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Rendir sin burnout implica atenuar uso de mensajería y correo

En sus ensayos, el filósofo Byung-Chul Han argumenta que en la sociedad actual hemos sustituido viejos puntos de vista (tradición, humanismo, religión) por un intento agotador: tratamos de definir nuestra valía con un agotador culto del rendimiento personal y la autopromoción que lleva a una fatiga crónica.

El intento del filósofo surcoreano formado y afincado en Alemania de otorgar un contexto a lo que él llama «auto-explotación» (promovernos en el mundo digital con el ímpetu de quien teme a desaparecer completamente debido a la pérdida de puntos de referencia), apenas se cita en los medios de referencia de quienes han migrado su trabajo, entretenimiento y (con la pandemia) relaciones a su avatar digital.

Hay fenómenos psicológicos asociados a este estado de alerta constante y de malsana comparación con otros en un mercado global interconectado de personas que sienten que deben vender, ante todo, un producto: ellos mismos. Entre ellos, destaca uno designado por siglas en inglés (cómo no, LOL): se trata del síndrome FOMO («fear of missing out«), o angustia derivada de tener la sensación de estar perdiéndose algo.

Robert Frost y el FOMO

Una conversación entre amigos que evoca referencias multimedia con las que no estamos familiarizados, un meme global que ha hecho ricos a unos cuantos a través de la compra de valores bursátiles basura o criptomonedas, una tendencia asociada a nuestro ámbito profesional que hemos sido incapaces de prever y otros sí… El miedo FOMO es palpable y el uso constante de la sigla así lo demuestra, WTF. LOL.

El miedo a perderse algo entronca asimismo con otra obsesión contemporánea: recrearse con los caminos no tomados durante el pasado, las oportunidades perdidas, los encuentros azarosos no perseguidos, los eventos que cerraron unas puertas y abrieron otras, los senderos que no quisimos u osamos explorar en un momento determinado, los grandes y pequeños fracasos, las victorias pírricas y las épocas de viento a favor.

Los pasados posibles que discurrieron junto al sendero existencial que acabamos tomando obsesionan a la cultura contemporánea no ya en los últimos años.

En 1916, Robert Frost publicaba The Road Not Taken, un poema que forma parte del canon educativo anglosajón desde entonces. Pese a sus múltiples interpretaciones, algunas de ellas divergentes (como los propios senderos que se bifurcan en la existencia y nos obligan a tomar partido), El camino no elegido, que acaba con estos cinco versos:

«Debo estar diciendo esto con un suspiro
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia».

Todo el mundo vende algo en «mirrorworld»

El sendero de nuestra existencia está conformado por un camino ya elegido hasta el presente; si imaginamos las posibilidades del pasado como una maraña de ifas que se aproximan al presente, únicamente una de ellas definiría nuestra trayectoria, mientras el resto ya no serían una posibilidad abierta a nosotros. Así lo determina la flecha del tiempo.

Sin embargo, a partir de hoy, mientras lees estas líneas, el mismo conjunto de senderos que se extienden hacia el futuro con combinaciones inverosímiles se encuentran abiertos. Esos son los senderos no tomados y que deberemos transitar de manera más o menos «auténtica», si queremos usar una terminología existencialista; eso sí, al tomar unos senderos, otros dejarán de ser posibles a medida que avanza el presente errático. Tim Urban comparte una ilustración sobre nuestra percepción básica de la realidad.

El miedo a perderse algo es, por tanto, cuestión de frustraciones y ansiedades. La obsesión en torno al miedo no estar en una fiesta (digital, se entiende, pues apenas hablamos de más allá del «mirrorworld», el mundo espejo que construimos en un solar alquilado a empresas con sedes lejanas e intereses muy distintos a nuestro Yo de carne y hueso) puede ser muy real. Pero el análisis sobre sus entresijos y efectos sobre nuestro mundo apenas empiezan a llegar.

Poco a poco aparecen ensayos que abordan —aunque sea de manera parcial y carente de análisis sobre los efectos anímicos en el individuo y la sociedad— los efectos directos y fácilmente cuantificables que nuestra dependencia con respecto a herramientas digitales especialmente valiosas en el mundo profesional y de la autopromoción (cada vez más interdependientes): el correo electrónico y los programas de mensajería, cada vez más extendidos en el mundo profesional y corporativo.

Las herramientas que nos acaban absorbiendo

El ex director del medio digital Vox, Ezra Klein, ahora en el New York Times, invitaba hace unos días a un profesor de ciencia computacional de la Universidad de Georgetown, el autor de «Deep Work» Cal Newport, quien presentaba un nuevo libro sobre los efectos del abuso de programas como Slack («chat» corporativo) y el correo: A World Without Email.

El propio empleo de estos canales de comunicación instantánea («chat») y diferida (correo) crean —argumenta Newport— el caldo de cultivo perfecto para que, debido a un aumento de nuestra tensión, nuestra salud y rendimiento profesional empeoren su calidad.

El trabajo real, antes central, sería ahora apenas la tarea que se despacha con rapidez y frustración tras el agotador maratón con chats, correo y autopromoción en redes sociales.

En su ensayo, A World Without Email, Newport identifica «la mente de colmena hiperactiva» a la que están sometidos los trabajadores actuales como el principal escollo de un trabajo que debería ser más sosegado y meditativo, además de respetuoso con la espera privada.

Carrera hacia la mente colmena

A diferencia de «Deep Work», un ensayo previo que aborda un contexto similar, aunque desde un ángulo individualista, Newport aborda ahora el fenómeno oculto y poco cuantificado de mantener al día diversos perfiles en redes sociales, atender a la mensajería instantánea (privada y laboral), y mantener la bandeja de entrada del correo en niveles percibidos como tolerables.

Esta actividad, que en la mayoría de los casos no es esencial al trabajo desempeñado, sería de hecho contraproducente y estaría causando un daño perceptible sobre el rendimiento laboral, el equilibrio emocional y el estado físico de los trabajadores de esta invisible «colmena» de comunicaciones.

La paradoja de las herramientas digitales mencionadas, discuten Ezra Klein y Cal Newport en el podcast del primero [pregunta: ¿no es un podcast una versión alargada y poco optimizada de un texto preciso?], es que fueron creadas para facilitar nuestro trabajo, pero su abuso conduce a una «distracción sin precedentes»:

«En vez de hacer más cosas en menos tiempo [el sentido de estas aplicaciones de productividad], tenemos la sensación de disponer de menos tiempo que nunca y nunca hacemos lo suficiente. Es realmente extraño. Aquí hay algo que no cuadra».

En un mundo actual poco conciliador entre vida personal y profesional, sobre todo durante un período en que hemos estado expuestos a confinamientos forzados debido a una pandemia que obligaron a muchos trabajadores profesionales a buscarse un rincón en casa para trabajar, las comunicaciones digitales pueden ofrecer rápidamente la sensación de que permanecemos conectados y a pleno ritmo, cuando lo que ocurre es que debemos ocuparnos a tiempo prácticamente completo en tareas que deberían ser marginales.

Satya Nadella y la evaluación interna

La llegada de Satya Nadella a Microsoft como consejero delegado consolidó, ante todo, un cambio de rumbo en Microsoft con respecto a una cultura corporativa que había aumentado la esclerosis en todas las divisiones de la empresa. En la época bajo la influencia de Steve Ballmer, la empresa había desarrollado un sistema de clasificación del rendimiento de sus empleados que debía otorgar a los directivos la capacidad para distinguir entre la productividad real de sus empleados.

Sin embargo, este ranking de empleados originó una cultura que la empresa no había previsto: debido a la importancia de estas puntuaciones, en las que unos empleados podían influir sobre otros, el maquiavelismo sustituyó a cualquier intento de objetividad; asimismo, este nuevo sistema se convirtió en un pasaporte burocrático con fin en sí mismo para muchos empleados, que orientaron su tiempo y astucia a realizar las acciones que asistieran su puntuación.

La economía digital ha fomentado la hipercompetición en la «mente colmena»

Como consecuencia, el objetivo inicial de la empresa, mejorar el trabajo, pasó a un segundo plano. El trabajo principal de muchos pasó a ser el trucaje de la nueva maquinaria de medición para salir lo mejor parados que fuera posible. En 2013, la empresa anunciaba el abandono de esta estrategia autodestructiva. Poco después, en 2014, Nadella sustituía oficialmente a Ballmer.

La cultura corporativa de la empresa se ha transformado, y pocos —dentro o fuera— argumentarían que lo ha hecho a peor, sobre todo con golpes estratégicos como la versión en línea de sus aplicaciones de productividad, la división Azure o compras como la de GitHub, plataforma de control de versiones de software con alcance ubicuo en la industria.

Gripar nuestra capacidad de concentración

El caso de Microsoft no es el único, pero sí uno de los más sonados. Ahora, investigaciones como la de Newport ponen de relieve hasta qué punto quienes trabajan ante un ordenador dependen de sistemas de comunicaciones que fomentan la interrupción, minan su concentración e incrementan fenómenos como la ansiedad y, sí, el FOMO.

Según Newport, a medida que la obsesión por la eficiencia se convierte en principal objetivo, aparece la necesidad imperiosa de realizar mediciones, y este esfuerzo acaba sustituyendo al propio trabajo, acabando de paso con la confianza y la energía de muchos colaboradores y trabajadores que deben usar mensajería corporativa, correo y, cada vez más, aplicaciones de vigilancia remota de teletrabajadores.

Y, en esta carrera por la medición de la eficiencia y la experimentación con flujos de trabajo cada vez más intrusivos, muchos empleados experimentan problemas de ansiedad y agotamiento («burnout»). Como consecuencia, la distracción y el tiempo reducido para trabajar en el producto repercute sobre su calidad y obliga a muchos trabajadores a mantener dos empleos, el uno remunerado y el otro sin remunerar: alimentar la carrera por los flujos de trabajo durante el horario laboral, y producir algo más concreto y auténtico fuera de las horas de trabajo. Según Newport:

«El cerebro humano tarda bastante tiempo en ponerse con algo. Si uno va a depositar su atención en una cosa para acto seguido ir a otra cosa, eso requiere un tiempo, ¿no? Hay procesos biológicos que tienen lugar. Uno debe suprimir ciertas redes. Uno debe amplificar otras redes. Es algo que requiere su tiempo».

Los mensajes no son la tarea

Lo que comenta el investigador de Georgetown nos es familiar. Acudimos ante el ordenador con energía renovada. Abrimos canales de flujo de trabajo (correo electrónico, mensajería, etc.), e incluso redes sociales. Empieza el vaivén de mensajes, actualizaciones, tareas cuyo sentido último parece ser el haberlas cumplido o acabado, pese a que su valía o relación con nuestra labor sea contestable o incluso injustificable. Sin hablar de la desestabilización causada por todas esas tareas o temas que permanecen en el aire y no pueden cerrarse:

«Y acto seguido uno trata de devolver la atención a lo que uno trataba de hacer, lo que crea una acumulación en nuestra mente, que experimentamos en forma de pérdida de función cognitiva. Además, nos sentimos frustrados, cansados, ansiosos».

Sobre el papel, la «mente-colmena» hiperactiva (la conexión constante y apenas jerarquizada de equipos trabajando en el mismo lugar o de manera remota) contaba con un lado en apariencia ventajoso: su flexibilidad, adaptabilidad, facilidad de establecimiento y uso, y un coste cada vez más marginal. Pero la ventaja potencial se convierte en riesgo sistémico, ya que empeoramos haciendo nuestro trabajo.

En su conversación con Cal Newport, Ezra Klein habla también de su doble experiencia como periodista y como directivo de un medio de comunicación nacido en el ámbito digital, del que salió hace unos meses. Él mismo reconoce haber apostado por este nuevo modelo de trabajo en torno a la mensajería instantánea corporativa. Ahora, dice, tiene claro que semejantes herramientas hacen las organizaciones «menos efectivas».

Un entorno que demanda nuestra atención

En ocasiones, gracias a GIF y emoticonos, la aplicación acaba convirtiéndose en una especie de encuentro digital a la vez adictivo, hiperactivo y distendido, como si se tratara de una reunión informal de compañeros desconcentrados junto a la máquina de café.

Y, como era de esperar, el formato de mensajes premia a graciosillos, participantes ocurrentes y compañeros que operan para proyectar una cierta imagen. Las conversaciones desaparecen de la pantalla en tiempo real y es difícil acudir a ellas en diferido, lo que fomenta el miedo a perdérselo. El mencionado fenómeno FOMO.

Ni el correo electrónico ni la mensajería instantánea tienen un error de diseño fundamental, argumentan Klein y Newport. En su aparición, el veterano correo electrónico se convirtió en un arma ventajosa para infinidad de tareas al ser a la vez asíncrono, rápido y económico en comparación con el correo y mensajería postales, y sin las desventajas del fax o el teléfono/contestador.

Cuando el sendero no tomado nos tormenta, es necesario observar lo que aparece ante nosotros

Ocurrió algo parecido con la mensajería, útil en situaciones en que es necesaria una conversación remota en tiempo real que queda registrada y puede consultarse a posteriori. Sin embargo, tanto una como otra herramienta se han convertido en un fin en sí mismo, para beneficio de quienes las desarrollan y detrimento de la salud psíquica y productividad de sus usuarios corporativos.

Cal Newport recuerda que empleados de la industria del conocimiento no desempeñan tareas claramente cuantificables en unidades de producción como los trabajadores industriales, lo que obliga a establecer una supervisión laxa y por incentivos que depende en la autonomía y el reconocimiento de estos trabajadores; sin este reconocimiento tácito de un cierto grado de autogestión, los trabajadores del conocimiento no podrían florecer, observó Peter Drucker.

Hacer eficientemente algo que no tiene por qué hacerse

Pero ¿qué ocurre cuando la industria del conocimiento toma demasiado en serio las reflexiones de Peter Drucker y lleva este esquema de trabajo autónomo y por objetivos a sus últimas consecuencias? Newport cree que estructuras como la actual, que promueve una mente colmena («hive mind»), o interdependencia inducida de individuos que, al competir entre sí, acaban empobreciendo sus propias capacidades.

El propio Drucker habría tenido un antídoto contra la presión ambiental asociada a permanecer conectado a una mente colmena que trata de llamar nuestra atención y ponernos en competición con otros:

«No hay nada más inútil que hacer de manera eficiente lo que no tendríamos que estar haciendo».

La solución al modelo actual y el agotamiento que produce entre los trabajadores del conocimiento podría llegar con un ajuste y con una valoración desde la empresa de prácticas que contribuyan al bienestar de los trabajadores y a su equilibrio emocional, que pasaría por respetar entornos laborales menos propensos a la interrupción constante, así como un respeto efectivo de conductas saludables que fomentan el rendimiento a largo plazo: pautas de sueño, una conciliación más equilibrada con la vida familiar, y menos incentivos para una competición encarnizada por los esfuerzos más fútiles (tales como el uso excesivo de comunicaciones digitales).

Esta es al menos la estrategia que Jason Fried y David Heinemeier Hansson exponen en su último ensayo, It doesn’t need to be crazy at work. En efecto, la jornada laboral no tiene por qué parecer un circo remoto con carrera de obstáculos inclusive.

Filosofía de la máquina del café

El deseo de permanecer constantemente sincronizados con lo que otros hacen para «no perder el tren», la mentalidad FOMO en definitiva, propulsa el modelo de negocio de las redes sociales, si bien los excesos del modelo pasan también factura profesional. O así lo argumenta al menos un estudio publicado en Academy of Management Journal.

A la hora de cuantificar la eficiencia y tratar de acelerar y mejorar los flujos de trabajo, olvidamos que el rendimiento intelectual depende también de factores tan humanos como el descanso efectivo, la conciliación entre vida profesional y personal, así como el equilibrio anímico y la capacidad para concentrarse en el trabajo sin interrupciones constantes.

Hacer que se trabaja puede ser estéticamente muy efectivo, pero a largo plazo es una receta para el «burnout». La mejor manera de no alimentar los excesos de la sociedad de la fatiga pasa por aprender a decir no al correo, la mensajería, la autopromoción y el «miedo a perdérselo».

No es casual que muchos de los profesionales que admiramos, lo admitamos o no, evitan exponerse demasiado a los nuevos flujos de trabajo o el autobombo en redes sociales. Concentrarse requiere su liturgia.