La carrera por enseñar más, más rápido y mejor a los niños ha derivado en una competición de actividades formativas dentro y fuera del aula, con horarios maratonianos e incluso aplicaciones diseñadas para que los padres “enseñen” en casa, basadas en teorías educativas a menudo contradictorias.
Nuevos estudios darían la razón a lo que muchos padres y maestros de preescolar intuían: si lo que queremos es enseñar innovación y creatividad, deberíamos confiar en que los propios niños desarrollen su instinto para observar a los adultos, experimentar por cuenta propia y mejorar las conjeturas que ellos mismos ponen a prueba.
En un mundo que facilita el acceso instantáneo a cualquier información imaginable, más que instruir, los alumnos de hoy requieren la asistencia y acompañamiento del adulto en una experiencia vital que ellos deberán protagonizar. Quizá por ello, hay videojuegos que se desvinculan de la tradicional imitación (realista o fantástica) de la realidad, optando por enriquecer el mundo circundante, tanto físico como virtual: Minecraft y Pokémon Go son los últimos ejemplos.
Un proceso innato: aprender observando y trasteando
Las teorías e invenciones que aceleraron el progreso en el mundo desde la Ilustración se sustentan sobre una mentalidad: la capacidad humana para mejorar modelos e ideas experimentando, pues el ensayo y error sostiene conjeturas, al demostrar la falsedad de hipótesis anteriores, sustituyéndolas por mejores ideas y explicaciones.
El proceso de mejorar conjeturas experimentando nunca acaba, pues a medida que se refutan ideas superadas, surgen nuevas cuestiones que harán de las últimas ideas meras aproximaciones superadas por mejores inventos y explicaciones en el futuro.
Este método para mejorar conjeturas con experimentos que descartan los fallos y seleccionan los mejores resultados, sustenta el avance del progreso científico (y no construcciones ideales como el empirismo y sus procesos de deducción e inducción, limitados a lo observable y predecible, como nos enseña todavía la filosofía de la ciencia).
Karl Popper sobre cómo refutar (y mejorar) conjeturas
El filósofo Karl Popper reivindicó este proceso interminable de perfeccionamiento y descarte de conjeturas mediante el ensayo y error, marginado por la ciencia, como base de su teoría del conocimiento.
Según Popper, el falibilismo (reconocer que una proposición -conjetura lógica- puede ser refutada) y la falsabilidad o refutabilidad (verificar que una conjetura es falsa buscando un ejemplo que lo demuestre: si encontramos un cisne negro, comprobamos que no todos los cisnes son blancos, refutando la proposición “todos los cisnes son blancos”), han acelerado el progreso humano.
Es mucho más rápido, efectivo y posible avanzar en una teoría demostrando la falsedad de conjeturas relacionadas que tratando de demostrar la infalibilidad de una proposición (sobre todo en ámbitos con dificultad para usar la inducción y deducción, tal y como explica el empirismo, al tratarse de fenómenos o conjeturas no observables, abstractas o fuera del alcance de la observación directa por el ser humano, como la física que describe el universo durante su nacimiento, etc.).
De las herramientas líticas a CRISPR
Si bien nos hemos servido de lo que Popper identificó como falsacionismo a gran escala sólo desde la Ilustración, este proceso ha acompañado al ser humano desde sus orígenes, y todos los avances técnicos, desde las primeras herramientas líticas hasta las herramientas biogenéticas actuales (como la edición de genes, CRISPR), se han servido de la mejora de modelos y conjeturas usando el ensayo y error.
Desde nuestros orígenes como especie, hemos intuido que todo conocimiento puede ser revisado (y mejorado) con observaciones posteriores, y que estas mejoras están sujetas al mismo proceso de refutación y descarte o sustitución por soluciones mejores.
A medida que acumulamos resultados de experimentos y observamos el comportamiento de bebés y niños durante procesos de aprendizaje -reglado o informal-, constatamos que hay una diferencia fundamental entre lo que los pequeños perciben como enseñanza y los fenómenos que ellos mismos observan e instrumentalizan por sí mismos.
Tutoría vs. mentoría
La diferencia entre enseñar a un niño usando procesos que éste reconoce como tutelados -a través de maestros, padres, familiares-, y dejarle que averigüe fenómenos por su propio pie usando experimentación -según Popper, la auténtica herramienta que propulsa el progreso humano-, es más importante de lo que suponíamos, a juicio de las conclusiones de un artículo para The New York Times de Alison Gopnik, profesora de psicología en la Universidad de California en Berkeley:
“Cuando los niños piensan que están siendo aleccionados, hay más probabilidades de que simplemente reproduzcan lo que el adulto hace, en vez de crear algo nuevo.”
Este fenómeno, observado en estudios en ámbitos domésticos y en escuelas, confirmaría la hipótesis de que el niño no se esforzará (usando el ensayo y error para poner a prueba una conjetura sin intermediarios, teniendo en cuenta distintos ángulos y no dando nada por hecho, para así descartar lo refutado y reforzar la nueva conjetura, surgida de experimentar por sí mismo), si alguien le muestra un método y resultado como el proceso correcto.
Aprender fallando (vs. aprender a fallar)
En este segundo caso, cuando el niño recibe un resultado a través del aprendizaje tutelado, lo interpreta como la proposición correcta y evita mayores complicaciones.
De modo que asumir el rol de tutor y “enseñar” conjeturas privaría al niño o estudiante en general (sin importar la edad) del proceso que constituye la propia base de las invenciones y el avance humano: aprender fallando.
La enseñanza reglada llegó mucho después del aprendizaje por experimentación y observación:
“Los niños en las culturas de cazadores-recolectores aprendían observando lo que la gente de su entorno hacía a diario, y jugando con las herramientas que [los adultos] usaban. Nuevos estudios muestran cómo incluso el cerebro de los niños más pequeños están diseñados para aprender con la observación y el juego de una manera notablemente sensible.”
Aprender observando
Estudios en 1988, 2002 y 2013 muestran la sutileza y sofisticación con la que un bebé evita la imitación no reflexiva, sino que detectan patrones y reaccionan en consecuencia.
En otro estudio, niños de 4 años observaron a un adulto manipular varias acciones en un juguete, algunas de las cuales producían un efecto deseado (música) y otras que no.
Los niños observaron el proceso y, una vez en posesión del juguete, reprodujeron únicamente las acciones con resultado. Habían mejorado una conjetura descartando errores.
En cierto modo, todos nacemos con un espíritu científico que podemos cultivar… u olvidar.
Nuevos métodos e ideas vs. viejos procesos
Avanzar con conjeturas y ensayo error no es un proceso identificado como clave en la enseñanza infantil o en grados superiores, aunque estudios y artículos como el de Alison Gopnik reciben atención en un momento en que la experimentación se convierten en una habilidad estratégica de la sociedad de la información.
“Padres e instituciones se preocupan por enseñar porque reconocen que aprender es cada vez más importante en la era de la información. Pero la nueva economía de la información, en contraposición a la anterior era industrial, demanda más innovación y menos imitación, más creatividad y menos conformismo.”
El argumento de Gopnik es similar a la posición sobre el progreso y avance del conocimiento humanos sostenida por personalidades como el mencionado Karl Popper o el físico David Deutsch y experto en física cuántica (y de hipótesis tan polémicas como la conjetura del multiverso como explicación de los procesos que tienen lugar pero que no son observables en la física cuántica, como el entrelazamiento o la computación en qubits, o bits cuánticos que pueden ser tanto 0 como 1, a diferencia de los bits), entre otros.
El espejismo de la gran fachada del empirismo
David Deutsch es crítico con la enseñanza tradicional, al haber perfeccionado el aprendizaje de sistemas de conocimiento preconcebidos, como la idea de que la ciencia avanza sirviéndose del empirismo y sus herramientas lógicas (deducción e inducción), cuando la importancia de esta filosofía del conocimiento es marginal en el auténtico progreso.
Desde la Ilustración, recordaba Karl Popper y lo sigue haciendo David Deutsch (asociado con Oxford pero reticente a convertirse en “profesor” y “enseñar” a diario a alumnos que quizá no desean aprender por iniciativa propia), el progreso se ha servido sobre todo de la mencionada mejora de modelos existentes, encontrando errores en modelos anteriores y descartándolos, para asumir nuevas explicaciones y conjeturas (hasta que éstas son a su vez superadas por mejores explicaciones).
Experimentando y refutando, en definitiva. Fallando y volviéndolo a intentar. Observando, imitando hasta que ya no es posible, trasteando, perseverando hasta que se cierran las posibilidades de una explicación y se abren nuevas posibilidades. Y así hasta lograr una explicación mejor (más precisa, más robusta), que será superada tarde o temprano si seguimos haciendo nuestro trabajo.
El ensayo y error vs. impone al magisterio tradicional
No es tan paradójico como parece que la enseñanza tradicional, institucionalizada desde la Ilustración, ofrezca potencialmente peores resultados que un método existente en nuestro instinto desde la infancia, y presente en todos los avances desde la prehistoria: el ensayo y error.
La Ilustración dio paso a la sociedad mecanizada, y las industrias surgidas de ésta demandaban el aprendizaje de un conocimiento relativamente estático. La sociedad del conocimiento convierte el conocimiento lectivo en una mera mercancía, ya que lo más susceptible a ser reducido a patrones reproducibles es automatizado.
Este proceso, acelerado con la informática moderna, ya estaba presente en la máquina analítica de Charles Babbage a mediados del siglo XIX, y el aprendizaje de máquinas, o el proceso mediante el cual son los propios algoritmos quienes identifican patrones y aceleran tareas automatizándolas, no hará más que acelerar el progreso humano… al usar la misma técnica de ensayo y error a gran escala, ahorrándonos tareas tediosas.
Cuando Internet y algoritmos se extienden al mundo físico, tras haber softwarizado primero nuestro ocio y trabajo, la enseñanza es más importante que nunca, pero los métodos de aprendizaje instintivos de un niño son más adecuados para el nuevo momento histórico que el magisterio tradicional perfeccionado desde la Ilustración.
Impartir enseñanza vs. dejar aprender
En vez de descargar aplicaciones para convertirnos en padres-maestro, o insistir en programas que pautan cualquier aprendizaje mostrando supuestas maneras “canónicas” de hacer o pensar, tanto educadores como padres y tutores, argumenta Gopnik, deberían actuar y retar a los niños, para que éstos (sirviéndose de la imitación y el ensayo y error, como ha sucedido desde nuestros orígenes), para familiarizarse con autonomía en conceptos (y su mejoría) observando, probando y descartando, en contraposición a reproducir lo que otros han concluido en su lugar con antelación.
Este mismo proceso ajeno a la curación de las “autoridades” lectivas es la base del juego y el aprendizaje creativo, pero también del progreso. O, explicado por Alison Gopnik:
“Las últimas investigaciones confirman lo que la mayoría de maestros de preescolar sabían de manera intuitiva. Si lo que queremos es impulsar el aprendizaje, la innovación y la creatividad, deberíamos mostrar afecto a nuestros pequeños, hablar con ellos, dejarles que jueguen y vean lo que [los adultos] hacemos para desenvolvernos en nuestra vida cotidiana.
“No tenemos que hacer que los niños aprendan, sino dejar que aprendan.”
Celebrando el error (si éste descarta o mejora una conjetura)
Cualquier proceso que los adultos desarrollamos en nuestros quehaceres cotidianos, tanto al volver del trabajo como durante el fin de semana o de vacaciones, es una oportunidad de aprendizaje y experimentación para cualquier niño, que observa lo que para el adulto es rutinario como un acontecimiento fresco que merece ser estudiado, desensamblado y recompuesto de nuevo.
Cocinar, arreglar algo, decorar, vestirse (¿o sería disfrazarse?), manipular algún dispositivo, hacer algún recado… Todo es susceptible de estimular y potenciar la creatividad.
Enseñar no debería ser sinónimo de instruir, amaestrar, adiestrar, sino de crear un entorno que estimule la observación, el descubrimiento, la experimentación, y no penalice la diferencia o el error como un problema del sistema, sino que lo celebre como una oportunidad para mejorar conjeturas (sean juguetes o teorías matemáticas).
Aprender más cosas con mayor rapidez no es tan importante en la era de los algoritmos, ya que hay máquinas que computarán por nosotros, como Charles Babbage (y antes que él, Gottfried Leibniz e Isaac Newton, los primeros en describir y usar de manera sistemática el cálculo lógico-matemático, intuido ya por Aristóteles, sus traductores árabes y los escolásticos europeos, empezando por Ramon Llull) ya intuyera a mediados del XIX.
Los ojos de un niño
Pero el aprendizaje menos “computable” es precisamente el que no puede enseñarse de manera sistemática, ya que parte de la observación, de entremezclar ideas, de experimentar y mantener el ánimo abierto a cualquier posibilidad, por mucho que este pensamiento contradiga a cánones o tradiciones preestablecidas.
Al fin y al cabo, para superar la mecánica de Newton, Einstein tuvo que descartar proposiciones que se habían convertido prácticamente en dogma científico, como la idea de que tiempo y espacio eran valores absolutos y no relativos, e incluso tuvo que deshacerse de la impresión causada por la “realidad” interpretada por sus sentidos, que le impedían (como a cualquiera de nosotros), “ver” la deformación del “espacio-tiempo” u observar la gravedad cero en plena acción.
El propio Einstein no pudo superar los prejuicios científicos que había combatido en su juventud, al asegurar al final de su carrera, en referencia a los peculiares fenómenos observados por la física cuántica, incongruentes con la teoría general de la relatividad, que “Dios no juega a los dados” y la inconsistencia de los resultados se debía, quizá, a errores de fondo o forma en procedimientos y mediciones.
Enseñar al profesor
En un artículo reciente, The Economist abogaba por la necesidad de una reforma educativa que adapte la enseñanza superior a los retos de la sociedad de la información, pero a la vez advertía:
“En 2014, Rob Coe de la Universidad de Durham, en Inglaterra, constataba en un artículo sobre qué es lo que hace la gran enseñanza, que muchas técnicas usadas con asiduidad en el aula no funcionan. La alabanza no merecida, agrupar por nivel de habilidad o aceptar o promover distintos estilos de aprendizaje son ampliamente promovidas pero malas ideas.
“También lo es la noción de que los alumnos pueden descubrir ideas complejas por sí mismos. Los maestros deben impartir conocimiento y pensamiento crítico”.
El artículo de The Economist, titulado Enseñar a los profesores, se esfuerza por argumentar que los mejores maestros se hacen, más que nacer con la intuición para desarrollar su tarea.
El artículo, si bien se centra en la enseñanza superior, omite el fondo del debate, que debe no sólo tratar sobre enseñar más, mejor y más rápido, sino sobre una nueva realidad en la era de la información: más que enseñar a aprender, hay que “orientar” sobre cómo aprender por nosotros mismos.
La escultura del aprendizaje
“Enseñar a aprender”, la noción que apoya el artículo de The Economist, sirve para un mundo preconcebido dominado por oficios jerárquicos con nociones que cambian poco a poco.
En los nuevos oficios, muchos de los cuales demandarán creatividad al capital humano y delegarán tareas automatizables a procesos algorítmicos, tendremos que recurrir a la falsabilidad y falibilismo de David Deutsch y Karl Popper: aproximarnos a las mejores conjeturas y redefinirlas (editándolas como una escultura, o pelándolas como una cebolla, o la metáfora que prefiramos) con la mejor herramienta a nuestro alcance, el ensayo y error.
Las máquinas nos pueden ayudar a fallar (o detectar errores cada vez mejor y más rápido) para avanzar más rápido. Pero no pueden enseñarnos a fallar. Tenemos que agudizar el ingenio nosotros mismos observando, cacharreando, leyendo o aprendiendo trucos y métodos de otros.
Del juego a la creatividad
Cuando nos acercamos a nuestros hijos (o nos dirigimos a un grupo de niños en el aula), haríamos bien en respetar sus procedimientos y los tiempos y peculiaridades del juego observados en cada uno.
Así nos aseguraremos que la experiencia de aprendizaje no es tanto una lección como una conversación o experimento siempre abierto y con expectativas de mutar, mejorar o ser refutado.
Al fin y al cabo, lo que ahora necesitamos es crear algo nuevo: mejorar algunas de las viejas conjeturas y presuposiciones. Lo haremos mejor si aprendemos primero a jugar en libertad.