El individualismo es una conquista moderna, que aparece esbozada primero en las filosofías de vida clásica, pero que no aspira a derecho hasta que —a través de lecturas de los estoicos y de Michel de Montaigne, entre otros—, los pensadores ilustrados lo definen y acotan como aspiración universal.
Las primeras aproximaciones a esta afirmación llegan con alegatos individualistas y reflexiones sobre el libre albedrío en forma de obras como las Ensoñaciones del paseante solitario (1782) de Jean-Jacques Rousseau, o las reflexiones con moralina que Denis Diderot pone en boca de los personajes de Jacques el fatalista y su maestro (1796).
La idea de “contrato social” desarrollada por Rousseau parte de la noción de que, para florecer en una sociedad, un ciudadano libre (en su época, alguien próspero y con acceso a propiedad, contrastando con la aristocracia de épocas pretéritas, pero excluyendo de facto a clases populares, mujeres y minorías), debe reconocer la individualidad y libertad de su propio criterio, acciones e intereses, para luego sumarla al conjunto de la sociedad a través de un marco de derechos y deberes. La libertad de un ciudadano acabará donde empiece la de otro.
La base del pensamiento interiorizado
El individuo imaginado por Jean-Jacques Rousseau, Denis Diderot, John Locke y los utopistas que pretendían sentar las bases de una ingeniería social igualitarista, como Henri de Saint-Simon, debía reconocer el “contrato social” para garantizar sus derechos y los de sus conciudadanos.
Este nuevo contexto racional sancionado por la ley debía reglar los límites de la libertad de cada miembro del colectivo, evitando abusos contra los intereses de conciudadanos o contra los intereses la propia sociedad: delitos, leyes injustas, abuso de situación dominante en la producción y el comercio de bienes…
Todo podía ser reglado, siempre y cuando se acotaran nociones consideradas “esenciales”, que se conocerían como “leyes naturales”, “derechos fundamentales” o “inalienables”, etc.: el individualismo filosófico, inspirado en filosofías clásicas de estoicos y epicúreos (como la “eudaimonía” aristotélica), así como en las ideas jansenistas y protestantes que abogaban por una relación íntima, introspectiva e “individual” con Dios, inspiraron el individualismo político, económico, jurídico de la Ilustración.
En Estados Unidos, y pese a la separación constitucional entre Estado y confesiones, se estableció el origen y misión del país como algo poco menos que planeado por la interpretación protestante del cristianismo a través de corrientes como el unitarismo.
Amistad desinteresada vs. amistad transaccional
El universalismo y los “derechos naturales” de la Ilustración lograron transformar el viejo derecho medieval en un régimen de ciudadanos propietarios, y las instituciones basadas en la costumbre y la tradición perdieron su poder real, si bien mantuvieron cierto simbolismo.
La lucha de Don Quijote es, ante todo, la batalla por reestablecer con ingenuidad fatalista el viejo honor de la costumbre en un mundo moderno que se burocratizaba y caminaba ya hacia la monarquía absolutista y el despotismo ilustrado, antesalas de las democracias liberales (y de Napoleón).
Y, quizá por ello, Alonso Quijano sea tan consciente que, para echarse a los caminos como caballero andante, necesite un escudero con el que compartir aventuras, una amada a la que encomendarse en la batalla y por la que suspirar, etc. Y Don Quijote no aspira sólo a un escudero, sino a establecer con él, su vasallo, un inferior según la costumbre, sino un amigo fiel.
El contrato social de las democracias liberales regulará e institucionalizará las relaciones entre individuos, que pasan a ser no sólo intercambios entre iguales, sino “transacciones”: el interés propio e ideas como el beneficio material pierden la noción peyorativa y mezquina que habían tenido en la interpretación celosa de la religión y las costumbres sociales durante el Antiguo Régimen.
Y, con el cambio, se consolida al fin la mercantilización de lo que hasta entonces había sido sagrado entre los últimos aspirantes a afirmar su existencia sin pedir perdón en la Iglesia ni regatear en el mercado, actuando como “señores” de sí mismos: el honor, la palabra dada, el sentido del deber, el heroísmo del mundo caballeresco, el carácter sacro y fiel de la amistad entre personas y linajes, etc.
La amistad antes de su transformación en interés cuantificado
En su genealogía de la moral, Friedrich Nietzsche echa mano de sus lecturas de Michel de Montaigne, Baltasar Gracián y el propio Cervantes, cuando describe sin ocultar su disgusto cómo las propias nociones ilustradas de igualdad, progreso social y demás parten de una interpretación de lo que es “bueno” y “malo”, “noble” y “vil”, que poco tienen que ver con el instinto de quienes se comportan como héroes de acción y guardianes de su propio destino y autenticidad, auténticos aristócratas de su voluntad, cuya moral contrasta con el quejido eterno de los que han convertido la “moral de esclavo” (el agravio, el resentimiento), en la idea central del dualismo que ha dominado Occidente: cristianismo, cartesianismo, idealismo hegeliano y sus sucedáneos.
Como los estoicos (por ejemplo, Séneca en los consejos de sus Cartas a Lucilio), como Michel de Montaigne en sus ensayos, como Baltasar Gracián en su Criticón o como Cervantes en El Quijote, la fidelidad entre amigos tendrá el sabor de fin de época en el mundo reglado y moderno de las sociedades liberales: el contrato deberá sustituir a viejas amistades y fidelidades.
Quizá por ello, apelando al mundo perdido de las viejas filiaciones sagradas, tan atractivo para el imaginario colectivo, los escritores de folletín más populares logren emocionarnos todavía, cuando releemos los pasajes más predecibles —pero irresistibles al fin y al cabo, aunque veamos el truco una y otra vez— que denotan la amistad inquebrantable entre personajes que nos recuerdan lo que valió una vez la amistad.
Ahí están los enredos de las historias de Alejandro Dumas, cuyo trasfondo es una celebración de las morales olvidadas a las que llora Nietzsche: desde el paternalismo taciturno de Athos con sus compañeros de aventuras, el tipo de hombre que tanto falta a las sociedades contemporáneas, por su modestia, discreción y fidelidad (Los tres mosqueteros); a la intachable dedicación del abate Faria, preso en el castillo de If frente a Marsella, para convertir al desesperado Edmundo Dantés en El conde de Montecristo, y que este último corresponderá con una celosa fidelidad al recuerdo del viejo.
Relaciones humanas sin interacción humana real
La mercantilización de las relaciones humanas no ha empezado con Facebook, ni siquiera con las comunicaciones telemáticas a través de protocolos de grupos de noticias, Minitel o servicios análogos. Michel de Montaigne, Miguel de Cervantes y Friedrich Nietzsche reflexionan sobre fenómenos análogos en sus respectivas épocas: cuando viejos valores e instituciones se descomponen, surgen nuevos modelos que muestran groseramente sus excesos y defectos durante un período de transición o acomodación a nuevas estructuras.
Las relaciones entre ciudadanos evolucionan, pero seguimos reivindicando ideales ilustrados (progreso, libertad, justicia) como evolución natural de derechos que hemos interiorizado como “naturales”, y sobre los cuales añadimos enmiendas y ampliaciones a gusto de cada momento histórico.
Nuestra visión historicista de la historia sigue anclada en la visión del idealismo hegeliano que denunciaron los pre-existencialistas. Y, en esta supuesta lucha dialéctica, hay poco espacio para viejos modelos de amistad. La amistad es, a lo sumo, una unidad con aspiración matemática tanto para positivistas como para marxistas: un producto al que se llega con unidades de interés mutuo, camaradería, etc.
Voluntades heroicas, significados que traspasen el mero interés utilitario, se convirtieron en residuos una vez se impusieron las ideas de democracias liberales y sus alternativas igualitarias.
Consejos de quienes no piensan en réditos personales
Con la cibernética y el individualismo postmoderno, la cantidad de interacciones humanas se ha multiplicado gracias a nuevas “conquistas” de derechos individuales (en la dialéctica, todo debe aumentar hacia situaciones que superen estados anteriores), pero el aumento exponencial de estas interacciones habría reducido su profundidad y calidad.
La vieja distinción irónica entre amigos, conocidos y saludados no tiene sentido en un mundo que reduce el interés por el encuentro presencial en favor de la gestión numérica de encuentros digitales: “coleccionamos” amigos que depositamos, en tanto que cuentas de un collar simbólico de autorrealización prefabricada, en contenedores de redes sociales.
Y procedemos a la cuantificación exponencial de ese mundo creado, que aspira a sustituir las situaciones de azarosa incertidumbre y emoción que sobreviven como residuos prescindibles en nuestras vidas planificadas.
La “amistad” no fue siempre una carrera virtual por coleccionar avatares asociados a personas de carne y hueso con las que intentamos “racionalizar” nuestros encuentros (asépticos, cuantificados, gestionados en función de su interés).
En sus reflexiones sobre la amistad, Séneca recuerda a Lucilio que el hombre no refuerza sus virtudes buscando relaciones con otros, y uno debería actuar de acuerdo con sus principios y naturaleza para lograr su “tranquilidad” (ideal de autorrealización de los estoicos) con independencia de lo que digan o piensen de él amigos bienintencionados, parientes, enemigos, antagonistas…
Bastarse a sí mismo no implica rechazar la amistad
La brújula de la propia vida depende del examen de uno mismo y no de la proyección social de las acciones del hombre en tanto que ciudadano (Aristóteles había constatado que el hombre era un “animal político”, o individuo social —de la “polis”—). Ahora bien, Séneca reconoce la valía de la compañía, los consejos y las acciones de los buenos amigos, que no abundan y cuya fidelidad perdura más que muchos lazos familiares y sentimentales.
Séneca recuerda la reflexión de Epicuro, para quien un individuo sabio se basta a sí mismo y no necesita amigos. Pero, aunque autosuficiente, cualquiera que aspire a cultivar la virtud según su naturaleza,
“bien que autosuficiente, quiere tener amigos, vecinos y camaradas.”
La persona que cultiva su propia filosofía de vida, dice Séneca, se basta consigo misma si no hay más remedio (como se habituaría a vivir sin una mano cercenada, habiendo perdido un ojo, o teniendo alguna enfermedad crónica). Pero, aunque no se lamente de lo que perdió, hubiera preferido no perderlo.
“Así se basta el sabio a sí mismo, no es que quiera estar sin amigos sino que podría; y cuando digo podría, me refiero a que soporta las pérdidas con ánimo igual. Sin amigos, de seguro, no se quedará nunca: en su potestad está lo que rápido restaura.”
Para Séneca, los buenos amigos no eran sólo escasos, sino que se lograban con esfuerzo, pues el carácter de éstos los hacía prudentes, mesurados y algo huraños a la hora de establecer amistades. En la época de Séneca, los buenos amigos debían actuar en ocasiones con la determinación de protectores, mentores, depositarios de confidencias.
El riesgo de la conveniencia
La celebración de un amigo llegaba tanto por sus cualidades como por los frutos de la relación cultivada, que requerían compromiso, fidelidad y, en ocasiones, hasta el exilio o la muerte.
“Ahora regresemos a nuestro propósito. El sabio, si bien se basta a sí mismo quiere no obstante tener amigos, sin nada más en vista que el ejercicio la amistad, para que tamaña virtud no dormite.”
Ahora bien, prosigue Séneca en Cartas a Lucilio, quien entabla amistades sólo por el interés, no logrará mantener a sus amigos, que averiguarán los motivos poco virtuosos de la relación y ésta perderá estatura o se marchitará:
“Quien mira a si mismo y por tal razón busca amigos, piensa mal. Tal como comienza, así termina: si se hizo de un amigo para que lo asista contra el cautiverio, ni bien crepiten las cadenas éste se batirá en retirada.”
Estas amistades son “interesadas”; precisamente las que florecieron en el marco institucionalizado de la Ilustración, cuando el “contrato social” animó al cultivo del propio interés material por encima de la propia virtud (los intangibles quijotescos que Nietzsche lamenta que la sociedad haya perdido, y por los que Montaigne también llora en sus ensayos). Séneca (Cartas a Lucilio, Carta IX):
“Esas son las amistadas que el pueblo llama temporarias, asumidas por razón de conveniencia: placen en tanto y en cuanto fueren útiles. Por eso a los florecientes circunda una turba de amigos; en torno a los arruinados ronda la soledad, allí mismo donde son puestos a prueba, huyen los amigos. De esto, los más nefarios ejemplos son los que por miedo abandonan, los que por miedo traicionan. Ineludiblemente, entre el inicio y el final existe congruencia: el que se vuelve amigo por conveniencia, deja de serlo por conveniencia; cualquier precio contra de la amistad es bueno, si alguno en ella se puso más allá de ella misma.”
La amistad no es cálculo ni negocio
Los avatares coleccionados en las redes sociales son la perversión cibernética de esta mezquindad utilitarista ya denunciada por Séneca hace dos milenios.
¿Para qué, entonces, la amistad, si no es para ganar de ella, ni para obtener algo que el sabio no pueda obtener en su propio interior?, se pregunta Séneca. La respuesta es reconforta poco a quienes creen que la única amistad que merece la pena perseguir puede ser cuantificada únicamente en interés:
“¿Para qué hacerme de un amigo? Para tener por quien pueda morir, para tener a quién seguir en el exilio, a quién defender de la muerte incluso al precio de mi vida. Lo que tú describes es un negocio que persigue el acomodo, que mira hacia lo que se podría obtener, no amistad.”
Las reflexiones de Séneca implican que la verdadera amistad es un vínculo profundo y virtuoso, fruto de la afirmación de la propia existencia, porque implica que quien ofrece y da la amistad sincera con total libertad ha recorrido anteriormente el terreno de cultivarse a sí mismo, buscando un propósito a su vida, cuestionándose por su naturaleza, eligiendo la mejor versión de sí mismo cuando es posible hacerlo.
“‘No se trata ahora de eso’ – dices – ‘de saber si la amistad es de desear por ella misma’. ¡Pero sí! Nada hay que sea más necesario de probar: si la amistad es deseable por sí misma, puede acceder a ella quien se basta a sí mismo. ¿De qué manera se accede entonces? Como a lo pulquérrimo: ni motivado por el lucro, ni aterrorizado por los cambios de fortuna; se priva a la amistad de su majestad cuando se la cultiva para obtener un buen caso.”
Montaigne en su torreón
El sabio, en definitiva, se basta a sí mismo y aceptará sus pesares y soledad, pero elegirá tomar mujer, criar hijos y vivir entre los hombres,
“Hacia la amistad no lo lleva ninguna conveniencia propia, sino el impuso natural, porque entre las cosas que para nosotros poseen innata dulzura, se encuentra la amistad. Tan grande como el odio a la soledad es la voluntad de vida social y así como la naturaleza concilia al hombre con el hombre, ínsito llevamos el aguijón que nos hace ávidos de amistad.”
Rodeado de los pesares de las guerras de religión y el dolor físico, Michel de Montaigne exploraba una y otra vez las enseñanzas de la biblioteca en el torreón de su casa, donde escribía sus reflexiones y despachaba sus asuntos y cartas. Tan clasicista como atento a su tiempo, Montaigne conocía la obra de los estoicos y citó como nunca antes se había hecho en romance obras que habían permanecido ajenas al canon occidental desde la Antigüedad.
En sus relatos ensayísticos —se le atribuye la invención de este género—, donde combina anécdotas personales, peripecias como su viaje por los balnearios italianos para aliviar sus constantes dolores renales con aguas que, se creía en su época, tenían efectos purificadores mucho más dramáticos que los reales.
Sobre el riesgo de “coleccionar” auténticos amigos
Montaigne cita a conocidos de su época y todo tipo de personajes que tiene en gran estima, pero evita exagerar en cuanto a la amistad de refiere. El humanista del Renacimiento francés no presumió ni abusó de amistades pese a creer en los frutos de la amistad sincera, desinteresada y fructífera.
Como los estoicos, Montaigne pensaba que la amistad sincera era rara, hasta el punto que él mantuvo una sola, y sostuvo que este tipo de ligazón era tan precioso que raramente un hombre ocupado y autosuficiente lograría compartirla con más de una persona.
Además, reflexiona Montaigne:
“Si dos amigos te pidieran ayuda al mismo tiempo, ¿a cuál de los dos asistirías? Si te demandaran favores incompatibles, ¿quién de ellos tendría la prioridad? Si uno te confiara un secreto que fuera útil para el otro, ¿cómo procederías?”
Para quienes cultivan la virtud de la autosuficiencia, la amistad no es un mero supletorio estético para adornar placeres hedonistas o matar el tiempo, sino una responsabilidad tan sagrada que incluso podría obligar al rechazo de otras grandes amistades.
El amigo de Michel de Montaigne fue Étienne de La Boétie, escritor y magistrado de Burdeos, clasicista como Montaigne y artífice de la paz civil en las guerras de religión.
Montaigne y La Boétie
La amistad llegó con el reconocimiento mutuo: lo que en otras circunstancias podría haberse convertido entre rivalidad o antagonismo, dio pie a una amistad que sólo truncó la muerte de La Boétie. Este último había escrito un texto inflamatorio contra el absolutismo donde demostraba la erudición, la contundencia y la templanza de un hombre maduro, pese a contar con 18 años. Al leer la obra, Michel de Montaigne se empeñó en conocer al autor, pues tenía la intuición de que había que cultivar una amistad con potencial inquebrantable.
A la muerte de Étienne de La Boétie, Michel de Montaigne se sintió despojado hasta tal punto que se libró a amistades compatibles con su pérdida: en lugar de correr a buscar nuevos amigos, Montaigne acudió al torreón a sumergirse en lecturas, estudiando cómo otros habían navegado por pérdidas similares, y decidiendo al fin escribir sobre el amigo fallecido. Sus evocaciones no convencieron al ensayista, que reconoció que la empatía de la amistad sincera se basa en
“hechos difíciles de imaginar para quienes no los han vivido.”
La amistad, reflexiona Montaigne, es el más alto grado de perfección de la sociedad. Sin embargo, este lazo desinteresado que “multiplica los bienes y reparte los males”, y que es el único remedio “contra la adversa fortuna, y un desahogo del alma”, no sobrevivirá a los grandes cambios sociales de la Ilustración, donde el contrato suplantará a la palabra y la ética personal.
Amigos que no fallan
Cuando nos cuestionamos si los avatares y relaciones que a los que apelamos “amigos” realmente lo son, no deberíamos acudir únicamente a artículos y reflexiones actuales, teniendo a mano el consejo de quienes, si así lo decidimos, se convertirían en amigos fieles al abrir sus obras.
Montaigne o, en el plano de la ficción, Athos y el conde de Montecristo, cada uno en su plano, no nos defraudarán cuando los necesitemos. Su carácter y acciones alcanzarán en nuestra experiencia (la que construimos al leer y releer pasajes) el poso de los acontecimientos decisivos.
La mentoría a cargo de los mejores está al alcance de quien hace el esfuerzo de quien, sabiéndose autosuficiente, desea sin embargo entablar amistades desinteresadas que, por este motivo, lograrán una fertilidad vetada a las correrías de las redes sociales y las relaciones interesadas.
La Boétie se convirtió en interlocutor fantasma de Montaigne, que se dedicó a publicar y publicitar las obras de su amigo fantasma. Étienne de La Boétie ha pasado a la historia como humanista gracias al trabajo de su amigo, que bregó para que se reconociera la autoría de sus textos contra el Absolutismo, sonetos, traducciones de Jenofonte y Plutarco y alegatos contra la desobediencia civil y la resistencia no violenta que preceden en tres siglos a las reflexiones de Henry David Thoreau.
Montaigne y la amistad interesada
En su ensayo dedicado a la amistad (De la amistad, XXVII), Michel de Montaigne sentencia que el último extremo de la perfección en las relaciones que ligan a los humanos, reside en la amistad, pues está despojada de los intereses y pasiones de las relaciones “descritas por los antiguos” (la natural, la social, la hospitalaria y la amorosa).
Ya en el siglo XVI, reflexiona Montaigne,
“Lo que ordinariamente llamamos amigos y amistad no son más que uniones y familiaridades trabadas merced a algún interés, o merced al acaso por medio de los cuales nuestras almas se relacionan entre sí.”
Quizá no debería extrañarnos tanto, al fin y el cabo, que haya estudios que relacionan la calidad de las amistades con su reducido número.
Eso que hoy llamamos “amistad”
Por mucho que haya poderosas maquinarias de relaciones públicas tratando de convencernos que los avatares que coleccionamos en nuestros perfiles de redes “sociales” son “amigos”, deberíamos empezar a respetarnos un poco más a nosotros mismos, reivindicando la poderosa semántica de palabras cuya valía y significado hemos permitido que se diluya. Y reconociendo que, en gran medida, lo que llamamos “amigos” no son siquiera una versión creíble —aunque fuera caricaturesca, bidimensional— de las personas de carne y hueso que representan.
Llegarán los estudios que tratarán de convencernos que Facebook es bueno para la salud. Cuando llegue el caso, haremos bien en recurrir a los amigos de los libros y a los —escasos— amigos verdaderos, a los que dedicaremos toda la atención desinteresada que sea necesaria.
Porque una amistad es mucho más que un algoritmo capaz de calcular hasta la más mínima probabilidad de intereses. El utilitarismo no puede contener lo que nos define como humanos, como individuos que reivindican su voluntad de sentido.