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WG Sebald/Bolaño: arquitectura burocrática y deshumanización

Al momento de su muerte en un accidente de tráfico en el Reino Unido en diciembre de 2001, el alemán W.G. Sebald había ganado la apreciación de crítica y lectores, más allá del universo reduccionista de listas de más vendidos y recomendaciones de grandes diarios.

Sus novelas se interesan por la huella de las cosas: recuerdos, edificios, acontecimientos. Naturaleza viva y muerta.

Las leyes de viajar en el tiempo

Acompañadas por fotografías elusivas que sugieren más que elucidan, sus narraciones se ocupan de lo que el mundo ha olvidado en su carrera superficial por trofeos materiales aquí y ahora: estatus en relación con nuestro mundo circundante, posesiones, confort.

El escritor alemán W.G. Sebald, autor de “Austerlitz”

El mundo de W.G. Sebald se ocupa, en cambio, del hueco dejado por lo que ha cambiado para siempre, reflexionando sobre la amplitud del tiempo, que pasa desde el presente actual que lo engulle todo a un tiempo más amplio, recurrente y matizado, donde pasado y futuro se mezclan con lo que narrador y personajes viven en el presente:

“No me parece, dijo Austerlitz, que comprendamos las leyes que rigen el retorno del pasado, pero cada vez me parece como si no hubiera tiempo, sino diversos espacios, imbricados entre sí, entre los que los vivos y los muertos, según el talante en que se encuentran, van de un lado a otro, y cuanto más lo pienso tanto más me parece que nosotros, los que todavía nos encontramos con vida, a los ojos de los muertos somos irreales y sólo a veces, en determinadas condiciones de luz y requisitos atmosféricos, resultamos visibles.”

Austerlitz (2001), su última novela, indaga en la gran obsesión del autor: la gigantesca y traumática transformación de las guerras mundiales, sobre todo la segunda contienda mundial y el papel de la sociedad alemana en el Holocausto. El protagonista da nombre a la novela: un niño de la guerra de origen judío adoptado por una melancólica pareja de la costa galesa.

Dos escritores

El narrador, que se encuentra con un evasivo Jacques Austerlitz -entrado en años pero con una edad tan enigmática como su propio aspecto y comportamiento (“ese tipo de solteros que conservan hasta el fin algo juvenil”)-, en lugares erráticos y situaciones triviales, escuchará la historia de ese melancólico y perdido profesor de universidad que no sabe quién es hasta viajar a Praga, adonde acude tras las huellas olvidadas de sus padres.

La memoria reprimida emerge en parte como sólo lo hace en la vida: gracias a la ayuda de una vecina que lo había cuidado de pequeño, a las percepciones experimentadas de nuevo décadas después (detalles y sensaciones que combinan biología, formas geométricas, olores y otras percepciones pertenecientes a la experiencia intransferible de cada persona), etc.

Ojos penetrantes de algunos animales nocturnos… y de algunos pensadores (en la imagen inferior, la mirada penetrante del filósofo analítico austro-británico Ludwig Wittgenstein)

En julio de 2003, menos de dos años después de la muerte de W.G. Sebald, desaparecía el otro gran peso pesado de la literatura contemporánea, a su manera otro gran aventurero de las sombras humanas extendidas en el tiempo, con reminiscencias en el pasado y en el futuro: el chileno Roberto Bolaño, que aún tuvo tiempo de dejarnos con la duda de si su novela póstuma, 2666, supera incluso a su novela río, Los detectives salvajes.

Uno acaba de leer ambas en el mismo estado febril en que probablemente fueron escritas.

Catálogo de construcciones y otros artilugios

Sebald y Bolaño compartían algunas cosas. Ambos describen, con los matices elusivos propios de la existencia postmoderna (desarraigada, sin sueños inocentes ni grandes ideas que se sostengan), las miserias del mundo académico, con su sombra burocrática e impersonal, fruto quizá de la racionalidad deshumanizada de la arquitectura institucional, tan presente en las reflexiones de Sebald que se convierte en un personaje más.

Tras una reflexión inicial sobre la descomunal cúpula que corona la estación de ferrocarriles de Amberes, así como sobre la absurda -por su aspiración racional e intención matemática de parar guerras, sin siquiera superar el paso del tiempo con algo de éxito- arquitectura ilustrada de fortalezas defensivas, el narrador de Austerlitz nos invita a una historia de desarraigo y pasado borrado.

Roberto Bolaño, en Barcelona (14 de septiembre de 2001). Fotografía: Quim Roser

Austerlitz, cazador de sombras en edificios públicos, reflexiona sobre el tamaño de las moles icónicas y su proyección en el tiempo (su “potencia”, en terminología aristotélica; o su “dasein”, si hablamos de Heidegger):

“Habría que hacer alguna vez, dijo aún, un catálogo de nuestras construcciones, en el que aparecieran por orden de tamaño, y entonces se comprendería enseguida que las que se situaban por debajo del tamaño normal de la arquitectura doméstica -las cabañas de campo, los refugios de ermitaño, la casita de vigilante de esclusas, el pabellón de hermosas pistas, el pabellón de los niños en el jardín-, eran las que nos ofrecían al menos un vislumbre de paz, mientras que de un edificio gigantesco como, por ejemplo, el Palacio de Justicia de Bruselas en la antigua colina del patíbulo, nadie que estuviera en su sano juicio podría afirmar que le gustase.

“En el mejor de los casos, se admiraba, y en esa admiración había ya una forma de espanto porque de algún modo sabíamos naturalmente que los edificios que crecen hasta lo desmesurado arrojan ya la sombra de su destrucción y han sido concebidos desde el principio con vistas a su existencia ulterior como ruinas…”

Burocracia y exterminio aséptico

Asimismo, tanto Sebald como Bolaño evocan con recurrencia la triste y alienada insignificancia del individuo actual, aplastado por unos trazos de supuesto progreso que no hacen más que borrar cualquier relación auténtica a escala humana: la vida, relaciones y encuentros habidos y por haber en viejas callejas, bares de barrio, librerías de viejo o rancias bibliotecas, da paso a la obsesión por los espacios que se confunden con la emulación informática de la que surgen: higienizados, que sustituyen viejas peculiaridades por particularismos prefabricados.

Pese a su estilo y biografías divergentes, ambos autores se pasean con obsesión por la Europa aplastada por el Tercer Reich y sus secuelas sobre el imaginario alemán y occidental, observando desde dentro la mentalidad nacionalista que se extendió por Centroeuropa, culminando con un ejemplo extremo de burocratización: la esclavización y posterior aniquilación institucionalizada de los judíos europeos; o el perfeccionamiento técnico y administrativo de la política zarista de los castigos forzados en Siberia durante el Estalinismo.

Sebald lo hace paseándose por la memoria elusiva de la desaparición traumática de todo un pueblo, siguiendo el rastro de anécdotas olvidadas, y tratando de rememorar lo que ya ha dejado de existir y no tiene recuerdo, puesto que los protagonistas y la mayoría de sus descendientes fueron deportados y murieron, y los supervivientes emigraron.

Bolaño se interesa, en cambio, por el exilio nazi en Sudamérica (se inventa el mundo plausible, en clave académica, de La literatura nazi en América) así como en el espectro de un elusivo novelista alemán en 2666, Benno von Archimboldi, de quien sabemos que no es un nazi convencido, pero ha luchado en el Frente del Este, evocando las reflexiones de Hannah Arendt en La banalidad del mal.

Biblioteca vieja, biblioteca nueva

Como habían ya sugerido el escritor Franz Kafka o los filósofos Hannah Arendt y, sobre todo, Michel Foucault, hay una arquitectura institucional que sigue un mismo patrón en escuelas, hospitales, cárceles o psiquiátricos, pues el objetivo es similar: controlar la mentalidad de quienes visitan estas moles.

Foucault lo llamó gubernamentalidad. Los campos de concentración nazis son, de nuevo, el ejemplo extremo de una misma mentalidad, y el mensaje de su entrada (“Arbeit macht frei”: el trabajo libera) todavía flotando sobre la conciencia europea.

“Arbeit macht frei” (el trabajo libera), mensaje que daba la bienvenida a los internos del campo de concentración de la vieja localidad-fortaleza centroeuropea de Terezín (Labem, República Checa), también presente en otros campos de exterminio

Sebald aprovecha el final de Austerlitz para poner en la boca de su protagonista una reflexión sobre el contraste entre las dos bibliotecas emblemáticas de París, la vieja Biblioteca Nacional (la de la rue Richelieu, en el centro de la ciudad, sin apenas espacio y con viejo mobiliario, pero cómoda y acogedora, consciente de su finalidad) y la nueva: una mole desangelada a orillas del Sena que parece surgida de un cuento distópico, con cuatro torres cuyos nombres, dice Sebald, evocan su origen institucional y su distancia con cualquier uso a escala humana.

Las cuatro torres

La vieja biblioteca albergaba una atmósfera de estudio, y todo el resto era secundario (como cualquier usuario de biblioteca desearía del equipamiento de este tipo más cercano a su casa):

“(…) la sala abovedada con las lámparas de porcelana verdes que daban una luz tan agradable y tranquilizante está abandonada, los libros han desaparecido de las estanterías en semicírculo, y sus lectores, que en otro tiempo estaban en contacto con sus vecinos y en tácito acuerdo con los que los habían precedido, y se sentaban en sus pupitres numerados con pequeñas chapas de esmalte, parecen haberse disuelto en el aire fresco.”

Las cuatro torres de equipamientos y oficinas relacionadas con la nueva biblioteca-mole (torre de los tiempos, de las leyes, de los números, de las cartas) están conectadas entre sí por las salas centrales, coronadas por una cubierta que sirve de paseo para acudir de un sitio a otro, donde siempre sopla el viento y los paseantes, empequeñecidos, no tienen más incentivo que volver a perderse por otro orificio hacia el interior de la mole que acaban de dejar, pues ni árboles, bancos o jardines los invitan a sentirse partícipes del equipamiento público.

El interior no trata mejor a quien allí acude, reflexiona Sebald en Austerlitz:

“No creo, dijo Austerlitz, que muchos de los viejos lectores vayan a la biblioteca del Quai François Mauriac. Si no se quiere ir en uno de esos metros sin conductor que dirige una voz espectral a la estación de la biblioteca, situada en una desolada tierra de nadie, no hay más remedio que cambiar a un autobús en la place Valhubert o bien hacer a pie el último trecho, muy ventoso, a lo largo de la orilla del río, hasta ese edificio, inspirado evidentemente, en su monumentalismo, en el deseo del presidente del Estado en perpetuarse y que, como me di cuenta ya en mi primera visita, dijo Austerlitz, en todas sus dimensiones exteriores y su constitución interna, es contrario al ser humano y de antemano intransigentemente opuesto a las necesidades de cualquier lector verdadero.”

Inercia de la técnica y sus cadáveres

Para Hannah Arendt, una parte del totalitarismo surgido en la Europa de entreguerras es una respuesta fanática a la tecnificación del mundo y sus consecuencias: el futurismo invoca las posibilidades de la era de las máquinas para construir su versión de cartón-piedra (por su pobreza unidimensional) de superhombre, mezclando sin ton ni son conceptos de Nietzsche con el materialismo.

La velocidad, la precisión de las máquinas, la creencia hegeliana de que es posible alcanzar una perfección matemática en la sociedad, acercan a fascistas y estalinistas, si bien unos toleran el capitalismo al servicio del Estado burocrático, y los otros lo supeditan todo al Partido…

Campos de concentración/exterminio y gulags son, en ambos totalitarismos, el perfeccionamiento del ideal inconfesable de dominar todos los ámbitos de la vida de cada ciudadano, que carece de potestad para delimitar su esfera privada y su proyección pública.

El totalitarismo, apuntará Arendt, relativiza la autonomía individual para, una vez confundida con lo colectivo, eliminar la ética humanista, que depende de la percepción de la propia responsabilidad: la culpa es personal y, argumenta Arendt, se diluye entre el colectivo.

Paisajes sin huella

La injusticia funcionarial se extiende en todos los ámbitos, con el efecto impactante de los edificios oficiales en las sociedades cada vez más burocratizadas, totalitarias o democráticas: campos de trabajos forzosos y de exterminio, pero también universidades, barrios brutalistas surgidos de la nada, colosos arquitectónicos como los que Adolf Hitler quería erigir en Berlín con ayuda de Albert Speer, edificios megalómanos como el Palacio de Ceaucescu, o equipamientos que difícilmente fueron concebidos pensando en su uso posterior, como la mencionada nueva Bibliothèque nationale de France (BnF).

Austerlitz, el personaje, que lucha por encontrar una autenticidad perdida en la más tierna infancia, al abandonar su vida camino del Reino Unido en un tren cuyo trayecto repetirá de adulto, en busca de sombras, reacciona de forma somática con los entornos institucionales que visita, incluyendo Terezín, la fortaleza reconvertida en campo de concentración adonde había ido a parar su madre, o la fría sala de espera de la estación londinense donde, quizá, había esperado a sus padres adoptivos al llegar a Londres.

“Realmente tenía la sensación, dijo Austerlitz, que la sala de espera, en cuyo centro estaba yo como deslumbrado, contenía todas las horas de mi pasado, todos mis temores y deseos reprimidos y extinguidos alguna vez, como si el dibujo de rombos negros y blancos de las losas de piedra que tenía a mis pies fuera el tablero de la partida final de mi vida, como si se extendiera por la planicie del tiempo.”

Miradas penetrantes

De vuelta al principio de la última novela de Sebald, el narrador evoca con originalidad lo que le inspiró el semblante de Austerlitz durante su primer encuentro en Amberes. El narrador había visitado el Nocturama de la ciudad belga, con sus pequeños animales nocturnos de grandes ojos redondos:

“…varios de ellos tenían unos ojos sorprendentemente grandes y esa mirada fijamente penetrante que se encuentra en algunos pintores y filósofos que, por medio de la contemplación o del pensamiento puros, tratan de penetrar en la oscuridad que nos rodea.”

Sebald ilustra el pasaje con la mirada del filósofo analítico austro-británico Ludwig Wittgenstein. Wittgenstein, descendiente de una adinerada familia austríaca de origen judío, llegará al Reino Unido de un modo muy distinto al de Austerlitz: viajará, antes de la época nazi, a estudiar filosofía con Bertrand Russell.

Ludwig Wittgenstein, en Swansea (verano de 1947). Imagen: Ben Richards

Las alusiones visuales y verbales al filósofo invitan al lector a revisitar los temas y problemas sugeridos por Wittgenstein en su “Tractatus”: la intersección entre ética y estética, entre lenguaje verbal y visual, entre realidad presente, recuerdo y proyección mental hacia el futuro.

Wittgenstein y Heidegger

Sebald trata de urdir en su novela una suerte de ética de la memoria, con un peso de culpabilidad del que carecen las referencias al período nazi y sus secuelas en autores que se sienten ajenos a los traumas centroeuropeos tras la II Guerra Mundial, como el mencionado Roberto Bolaño.

Sebald conocía la ausencia de un compromiso ético con la persecución judía en Wittgenstein, pese a ser él mismo judío. Esta omisión del filósofo austro-británico no equivale a connivencia o colaboracionismo con el Tercer Reich, algo que sí puede decirse del filósofo alemán Martin Heidegger, que llegó a pedir la expulsión del mundo académico de su antiguo maestro, Edmund Husserl, además de dirigir durante 11 meses la universidad de Friburgo en calidad de rector (desde la victoria nazi hasta su dimisión en 1934).

Heidegger no aparece mencionado en Austerlitz y su filosofía, que parte de la fenomenología (dedicación a lo que uno percibe) y el existencialismo (conciencia del libre albedrío y de la necesidad de buscar lo auténtico en uno mismo), contrasta con la filosofía analítica de Wittgenstein, preocupada por relacionar realidad y lenguaje humano.

Wittgenstein y Heidegger compartían, acaso, el rasgo de algunos pensadores que subraya Sebald en Austerlitz: la mirada penetrante de quienes se asoman al pensamiento. Bertrand Russell se referiría a Wittgenstein como:

“el más perfecto ejemplo que he conocido de genio tradicionalmente concebido; apasionado, profundo, intenso, y dominador.”

Esconderse en el grupo

Otro rasgo los acercaba entre sí, rasgo que además compartían con el narrador de Austerlitz: la reacción de pavor ante los grandes edificios institucionales, y una predilección por recogerse en pequeñas cabañas y cobertizos para pensar y escribir su obra. Wittgenstein construiría una cabaña en el extremo interior del fiordo noruego más profundo, mientras que Heidegger visitó siempre que pudo su cobertizo en Todtnauberg, en la Selva Negra, que apodó “La Cabaña”.

Como Sebald, ambos pensadores buscaban, a su manera, “el relampaguear de lo irreal en lo real”, determinados fenómenos y recuerdos que “inflaman nuestros sentimientos más profundos” y nos convierten en seres únicos”.

Los presidios en forma de panóptico diseñados por Jeremy Bentham (como el de la imagen, en Cuba), describen la situación perfecta para vigilar: el detenido permanece siempre visible, lo que garantiza el funcionamiento automático del poder (“gubernamentalidad”)

La realidad aséptica y burocratizada que se acelera con Internet es la continuación del sentimiento de desarraigo que los personajes de W.G. Sebald sienten en entornos esterilizados, monumentos a ideas que no fueron concebidas para que nos sintamos nosotros mismos e indaguemos en nuestra naturaleza, sino todo lo contrario: invitaciones a que nos comportemos con el gregarismo milimetrado de lo que Foucault llamó gubernamentalidad.

Tecnicidad

Los arquitectos surgidos de la voluntad de políticos de perpetuarse en la historia dejando su huella pública abusan de renderizaciones y espacios diseñados, según Foucault, para vigilar y castigar. A menudo, incluso monumentos dedicados a la dicha pública parecen surgidos de pesadillas del filósofo francés.

Sebald en Austerlitz:

“Me acuerdo todavía hoy de la facilidad con que comprendía lo que él llamaba sus intentos de pensar, cuando se explayaba sobre el estilo arquitectónico de la era capitalista, del que se ocupaba desde la época de sus propios estudios, especialmente de la compulsión del orden y de la tendencia al monumentalismo, que se manifestaba en tribunales de justicia y establecimientos penitenciarios, en estaciones de tren y edificios de bolsa, en óperas y manicomios y en las viviendas para trabajadores dispuestas en retículas cuadradas.”

Martin Heidegger hablaba de la “tecnicidad”, o tendencia de las sociedades burocratizadas a avanzar en una inercia técnica que se impulsa a sí misma y que se desvincula del ser humano al que, se supone, sirve.

Edificio Richelieu de la vieja sede de la Biblioteca Nacional francesa (58 Rue de Richelieu), donde, según Jacques Austerlitz, todavía era posible leer y trabajar en el confort especial de este tipo de espacios (la biblioteca François Miterrand, por el contrario, es una mole contemporánea concebida sin tener en cuenta a sus lectores y visitantes, reflexiona W.G. Sebald en “Austerlitz”)

Un artículo de The Atlantic reflexiona sobre el presente que se empieza a hacer palpable en pequeños errores técnicos en la era de la automatización: cuando esos lavabos y váteres automáticos de aeropuertos y demás edificios públicos que nos hacen sentir ajenos, empiezan a fallar, no hay manera de repararlos.

Sensores de movimiento que dejan de responder, válvulas electrónicas maltrechas por la humedad, motores eléctricos y mecanismos neumáticos que se encallan…

“Hay tantos objetos y experiencias ordinarias que se han tecnologizado -dependientes de ordenadores, sensores y otros aparatos de mejora-, que han dejado de funcionar como de costumbre.”

Técnica, uso humano y desarraigo

La tecnología actual “es más precaria” de lo que lo fue en el pasado: al fin y al cabo, en la era mecánica, los objetos eran reparables. La inestabilidad e imprevisibilidad se manifiesta en el uso humano de estos aparatos que, sin embargo, evolucionan a su aire, tal y como Martin Heidegger había predicho en sus reflexiones sobre lo que llamó “tecnicidad”.

Y, apunta The Atlantic,

“Desde el punto de vista de la tecnología, si se puede decir que ésta posee un punto de vista, [la técnica en nuestro mundo cotidiano] está evolucionando por separado del uso humano.”

Al recapitular los logros del progreso tecnológico, así como el culto cuasi religioso de la computación, deberemos preguntarnos qué aspectos nos ayudan en la búsqueda por nuestra naturaleza y autenticidad, y qué otros aceleran nuestro desarraigo y desvinculación de la realidad.