¿Qué efectos sobre el día a día tiene la falta de un propósito vital? ¿Es posible vivir con la determinación de alguien que, habiendo vivido ya una vez, repitiera su vida actuando con la intensidad que se merece una existencia finita? ¿Puede haber sentido incluso en las condiciones más adversas y deplorables?
A principios del siglo XX, un joven vienés influido por su lectura de Friedrich Nietzsche y de Sigmund Freud, decidió completar su bachillerato con clases para adultos sobre temáticas como filosofía de la existencia, psicología experimental y psicoanálisis.
Todavía adolescente, Viktor E. Frankl se preguntaba sobre el sentido de la vida, más allá de los preceptos metafísicos y la creencia religiosa.
La crisis filosófica que había hecho emerger la filosofía de la existencia en el siglo XIX llevaba el camino correcto, le decía la intuición, pero había algo que se le escapaba y, sobre todo: ¿cómo conocer el sentido de la vida de un adolescente judío en una Europa Central donde aumentaban las tensiones?
Sentido de la vida e indolencia postmoderna
¿Cómo encontrar sentido entre la mezquindad de la desconfianza entre vecinos y el ascenso de las ideologías que, bajo la excusa de la misión colectiva, obligaban al individuo a supeditar su destino al grupo? Para obtener la afirmación de las vidas “que merece la pena vivir”, ¿no era acaso necesario otorgar y reconocer un sentido de la propia vida, independientemente de la adversidad del contexto personal e histórico?
Estas cuestiones le parecerían a priori demasiado grandes y alejadas de la existencia cotidiana de un joven precoz en filosofía y, a la vez, alérgico a la verbosidad retórica. Su propia biografía desenmascararía varias complejidades aparentes, haciendo brillar un amor por la vida y la humanidad, cuando había acumulado razones aparentes para lo contrario.
Precisamente, grandes filósofos habían creído antes que él que el hombre no podía elevarse con optimismo de entre las cenizas de la mezquindad y la miseria: en el siglo XIX, Arthur Schopenhauer había concluido que el ser humano se ve impulsado por una “voluntad de vivir” tan irracional como la de cualquier otro organismo o incluso objeto inanimado (por ejemplo, la voluntad de complejidad del mineral que pasa a cristal, sugiriendo tipos de organización presentes en proteínas y ADN).
Influido por el pensamiento oriental, Schopenhauer creía que cualquier persona capaz de asomarse a las grandes verdades de la naturaleza humana, sentiría tal repulsión por el sufrimiento, la muerte y las tensiones internas que, incapaz de otorgar ningún sentido o significado noble a semejante sinrazón, negaría cualquier grandeza del propio ser humano.
Las distintas “voluntades” de la filosofía de la existencia
La misantropía y el nihilismo, creía Schopenhauer, helarían el corazón de los individuos más lúcidos, auténticos, fieles a sí mismos y a los suyos. Escritores como Lev Tolstói, admiradores de las reflexiones de Schopenhauer, dedicarían su vida y obra literaria a desdecir la misantropía del existencialismo: la vida tenía sentido, y éste debía surgir del amor y la comprensión. Pero, ¿qué ocurría cuando el nihilismo avanzaba como una marea negra, posándose sobre el pensamiento de una víctima de la negación humana?
Friedrich Nietzsche, incidiendo sobre esta misma idea, había concluido que lo que en realidad movía al hombre era una necesidad de dominio, y no de simple existencia o vida; Sigmund Freud, tomando ambos conceptos —voluntad de vivir, voluntad de dominio—, basaría su psicoanálisis en la idea de que la vida giraba en torno a la búsqueda de placer: “voluntad de placer”. El joven Frankl encontraba tanta inspiración como vacío en estas tres visiones de la aventura humana: vivir, dominar, desear… ¿qué quedaba sobre el cultivo interno, la búsqueda de una honorabilidad capaz de imponerse a cualquier pequeñez, capaz de brillar y de afirmar toda la existencia en un solo instante, como había reflexionado el propio Nietzsche?
La psicoterapia, intuía el adolescente vienés, no podía centrarse en el pesimismo de Schopenhauer o Freud, para quienes la voluntad humana, y su grandeza, estaba en todo momento supeditada a un fondo turbio e irracional, un instinto que restaba sentido a la existencia racional y a la propia vida, al reducirla a una máscara de oscuros conflictos no resueltos.
El adolescente que se preguntaba sobre el sentido de la vida
A medida que los expertos en psicoanálisis se perdían en los recovecos de símbolos y su supuesto significado, aumentaba en Frankl la necesidad de abrir una nueva vía de tratamiento para quienes sufrían, capaz de superar tanto la lectura reduccionista que Alfred Adler hacía de Nietzsche (la vida es una carrera por demostrar el poder personal, por lo que hay que superar complejos de inferioridad), como la lucha oculta por obtener placer que Freud aseguraba ver en todo comportamiento humano.
Las reflexiones de Friedrich Nietzsche interesaron a este inquieto estudiante de instituto, que sin embargo no veía cómo poner en práctica reflexiones sobre el sentido de la vida, la autenticidad, los gestos de grandeza inesperados de cualquier ser humano en momentos de desesperación, la profunda belleza derivada de la apreciación artística o natural…
Alfred Adler, médico vienés mayor que él, dedicaba ya su carrera a la tarea de aplicar muchas de las ideas de Nietzsche en psicología. Frankl, no obstante, había trabajado en sus propias impresiones, ajenas tanto a la conclusión Nietzscheana y Adleriana de convertir la existencia en una tensión constante, como a la explicación sensualista de Sigmund Freud, que lo sintetizaba todo en torno a una libido insatisfecha. No todo era supervivencia inconsciente entre la sinrazón (Schopenhauer), lucha por prevalecer (Nietzsche, Adler) o sexo y recuerdos reprimidos (Freud y los psicoanalistas).
“¿Qué sentido quiero dar a mi vida?”
El sentido de la vida debía depender de otra “voluntad”, pero ¿cuál? Viktor E. Frankl había decidido, todavía en el instituto, convertirse en psiquiatra. Su correspondencia con Freud llevó a este último a publicar un artículo de Frankl —entonces, con 16 años— en International Journal of Psychoanalysis.
Amigos y tutores habían reconocido la capacidad del joven vienés para escuchar, comprender el sufrimiento y el vacío sentido por otros, y asistir a jóvenes con problemas de integración.
Invitado a dar una charla sobre el sentido de la vida, Frankl empezó a elaborar la teoría a la que dedicaría el resto de su carrera: ¿y si la búsqueda humana en las sociedades complejas y burocratizadas, desarraigadas de viejos ritmos y costumbres, no es más que la expresión de una “voluntad de sentido”?
¿Cuál es el sentido de la existencia en una época de grandes convulsiones metafísicas y políticas, cuando movimientos políticos y guerras producen un horror a escala industrial? La angustia ante el precipicio, el nihilismo augurado por pre-existencialistas como Schopenhauer y Kierkegaard atacaba a la juventud de la Viena de sus días, y Frankl empezó su trabajo teórico y práctico sobre la disciplina emergente de la psicoterapia. Entre 1930 y 1937, maduró como psiquiatra en la Clínica Universitaria de Viena.
La sombra del vacío interior
Los personajes que se arrastran por la vida sin saber a qué dedicar su lanza como quijotes sin Dulcinea, gigantes, ejércitos enemigos ni entuertos por los que merezca la pena luchar, darán lugar a algunos de los personajes más célebres de la literatura del finales del XIX, desde el funcionario anodino Axenti Ivánovich Popríschin, que se creerá rey de España Diario de un loco (1834), la novela corta de Nikolái Gogol, a Bazárov, el personaje angustiado de Padres e hijos (1860, Iván Turguénev), pasando por Raskólnikov de Crimen y Castigo (1866, Fiódor Dostoyevski), cuya visión aberrante de su propia existencia lo conducirá a cometer un crimen no menos aberrante, ofreciendo la sensación de no haber en realidad tomado las riendas de su vida hasta que las circunstancias lo han hecho por él.
El inestable y hambriento periodista con tendencias autodestructivas que Knut Hamsun hace vagar por la Cristiania (luego Oslo) de finales del XIX en Hambre (1890) mantiene un tono y estilo tan contemporáneos que, más que alter ego de Raskólnikov, parece un insatisfecho usuario actual de foros oscuros.
Meursault, el protagonista de El extranjero (1942, Albert Camus) seguirá una deriva similar a la de Raskólnikov, dominada por la renuncia a decidir por sí mismo, otorgar valor a sus acciones, indagar en una autenticidad y un sentido de la existencia que imposibiliten el absurdo, la catástrofe… o el vacío que deberá afrontar Iván Ilich (La muerte de Iván Ílich, Lev Tolstói, 1886), quien ha vivido a imagen y semejanza de las expectativas que su mundo anodino había depositado en él, para darse cuenta en el lecho de su muerte de que no había vivido (argumento que evoca una de las reflexiones célebres de Thoreau en su ensayo Walden, una de las obras de cabecera de Tolstói).
El vacío que afrontarán los personajes del teatro del absurdo, o el desfile de hedonistas superficiales y su —muy freudiana— voluntad de placer en novelas de autores como Irvine Welsh o Michel Houellebecq partirá, en esencia, de una incapacidad ya presente en los personajes anteriores: la ausencia de un propósito vital, o una negación (¿omisión?) de lo que Viktor E. Frankl llamará “voluntad de sentido” de la propia existencia.
Uno no puede ser desprovisto de la dignidad interior
Frankl contrarrestaba el “vacío vital” observado en sus pacientes con preguntas y reflexiones que ayudaran a encontrar el sentido que cada individuo puede hallar en su interior, pero estas actividades terapéuticas no se habían plasmado todavía en un trabajo científico.
Llegada la guerra y la anexión de Austria, Viktor E. Frankl hizo frente a una de las grandes decisiones de su vida: mientras trabajaba en un libro científico sobre sus teorías de psicoterapia, llegaron las amenazas a él y a su familia. En 1939, siendo director del departamento de neurología del único hospital judío de Viena, Frankl evitó una violencia promovida por el propio Tercer Reich.
En 1942, llegaba a través del consulado de Estados Unidos en Viena una oferta para ejercer e impartir clases en Estados Unidos; Frankl rechazó la oferta para quedarse cerca de sus padres, que en su ausencia habrían afrontado la persecución sin su asistencia. Poco después, sus padres, su mujer embarazada y él mismo eran enviados a campos de concentración.
Pero la carrera de Viktor E. Frankl no ha hecho más que empezar. En efecto, como el resto de prisioneros, será desposeído de su dignidad y su libertad, afrontando una humillación añadida que aumentará todavía más su exasperación: en el bolsillo interior de su chaqueta, Frankl lleva el trabajo no publicado sobre sus teorías en psicoterapia, y demanda a un guardia que le deje permanecer con el documento.
La negativa, tan intransigente como dirigida a alguien que ha sido desposeído de su humanidad, marcará la entrada al primer campo que sobrevivirá. En tres años, un cadavérico Frankl deambulará por cuatro campos de concentración: Theresienstadt, Auschwitz-Birkenau, Kaufering y Türkheim (este último parte del complejo de Dachau).
Humor en tiempos trágicos
Antes de experimentar el internamiento y humillante proceso de “deshumanización” al que eran sometidas las víctimas de campos de concentración, marcados en el antebrazo como el ganado y parte de una contabilidad logística tan moderna como la trazabilidad que mueve la economía de nuestro tiempo, Frankl trabajaba ya en la hipótesis de que la búsqueda de un significado y propósito vitales son esenciales para el ser humano.
Pronto conocería, no obstante, que incluso los internados en un campo brutal podían eran un lugar donde el ser humano podía encontrar una razón no sólo para vivir, sino para celebrar el sentido de la propia existencia.
Pequeños gestos de bondad y entereza moral incluso en un pozo de degradación humana, así como muestras de optimismo, humor, trascendencia filosófica y metafísica, inspiración, libertad interior, introspección en contacto con la belleza fugaz de una melodía o una puesta de sol, esperanza surgida en la supervivencia de los seres queridos y fuerzas para tratar de verlos en el futuro…
El cigarro entre los labios de quien ha dejado de luchar
Su propia vida no estaba en sus manos, pero sí lo estaba la manera en que él aceptaba su situación y mantenía su dignidad y entereza internas: en uno de los momentos más desesperados, Frankl se mantuvo con vida al reconocer la certidumbre de que era él quien decidía cómo responder a su propio sufrimiento.
Él, cada persona, incluso en un momento de desesperación y aparente sinsentido, podía beneficiarse de la “responsabilidad” de elegir “la manera de sobrellevar su carga”. El neurólogo cita a Dostoyevski, que había combatido durante toda su vida contra las tendencias misantrópicas que muchos individuos lúcidos padecen, demostrando la coherencia de las tesis de Schopenhauer. El autor ruso había escrito temer sólo una cosa:
“No ser digno de mis sufrimientos.”
Cualquiera, independientemente de sus circunstancias, puede elegir esta dignidad:
“Es esa libertad espiritual que no se nos puede arrebatar, lo que hace que la vida tenga sentido y propósito.”
Frankl observó el horror de frente durante tres años, viendo cómo compañeros de campo abandonaban toda voluntad de vivir, fenómeno que sucedía —observó— siempre de la misma manera: una buena mañana, un interno decidía quedarse postrado sobre sus propios desechos en el tablón donde había dormido. Ni insultos, ni agresiones, ni amenazas servían de nada en esos casos.
Poco después, el interno que había decidido dejar de luchar introducía la mano en el bolsillo y buscaba un cigarrillo, que encendía y fumaba con dedicación: el deseo inmediato se había impuesto al propio instinto de supervivencia. Dos días más tarde, el interno moría.
Un influyente ensayo escrito en nueve días
Frankl protagonizó y observó momentos de grandeza humana incluso en las circunstancias más denigrantes. Él mismo localizó a su padre en el mismo campo y lo cuidó, con ayuda y comprensión de otros internos, durante sus últimos días de vida. Él mismo se dirigió con palabras inspiradoras a sus compañeros de barracón cuando un nubarrón de nihilismo se imponía sobre cualquier esperanza o pensamiento positivo.
Y él mismo, al salir con vida tras casi morir de una infección tifoidea en el campo de Türkheim en 1945, tuvo que poner en práctica sus reflexiones sobre la “voluntad de sentido” de la existencia al conocer la muerte de su mujer y del resto de parientes. Pudiendo exiliarse en otro país, Frankl decidió quedarse en Viena, rechazando la noción de culpa colectiva y aprendiendo a perdonar.
En 1946, Frankl no sólo pudo reconstruir el ensayo cuya conservación le había denegado con sadismo el guardia durante su ingreso en el primer campo (El doctor y el alma), sino que escribió —en sólo 9 días— uno de los ensayos más influyentes del siglo XX, El hombre en busca de sentido.
Las tesis de este último ensayo deberían hablar al mundo contemporáneo con la vigencia que lo hacían al salir del horror de la II Guerra Mundial y de los campos de exterminio.
El libro es escueto, honesto, conciso, sencillo y asequible a cualquiera. Sus tesis cuentan con el carácter irresistible de las reflexiones que celebran al ser humano incluso cuando éstas surgen de la acción de haberse asomado al abismo de la destrucción y la barbarie.
El “por qué” para vivir y el “cómo” (Nietzsche)
Un nuevo prefacio incluido en la edición en inglés del ensayo 1992, firmada por Harold S. Kushner, empieza con la contundencia de una obra tan escueta como rotunda merece:
“Si un libro tiene un pasaje, una idea con el poder de cambiar la vida de una persona, sólo eso ya justifica su lectura, su relectura, y hallar para un espacio para él en las estanterías. Este libro incluye varios de estos pasajes.”
El hombre en busca de sentido no sólo incluiría varios de estos pasajes, sino que dichos momentos llegan con naturalidad y honestidad desprovista de afectación y voluntad de convertir el sufrimiento personal en un templo sagrado.
El autor reflexiona sobre la vida y sobre la afirmación de ésta pero, a diferencia de Nietzsche —tan imprescindible para Frankl como a menudo inescrutable para quien carece de la formación filosófica y religiosa que eleva todavía más la crítica y guiños de un filósofo de parábolas—, el texto acompaña al relato sin tonos moralizantes ni reflexiones de ultratumba.
Frankl citará en varios pasajes al propio Nietzsche, al haber encontrado en el campo todo el sentido que las palabras del filósofo adquieren:
“Quien tiene un porqué para vivir, hallará casi siempre cómo hacerlo.”
Escrutando el logos individual
En cambio, los prisioneros que habían perdido toda esperanza en el futuro (tan misántropos como los habría imaginado Schopenhauer tras sufrir la monstruosidad de hombres normales, convertidos en ocasiones en sádicos en su posición de guardianes o de “capos”), eran los primeros en morir, sin importar su fortaleza y resistencia.
La muerte llegaba a los barracones menos por las enormes privaciones, las infecciones, el frío y las jornadas inacabables de trabajos forzados, que por la “falta de esperanza”: cuando alguien dejaba de reconocer algo por lo que luchar, la enfermedad y las privaciones se lo llevaban en cuestión de horas o días.
Observando su reacción física y espiritual, así como la de sus compañeros de suplicio, Frankl confirmó la tesis en que había trabajado ya antes de 1942: la vida no es una carrera por el placer o la gloria, por mucho que el utilitarismo se impusiera como ideología en las democracias anglosajonas, y los totalitarismos europeos buscaran a toda costa sus sociedades “ideales”, practicando la aniquilación y la eugenesia si era necesario.
Como Kierkegaard, Thoreau, Tolstói y tantos otros habían sugerido, la vida respondía a una “voluntad de sentido”: la mayor tarea de cada persona consistía en encontrar el auténtico sentido de su existencia, un propósito vital que otorgara sentido a la propia trayectoria incluso en los momentos más delicados o desesperados.
El naufragio de la Medusa
El neurólogo y psiquiatra, confrontado a su propio sufrimiento y al de sus compañeros de internamiento, reconoció tres posibles fuentes de sentido vital: trabajo —hacer algo que nos llene de satisfacción, al reconocer una valía única, original, creativa e intransferible, en lo que hacemos—; amor —preocuparse por la situación de otras personas—; y la capacidad para lograr fuerza y valor en los momentos más difíciles.
En sí mismo, el sufrimiento carece de sentido y cualquiera debería rehuirlo dentro de lo posible, pues —Frankl reflexionaría— no hay una grandeza oculta en el masoquismo. Sin embargo, en ocasiones nos es imposible escapar del sufrimiento. En estos casos, cualquier persona puede enfrentarse a su propia debilidad y desesperación, otorgando un significado único y poderoso a la manera en que respondemos a estos momentos delicados.
Ni siquiera la enfermedad terminal o la tortura son ajenas a la capacidad humana para lograr cumplir con su propia (y única) “voluntad de sentido”. En ocasiones, no está en nuestras manos acabar con nuestro sufrimiento, al partir de una dolencia o de condiciones que no podemos transformar (cautiverio, tortura, cárcel, disminución psíquica o física, etc.), pero sí es posible reaccionar con entereza, pues:
“(…) en la lucha amarga por la supervivencia uno podría olvidar su dignidad humana y convertirse en nada más que un animal.”
Acontecimientos extremos como la Expedición Donner o el naufragio de la fragata francesa Méduse frente a la costa de Mauritania a principios del siglo XIX muestran la facilidad con que la condición humana se diluye en el horror, si los protagonistas son incapaces de enfrentarse a su propio destino y cuestionarse sobre el sentido de su propia vida.
La terapia que no quería postularse como tal
Incluso en momentos extremos, cuando hay fuerzas externas que pueden desposeernos de todo, siempre hay algo que puede permanecer con nosotros: tu libertad de elegir cómo responderás a la situación. A menudo, no podemos controlar lo que ocurrirá en nuestra vida, pero sí estará en nuestras manos controlar qué sentiremos y cómo reaccionaremos ante retos semejantes.
El neurólogo y psicoterapeuta austríaco estableció en su pequeño libro los sencillos principios humanísticos que debían asistir a cualquiera a encontrar su sentido vital, que es siempre personal e intransferible. Frankl llamó a este procedimiento “logoterapia“, si bien mantuvo hasta el final una apertura no dogmática ante disciplinas asociadas a algo tan irreductible a fórmulas magistrales como la filosofía de la existencia.
Frankl renunció a crear, en definitiva, una factoría para vender un producto empaquetado con un lacito, listo para triunfar con el marketing de cada momento.
Al final de su vida, Frankl encontró tiempo para recordar a sus estudiantes que el vacío y la aparente ausencia de sentido de sus respectivas trayectorias no era más que un fantasma de sobras conocido por él mismo: cualquier persona lúcida se cuestiona desde la más tierna edad sobre la existencia y sus misterios, su sentido, su significado último si lo hubiere.
En ocasiones, los indolentes alcanzan conclusiones similares a las obtenidas por algunos de los más lúcidos, que como Schopenhauer concluyen que no puede haber grandeza y significado último tras conocer las miserias y pogromos cíclicos de la aventura humana.
Lo que el nihilismo de hoy aprendería de Frankl
Pero el nihilismo se encuentra en cada época con quienes refutan las tesis más sólidas de la misantropía, al lograr elevarse entre las miserias, horrores y pequeñeces con un sentido positivo y memorable de la existencia. Una “voluntad de sentido” que, por humilde que sea, celebra y justifica toda una existencia.
“Si afirmamos un momento, no sólo nos afirmamos a nosotros, sino toda la existencia. Porque nada es autosuficiente, ni en nosotros mismos ni en las cosas, y si nuestro alma ha temblado con la felicidad y ha sonado como la cuerda de un arpa una sola vez, se requirió toda la eternidad para producir este evento: y en este preciso momento de afirmación toda la eternidad fue nombrada buena, redimida, justificada y afirmada.”
La cita anterior, extraída de La voluntad de poder de Friedrich Nietzsche, expande su significado y alcance en el contexto de la “voluntad de sentido”.
El nihilismo contemporáneo, asociado con la falta de autoestima, la relativización de valores de civilización como el trabajo o la educación, así como la ausencia de grandes valores (metafísicos, ideológicos, existenciales), propulsa fenómenos como la indolencia, el nihilismo, el terror individual o colectivo, las adicciones.
La prosperidad material que siguió a las dos guerras mundiales no evolucionó a la par que un sistema de valores suficientemente rico, retador y capaz de impulsar al humanismo a nuevas cotas de “sentido”.
“¿Es esto todo lo que tienes?”
En el seno de la sociedad, casi siempre de manera inconsciente, se impusieron las dinámicas propias de la voluntad de poder y deseo, mientras la voluntad de sentido obtuvo apenas notoriedad entre quienes superan acontecimientos traumáticos y logran, de un modo u otro, que alguien les recomiende el librillo de Viktor E. Frankl. Poco más.
Cuando duermen los grandes valores y la cultura imperante fomenta el escapismo del sano y necesario examen introspectivo, surgen los monstruos del dibujo que Goya encartó en sus Caprichos.
La vida es mucho más que la carrera de prestigios educativos y materiales. En Incidente en Vichy, el dramaturgo Arthur Miller confronta a un hombre de posición social y profesional intachable, pero de origen judío, con un miembro del destacamento nazi que ha ocupado su localidad.
El ciudadano intachable se apresura a enseñar sus credenciales educativas y profesionales, así como el reconocimiento en forma de recomendaciones de los próceres locales. El oficial nazi le espeta:
“¿Es esto todo lo que tienes?”
El ciudadano intachable, que ha dedicado su existencia a ganar una posición centrada en el prestigio que parte de la percepción de otras personas, y no de su propio escrutinio y valores interiores, contesta afirmativamente.
“Bien —contesta el oficial nazi mientras lanza toda la documentación a la basura—, ahora no tienes nada.”
El propósito personal —e intransferible— de cada uno de nosotros
Mientras otros insistían en convertirse en sus discípulos o llenarlo de halagos y títulos honoríficos, Viktor Frankl se mantuvo fiel a su propia “voluntad de sentido”, negando que quisiera crear ninguna “escuela”, pues ésta habría impartido no un examen libre y humanista, sino un dogma.
Hasta su muerte, Frankl defendió que tanto individuos interesados en la logoterapia como los propios terapeutas debían centrarse en las necesidades específicas de cada situación, de cada recorrido vital, y evitar caer en el error de Adler y Freud, que se habían apresurado en intentar superar las reflexiones de Nietzsche estableciendo sistemas que permitieran extrapolar teorías grandiosas a problemas particulares.
El ser humano no podía caer en la tentación de sistematizar la “voluntad de sentido”, pues las recomendaciones sistematizadas habrían funcionado de una manera similar a la presentada por teorías como la eugenesia nazi sobre la propia condición humana: métodos pseudo-científicos para lograr una supuesta perfección.
La tentación de convertir la posibilidad en dogma
El ser humano es mucho más que falsas grandiosidades surgidas de nuestra tendencia sistematizadora.
Frankl bromeaba sobre el contraste entre la “psicología profunda” de Freud y Adler, que se dedicaba a indagar en el pasado de un individuo para desentrañar sus instintos y deseos inconscientes, y lo que él practicaba: una “psicología de las alturas”, centrada en el futuro de las personas y en sus decisiones y acciones conscientes.
Al autor de El hombre en busca de sentido, le gustaba en efecto el montañismo. Como también había apasionado a Nietzsche.
En una ocasión, los alumnos pidieron a Frankl que expresara en una frase el sentido de su propia existencia. El neurólogo escribió la respuesta en un papel y preguntó a sus alumnos sobre el contenido de la respuesta. Uno de ellos acertó, para su sorpresa:
“El sentido de tu vida es ayudar a otros a encontrar el significado de la suya.”
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