Un reformador tan prudente y realista como Joaquín Costa sabía que la tarea de transformar el conservadurismo rural español, enraizado en el Antiguo Régimen, requeriría mucho más que la tarea intermitente de algún que otro funcionario voluntarista y del auspicio de las élites urbanas en las ciudades costeras más abiertas al comercio de ultramar y a las ideas de la Ilustración.
En 1898, el desmoronamiento de un Imperio alfeñique dejaba a España ante el espejo cóncavo del callejón del Gato, no lejos de los vestigios del Madrid de los Austrias.
En la periferia de la Península Ibérica, más dinámica y poblada que el centro, las ideas regeneradoras y convulsiones habían llegado siempre a la par que en Europa y América, o incluso antes, pero la tensión entre partidarios de la centralización jacobina y de la disgregación cantonal acabó agotando las mejores energías en un ejercicio esperpéntico de suma cero y algún que otro acto heroico, a la estatura de un Don Quijote: la resistencia obcecada a disolverse del Cantón de Cartagena durante la I República, que demostraba hasta qué punto el mutualismo de Pierre-Joseph Proudhon y el cantonalismo habían arraigado en España; o la resistencia de los últimos de Filipinas.
Un tecnócrata italiano en Madrid
Más de un siglo antes, el motín de Esquilache de 1766 fue una prueba de fuego a la popularidad de Carlos III, que había llegado a Madrid procedente de Italia con ideas ilustradas para transformar el interior de la Península y se encontró con una reacción del Tercer Estado que se extendió por todo el país.
El motivo que había hecho prender la mecha: la prohibición del sombrero de ala ancha por un ministro italiano, el tecnócrata fiscal Esquilache, que había llegado a España tras los servicios a Carlos III como rey de Nápoles (donde había reinado como Carlos VII de Nápoles). Las ideas en la Corte de este dominio español, que había promovido las ciencias y el arte en la Península Itálica, parecían influidas por un pensador también napolitano, Giambattista Vico, cuyas tesis de filosofía de la historia parecían recordar al futuro rey reformador español la ardua tarea por delante.
Los acontecimientos en España durante la revuelta de Esquilache preceden a la Revolución Francesa y parten, como en París, de un descontento que no se circunscribe únicamente al desencadenante.
Eso sí, en el primer motín, un país se pone en ebullición para que, a fin de cuentas, nada profundo ocurra; en el segundo, iniciado dos décadas más tarde con la toma de la Bastilla, burguesía y Tercer Estado contarán con la fuerza para derribar las estructuras del Antiguo Régimen y abolir la monarquía más poderosa de la Europa continental.
Carlos III y lo que vino después
El sueño napoleónico de crear una Europa ilustrada bajo comando francés empezó a descomponerse en España, terreno de la primera derrota severa de la Grande Armée; todavía en 1812, y cuando el gobierno afrancesado de José Bonaparte hacía aguas, se proclamaba la Constitución de Cádiz, la Pepa, una de las primeras del mundo y la más moderna de su tiempo.
Pero ese «viva la Pepa» cuajó más en los usos lingüísticos que en la realidad jurídica y sólo importó a una burguesía demasiado marginal y poco numerosa como para prosperar más allá de las ciudades costeras que habían prosperado con el comercio de ultramar.
Carlos III ya había liberalizado el comercio con América desde la metrópoli, y esa Constitución llevaba el ánimo de comerciantes e industriales de indianas. El mercantilismo apenas había cambiado la realidad del campo español, como demostraría la reacción a la desamortización.
En la época de Joaquín Costa, poco pintaban ya los intentos de liderar el clima intelectual europeo y americano de cada era. El país era vetusto y explicaba batallitas de dos generaciones atrás, pues el 98 no llegaba por sorpresa: las élites criollas que habían liderado la emancipación de América Latina se habían ganado la simpatía y un lugar en el callejero de las poblaciones y colonias de Reino Unido y Francia, como en el pasado lo habían hecho piratas convertidos en Sir, y tanto España como Portugal (dos vecinos, uno grandullón y el otro empujado hacia el mar, dándose la espalda) dormitaban en las caricaturas de la prensa anglosajona.
Superar el fatalismo
A finales del XIX, los intentos de modernización de las estructuras del país habían sido cosméticos, si bien abundaron los ejemplos de innovación en materias como educación (Institución Libre de Enseñanza krausista Francisco Giner de los Ríos, la Escuela Moderna libertaria de Francesc Ferrer i Guàrdia —admirada y estudiada por Lev Tolstói, entre otros—) e industria (colonias fabriles de la costa).
Pero la reacción romántica a cualquier intento reformador de calado alcanzaba en España la intensidad dramática del carácter jesuítico y quijotesco del país, rasgos recordados a Iberia por Thomas Mann en una de las conversaciones de altura de La montaña mágica. Joaquín Costa será un reformador más astuto que sus equivalentes en los centros industriales de Cataluña y la cornisa cantábrica: desde Aragón, tratará sostener una «europeización» que parta del campo.
Para Costa, sólo la insistencia en las reformas de los «afrancesados» Floridablanca, Campomanes y Álvaro Flórez Estrada —cada uno en su época— podrán sostener un país con estructuras modernas: sólo un catastro moderno, una redistribución de las tierras productivas, una clase agraria próspera y educada y, finalmente, un interior peninsular con ciudades medianas equiparables a las italianas o francesas, lograrán devolver a España a su tiempo y contexto.
La tumba de dos hombres buenos y decentes
El precepto de Costa para la España del desastre del 98 es tajante: escuela, despensa y doble llave al sepulcro del Cid para que no vuelva a cabalgar. Pero el regeneracionismo acabará teniendo poca ayuda, aunque ésta siempre será voluntarista y quijotesca. Y ese intento acabará también como la «fruta vana» de Antonio Machado, a cuya tumba se ha acercado al fin un presidente español, que también se acordó de Manuel Azaña.
Machado y Azaña serán dos de las imágenes espectrales del «problema de España»: un intento de regeneración que se topará con la poderosa realidad de un romanticismo de corte carlista, ya sea durante las reformas de Carlos III; frente a La Pepa; ante el amago transformador de la I República; para cortar las alas al regeneracionismo de la Restauración borbónica con una democracia de alternancia para guardar las apariencias; o, una vez más, durante la II República, que había querido modernizar a marchas forzadas y desde el voluntarismo ministerial, olvidando de nuevo el poder de la reacción tradicionalista (no ya de derechas, sino de Antiguo Régimen) a cualquier reforma de calado.
Dos hombres brillantes, moderados, con personalidad suficiente para oponerse con convicción —y desde una moderación que había dejado de existir— a las construcciones reduccionistas del Estalinismo y el fascismo. Ambos morirían como apestados, fruto de las consecuencias de una guerra que, esa vez también, había servido de avanzadilla a la devastación del resto de Europa en los mismos términos ideológicos maniqueos y reduccionistas.
Entre José María Blanco White y el conde Don Julián
La nostalgia de políticos e intelectuales periféricos que habían querido, una vez más, devolver a España a su lugar en Europa, ofrecería un ambiente triste en las veladas de Buenos Aires y Ciudad de México, con personajes como Alfonso Rodríguez Castelao, quien escribiría su versión particular de El mundo de ayer de Stefan Zweig, haciéndolo desde la perspectiva del amor a su patria, para la cual había logrado un estatuto de autonomía antes del estallido de la guerra.
Pero, mientras Zweig llora a un mundo cosmopolita que se va, Castelao lo hace por una reforma comprensiva con la realidad periférica española, siempre soñada y nunca materializada. Ese ensayo de Castelao, Sempre en Galiza, acabará siendo comprendido —e incluso alabado— por ese funcionario tecnócrata franquista que se bañará en Palomares para calmar los ánimos: era el 7 de marzo de 1966, y había que demostrar al incipiente turismo europeo que la bomba nuclear del B-52 accidentado poco antes no presentaba ningún riesgo.
En paralelo, algunos miembros del exilio de ida y vuelta —el protagonizado por jóvenes de origen pudiente y simpatías casi siempre comunistas ortodoxas—, llevarán a sus amigos europeos a los pueblos pintorescos de la costa mediterránea. Juan Goytisolo (reivindicador de otro viejo reformador quijotesco de España, el ilustrado José María Blanco White), explicará en su controvertida autobiografía su versión —una de tantas— de este fenómeno del turismo pintoresquista de los jóvenes europeos en busca de una obscena «autenticidad» en el atraso del interior de Almería y otros lugares vírgenes al incipiente turismo de masas.
Acaso la visión de España de Juan Goytisolo, identificado con el conde don Julián, un renegado «nisrani» (nazareno, cristiano en territorio musulmán) que conspira contra España desde el otro lado del Estrecho, sea la que más dice sobre lo que José Ortega y Gasset llamó «conversaciones del Quijote»: el carácter español visto desde la parte no reconocida y amputada, la del pasado árabe y sefardí, y también la del protectorado desde donde el hermano más tradicionalista de los Franco empezó su derribo de la II República.
El siglo XX según Ortega
José Ortega y Gasset expondrá en La rebelión de las masas por qué España llega tarde en su intento de modernizar su sociedad a imagen y semejanza de los ideales ilustrados: con la Gran Guerra, el mundo ha entrado en una fase técnico burocrática en la que la sociedad de ciudadanos (la descrita por Stefan Zweig) se convierte en sociedad de masas, compuestas por individuos asignados a una especialización e intercambiables.
El hombre-masa debe caracterizarse por un temperamento mediocre, una actitud técnica y funcionarial que acabará facilitando las atrocidades burocráticas de la II Guerra Mundial: la aniquilación sistemática del pueblo judío europeo y el Proyecto Manhattan.
El funcionario mediocre y eficaz en su tarea-estanco, sobre la cual conoce todos sus entresijos pero que no concibe en su contexto ni consecuencias, será ejemplificado por Adolf Eichmann, tal y como lo describe Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén: cuando el sistema burocrático se propulsa a sí mismo, nadie está al mando y nadie se siente corresponsable de las consecuencias derivadas de cumplir con su tarea especializada, aunque ésta consista en la aniquilación de un pueblo.
El fin del individuo cultivado, de aspiraciones generalistas y con una cultura humanista, producirá sociedades de sabios-ignorantes, expone José Ortega y Gasset. Los bombardeos de la Guerra Civil Española serán una prueba del nuevo escenario técnico carente de ideales idealistas y románticos: ya nadie se responsabiliza de sus actos.
«El especialista “sabe” muy bien su mínimo rincón de universo; pero ignora de raíz todo el resto.»
Sociedades de masas y la figura del especialista aculturado
A medida que se encamina hacia la era técnica que culminará en la cibernética, el mundo burocrático es víctima de una ilusión óptica: los expertos se inmiscuyen únicamente en su campo de acción y creen que sólo lo que ellos estudian es digno de interés y atención. Y, al carecer de visión panorámica, la sociedad especializada preparará sus estructuras para la barbarie totalitaria, que podrá tomar distintas formas. En la época de Ortega, George Orwell y Aldous Huxley explorarán las posibles derivas de esta sociedad técnica.
Ortega y Gasset:
«El especialista nos sirve para concretar enérgicamente la especie y hacernos ver todo el radicalismo de su novedad. Porque antes los hombres podían dividirse, sencillamente, en sabios e ignorantes, en más o menos sabios y más o menos ignorantes. Pero el especialista no puede ser subsumido bajo ninguna de esas dos categorías. No es sabio, porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; pero tampoco es un ignorante, porque es “un hombre de ciencia” y conoce muy bien su pequeña porción de universo. Habremos de decir que es un sabio-ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa que es un señor el cual se comportará en todas las cuestiones que ignora no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio.»
España ya no podrá aspirar a cultivar espíritus humanistas y reformadores que multipliquen en todo el país las aspiraciones de Blanco White o Joaquín Costa, sino a formar a sabios-ignorantes, representados a partir de 1958 (año de aceptación del franquismo en la ONU), de los nuevos tecnócratas del Movimiento.
Quizá, José Ortega y Gasset había ya descrito el problema al que se enfrentarían España y Europa en las décadas venideras, antes, durante y después de la barbarie de la II Guerra Mundial: nunca habían existido más «hombres de ciencia», o «bárbaros especialistas», a la par que tan pocas personas «de cultura».
La fruta vana de Antonio Machado
Esta desunión entre ciencia y cultura, entre posibilismo técnico y cultivo humanista, propulsaría sociedades técnicas capaces de acciones desarraigadas de la escala de cualquier principio metafísico fundado en el cultivo individual: estructura burocrática, técnicos especialistas sustituibles y sistemas de cálculo garantizarían el avance de proyectos.
«El imperio de las masas y el ascenso de nivel, la altitud del tiempo que él anuncia, no son, a su vez, más que síntomas de un hecho más completo y general. Este hecho es casi grotesco e increíble en su misma y simple evidencia. Es, sencillamente, que el mundo, de repente, ha crecido, y con él y en él la vida. Por lo pronto, ésta se ha mundializado efectivamente; quiero decir que el contenido de la vida en el hombre de tipo medio es hoy todo el planeta; que cada individuo vive habitualmente en todo el mundo.»
La combinación entre una vanguardia de sabios-ignorantes (a Ortega y Gasset no le hubiera sorprendido la deriva de las escuelas de negocio) y el Estado técnico anunciaba la barbarie de la aplicación a gran escala del mecanicismo, que engrasaría máquinas en la Guerra Civil y desembocaría en las «soluciones» a gran escala de estalinismo y fascismo.
El retorno esperpéntico de la historia, que parece devolvernos a reflexiones de Giambattista Vico y José María Blanco White, parece condenar a los españoles a mirarse al espejo de un romanticismo patrio deformado y sobredimensionado, a una dialéctica entre fuerzas agregadoras y disgregadoras que acaban anulando el trabajo incuestionable de quienes, como Esquilache, los redactores de La Pepa, Francesc Pi i Margall, Joaquín Costa y tantos otros, tratan de regenerar árboles frutales y olmos secos (algunos en su mitad podridos) para que dejen de dar frutas vanas.
Cuando la masa se rebela para volver a ser humanista
Por eso, a Ortega —encasillado entre lo reaccionario por los colocadores de etiquetas profesionales— quizá le hubiera gustado que un presidente español visitara la tumba de Azaña y Machado, aunque la efeméride llegara tarde y a regañadientes, e incluyera esperpentos como la manifestación de esos poseedores de la verdad verdadera, los independentistas catalanes más irredentos. Qué más les dará a ellos que, allí, el contexto desaconsejara cualquier esperpento.
Quizá sigamos en las mismas. O quizá algunos (o muchos) decidan rebelarse contra el fatalismo de la historia. Ortega y Gasset apunta agudamente (por eso sólo están él y Baltasar Gracián, si decidimos que El Quijote no es en realidad una fábula filosófica) en La rebelión de las masas que el único acto auténticamente heroico en un país donde abundan las sobreactuaciones y fogosidades de valientes de camarilla, consiste en rebelarse contra el destino colectivo.
Y romper, de este modo, la maldición del eterno retorno a los guantazos y las peleas a bastonazos, esa escena goyesca tan ibérica:
«Pretender la masa actuar por sí misma es, pues, rebelarse contra su propio destino, y como eso es lo que hace ahora, hablo yo de la rebelión de las masas. Porque a la postre la única cosa que sustancialmente y con verdad puede llamarse rebelión es la que consiste en no aceptar cada cual su destino, en rebelarse contra sí mismo.»
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