Una investigación de The New York Times sobre el mercado de compra y venta de seguidores falsos en Twitter incide no sólo sobre una realidad no confesada que mueve intereses y dinero, sino que deja al descubierto un espacio no resuelto en la Internet 2.0, capaz de crear redes sociales globales y los llamados servicios colaborativos: un servicio de reputación digital creíble.
Si hacemos caso a las predicciones de expertos como Tim O’Reilly, el editor y ensayista de San Francisco, o de Fred Wilson, inversor de capital riesgo afincado en Nueva York, la nueva oleada de tecnologías e innovación en Internet será protagonizada por servicios diseñados sobre infraestructura segura que compartirá historial entre los participantes.
Entre las tecnologías que posibilitarán estos servicios seguros con infraestructura entre usuarios (P2P), se posicionan con ventaja las bases de datos distribuidas, o cadenas de bloques (“blockchain”), capaces de impedir por diseño la modificación fraudulenta del historial de información que almacenan.
Siguiendo un esquema que automatiza el histórico de una información, requiriendo que todos los participantes guarden una copia actualizada del registro de entradas, cualquiera podrá guardar y compartir, si así lo desea, la evolución de una información protegida, decidiendo a qué contenido acceden otros y de qué manera.
Bases de datos distribuidas y reputación online
Una base de datos distribuida, cree Fred Wilson, se adaptará a cualquier servicio de naturaleza registral (usando, por ejemplo, el servicio Ethereum, o creando uno mismo toda una nueva plataforma distribuida); una vez resuelto el reto de copiar la información de registro con mayor rapidez y requiriendo menor capacidad de cálculo (que implica impacto energético), infraestructuras basadas en la cadena de bloques o diseños similares podrán albergar capas de información controladas y gestionadas por el propio usuario, logrando autonomía con respecto a los servicios de Silicon Valley que registran nuestra actividad y explotan nuestras acciones y atención.
The real odds in this context: a world where people truly own their digital persona and activity, deciding with granular permits how to share info. Proudhonian mutualism. Blockchain is not money, but a DNA to build stuff on top. https://t.co/ntJS5ovj0f
— Nicolás Boullosa (@faircompanies) January 17, 2018
Más allá de la promesa, todavía no materializada, de las bases de datos distribuidas y su aplicación mutualista (por ejemplo, en perfiles digitales que potencialmente controlaría y poseería el propio usuario), nuestro grafo social sigue en 2018 en posesión de terceros, que batallan por imponerse y acaparar cuanta más información, actividad y atención del usuario mejor.
Dos artículos publicados en The New York Times muestran dejan al descubierto el punto débil estratégico de los gigantes de Internet: pese a conformar cuasi monopolios en sus respectivos mercados, Apple, Google, Facebook o Amazon (y, en menor medida, servicios estratégicos por su preeminencia en la conformación de la opinión pública, como Twitter), no han logrado armar un servicio que gestione la reputación de usuarios y asocie perfiles a personas o empresas cuando los usuarios así lo deseen, evitando el uso fraudulento de su perfil digital por terceros.
- el ensayista Steven Johnson firma el primero de estos artículos, titulado Más allá de la burbuja Bitcoin, donde argumenta que el verdadero potencial de blockchain no reside en la especulación con criptomoneda (y sus desmesuradas necesidades energéticas), sino en el uso de bases de datos distribuidas como arquitectura segura que permitirá crear una auténtica economía mutualista, favoreciendo servicios seguros entre ciudadanos y entidades sin necesidad de que autoridades reguladoras se ocupen de certificar una autenticidad que será inferida por el diseño distribuido de los propios servicios;
- Nicholas Confessore firma otro artículo detallado en The New York Times, con un título igualmente rotundo, La fábrica de followers: un retrato en profundidad del cotizado mercado de seguidores falsos al que acceden usuarios y personalidades para construir una fachada pública que equipara la popularidad a granel (número de “usuarios”, aunque la mayoría de éstos sean en realidad bots alimentados con perfiles robados de usuarios legítimos y perfiles inventados) con reputación pública.
Grafos sociales controlados por el usuario
¿Es el fraude de los bots y las identidades falsas una preocupación prioritaria para los grandes repositorios privados con sede en Silicon Valley que acaparan nuestra información y actividad, vendiendo nuestra atención a terceros? ¿Podrían las plataformas distribuidas armar una alternativa en la que ciudadanos y entidades pudieran proteger y confirmar su identidad ante terceros cuando lo desearan?
Si hacemos caso al olfato de Fred Wilson y Steven Johnson, nos encontramos apenas al principio de la Internet 3.0, donde podría emerger o no el grafo social mutualista que otorgara a los usuarios su emancipación digital de las empresas dominantes en la actualidad.
Y, de momento, el único modo de no convertirnos en el producto que venden las redes sociales consiste en ser conscientes de que buena parte de la fachada relacionada con actividad virtual en redes sociales ha sido generada por algoritmos: antiguos directivos que colaboraron en el diseño y efectividad de las redes sociales y servicios que usamos a diario, como Tristan Harris, recomiendan que desactivemos todas las alertas que no produzca un ser humano, y gestionar responsablemente incluso las relacionadas con actividad real.
Social media bots: on the unhealthy culture of buying your way up, aka "the follower factory"; Plato & Bishop Berkeley would be interested in this iteration of the "Allegory of the Cave". Not only a fake accounts' market, but a market of "fake attention". https://t.co/E4CpdDDfia pic.twitter.com/mVjvqUJ8da
— Nicolás Boullosa (@faircompanies) January 28, 2018
En cuanto al mercado de la reputación falsa que lleva a usuarios de Twitter a confundir su credibilidad con el número de seguidores de su perfil, el reportaje de The New York Times que investiga sobre el tema nos deja el sabor de novela distópica, tal es la fragilidad espiritual y narcisismo de la cultura de redes sociales que ha prevalecido desde la generalización de los servicios 2.0 hasta hoy.
Sociedad del espectáculo, vanidad y otras criaturas
La investigación del diario estadounidense no sólo corrobora lo ya consabido -la existencia de millones de cuentas automatizadas y teledirigidas con perfiles falsos y actividad “zombie”-, sino su uso interesado con fines económicos y/o propagandísticos, lo que confirma el atractivo comercial de la “atención falsa”: seguidores, retuits, likes…
So pena de entrar en debates sobre la filosofía de la percepción que requerirían otros artículos e incisos, es útil cuestionarse algo, ahora que sabemos que la computadora permanentemente conectada a Internet que llevamos en el bolsillo afecta nuestra manera de percibir y ser-en-el-mundo (para optar por una expresión del fenomenólogo Martin Heidegger): usando Internet, ¿realmente comprendemos lo que percibimos?
A tenor de fenómenos tales como el mercado de la vanidad personalizada, como si la fragmentación del contenido mediático de la sociedad del espectáculo que predecían Gilles Deleuze y Andy Warhol se hubiera quedado hace tiempo corto, cualquier experto en filosofía de la percepción constataría que no: somos incapaces de comprender lo que observamos, al haber creado una persona digital desgajada de cualquier referencia real.
Percibir con fundamento (según Merleau-Ponty)
De todos los filósofos fenomenólogos, quizá haya sido Maurice Merleau-Ponty el más acertado en comprender hacia dónde se encaminaba la filosofía de la percepción en las sociedades modernas: al crear una representación mediática de la realidad caricaturizada, nuestro anclaje con el mundo real se resiente, pues este nuevo mundo (que ha multiplicado su riqueza desde los inicios de la cibernética, apenas observados por Merleau-Ponty) discurre sin demandarnos más que nuestra atención visual y sonora.
El resto de sentidos desaparecen en la nueva representación, que relegan a la capacidad humana de aprender del mundo palpándolo con todos los sentidos: para Merleau-Ponty, es tocando el mundo, mirando, oyendo, oliendo nuestro entorno cercano, que nos delimitamos a nosotros mismos, pues nuestro cuerpo aparece en la extensión de nuestra conciencia que nos sitúa en el mundo.
While it’s embarrassing for the frauds who bought followers, it also says something nasty about the pressure of social counts, and how Twitter benefits from making everyone focus on them to their anxiety and desperation.
— DHH (@dhh) January 31, 2018
Para el filósofo francés, el tipo de relación que nos permite reflexionar sobre el mundo con profundidad y nos impide convertirnos en autómatas del mundo etéreo que consumimos (hoy en día, más que su representación gráfica, la representación digital del mundo, que nos postra en la butaca y absorbe nuestra atención, al habernos convertido el “el producto”), demanda nuestra participación consciente en el mundo real.
Merleau-Ponty, atento a los avances de la física moderna, se cuestionó -como Heidegger y Nietzsche- por qué nos obsesionamos con la visión ideal del mundo, alejándonos de la profunda conexión entre nuestro cuerpo y el mundo circundante. La relación entre el observador (sujeto) y el mundo (objeto).
Nuestra manera de explorar vs. nuestra persona digital
El cuerpo no es sólo “observador” (quien ve), sino “observado” (quien es visto), eliminando así la división del dualismo platónico entre lo físico y lo metafísico. El cuerpo se convierte, a la vez, en observador y observado (Merleau-Ponty nos invita a observar nuestro brazo alcanzando algún objeto, o nuestras piernas durante un paseo).
Maurice Merleau-Ponty (1964: páginas 85-86):
“El enigma es que mi cuerpo está observando y es visible a la vez. Él, que mira todas las cosas, también se puede mirar a sí mismo, y reconocer en lo que él ve entonces ‘el otro lado’ de su poder de clarividencia. Él se ve a sí mismo viendo, él se toca a sí mismo al ver, él es visible y sensible con respecto a sí mismo.”
Asistir al descubrimiento del mundo a cargo de un bebé implica entrever la lucha del pequeño para fundirse en esa realidad observador-observado, en la que la necesidad instintiva de tocar, sostener o probar objetos, enriquecen la tentativa sensorial de escrutar el mundo más allá de nosotros. Este observar el mundo para delimitarse uno mismo, tan presente en un bebé, es enterrado por nuestra conciencia y supeditado a la mirada durante nuestro aprendizaje en sociedad (que nos introduce al dualismo metafísico en que todavía nos hayamos inmersos, para frustración de los filósofos mencionados).
En este contexto, el próspero mercado de la “micro-fama” relacionada con nuestra persona electrónica, incluso cuando esta fama no es ya sólo virtual, sino totalmente falsa, es una mera extensión de nuestra atrofiada percepción del mundo, todavía asida a la mirada de Platón: cuerpo separado de alma, ideas como representación perfecta de un mundo imperfecto.
La versión contemporánea de la microfama de Warhol
La microexpresión de la fama de Hollywood, mutada en los 15 minutos de vanidad que Warhol prometía a cada ciudadano en plena era del espectáculo, se ha transformado en expresiones digitales como el mercado de seguidores falsos en Twitter.
En su mencionado artículo The Follower Factory, Nicholas Confessore habla con algunos de los protagonistas de la industria de los seguidores de Twitter falsos.
En opinión del creador del lenguaje de programación Ruby y cofundador de Basecamp, David Heinemeier Hansson (DHH):
“Si bien es vergonzoso para los impostores que compraron los seguidores, [el fenómeno expuesto por el artículo de Confessore] también dice algo repugnante sobre la presión de las cuentas sociales, y por qué Twitter se beneficia de hacer que todo el mundo se centre en éstos [obtener más seguidores], en detrimento de su ansiedad y desesperación.”
De nuevo, el problema irresuelto de la reputación. Por mucho que aplicaciones como Klout hayan tratado de “puntuar” el prestigio en Internet del grafo social de los usuarios reconocibles de Internet, la situación real muestra una clara dependencia percibida por los usuarios con respecto a las principales redes sociales, pues la visión reduccionista que asocia “seguidores” y “me gusta” a popularidad ha alimentado la carrera de roedores por “mejorar la marca personal y profesional”, costara lo que costara.
Un mercado de seguidores falsos… y atención falsa
Una hasta ahora oscura compañía que se dedica a vender seguidores usando cuentas creadas a partir de perfiles falsos y copiados de manera fraudulenta, Devumi, protagoniza el relato de Confessore, aunque el periodista aclara que existen servicios similares, como la también mencionada firma Peakerr:
“Devumi vende seguidores de Twitter y retuits a celebridades, negocios y cualquiera que quiera aparentar mayor popularidad o fingir influencia en línea. Manejando un inventario estimado de al menos 3,5 millones de cuentas automatizadas, cada una de las cuales ha sido vendida en varias ocasiones, la firma ha abastecido a sus clientes con más de 200 millones de seguidores de Twitter.”
Pero la inexistencia de un método independiente y fidedigno de medir la reputación en nuestra persona digital equipara, en el mercado de los seguidores de redes sociales a granel, la cantidad con baremos de prestigio y popularidad indistinguibles de los otorgados a cualquier usuario con seguidores legítimos.
“Estas cuentas son moneda fraudulenta en la próspera economía de la influencia electrónica, extendiéndose a prácticamente cualquier industria en la que una audiencia masiva -o la ilusión de ésta- pueden rendir económicamente.”
¿Cuál es la extensión de este mercado?
“Las cuentas falsas, creadas por gobiernos, criminales y emprendedores, infestan actualmente las redes sociales. Según algunos cálculos, alrededor de 48 millones de usuarios activos de Twitter -cerca del 15%- son en realidad cuentas automatizadas diseñadas para simular a gente real, aunque la empresa asegura que la suma es muy inferior.”
Límites actuales de la economía de la influencia digital
Informaciones como la que firma Confessore instigarán reacciones puntuales de las compañías involucradas, que responderán en tiempo real en función del impacto público de cada escándalo periódico. Pero la purga periódica de usuarios automatizados no acabará con un fenómeno que existirá mientras persona digital no equivalga a persona (o entidad, marca, etc.) en el mundo real.
Los entrevistados para el artículo de The New York Times explican que la práctica de la compra de seguidores es muy habitual en personalidades públicas y empresas, que a menudo usan agencias de relaciones públicas para promocionar su imagen pública.
En este mercado, los usuarios con una fachada creíble (sobre todo, “bots en lengua inglesa, con fotos”) son más cotizados, en una especie de confesión acerca del relativo supremacismo de las cuentas falsas con fachada anglosajona, dada la importancia del mercado publicitario en inglés, su estatus de lingua franca de facto y el poder adquisitivo de los estadounidenses.
It's time for @twitter to confirm a real name and real person behind every account, and for @facebook to to get far more stringent on the same. I don't care what the user name is. But there needs to be a single human behind every individual account .
— Mark Cuban (@mcuban) January 28, 2018
Sólo Devumi tiene más de 200.000 clientes, entre ellos varias personalidades públicas y empresas de renombre (que podrían haber obtenido los seguidores falsos a través de agentes y firmas de relaciones públicas, en ocasiones sin conocer siquiera los detalles).
El suculento mercado de los bots en redes sociales
La economía de la influencia, que repercute sobre precios publicitarios, credibilidad y cotización de marcas, productos y personalidades, deberá gestionar las malas prácticas antes de que el futuro del mercado de la reputación electrónica pierda la credibilidad acrítica de que había gozado hasta que se conocieran detalles sobre la influencia del uso propagandístico de las redes sociales en comicios cada vez más polarizados.
Brexit y la victoria de Donald Trump marcan el inicio de una actitud más crítica con las herramientas diseñadas por los gigantes de Silicon Valley que han logrado en tiempo récord situarse en la posición estratégica de intermediación entre el mar de contenidos digitales y nuestra atención ante la pantalla del teléfono. Un filtro, el creado por las redes sociales, que optimiza la explotación publicitaria de nuestro interés y, a la vez, no se responsabiliza ni de la credibilidad, ni de la calidad, ni del efecto adictivo de los contenidos distribuidos.
El empresario e inversor Marc Cuban cree que el principio de la solución al fenómeno del mercado distorsionador de cuentas falsas pasa por identificar cada cuenta con un único usuario (que represente a una persona, organización o marca), una política que sigue en teoría Facebook, pero que no cumple a rajatabla, por lo que esta red social también debería “ser mucho más estricta” controlando el fraude de los perfiles falsos.
Autenticación en sociedades no libres
La declaración pública de Cuban no convence a activistas por una Internet más inclusiva y capaz de generar anticuerpos que minimicen distorsiones como la propaganda personalizada o la actividad teledirigida a través de cuentas falsas; es el caso del pionero en plataformas de blogueo Anil Dash, que recuerda que semejante política de autenticación:
“no resolvería los principales problemas en torno a la confianza, manipulación mediática, y abuso, y sin embargo pondría en peligro a gente marginalizada que no puede relacionar la identidad de su gobierno con su identidad en medios sociales.”
¿Qué hacer, entonces?
El artículo firmado por Steven Johnson sobre el impacto potencial del uso de bases de datos distribuidas: en Más allá de la burbuja de Bitcoin, Johnson argumenta con un acierto provocador que el interés real de la cadena de bloques no reside en su uso más popular en la actualidad (especular con criptomoneda), sino en infundir por diseño confianza en las transacciones de información de cualquier servicio de naturaleza registral.
Por diseño, la cadena de bloques impide que los objetos del sistema se dupliquen o modifiquen, y lo logra sin depender de autoridades intermediarias, pues el registro de todas las entradas reside en una copia que comparten todos los participantes.
No va de criptomoneda, sino de bases de datos distribuidas
Semejante sistema permitiría, por ejemplo, establecer un grafo social descentralizado para personas y entidades, otorgando a personas físicas y jurídicas la propiedad y la gestión real de su persona digital. El usuario decidiría qué información, cómo, cuándo y con quién compartirla, evitando la venta de su atención a terceros sin su consentimiento explícito, lo que podría impulsar modelos de negocio próximos al mutualismo y voluntarismo con que habían soñado Pierre-Joseph Proudhon o Lev Tolstói, entre otros.
Necesitamos, recuerda Steven Johnson, un nuevo protocolo sobre Internet con vocación abierta y universal (como los creados por Tim Berners-Lee y otros) que no se refiera a “noticias”, a “correo”, a “intercambio de ficheros”, a “conexión segura” o a “sitio web”, sino a “gente”.
Quizá, la única manera de combatir con efectividad fenómenos como la sobreinformación, la propaganda personalizada, la información falsa o el uso fraudulento de cuentas de usuario falsas, consista en utilizar un esquema distribuido y de naturaleza segura para que cada persona del mundo sea capaz de emanciparse en Internet, declarando la autonomía digital de su persona y decidiendo qué hacer, a qué o quién prestar atención, qué productos y servicios intercambiar y a cambio de qué.
La lectura del artículo firmado por Steven Johnson debería inspirarnos más que cualquier promesa vacua de dinero fácil haciendo no sé qué con no se cuál criptomoneda. Esto va de otra cosa.
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