Lev Tolstói es uno de los autores más citados por críticos y expertos que no han leído sus obras. Al fin y al cabo, son demasiado largas y -piensan- nadie las lee ya en cualquier caso.
Se equivocan: hay lectores de las cuatro mil páginas de En busca del tiempo perdido de Proust, de las novelas de Thomas Pynchon y de las dos grandes obras de Tolstói: Guerra y paz y Anna Karénina.
Quien esto escribe, por ejemplo, ha leído Anna Karénina y Guerra y paz (aprovechando, en ambos casos, la traducción fresca desde el ruso al castellano del taller de Mario Muchnik -así se evita el refrito de segunda mano desde el francés, como de costumbre-; cuando uno se pone, hay que hacerlo bien).
De momento, no ha llegado la hora de Proust (ni de sucedáneos, como la lucha de Knausgaard; el día tiene las horas que tiene).
Los que más se acercaron a narrar la realidad
Leí ambos libros, y unos cuantos más, mientras escribía -en el espacio de tres años- un relato compuesto por tres libros que trataba cuestiones como el tiempo, la transitoriedad y otras cuestiones a medio camino entre la extinta colección de cómics Olé de Bruguera y las tesis filosóficas de Nietzsche.
Leyendo y escribiendo, traté de ser consecuente conmigo mismo y acercar al máximo el fondo de mi conciencia (mi “voluntad”) con mi actuación cotidiana: cuando leía, trataba de sumergirme al máximo en la experiencia, y lo mismo mientras escribía.
No hay que preguntar (no viene al caso) por qué los tres libros (autopublicados) han pasado desapercibidos (salvo honrosas excepciones: hay un lector de la Costa Oeste de Canadá que se planteó incluso traducirlas al inglés, aunque no se atreve por temor a no poder cumplir su compromiso). En fin.
Estar-en-el-mundo
Lo que me llevé tiene un valor incalculable y creo que me hace mejor al período anterior a este proyecto de lectura-escritura. Dejo por sentado que la idea era leer obras anteriores al modernismo y al siglo XX, para así evitar una influencia evidente en lo que escribía entre lectura y lectura.
Guerra y paz vuelve a la actualidad pop con una serie británica que la adapta por encargo de BBC; la serie se deja ver, pero trata, una vez más, de expresar con imágenes la evocada riqueza literaria, un ejercicio sin traducción posible, pero capaz lograr dos obras inmensas que no pueden decepcionar si uno se enfrenta a ellas sin equívocos.
Sobre la adaptación televisiva de la novela de Tolstói, The Economist reitera su remarcable puesta en escena -se trata de recrear la vida aristocrática entre el campo ruso, los palacios de San Petersburgo y las casas nobles de Moscú, con las guerras napoleónicas de contexto-, pero cree que el resultado es más una intriga sentimental al estilo Jane Austen que una adaptación fiel del intento de Tolstói por reproducir la realidad con riqueza inusitada.
Realidad como conjunto de voluntades entrecruzadas
A la adaptación le queda poco del intento de novelar conceptos e intuiciones de Tolstói sobre la filosofía de Schopenhauer y la de los trascendentalistas (Thoreau, Emerson).
En Guerra y paz, Tolstói describe infinidad de personajes y escenarios con la viveza e interacción de estilos posteriores, y expone que la vida individual, como la guerra y la historia que la explica, no dependen sólo del relato que permanece, en el que se ensalza el papel de figuras clave que se mueven entre los acontecimientos como piezas de ajedrez sobre el tablero.
La realidad es más compleja y en la guerra, como en el aprecio y el amor, intervienen infinidad de factores que se escapan al relato “científico” de lo acontecido: por eso, los estrategas y técnicos alemanes de ambos ejércitos aparecen en la novela de Tolstói como solícitos y precisos profesionales cuyos cálculos mecanicistas acaban -como las decisiones de Napoleón, o las de Kutúzov en el bando ruso-, en papel mojado, una vez el soldado está en medio de la batalla y todo es confusión y embotamiento de los sentidos.
Schopenhauer y la voluntad de vivir
Lev Tolstói se avanzó con sus relatos, según los críticos, a la filosofía existencialista del siglo XX. Tolstói compartió al menos una influencia filosófica con éstos: la lectura concienzuda del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, que no creía en el destino histórico de la humanidad de Hegel (según éste, la humanidad avanza hacia un mayor perfeccionamiento: de ahí la importancia de la historia o “dialéctica” en nacionalismo y marxismo para explicar un supuesto “destino” y un supuesto “espíritu” colectivo), sino que lucha por una voluntad primigenia de vivir.
La voluntad de vivir se manifiesta no sólo en las personas, sino en la naturaleza, desde el mundo inanimado (por ejemplo, la estructura fractal del cristal muestra un esfuerzo inconsciente por convertirse en su potencial natural a medio camino entre minerales y células vegetales) hasta el propio ser humano.
El concepto de la “voluntad de vivir” se complementa en el mundo natural y humano con instintos análogos (supervivencia, reproducción), los auténticos impulsores de la existencia, a diferencia del idealista y elaborado pensamiento metafísico de Hegel, que entronca con la tradición platónica.
(Jean-Paul Sartre trabajaba a menudo en un rincón del café de Flore, epicentro de sus reflexiones en El ser y la nada)
El ser humano debe batallar, según Schopenhauer, con una búsqueda instintiva de su voluntad en forma de deseos que no copan sus expectativas, situándolo en una dolorosa lucidez: dolor, tedio… o buscar una vocación y desarrollarla como alternativa al nihilismo potencial de la voluntad de vivir.
El abismo de abandonar el cómodo marco de Hegel (donde todo tiene sentido histórico)
Esta negación del propósito humano fue el motivo por el que Friedrich Nietzsche decidió desarrollar su propia filosofía, tras conversaciones con amigos como el compositor Wagner (después archienemigo): la voluntad de vivir del ser humano es una reafirmación de un potencial que ha sido ninguneado por la filosofía occidental debido a la separación artificial entre las cuestiones del espíritu y la supuesta “impureza” del cuerpo o la naturaleza humana.
Nietzsche se lanzó a filosofar sobre maneras de “reconectar” mente y cuerpo, tomando de Schopenhauer, eso sí, el concepto de “voluntad de vivir” y convirtiéndolo en “voluntad de poder” (de autorrealizarse, de desatar su auténtica fuerza, adormecida por la narcosis de dos milenios de dualismo platónico).
Si Lev Tolstói tomó de Schopenhauer su explicación orgánica de la historia y de los impulsos inherentes a las acciones humanas, que dependen de la voluntad de vivir de los individuos y el contexto donde se desenvuelven (y rechazando, por tanto, el idealismo de aspiración matemática de Friedrich Hegel, del que surgiría el historicismo del materialismo dialéctico y conceptos basados en un supuesto “espíritu” compartido), Albert Camus desarrolló su filosofía del absurdo.
El vértigo de la responsabilidad absoluta sobre uno mismo
La libertad absoluta se presenta ante el individuo como un reto demasiado grande (el “abismo” de Kierkegaard) o como antesala del propósito vital que liberará su potencial (el “Übermensch” de Nietzsche), y para la fenomenología existencial del siglo XX es una carga demasiado grande, debido a la cual el ser humano se mira a distintos “espejos deformados” (siguiendo la analogía de Valle-Inclán en Luces de Bohemia):
- el nihilismo (filosofía del absurdo del primer Albert Camus);
- el autoengaño consciente (Jean-Paul Sartre, hipótesis de la “mala fe”);
- o el autoengaño inconsciente (teoría del subconsciente de Sigmund Freud, inspirada también en Schopenhauer y rechazada por Sartre al conceder a una parte de la mente la capacidad para realizar la compleja tarea de dirimir entre lo que merece ser velado y lo que no).
Fueron otros dos filósofos existencialistas, Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre, quienes desarrollaron la voluntad de vivir de Schopenhauer desde la propia conciencia individual: ¿cómo se manifiesta esta voluntad en la vida cotidiana?
Del pesimismo de Schopenhauer al -posible- florecimiento de Nietzsche
Heidegger y Sartre desarrollaron dos conceptos tan influyentes en filosofía como las propias “voluntades” humanas según Schopenhauer (“vivir”) y Nietzsche (poder: “autorrealizarse”, “florecer”):
- autenticidad, con su contrario inautenticidad, concebido por Martin Heidegger (El ser y el tiempo, 1927) y elaborado por Jean-Paul Sartre (El ser y la nada, 1943) con el ejemplo de los camareros “auténtico” e “inauténtico”;
- a la posible ausencia de autenticidad, Sartre la llama “mala fe”, concepto desarrollado por Jean-Paul Sartre (expresión traducida a veces como “autoengaño” a partir del original en francés “mauvaise foi”).
En la filosofía existencialista, la “autenticidad” se refiere al grado en que una persona es fiel a sus cualidades intrínsecas (una combinación de personalidad, espíritu, carácter, ánimo, etc.), más allá de la situación en que se encuentre.
Autenticidad y autoengaño: vivir según la inercia
Pese al esfuerzo y vértigo de enfrentarse a un mundo en el que uno es responsable de sus actos (y no un Dios o fuerza más allá de él), una persona consciente se sitúa en el mundo material y se enfrenta a las presiones y acontecimientos del contexto con una determinación acorde con su propia naturaleza.
Por el contrario, cuando un individuo prefiere dejarse llevar por los vaivenes de la realidad, situando una especie de piloto automático en su existencia y conformándose con lo que venga, este individuo incurre en el habitual “autoengaño”, o “mala fe” (falta de “autenticidad”).
Jean-Paul Sartre expuso estas diferencias llevando estos conceptos, que partían del trabajo previo de Martin Heidegger, al contexto de la cafetería parisina donde escribía su ensayo El ser y la nada: Sartre observó que el camarero puede actuar con pasividad y como si su labor no fuera con él, ofreciendo una pobre versión de sí mismo y un peor servicio.
El camarero del Café de Flore ante Jean-Paul Sartre
El camarero (reflexionaba Sartre en el contexto de la II Guerra Mundial, mientras este mecanismo de “autoengaño” causaba estragos), a buen seguro pensaba en otras cosas que podría estar haciendo en lugar de servir mesas, pero este pensamiento no le empujaba a dar el paso y, o bien dedicarse por completo a la tarea de ese momento, o bien abandonar su autoengaño y dejar el trabajo.
Años después, en plena politización de su pensamiento (Jean-Paul Sartre pasó del anarquismo de su juventud al marxismo de su madurez), Sartre se arrepintió de no haber concedido al camarero del ejemplo de El ser y la nada las limitaciones de necesitar un salario en un tiempo especialmente duro.
Pero incluso en momentos extremos, el individuo siempre tiene la opción de ser “auténtico” y atender a su auténtica voluntad; pero la conciencia, acostumbrada al mecanismo de la “mala fe”, pronto se auto-convence de que en realidad no hay más opción que la que se impone por la inercia de la interacción entre el individuo y lo que le rodea.
Autorrealizarse vs. “mala fe” sobre uno mismo
O, por el contrario, un camarero puede haber tomado la iniciativa de su momento presente y proyectar sus decisiones con la determinación de quien dirige sus acciones en función de un propósito mayor o de una voluntad (quizá de vivir, como sugirió Schopenhauer; o de poder -autorrealización-, tal y como prefería Nietzsche, descontento con el pesimismo del primero).
Sartre combinó los conceptos de voluntad de vivir (Schopenhauer) y autenticidad (Heidegger) con una apreciación: la clara diferencia que cualquier individuo puede realizar en su conciencia entre intenciones subyacentes y conducta: nuestra mente se esfuerza en negar nuestra libertad absoluta para “edulcorar” la existencia.
Según Sartre, individuos y grupos toman decisiones en función de limitaciones autoinfligidas: la libertad absoluta para elegir cualquier opción y dirigir nuestra existencia a cada instante conlleva, según Sartre, el efecto de confundir limitaciones de la realidad con una realidad que nos fuerza.
Incluso en la situación más extrema siempre nos quedan opciones, pero nos convencemos de que no es así y es el desarrollo aleatorio de los acontecimientos lo que ha conducido a un resultado que se escapa -por nuestro “autoengaño”- a nuestra racionalidad.
La marcha de lo que sucede: conformarse con las apariencias
Esta libertad de acción e independencia incluso en situaciones extremas explica la importancia que la filosofía occidental ha concedido a la muerte de Sócrates, que decide quedarse en Atenas y morir, a irse y renunciar a la coherencia de su propia ética.
Lev Tolstói explicará este sutil vértigo existencial que propulsa los fenómenos de la autenticidad (Heidegger) y la mala fe (Sartre): “Tú dices: ‘No soy libre’. Pero yo he elevado y bajado mi brazo. Todo el mundo entiende que esta ilógica respuesta es una prueba irrefutable de voluntad”.
Una prueba irrefutable que se convierte en una responsabilidad demasiado grande de sobrellevar, exponen los existencialistas, y por ello hay individuos que prefieren arrastrarse por la existencia sin tomar las riendas de cada momento (seres “inauténticos”) y que se autoengañan sin conceder importancia al proceso en que su conciencia recae una y otra vez.
La conducta personal habría interiorizado hasta tal punto la dicotomía entre nuestra voluntad y nuestro comportamiento que este “autoengaño” o “mala fe” forma parte de la realidad y conforma el sólido edificio de las apariencias: por ejemplo, una pareja acude a una velada por las posibilidades de intimidar pero, pese a ello, se obstina en mantener las apariencias.
Dos fenómenos emparentados: “mala fe” y gregarismo
Una de las consecuencias más preocupantes del fenómeno de la “mauvaise foi” es su extensión más allá de la conducta personal: la suma de individuos radicalmente libres que, sin embargo, optan por deambular por la vida produce dolorosas consecuencias que, con una actitud distinta, podrían haberse evitado.
Si a título personal caemos en el autoengaño de ir a una cita para pasar una agradable velada cuando lo que esperamos en realidad es intimar, la “mala fe” grupal conduce a malentendidos históricos: desde rencillas a guerras, pogromos, movimientos de salvación de un pueblo en detrimento de otro, exterminios, etc.
Eso sí, el proceso de “autoengaño” depende del negacionismo del individuo con su conciencia y con la realidad subyacente que observa, pues siempre puede abandonar la falta de consistencia con su naturaleza y actuar.
Un individuo no puede evitar una guerra, ni un pogromo, ni un incendio o un terremoto, pero sí actuar con derrotista gregarismo o, por el contrario, ser “auténtico” consigo mismo y actuar libremente.
El dharma de Schopenhauer
Abundan los ejemplos de sociedades que han actuado con “mala fe” existencialista, convenciéndose luego de que la actuación anónima carecía de su participación y/o pasividad, connivencia, indiferencia, etc.
La prosperidad, la guerra, la pasividad congénita, no son una tragedia caída de los dioses, ni fruto de un fatalismo histórico que el cristianismo tomó de los estoicos, sino la consecuencia de la falta de corresponsabilidad de colectivos dejándose llevar, embelesados quizá en la idea de que lo mejor es dejar que otros lleven la iniciativa.
Incluso aquellos acontecimientos que parecen más relacionados con el destino individual o colectivo, dice Sartre, revelan decisiones tomadas, a menudo con el extendido “autoengaño” que mantendría al individuo contemporáneo en un escenario de sujeto pasivo y superado por los acontecimientos, con licencia, por tanto, para eludir responsabilidades.
Se tomaron decisiones que condujeron a errores. Pasó y vuelve a pasar y, según un concepto que Schopenhauer tomó de las religiones dhármicas, y después Friedrich Nietzsche adaptó a su filosofía: el eterno retorno, una idea con varias interpretaciones, entre ellas la situación ambigua de objetos e individuos en un “tiempo” que contiene trazos de pasado, presente y futuro.
“Las circunstancias” no son excusa
O, según la interpretación de Martin Heidegger (no literal, pues hay autores que toman el “eterno retorno” como la recurrencia eterna de la misma realidad, y no en el sentido alegórico sugerido por la filosofía oriental y el ensayo Así habló Zaratustra de Nietzsche): una manzana antes no es una manzana distinta ahora y otra diferente después, sino la misma entidad proyectada en una narrativa; la realidad estaría compuesta por “potenciales”, y no sólo por “estados”.
Lo que implica que podemos afectar el tejido de la realidad y vivir una existencia “auténtica”, peleando por desarrollar nuestro potencial y “convertirnos” en la mejor versión posible de nosotros mismos.
Podemos padecer una rutina o aprender con ella. Dejar que el entorno nos afecte negativamente o tomar acciones para evitar complicidades o consecuencias no deseadas.
Cuando la decisión requiere, por ejemplo, marcharse de un lugar porque uno ya no lo siente suyo, una dura decisión puede abrir un mundo de oportunidades que habría permanecido durmiente o se habría perdido para siempre en el universo de las probabilidades no materializadas.
Decidir el son que uno quiere seguir
Comportarnos con autenticidad nos convierte en intérpretes de jazz de nuestra propia vida.
Autoengañarnos, por el contrario, convierte el flujo jazzístico en una monótona cacofonía que ha perdido la capacidad de impulsarse a sí misma.
Nos guste o no, tenemos ante nosotros la perenne prueba irrefutable de nuestra libertad, levantando y bajando el brazo cuando queramos, tal y como recuerda Tolstói en Guerra y paz.
Thoreau, influencia de Tolstói, escribió en Walden:
“Si un hombre no marca el paso con sus compañeros, tal vez sea porque escucha el sonido de un tambor diferente. Dejémosle marchar al son de la música que oye, no importa cuán acompasada o lejana.”
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