los 6 eventos más extensos en número de hectáreas también en 2020, mientras el acontecimiento restante data de julio de 2018. Los eventos se han producido de junio a octubre, con especial preponderancia en agosto, julio y septiembre, y coincidiendo con episodios de sequía, temperaturas elevadas y episodios cíclicos como los vientos del Diablo (norte del Estado), y de Santa Ana, episodio otoñal localizado en la frontera con Baja California, ambos caracterizados por su virulencia y extrema sequedad.

Septiembre de 2020 acaba con evacuaciones de barrios suburbanos, hospitales y residencias de ancianos en el condado vitivinícola de Napa, en el que arde la única porción que no lo había hecho en los últimos años.

El incendio, que en apenas unas horas había superado las 600 hectáreas (1.500 acres) de superficie, no se habría extendido con la rapidez que lo hizo sin la incidencia, directa o indirecta, de varios fenómenos: la prolongada sequía que experimentó California durante la última década, el uso extensivo de acuíferos subterráneos por zonas residenciales y agrarias, el aumento de los eventos extremos (como las tormentas con rayos que iniciaron los mayores incendios del pasado mes de agosto) y la escalada histórica de las temperaturas.

La incertidumbre de ir a remolque de los acontecimientos

Los condados vitivinícolas de Sonoma y Napa se recuperan todavía de los últimos incendios, que habían devastado grandes áreas residenciales en torno a localidades como Sebastopol y Santa Rosa, y son azotados por nuevos incendios cuando todavía hay miles de residentes que reconstruyen sus viviendas calcinadas mientras ocupan viviendas alquiladas, caravanas o casas pequeñas erigidas con el propósito de aliviar la crisis.

Hemos tratado la problemática en dos vídeos recientes, uno localizado en Santa Rosa y otro en Graton, cerca de Sebastopol.

El incendio de Napa engrosará una lista que empieza a hacerse insoportable; los californianos se suman a los australianos en la carrera por transformar la mentalidad defensiva de apagar fuegos cuando ya es demasiado tarde, a otra que tenga en cuenta estrategias preventivas en las que la predicción meteorológica, la planificación permanente y a largo plazo, las campañas de concienciación para aplacar conductas de riesgo y el propio desarrollo urbanístico y agrario jugarán un rol cada vez mayor.

Los incendios en Napa, que arrasan de momento zonas poco pobladas de las localidades de Glass, Shady y Boysen, se acercan peligrosamente al flanco sur de Santa Rosa, la mayor urbe de la zona, apenas una hora al norte de San Francisco.

Pocos recuerdan ya que los eventos se en los valles vinícolas al norte de San Francisco se han producido en un contexto de temperaturas especialmente elevadas: 38 grados Celsius (102 Fahrenheit) en Petaluma, Santa Rosa y Cloverdale, por 37 grados Celsius (98 Fahrenheit) en Napa. La propia San Francisco, siempre a merced de la gélida bruma procedente del Pacífico que condiciona su microclima, superó también los 36 grados durante el fin de semana.

Nosotros y el sueño arcadiano de los bosques primigenios

El factor humano podría haber jugado un papel en algunos incendios (por ejemplo, los fuegos artificiales de la fiesta de revelación del sexo de un bebé son el origen del incendio en el condado de San Bernardino, cerca de Los Ángeles, iniciado el 5 de septiembre y todavía activo); incluso aceptando este hecho, la relación entre el recrudecimiento climático y los incendios en California, Australia y el Mediterráneo va quedando clara… A no ser que la negación de lo obvio persiga réditos electorales.

Uno de los clichés contra los que la gestión forestal debe luchar es la concepción según la cual los bosques son un contexto ajeno al ser humano y éste debería, por tanto, renunciar a su planificación y salvaguarda.

La realidad es muy distinta: varias zonas de Eurasia son fruto de la acción humana, hasta el punto de que el continente europeo cuenta con una única zona forestal que puede considerarse primigenia, la reserva de Bialowieza, ecosistema del bisonte europeo entre Polonia y Ucrania.

La zona, protegida recientemente para evitar su desaparición y empobrecimiento debido a la instauración de monocultivos asociados a la silvicultura, es un recordatorio de una época que, en Europa, se remonta prácticamente a la prehistoria, representada por sociedades de cazadores-recolectores supuestamente ajenos a la transformación a gran escala.

La hipótesis según la cual la transformación del paisaje es un fenómeno reciente de la época que ya reconocemos como Antropoceno es, como mínimo, controvertida. Existe la constatación arqueológica del uso a gran escala del fuego, las inundaciones y la agricultura para transformar el territorio en lugares tan dispares como Australia o la América precolombina. Charles C. Mann expone en su ensayo 1491: Una nueva historia de las Américas antes de Colón el origen de las zonas de tierra especialmente fértil descubiertas bajo la selva amazónica, la «terra preta», acaso el testimonio de viejas civilizaciones agrarias.

El riesgo existencial de una silvicultura de monocultivos

La capacidad del ser humano para transformar el territorio ha ido de la mano del uso, más o menos sostenible y extensivo, de recursos forestales y, desde la Ilustración, de la industria asociada al cultivo extensivo de árboles, o silvicultura, actividad que no debe confundirse con la regeneración de bosques, donde convive una biota mucho más compleja, diversificada, adaptada a localismos y, por tanto, resiliente.

También sabemos que los bosques son menos proclives, sobreviven mejor y se regeneran más rápido tras grandes incendios que las explotaciones de silvicultura, o zonas boscosas donde predomina una especie arborícola elegida por unas determinadas cualidades fácilmente explotables.

En las zonas templadas, el eucalipto, el pino y el abeto Douglas se han extendido en las explotaciones por su rápido crecimiento, escasa necesidad de mantenimiento y rentabilidad, mientras los climas tropicales y semitropicales han favorecido el cultivo de especies como la acacia y la palma aceitera.

La expansión de monocultivos forestales no sólo empobrece los ecosistemas locales, sino que incrementa el riesgo de incendios, tal y como se constata en fenómenos recientes, como la imposibilidad de atajar incendios en zonas dominadas por el eucalipto en regiones templadas donde este árbol, de origen australiano, ha proliferado por su rápido crecimiento, desde el norte de California (como el condado de Marin, junto a San Francisco) y, en Europa, amplias zonas de minifundios en Portugal y Galicia.

Poco a poco, aparecen técnicas más respetuosas con los ecosistemas locales que pretenden compatibilizar la actividad agraria y los bosques locales cuyas especies arborícolas contribuyen a mantener la humedad y el suministro de agua.

El bosque autóctono bien mantenido como cortafuegos

En Portugal, algunas zonas rurales tratan de proteger los pueblos de zonas de monocultivo del eucalipto por cordones forestales de seguridad en torno a las localidades.

En estos cortafuegos naturales proliferan especies de la zona como arbustos mediterráneos, el alcornoque o el roble. Pedro Pedrosa ha emprendido esta iniciativa en la pequeña localidad de Ferraria de São João, adonde acudimos a comprobar el resultado (vídeo).

En la era de los megaincendios, no todo son llamadas al sálvese quien pueda. En la gestión de incendios, evitar la actitud del repliegue defensivo implica planificar cuando la señal de alarma no ha saltado a la opinión pública, el sol no es rojo, la ceniza no cae del cielo ni el aire se hace irrespirable (y tóxico).

Los expertos nos recuerdan que, si sabemos leer entre líneas, hay motivos para la esperanza, y oportunidades para crear empleos, regenerar economías locales o asistir en la regeneración de ecosistemas.

Un estudio reciente citado por Fred Pearce en Yale Environment 360 sostiene que la regeneración natural de bosques dañados es tan o más efectiva que la reconstitución de especies arborícolas locales mediante el uso de plantíos y esfuerzos intensivos de reforestación.

Del mismo modo, el empleo de residuos forestales (un excedente que multiplica el riesgo de incendios y acrecienta su virulencia) en plantas de biomasa no requiere explotaciones a gran escala, tal y como demuestran pequeños dominios donde se combina de manera efectiva la limpieza de restos boscosos con la generación de energía.

¿Limpieza de bosques como oportunidad energética?

El arquitecto valenciano afincado en Barcelona Vicente Guallart nos lo explicaba hace unos meses durante nuestra visita a la masía transformada en escuela de autosuficiencia, Valldaura Labs, iniciativa del IAAC, Instituto de Arquitectura Avanzada de Cataluña. La masía se alimenta de la biomasa recolectada en el bosque mediterráneo de la propiedad, en el parque metropolitano barcelonés de Collserola.

La limpieza de bosques no tiene por qué ir únicamente ligada al uso de biomasa. La gestión forestal sostenible toma distintas formas y carece de todas las respuestas, pero su éxito relativo evita la expansión de monocultivos como la soja y la palma de aceite, mientras a la vez garantiza la comercialización, legal y trazable, de madera necesaria para, por ejemplo, restaurar la carpintería de la catedral de Notre-Dame de París.

El uso legal del excedente de biomasa forestal, así como la tala selectiva, reducen el riesgo de incendios, pueden reforzar economías locales y, de paso, evitar la tala ilegal. La silvicultura y monocultivos como la soja o el aceite de palma no son la única amenaza de los bosques en zonas cálidas y tropicales, pero ni siquiera la tala ilegal a gran escala y la ganadería intensiva son irreversibles.

Incluso en Brasil, la deforestación promovida por grandes ganaderos y agricultores tiene frente a sí un espejo donde reflejar mejores alternativas de futuro, tal y como trata de mostrar el fotógrafo Sebastião Salgado en la antigua propiedad agropecuaria agotada que regenera en el Estado de Minas Gerais. El documental La sal de la tierra (2014) de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado, es un testimonio de la capacidad de los ecosistemas para regenerarse, con o sin nuestra participación.

Un proyecto personal en Wisconsin

El esfuerzo de reforestación emprendido por Salgado no está circunscrito únicamente a zonas próximas al trópico. En Norteamérica, la propiedad rural adquirida en Wisconsin por Aldo Leopold, el entonces joven profesor de la Universidad de Madison, sirvió a la familia Leopold como retiro de fin de semana y, a la vez, inspiró un proyecto de regeneración expuesto de manera poética en un ensayo de referencia, A Sand County Almanac (1949).

Merece la pena contrastar las imágenes en blanco y negro de la propiedad agotada a la llegada de Leopold con lo que encontramos durante nuestra visita a la Fundación que lleva su nombre, a la propiedad y al viejo corral de madera reconvertido por los Leopold en retiro productivo.

El estudio sobre regeneración forestal que Fred Pearce menciona en Yale Environment 360 se basa en observaciones de campo de expertos en reforestación.

Hace unos años, mientras procedían a reforestar la bahía de Chesapeake, en la Costa Este estadounidense, con 20.000 tocones de árboles autóctonos, los expertos constataron un fenómeno curioso:

«Los árboles que crecieron mejor fueron en su mayoría ejemplares que no habíamos plantado. Simplemente crecieron de manera natural sobre el lecho que habíamos aderezado para plantar. Muchos proliferaron por los alrededores. Es un gran recordatorio de que la naturaleza sabe lo que hace».

El viejo y el bosque

Apenas un cuarto de los bosques que desaparecen en el mundo se sustituyen por actividades humanas. Las tres cuartas partes restantes sufren daños temporales reversibles y, en ocasiones, regenerativos, tales como determinados incendios, actividades de pastoreo y de tala controlada. En ocasiones, todas estas actividades se producen en un mismo territorio boscoso.

La pregunta que se formula Fred Pearce en su artículo acerca de si los bosques se regeneran mejor con o sin nuestra ayuda, carece de una respuesta concluyente.

Lo que sí constatan los estudios de campo es la capacidad de regeneración de bosques aparentemente arrasados, o incluso la viabilidad de procesos ecológicos de regeneración de ecosistemas donde no han existido bosques durante un largo período.

Este proceso, conocido como «forestación», ha permitido recrear bosques primigenios en tierras degradadas de Japón y el sureste asiático gracias al trabajo de botanistas como el mencionado pionero japonés Akira Miyakawi, quien observó que los jardines de los templos del país habían conservado las variedades genéticas de plantas que habían conformado los bosques primigenios del archipiélago.

Miyakawi, con 92 años en la actualidad, sabe algo de resiliencia. Además de estudiar en la Universidad de Hiroshima y en Alemania, se interesó por la regeneración de bosques primigenios en terrenos no sólo deforestados, sino carentes de humus.

Lo logró mediante la combinación especies autóctonas con otras presentes en la zona caracterizadas por su resiliencia, plantadas densamente y expuestas a hongos simbióticos denominados micorriza, cuyos filamentos o micelios intercambian nutrientes con las raíces de las plantas aledañas: la planta recibe minerales y agua del hongo, mientras los micelios absorben hidratos de carbono y vitaminas.

Si bien seguimos teniendo la tentación de observar desolación en bosques arrasados por un incendio, los botanistas y expertos en regeneración forestal observan una oportunidad para asistir en el surgimiento de bosques que puedan gestionarse de manera proactiva, y no con la cultura reactiva que inunda los medios y las redes sociales durante cada evento catastrófico.