¿Cómo combatir el carácter irresistible de una mentira atractiva para el público o una teoría de la conspiración que concuerda con prejuicios que sobreviven en el subconsciente? ¿Cómo desmentir ataques infundados y lograr que la refutación tenga tanto impacto como la desinformación?
Asociamos con Internet y la telefonía móvil todos los males constatados, intuidos e inventados de la sociedad moderna: sobrecarga informativa, pandemias físicas y psíquicas derivadas del empacho de bienestar, déficit de atención, retorno de la historia y el tribalismo justo cuando la caída del Muro de Berlín anunciaba la buena marcha de un universalismo que aportaría prosperidad y respetaría los derechos del hombre…
Desestimando la tendencia cíclica, caótica y perspectivista de la historia y con la confianza de creer que el período posterior a la II Guerra Mundial era la “nueva normalidad”, el gran guión de la prosperidad utilitarista parecía desarrollarse con la precisión de un relato ilustrado con final feliz.
El fin de la historia que no fue
Exultante, Francis Fukuyama proclamaba El fin de la historia (1992), dando por enterrado el marxismo… Olvidando que el futuro mecanicista y con un progreso matemáticamente predecible no sólo habitaba en las delirantes fórmulas reduccionistas de las teorías inspiradas por el idealismo hegeliano (como el marxismo y el fascismo), sino en la visión entusiasta del capitalismo triunfante de Milton Friedman y Alan Greenspan.
La lectura de ensayos de inspiración liberal (hay que repasar los inicios ambiguos del “liberalismo“) y racionalista, y casi siempre firmados por académicos educados en la tradición analítica y utilitarista de los anglosajones (etiquetados por los neomarxistas como “neoliberales” a secas, caricaturizados a brocha gorda e indistinguibles los unos de los otros), hacía creer en la vieja idea ilustrada de “progreso”, ese concepto historicista surgido del idealismo alemán que inspiraría tanto la idea de progreso “liberal” (desde el liberalismo clásico al libertarismo) como el intervencionismo y estatismo de mercantilistas, marxistas y socialdemócratas.
Ni hubo fin de la historia, ni el mundo se rindió ante la supuesta perfección racional del capitalismo descrita con ingenuidad por Thomas L. Friedman en su ensayo La tierra es plana (2005); al menos, Friedman se refiere a una metáfora, la del mundo como terreno abonado para el progreso humano, donde la mundialización avanza gracias al avance imparable de la democracia liberal el libre mercado y la prosperidad asociada a esta expansión.
Profetas de tierras planas
Ironías de la vida, el supuesto progreso hacia un mundo más próspero, libre y conectado —en buena medida, una descripción de lo que ha sucedido en el mundo en las últimas décadas– no ha acabado por hacer irresistible la idea de una mundialización amable, capaz de erigir una sociedad abierta interconectada y supeditada al “soft power” de Estados Unidos: una crisis económica surgida de los excesos y ausencia de vigilantes y reguladores independientes de este optimismo, la Gran Recesión (subprime en Estados Unidos, deuda bancaria y soberana en Europa), allanó el terreno para la llegada, años más tarde, de un populismo tribal y anti-ciencia, interesado en debilitar la epistemología racional y humanista en la que se sostienen los propios conceptos de democracia liberal y sociedad abierta.
En este contexto de “posverdad“, la única “tierra plana” que tiene cierto atractivo entre una audiencia cada vez más polarizada y azuzada por complots y teorías conspirativas, es la que defiende el grupo online de cultistas con la convicción de que la Tierra es realmente plana. Son los “flatearthers” (y no, no es una broma).
En el bando socialdemócrata, pero sin dejar todavía el marco de pensamiento liberal anglosajón, ensayistas como Jeremy Rifkin alertaban sobre las consecuencias de esta victoria capitalista tras el colapso del Bloque del Este: la competencia de los países emergentes causaría un trasvase industrial desde el mundo desarrollado a países con menores costes y regulaciones, pero este “fin del trabajo“, o de los empleos industriales de baja cualificación bien remunerados en Occidente, conduciría (decía Rifkin) a nuevas oportunidades.
Cuando el “sueño europeo” vendía libros
En El sueño europeo (2004), El mismo autor defendía poco después la tesis de la influencia ideológica, económica y comercial de unos Estados Unidos de Europa, cuya unión y prosperidad representaría un claro contrapunto a la potencia de Estados Unidos, y obviando a la vez la auténtica historia: el auge imparable de Asia como auténtico polo de población, consumo de recursos y actividad (industrial, comercial, logística)…
Las tesis que más ensayos vendieron durante los buenos años de Bush padre, Clinton y Bush hijo, la mayoría estadounidenses, ni siquiera se preocuparon de desdecir las teorías conspirativas que, desde la intelectualidad de la izquierda neomarxista, criticaba la connivencia de la socialdemocracia europea con las tesis de la “tercera vía” del Partido Laborista británico y los demócratas estadounidenses: los equipos de Tony Blair y Bill Clinton creyeron en la idea liberal clásica de que una mayor prosperidad macroeconómica podía traducirse en una riqueza que llegaría orgánicamente hasta los más desfavorecidos, evitando el intervencionismo económico y centrándose en campañas simbólicas de relaciones públicas en torno a “conquistas sociales”.
Al alejarse de las tesis de la socialdemocracia clásica, que desde los inicios del socialismo bernsteiniano había confiado en la combinación de un capitalismo estatista con regulaciones que garantizaran la redistribución de la riqueza, el progresismo anglosajón (primero) y la socialdemocracia europea continental (a continuación) perdieron la pista a regulaciones esenciales a sistema impositivo y compañías transnacionales. La consecuencia: un sistema impositivo en el que las grandes empresas y los más ricos padecen menos presión impositiva que los asalariados.
Qué hay del capital en el siglo XXI (diría Marx)
Desde la izquierda, el neomarxismo perdió la oportunidad de armar una crítica concienzuda de la evolución del mundo desarrollado y los desequilibrios que erosionan su clase media: las corrientes críticas en la socialdemocracia y la izquierda radical prefirieron dar una batalla ideológica a optar por un pragmatismo basado en datos y un trabajo con posibilidad de ganar un apoyo transversal en la sociedad, ajeno a movimientos populistas.
Cuando la traducción al inglés y a otros idiomas del ensayo del economista francés Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI se convirtió en superventas en todo el mundo, los partidos y corrientes populistas pedían transformaciones sociales más próximas al populismo bolivariano que a cualquier reforma seria y profunda con visos de prosperar en democracias liberales prósperas y consolidadas. Piketty explicaba que el problema surgía del desequilibrio acumulado entre las ganancias del capital (rentas, ahorro, inversión) y los salarios (ganancias del trabajo).
Long, interesting essay by that thoughtful philosopher Russell Blackford @Metamagician on Liberalism: its history, its various meanings, and how today it faces threats from right and, less familiarly but importantly, left.https://t.co/g1IQkpCVR3
— Richard Dawkins (@RichardDawkins) August 29, 2018
Pese a la sencillez (y solidez, pese a las críticas legítimas que ha suscitado) de su tesis, fácil de exponer entre los postuladores de la “nueva izquierda” (en esencia, “r > g“, donde “r” equivale a acumulación crónica de los réditos del capital y las inversiones, y “g” a salarios), los más atentos al estado de ánimo de la opinión pública —gracias a nuevas herramientas de análisis de datos– apostaron por estructuras supuestamente “antisistema”.
El clima social y político posterior a la Gran Recesión se benefició del nuevo contexto mediático, controlado por los repositorios de Internet y no por los medios tradicionales, para hacer valer sus tesis: el ciudadano de a pie estaba siendo engañado por las élites con la connivencia de la prensa y supuestas estructuras supranacionales…
Dónde hemos oído lo de “conspiraciones judeomasónicas”
Con el altavoz de las redes sociales –efectivo en tanto que personalizado y de bajo coste–, volvían las viejas teorías conspirativas y se daban como buenas las tesis delirantes de autores hasta entonces marginales: evocando una repetición de la historia que pensadores como Fukuyama habían dado por muerta y enterrada, redes sociales y oscuros foros difundían con éxito los libelos antisemitas y eugenistas que habían inspirado ataques a minorías en la Europa de finales del siglo XIX y, más tarde, en la Europa de entreguerras (favoreciendo, de paso, el contexto que permitió el ascenso de movimientos “de regeneración nacional” como el fascismo, el nacionalsocialismo, etc.).
A grandes rasgos, la izquierda radical y la derecha populista coinciden en su diagnóstico del mundo, identificando a élites políticas con oligarquía económica (el pretendido complot judeomasónico que cabe en toda política populista que se precie) y clamando por un retorno a un nacionalismo aislacionista que proteja supuestamente a los trabajadores “nacionales” (evitando, de paso, la inmigración ilegal y los refugiados, supuestos paladines del supuesto “gran reemplazo” que tiene lugar).
Los ideólogos que apoyaron el Brexit o Donald Trump, que ríen las gracias al juego geopolítico de Vladímir Putin (como buen escolar del espionaje soviético, conocedor de los entresijos y beneficios de la desinformación) y dan la razón a los exabruptos de gobiernos como el húngaro y el polaco, pescan en un descontento que se alimenta de desinformación. De manera más preocupante, representantes políticos de la izquierda “responsable”, como el británico Jeremy Corbyn, han decidido adoptar una estrategia nacionalista y agitadora, que caricaturiza la situación actual con consignas baratas de agitación propagandística.
El abrazo de los extremos
En estos momentos, el Partido Laborista británico está más cerca de las tesis del francés Jean-Luc Mélenchon o del “pragmatismo populista” del –supuestamente de izquierdas– Movimiento 5 Estrellas (Mélenchon no dio el apoyo explícito a Emmanuel Macron en la segunda vuelta de las últimas presidenciales francesas, pese a jugársela contra el Frente Nacional; y el M5S gobierna en Italia en coalición con la Liga Norte, cuyo secretario federal (y Ministro del Interior) Matteo Salvini es el nuevo juguete de la ultraderecha xenófoba y los partidos euroescépticos.
Hasta hace una década, aspiraciones universalistas como los derechos del hombre surgidos de la Ilustración y la Revolución Francesa, tan importantes en la prosperidad a largo plazo como los beneficios del pragmatismo anglosajón inspirado en la eterna y recurrente discusión entre Edmund Burke y Thomas Paine (Constitución Estadounidense, liberalismo clásico, utilitarismo), inspiraban el trasfondo programático de los partidos moderados, desde la socialdemocracia más progresista a los partidos de derecha liberal.
Señalados como responsables de los grandes cambios en el mundo, estos partidos, considerados parte integrante de una élite intelectual ajena a las necesidades e inquietudes de la sociedad: tanto la izquierda radical como la extrema derecha hacen suyo el discurso “anti-sistema”, y muchas tesis del populismo neomarxista son intercambiables con los postulados de la derecha xenófoba representada por los partidos aislacionistas que, paradojas de la vida, aprovechan una tendencia posibilitada por el globalismo.
Del mismo modo, el discurso político de Bernie Sanders y Jill Stein está más próximo a los postulados del economista de cabecera de Donald Trump, el profesor californiano Peter Navarro (nacionalismo económico, aislacionismo, estatismo, mercantilismo), que a las tesis sostenidas por el modelo más loado por el progresismo estadounidense: los partidos socialdemócratas de Centroeuropa y Escandinavia.
Orbán y las viejas conspiraciones
Cuando Steve Bannon se fotografía con los líderes de los partidos de extrema derecha de los países miembro de la Unión Europea, afirma la propia solidez de la construcción europea intentando negarla y ridiculizarla. Abogar por la disgregación de la UE (tal y como claman, por distintas razones, Trump y Putin) promocionando la existencia de una “ultraderecha europea” que quiere destruir esta organización supranacional desde dentro, implica el asentimiento de una realidad: la UE existe y representa, a día de hoy, el único poder de peso en el mundo que enarbola los derechos del hombre y el humanismo defendidos por la Ilustración.
Y, con el permiso del primer ministro Viktor Orbán, quien afirma que no quiere abandonar la UE, sino devolverla a su “esencia” racial y religiosa (así, sin cortarse un pelo), ¿qué tiene que ver George Soros en todo esto? Orbán y otros representantes de la extrema derecha europea y estadounidense caricaturizan a personalidades que identifican con los valores que han liderado la liberalización (como Soros, lector de Karl Popper y, sí, judío de origen húngaro) con poco menos que la decadencia de Occidente.
Los viejos trucos puestos en práctica hace un siglo en Europa Central, que configuraron los países étnicamente homogéneos de hoy (y aniquilaron al pueblo judío europeo), aglutinan hoy, con la ayuda de Internet, a una ruidosa minoría que amenaza el propio núcleo de las democracias liberales avanzadas.
¿Por qué estas tesis, tan patosas y fácilmente refutables, logran tantos apoyos entre los más descontentos del mundo desarrollado? ¿Qué diferencia a la crítica coherente de las teorías conspirativas más delirantes? De manera preocupante, la diferencia entre la disidencia legítima y la libertad de expresión (mecanismos necesarios en una sociedad abierta), y la charlatanería populista, es permeable y parece haberse derrumbado en entornos cada vez más importantes para el consumo de información, como las redes sociales.
Pies de barro de la epistemología
No se trata de una avalancha de desinformación llegada de la nada: la sociedad actual, conectada y sensible a una capilaridad de estados de opinión en un mundo interconectado, hace frente a una crisis de modelo: no sólo ha cambiado nuestro modo de trabajar, relacionarnos o divertirnos, sino que vemos el mundo de una manera distinta y reaccionamos a nuevos estímulos.
Se trata de una crisis epistemológica: de repente, percibimos que ramas enteras de las humanidades se basan en resultados de estudios que, mirados de cerca, carecen del valor que se les otorgó en el pasado, al no ser reproducibles.
Asimismo, la sociedad carece de herramientas para corroborar lo que nuestra civilización conoce a ciencia cierta y cómo lo conoce, y las consecuencias de este ataque a los propios fundamentos de la Ilustración (los mecanismos, perfectibles pero válidos, que otorgan la manera de distinguir lo veraz de lo falso, por ejemplo) es el auge de la charlatanería: políticos e incluso doctores que atacan el uso de vacunas, jóvenes educados de California que confunden agua sin tratar (“agua cruda“, dicen ellos) con un agua de propiedades especiales (olvidando, o desconociendo, que el agua potable y las infraestructuras de saneamiento fueron esenciales para acabar con dolencias endémicas y aumentar la esperanza de vida en el mundo desarrollado)…
Los mismos mecanismos que siembran dudas epistemológicas en ciencia, periodismo o vida cotidiana, sirven de arma de desinformación en campos como el mercado de consumo y la política: apliquemos o no el apelativo de “posverdad” al escenario al que asistimos, las redes sociales y la Internet ubicua no han creado el problema, sino que lo han exacerbado, abaratando la agitación propagandística y las campañas de charlatanería.
La necesidad de estudiar cómo se produce y propaga la ignorancia
Al tratarse de una crisis epistemológica, ciencias sociales y filosofía deben asistir en la tarea de devolver a la opinión pública a un estado en el que sea posible discutir ideas sobre un contexto de buena fe e información fehaciente, donde seamos capaces de separar tendenciosidad y demagogia de opinión argumentada y fenómenos empíricos.
Los gobiernos del Este europeo, empezando por el ruso, convivieron con las consecuencias de la desinformación y la agitación propagandística durante un período mucho más prolongado que las sociedades occidentales, y este cisma incide sobre el debate público. El fenómeno ha sido conocido y estudiado por quienes aprovecharon sus ventajas, empezando por las agencias de inteligencia y los departamentos de relaciones públicas de partidos políticos, fundaciones, think tanks, corporaciones, grupos terroristas (a menudo, financiados por uno o varios servicios de inteligencia)…
Ha llegado el momento de tomarse en serio la disciplina que sirve de pilar la epistemología, o el estudio del conocimiento (cómo sabemos lo que sabemos y cómo refutamos lo que no es reproducible, partiendo de aportaciones como el socratismo, la lógica aristotélica y el falsacionismo).
Sin filosofía no hay epistemología, así que lo que deberían hacer los departamentos educativos es tomarse en serio la filosofía de una vez por todas, en vez de arrinconarla: sin filosofía, el avance de la lingüística, las matemáticas, la ciencia computacional o la física se resentiría. Además de filosofía y, dentro de ésta, filosofía, la agnotología merece mayor atención, al tratarse del “estudio de la producción cultural de la ignorancia”.
Los réditos de la desinformación
En efecto: los estudios de agnotología son necesarios para desentrañar los mecanismos usados por empresas, gobiernos y otras instituciones (la Iglesia Evangelista estadounidense y su refutación dogmática e infundada contra la teoría de la evolución, por ejemplo) para confundir al público, sembrando dudas sobre la validez de estudios contrastados y realidades confirmadas con hechos fehacientes.
El término agnotología (del griego “agnosis” –desconocer– y “logos” –estudio–: estudio de la ignorancia) fue acuñado por el profesor de Stanford Robert Proctor, al estudiar los mecanismos de desinformación usados para rebatir fenómenos comprobados: la industria del tabaco estadounidense recurrió a campañas publicitarias y financió a científicos para inundar al mundo científico y la opinión pública de dudas sobre el riesgo del tabaquismo para la salud de fumadores activos y pasivos.
Ha ocurrido algo parecido en temáticas controvertidas, como el calentamiento global o la mencionada teoría de la evolución; de nuevo, se usan las mismas herramientas de desinformación, agudizadas y abaratadas gracias a la incidencia de las redes sociales, para fomentar el descontento y la polarización entre la opinión pública.
Un ejemplo relevante en la actualidad: las poblaciones de los países desarrollados perciben en sus respectivos países un porcentaje de inmigrantes mucho mayor al real, muestran las encuestas al respecto: los miedos viscerales, presentes entre la opinión pública, son los más susceptibles de ofrecer réditos a populistas y demás pescadores en río revuelto.
¿Proteger al público de qué?
Los peores excesos del momento histórico que vivimos están relacionados con el uso grosero de la desinformación para intoxicar la opinión e influir sobre opiniones públicas y resultados electorales que creíamos incapaces de caer en manos de viejos trucos de agitación propagandística.
La tendenciosidad, incluso la más sofisticada, lo tiene mucho más difícil en sociedades abiertas conformadas por una población educada con acceso a fuentes de información variopintas y mecanismos de vigilancia de excesos del sistema: defensor del pueblo (en la tradición nórdica y anglosajona, “ombudsman“), instituciones públicas y privadas dedicadas al escrutinio público, etc.
Parte de los excesos a los que asistimos están también relacionados con la tendencia histórica a creer en un tipo de progreso tan ideal, exacto y bello como los modelos platónicos, herencia del idealismo alemán, un marco de pensamiento que, durante el siglo XIX, inspiró el surgimiento de corrientes como el nacionalismo y el materialismo dialéctico, prometedoras de una mejora histórica lograda con el impulso de la técnica y la “mejora” de la sociedad (a veces, apoyando ideas tan descabelladas como la eugenesia).
La crisis de las corrientes políticas tradicionales, en particular la que vive el pensamiento socialdemócrata, parte de la decepción de la propia crisis del historicismo y la idea de progreso, anclada en postulados de épocas pretéritas.
Las enseñanzas de Pascal
Obsesionados todavía por la perfectibilidad de personas, sociedades, economías y sistemas políticos, desdeñamos un sistema -el de las democracias liberales– que ha demostrado su valía logrando prosperidad generalizada y salvaguardando las libertades de la población, buscando la manera de “solucionar” sus imperfecciones con fórmulas que sólo han demostrado su infalibilidad sobre el papel.
Matemático precoz (como suelen serlo los matemáticos excepcionales) y pensador de altura, Blaise Pascal se fió poco de las tesis de René Descartes, cuyo dualismo partía de la idea de que sabemos a ciencia cierta lo que son y hacen las dos partes que, según la tradición surgida del platonismo, conforman nuestro ser: cuerpo y alma.
A diferencia de Aristóteles (y de Descartes, que buscará leyes exactas para resolver problemas humanos, iniciando así el camino que explorarían Kant, Hegel y Marx), Pascal no cree en un universo estático: todo a su alrededor está en movimiento, y cualquier medida de la realidad se escurre en complejidades.
Pero Pascal no se rendirá ni caerá en el nihilismo: afirmará la complejidad y carácter infinito de la realidad, y a la vez buscará medidas útiles a escala humana, sirviéndose de las matemáticas. En sus cartas a Pierre de Fermat, Pascal inventará el cálculo de probabilidad moderno.
Para explicar el promedio de posibilidades de un escenario matemático complejo e inacabado, pondrá el ejemplo de dos individuos en medio de una partida de un juego de mesa; la partida será interrumpida, y el jugador que tenía las de ganar explica a su contrincante por qué y cómo él merece el reconocimiento de la victoria hipotética.
¿El promedio de dos extremos infinitos, por favor?
El “problema de los puntos“, expuesto en la correspondencia entre Pascal y Fermat, es el inicio de cálculos que pretenden derivar una solución justa a un problema sometido a incertidumbre, sirviéndose de un cálculo racional que no tiene en cuenta el histórico de la cuestión hasta ese momento, sino las probabilidades de lo que ocurrirá a continuación. Las ciencias sociales se servirán de este tipo de promedios.
Pero la probabilidad moderna explica también la imposibilidad del ser humano para reducir el mundo a medidas que, por definición, están siempre suspendidas en la incertidumbre, ya que desconocemos la medida de todo el universo durante toda la eternidad, y matemáticamente es inconcebible una explicación mecanicista de la realidad.
Aplicándolo a las cuestiones humanas, desde la moralidad a los grandes dilemas, Pascal creerá que una herramienta como las matemáticas asistirá, al exponer que, al situar el foco en alguna cuestión compleja, nos situamos en un lugar circundado por información infinita, pero será posible tomar medidas para encontrar equidistancias en ese espacio aparentemente infinito y desprovisto de sentido.
El cálculo promedio y la probabilidad asistirán al ser humano e inspirarán una mejoría posible hacia soluciones más justas y acertadas que el caos aleatorio, inconcebible en sociedades complejas. En ese sentido, la metafísica de Pascal se acercará a la de Aristóteles: ambos buscarán, cada uno a su manera, el término justo entre extremos como imagen de lo deseable.
El término medio de conceptos abstractos que nos afectan
Pascal rechazará la supuesta certidumbre de Descartes: carecemos de la medida justa para afirmar la naturaleza y operativa de las entidades “cuerpo” y “alma”, y ni siquiera tenemos la certidumbre de que puedan separarse en contenedores estanco. Corremos el riesgo –reflexionó– de creer que el mundo es un escenario mecánico, compuesto por causas y efectos que pueden conocerse con exactitud y modificarse en beneficio de las personas y la humanidad como uno lo haría con un reloj al darle cuerda y ajustar la hora de vez en cuando. Cuando confundimos el mundo con sus interpretaciones simplificadas, cualquier disonancia pondrá en riesgo todo el edificio de nuestro pensamiento.
El mundo contiene incertidumbre (partiendo de nuestro conocimiento de nosotros mismos y de nuestro supuesto dualismo, que él pone en duda), contradicciones, miserias, momentos de elevación y de estupidez. También hay caos, y las viejas injusticias vuelven con cierta recurrencia… Y lo que creemos mejorar con una acción a gran escala, deriva en consecuencias impredecibles, que a su vez decantarán o inspirarán otros fenómenos que no habíamos tenido en cuenta.
A medida que nos adentramos en el conocimiento de nosotros mismos y de lo circundante, reflexionaba Pascal, debería crecer nuestra humildad y prudencia con respecto a supuestas fórmulas de lo infalible, lo perfecto, lo inmutable. Hay puntos de vista, accidentes, pasión, caos. Pascal nos abre el mundo y luego nos dice, sin piedad, que no hay fórmula matemática para arreglarlo… Y en eso consiste su belleza (que el platonismo confundirá con la sección áurea y otras quimeras reduccionistas), y de ahí la importancia de intentar escrutar lo infinito con herramientas siempre imperfectas, que apenas nos acercarán a la lucidez sobre nuestra propia ignorancia.
Pensadores como Pascal, situados a inicios de la modernidad, escriben para lo que se avecina, como luego harían dos pensadores que tuvieron muy en cuenta los aforismos del francés (y se cuidaron de no caer en la tentación de pensar que el mundo es ese sistema perfecto concebido por Hegel y sus discípulos nacionalistas y socialistas): Kierkegaard y Nietzsche.
Don Quijote y la trinchera epistemológica
Pascal dejó como legado el consejo de no aspirar a un historicismo redondo y matemático. Del mismo modo, denunció a los mercaderes de mala fe y apariencias, una temática que Nietzsche desempolva, y amplía, en La genealogía de la moral. Los profesionales actuales de la desinformación son los mercaderes de mala fe de nuestro tiempo, dispuestos a intoxicar para lograr sus objetivos (al considerar que, una vez no haya distinción entre lo veraz y lo tendencioso, se puede “fabricar” la Verdad como lo hacen las religiones… o el Ministerio de la Verdad).
Más que rechazar la crisis epistemológica actual y la charlatanería reinante con el dogma de guardianes de la Verdad, reproduciendo algo parecido a las guerras de religión que asolaron Europa en los siglos XVI y XVII, hay que insistir en la formación humanística y el avance científico, siempre provisional y sujeto a la refutación.
Hay, en todo caso, que reivindicar la buena fe, el conocimiento atento al contexto y a la prueba de fortaleza consistente en observar un fenómeno desde distintos puntos de vista, en momentos históricos dispares, y partiendo realidades culturales diferentes.
Entonces, las tensiones tribales, los viejos cismas conceptuales entre vida en sociedad e individualismo, intereses del mercado y derechos de las personas, lograrán revisiones menos expuestas a la mala fe.
En cada análisis, surgirán viejas aspiraciones y construcciones no tan sólidas como creíamos, así como oportunidades para explorar caminos menos trillados… y quizá posibilidades de renovación que no partan de dogmas que no se mueven un ápice del marco de pensamiento que creen poner a prueba.
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